38769.fb2 La Venganza - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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I

– Pero cuando Dios le arrancó la costilla porque no era bueno que el hombre estuviera solo y debía tener compañía; no la miró y exclamó te doy mujer, no, dijo varón, te doy varona, porque ése era el verdadero amor, la verdadera compañía que quería darle. No penséis que la compañía que os vais a dar el uno al otro puede ser diferente. Oh no, vosotros lo habéis querido así y así se os ha dado. Y si esperáis la felicidad el uno del otro, también os equivocáis:… -se le notaron bien los interminables puntos suspensivos y me pareció que Marga y Javier se enderezaban en el taburete aterciopelado que les servía de incómodo asiento frente al altar mayor-, la felicidad consiste en dar, no en esperar recibir.

¿A qué venía esta alusión final a la generosidad? Sonaba tan retorcida y tan falsa que me pregunté si don Pedro la añadía sólo por cubrir las apariencias y disimular una maldición bíblica que, por rabia o por despecho, quién sabe, hacía caer sobre las cabezas de todos nosotros. Sólo así se completaría la rueda, se cerraría el ciclo de la desventura: don Pedro, Marga, Javier y yo.

Y con todo, la voz del canónigo que, como un notario definitivo (y maldiciones aparte), sellaba mi vida, ni siquiera correspondía por su fuerza o por su gravedad al momento dramático, no sonaba, por las consecuencias que él parecía querer predecir con sus palabras, como debería sonar la imprecación de un Júpiter tronante, la voz terrible que me condenara (como este parlamento me condenaba) de modo definitivo a la soledad.

Era una voz madura la suya, más ampulosa que antaño, cierto, pero, como siempre, firme y coherente, y ahora tan convencida de lo que aparentaba ser su venganza, tan rencorosa en su desquite que me volví a Jaume y, para que no me lo notara nadie, sólo él, apenas si levanté las cejas inquiriendo mudamente ¿don Pedro? en un único gesto de sorpresa. Jaume, como siempre comprendiendo el lado irónico, la humorada de cualquier situación, sonrió de costado para provocar mi complicidad. Pero no, esta vez no. Esta vez no le iba a dejar salirse con la suya. No permitiría que escapáramos de ésta riendo como tantas otras veces. Ah, porque yo intuía, ambos debíamos intuir qué era todo aquello, ¿no? Ambos sabíamos adivinar qué se escondía detrás de tanta engañosa suavidad bíblica, ¿no? ¡Oh sí! Nos castigaba. Por encima de las demás venganzas, don Pedro nos castigaba a todos, a cada integrante de la trasnochada y ya envejecida pandilla. Y de paso, aunque seguro de que sin ser consciente de ello, me hería a mí más que a ninguno. Era así, ¿verdad? Porque, si no, nada de esto hubiera tenido sentido. ¿Que todo fuera gratuito? Imposible. Además, ¿cómo iba yo a permitir que saliéramos riendo si lo que ocurría en ese momento era que me condenaban, de ese modo me maldecían Marga y don Pedro y Javier?

Habían escogido bien el escenario en el que ambientar esta tragedia que la inmensa mayoría de los asistentes no era siquiera capaz de percibir: un lugar solemne y precioso, pero pueblerino, para situar en él el drama rural de uno solo.

La iglesia parroquial de Santa Maria, la Santa María del Camí patrona del pueblo, con sus suelos de mármol viejo repartido en grandes losetas unas veces blancas ensuciadas por el tiempo y otras gris marengo, y sus bancos oscuros, impregnados de incienso, olía como siempre a cera ardida. En el viejo retablo -gótico lo llaman, barroco me parece a mí-, amparada por cuatro columnas de madera pintada de oro, todo lo preside la santa patrona, tan joven y limpia que parece un efebo. Lleva en su brazo derecho a un niño Jesús que se pierde entre los ropajes y en los dorados hasta desaparecer, y la flanquean santo Tomás de Aquino y san Francisco de Asís. La Virgen apoya sus pies en una gran esfera de oro; en tiempos, la esfera se abría en dos, como una granada partida, para que en su interior cupiera la custodia durante las noches de vigilia sacramental.

Todo lo corona un gran manto de madera policromada en granate y oro que se asemeja al papel de Navidad de un escaparate, presto a envolver el regalo de más valor que se exhibe en él. Y por encima de todo ello se cierra la cúpula del altar mayor, una caracola inmensa que, pecador de mí, siempre me ha recordado a la que, menos piadosa, sostiene a una Venus desnuda saliendo del mar de Botticelli. Se lo dije una vez a don Pedro; rió y dijo «una vez hereje, siempre hereje, Borja, caramba». Y me dio un capón amable porque ya no estábamos para tirones de oreja.

A este olor tan eclesial y de por sí tan especioso de la cera ardida y del incienso se superponían hoy los perfumes de las calas y el jazmín que los decoradores habían colocado en primorosos arreglos por los extremos de los bancos y en los tres grandes escalones de mármol rojo veteado por los que se accede al altar mayor. Pero a esa mezcla se superponía aún más el efecto aromático de la cosmética aplicada con generosidad a las decenas de cuellos y escotes de las invitadas a la boda. Chaneles, diores y diorísimos, joys, victorios y luchinos, loewes y armanis flotaban pastosos y acalorados a la altura de nuestras cabezas, embriagando el ambiente y casi mareándonos a los presentes con sus efluvios a rosa y a especias de Oriente, a zajarí y a mandarina, a azahar y a nardos.

El efecto general que aquello provocaba en mí era de una vaga angustia, fruto sobre todo de tanta solemnidad recargada y barroca: el terciopelo rojo oscuro que recubría los reclinatorios de los novios, los brocados y tapices que, siguiendo la escalinata, descendían por entre floreros y hachones en dirección a los bancos de los testigos, la larga alfombra granate del pasillo central brillantemente iluminado mientras las capillas laterales de la iglesia habían sido oscurecidas para que nada distrajera la atención del escenario central, conferían al ambiente un aire opresivo, hasta diría que viscoso si no fuera una pedantería.

Don Pedro iba revestido de una casulla blanca y dorada cuyos amplios pliegues le permitían gesticular unas veces con teatralidad, levantar otras las manos con languidez o apuntar aun otras con intenso fulgor a los novios o al resto de la asamblea para dirigirse a unos o a otros, imponer silencio, reconvenir o amonestar dulcemente a los que se casaban, felicitarse de tan alegre, ¡alegre!, ocasión, impetrar la presencia de Dios como testigo de cuanto ocurría allí, levantar la voz para apercibir de males o maldiciones. Convertido en maestro mirífico de ceremonias, controlaba toda aquella representación con absoluta eficacia y precisión. Había llegado pocos minutos antes de que Marga hiciera su entrada en la iglesia del brazo de Juan, pero se hubiera dicho que había ensayado con gran antelación cada detalle, cada momento, cada reproche, cada movimiento, cada sonrisa y cada severidad. Nada quedaba desplazado, nada chirriaba. Todo obedecía a un orden y a un protocolo que sólo él conocía pero que, salvo por su artificialidad insoportable, no resultaba estridente, sobre todo para quienes, espectadores distantes y superficiales, meros invitados, no estaban en el secreto.

Menos Elena y Domingo, habíamos acudido todos. Y a ellos dos no les hubiera importado estar si no se lo hubieran impedido las convenciones sociales: por mera cuestión de decoro, la primera mujer del novio y su nuevo compañero no podían presentarse al casamiento, aun cuando la noche de dos días antes se hubieran sumado a la celebración previa como si tal cosa.

Recuerdo que al principio, en los instantes de espera distraída que preceden la llegada de los novios, me sorprendí recordando dolores pasados, una vez más alejado de cuanta me rodeaba. Tantos olores dulzones, tan pesado calor, tanto recargamiento…

Para esta boda del año habían llegado desde Madrid más de dos centenares de mujeres encopetadas y más elegantes que un desfile de modas. No queriendo ser menos, de Barcelona y de la misma Palma había acudido lo más granado de ambas sociedades.

Pamelas blancas, velos negros, casquetes marrón claro, tocados de grandes flores de estío, sombreros de raso, algún mantón de Manila de vivos colores granate y largos flecos grises; peinetas, moños, melenas, flequillos y ondas milagrosamente sujetos o descuidadamente caídos sobre frentes y mejillas; y las orejas asomando por entre todo aquello, cargadas de pendientes de brillantes y esmeraldas, de perlas y oro y oropel, unos dando falsa impresión de modesto recogimiento sobre los lóbulos, otros cayendo hacia las gargantas en cascadas de rayos de sol o de luna, de centelleantes reflejos en oro o en aguamarina. ¡Dios mío! Todas aquellas mujeres, jóvenes o viejas, llevaban los ojos marcados a fuego por los trazos marrones y negros de lápices maquilladores, los párpados azules o moteados de oro y las ojeras disimuladas; las pieles tersas, los labios violentamente pintados de rojo, de marrón, casi de negro, de rosa. En una sola decena de damas de alta alcurnia y baja cama, como decía una canción ahora nuevamente en boga, podían apreciarse, refulgiendo, todos los colores del arco iris en todas sus tonalidades imaginables. En los cuellos, gargantillas, collares, cadenas, perlas, diamantes, rubíes; en los dedos, solitarios; en las muñecas, pulseras. Y pese al calor de aquel día de finales de junio, indefectiblemente, en todas las piernas, medias de seda.

A mi izquierda, al otro lado del pasillo, un poco más atrás del banco de los testigos del novio que yo encabezaba, una bellísima y jovencísima mujer había conseguido revestirse de unos colores tan nítidos, un traje de chaqueta de raso verde de anchos hombros y profundo escote, una gran pamela blanca, las piernas, éstas sí sin medias, uniformemente tostadas, el maquillaje sin sombras perfectamente aplicado a la cara para que se le notara la juventud, que bien hubiera podido ser un retrato de Botticelli o de Lempicka desprovisto de claroscuros. Imaginaba uno un pubis lustroso, la piel hidratada a la perfección, unas caderas voluptuosamente marcadas a grandes trazos por un pincel implacable y absolutamente preciso, unos pechos pequeños e impertinentes. Aquella muchacha era la encarnación de la primavera sin mancha. Me miró y sonrió; luego se inclinó hacia su amiga que, tan limpia y tan perfumada como ella, se encontraba a su lado y le susurró cualquier cosa al oído.

En un banco a media iglesia vi de pronto a Tomás. No esperaba que hubiera venido y me sobresalté. A mi lado, Jaume lo notó y giró la cabeza mirando hacia atrás hasta que: también lo divisó. Lo saludó con un movimiento de la barbilla y una gran sonrisa. Tomás sacudió la cabeza y movió los hombros para acomodarlos a un traje que le estaba evidentemente incómodo. Con su mata de pelo negro y rizado y sus ojillos vivos, sonreía como siempre de medio lado, seguro de sí mismo, como si acabara de conquistar el mundo. Supuse que había llegado desde Madrid aquella misma mañana y con la vista busqué a Catalina temiendo que la presencia de ambos en la boda pudiera acabar provocando una violencia, alguna discusión escandalosa, un gesto de desprecio o de rabia, pero no sólo en ella sino también en las demás mujeres de la pandilla. Ah, allí estaba Catalina, más cerca de mí, junto a su hermana Lucía, tres filas más atrás. Sonreía con indiferencia, como siempre, y si se había percatado de la presencia de Tomás, parecía ignorarla.

Lucía y Andresito miraban al frente con actitud apacible. Pensé que Lucía estaba verdaderamente guapa con la piel tostada, rellena de carnes, la mirada viva y la imborrable sonrisa. Andresito no había querido ser testigo. «Si voy a la boda de mis amigos, no necesito ser testigo y vestirme de chaqué; pues vaya una tontería.» Pero sospeché que las razones eran otras y que tenían más que ver con el tamaño de su estómago y la grasa acumulada en su pecho y en sus hombros por la buena vida de años. ¡Qué buena gente, el juez!

Al lado de los tres también estaban Alicia, la mujer de Jaume, tan dulce y guapa y apacible como siempre, y Carmen, que de vez en cuando miraba a su marido plantado con solemnidad en el banco de los testigos, íntimamente convencido de su importancia. Pero en seguida desviaba la mirada y la paseaba por los invitados, buscando en las caras de la gente conocida un cotilleo, un motivo de escándalo, cualquier curiosidad que pudiera luego alimentar horas de conversación.

Un poco más allá, dos señoras mayores, también coloreadas por el sastre sevillano o madrileño de la última moda, se abanicaban pacientemente para combatir el calor.

Y así, un banco tras otro. Todas estaban aquí. Con sus maridos o con sus hijos o con sus amantes, con sus adulterios o con sus pasiones o solas o en grupo. Todas.

Y solamente nosotros, Juan y yo, Jaume, Alicia, Biel, Tomás, Andresito, Lucía y los demás (mis hermanos, también mis cuatro hermanos pequeños y Sonia, mi única hermana), encajábamos en la representación, acto primero, escena primera o acto postrero, escena final. Y es que en realidad se trataba de nuestra ceremonia, de nuestros novios, de nuestro melodrama, y no necesitábamos la compañía de nadie que nos lo explicara y lo cargara de solemnidad. Como todo lo nuestro, hubiéramos preferido celebrarlo a solas.

En los bancos del final, las viejas del pueblo esperaban sentadas a que pasara el cortejo nupcial. Vestidas de negro, contemplaban tanta cacofonía y tanto colorín con la mezcla de desconfianza y desprecio tan propia de pueblos reacios. Rígidas, envaradas, miraban con ojos duros e inmóviles, como lagartos.

En el interior de la iglesia, igual que antes en la calle, se encendían los fogonazos de los flashes de los fotógrafos que retrataban sin discriminación a todo el que se moviera. Y los invitados se detenían un instante, aparentando indiferencia, para hacer un comentario jocoso que pudiera ser fotografiado como si a ellos les trajera sin cuidado. Allí estaban, procurando ser vistos y sin atender a lo que sucedía a su alrededor.

A todos les pasó por encima la homilía de don Pedro. No la escucharon siquiera y, así, se perdieron uno de los grandes y más amargos momentos del año.

– ¡La felicidad no existe! -gritó de pronto don Pedro-. Ninguno de vosotros sabe, ni siquiera vosotros… -bajó la mirada hacia Marga y Javier y los apuntó con la mano derecha. Ellos seguían inmóviles, como si manteniendo la quietud pudieran escapar a las increpaciones de quien estaba ahí para casarlos, por más que, oyéndole, se hubiera dicho que estaba para maldecirlos-. Ni siquiera vosotros sabéis lo que es la verdadera felicidad, de qué pasta está hecha. Y, puesto que no lo sabéis, para vosotros no existe…

– Fíjate bien en lo que está diciendo -murmuró Jaume en mi oído-, fíjate bien y luego busca las explicaciones en lo que sabes, en todo lo que has vivido en estos años, y comprenderás… -Se echó hacia atrás, mirándome de hito en hito, triunfante; medio sonreía y en sus ojos muy negros había un brillo, tal vez travieso, tal vez perverso o de revancha, no sé-. ¿No lo ves?

Moví la cabeza de derecha a izquierda muy despacio. Luego fijé la vista en don Pedro, que gesticulaba frente al altar mayor. Y luego volví a mirar a Jaume. Levantó las cejas al tiempo que asentía.

– ¿Lo ves?

Sonrió.