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III

En realidad, los veranos de ahora no difieren mucho de aquellos otros de antaño. El aire sigue siendo el mismo, el ritmo de la vida es aproximadamente igual, los vecinos y los habitantes esporádicos de Deià, más maduros tal vez, siguen pensando y obrando de semejante manera.

De entre la población permanente, es cierto que los viejos se han ido muriendo, de modo que parecería que Deià se rejuvenece paulatinamente. Pero es ésta una falsa impresión, nacida de que, poco a poco, mientras la ciudadanía deiana propiamente dicha se reduce, van siendo más los veraneantes (de los que chiquillería y juventud son mayoría) que pasan temporadas y más los extranjeros (sobre todo alemanes, que parece que no hay otra cosa en Europa) que, habiendo comprado casas, se han instalado en el villorrio o en sus aledaños. También acuden en mayor número quienes pasan de visita, escudriñando curiosamente el interior claroscuro de los patios o los semblantes de los otros transeúntes, por si se tratara de alguna celebridad de la música, las letras o las artes. Y los forasteros que viven en el pueblo, tal vez ensoberbecidos por la leyenda intelectual de que está adornado el lugar, adoptan con intensidad algo teatral el gesto adusto de quienes, sabiéndose depositarios de algún secreto mirífico o de una tradición sagrada, han aceptado el papel de vestales y sacerdotes con los que los ha uncido la tradición. Viven cada momento con la seriedad de quien interpreta un rol trascendental en un espectáculo olímpico del que sólo son partícipes unos pocos privilegiados.

Todo forma así parte del escenario en el que se desarrolla la apacible vida de Deià; una vida en la que las pasiones son más bien pueblerinas, es decir, limitadas, aunque las dignifique el nivel humano que adquieren las tragedias. ¡Y Dios mío, cuánta tragedia banal! Las peleas por el agua tan escasa, por un par de metros cuadrados de tierra, por quién hizo qué hace décadas, porque un hermano ha roto con los otros dos a causa de los tabiques que separan las partes alícuotas de la casona que les dejaron los padres al morir, por unos amores traicionados… Y así, la historia mía, a la que he regresado, pertenece tanto a Deià, a sus habitantes, a sus veraneantes, que me parece haber vencido un periplo completo, alejado de aquí y finalmente encadenado de nuevo sin posibilidad de escapar a lo que durante tanto tiempo me reservó el destino.

El ritmo de las horas, el transcurso de los días, la evolución de las historias familiares, de las peleas y alianzas, sigue siendo el mismo de siempre, el mismo de mi niñez, de mi adolescencia y de mi juventud. La sangre casi nunca llega al río y las pasiones, al final, siempre se ajustan a la pauta superficial de la rutina.

Hasta la extraña melancolía del final de temporada, hecha de añoranza y de la luz amarillenta de septiembre, se repite cada año sin sustancial alteración, hoy como ayer.

Es un sentimiento discreto este de la despedida y así lo recuerdo ahora, sabiendo que entonces lo experimentaba sin acertar a explicármelo. Concluido nuestro veraneo, nos íbamos de regreso a Madrid y eso era todo, porque indefectiblemente al año siguiente llegaríamos de nuevo en los primeros días de julio y reemprenderíamos nuestras aventuras, nuestras amistades y nuestros rencores, y luego nuestros amores (los que hubiéramos osado), allí donde los habíamos dejado unos meses antes.

Con la única diferencia de que, sin saberlo, habríamos cambiado nuevamente.

En verano vivíamos en la parte alta de Son Beltrán, una posesión que está directamente encima de Ca'n Simó, al otro lado de la carretera, hacia el monte, en una casa grande de dos plantas y varias habitaciones. Nunca fue soporte de historias, fantasías o peligros imaginarios o románticos y, por eso, no guardo de ella más recuerdo que el puramente utilitario del aposento. Era fea, eso sí, de piedra hosca por fuera y recovecos algo lóbregos y ciertamente poco discurridos por dentro. Una casa de verano, vamos, provista de agua de aljibe (fría hasta que mi padre acabó instalando un calentador con depósito, pero sólo para los mayores; los pequeños nos duchábamos ocasionalmente a diario con agua gélida) y sin electricidad (sólo el primer año, tras el que mi padre, harto de no poder leer a gusto por la noche las decenas de libros que devoraba en el verano, hizo instalar un pequeño grupo electrógeno de gasoil).

La casa tenía un porche cubierto en el que nuestro padre pasaba muchas horas leyendo o charlando al caer la tarde con el párroco o el alcalde, con el canónigo de la catedral capitalina, con amigos de Palma o conocidos de Deià. Alguna vez, muy de tarde en tarde, acudía brevemente Robert Graves, el poeta de la melena blanca y los ojos profundos. Se sentaba, tomaba un poco de queso, unas cuantas aceitunas y un vaso de vino, hablaba de esto o aquello (en mal castellano, del que sólo chapurreaba algunas palabras con el abominable acento propio de los ingleses), saludaba y se marchaba. Iba camino del baño cotidiano o de vuelta de él; siempre lo tomaba en Es Canyeret, la diminuta cala en cuyo escar guardábamos la barca de remos y de cuyas rocas él recogía la sal depositada por la marea. Decía que era muy sano hacerlo y cocinar después con ella. Pero ni de Graves tengo un recuerdo muy preciso. Era uno de los mayores habituales que iba y venía sin que a nosotros nos afectaran sus libros, las gentes que lo visitaban, los amores que luego supimos que tenía. Sólo más tarde, cuando la televisión inglesa emitió la serie de Yo, Claudio, nos dimos cuenta de que era todo un personaje. Mi padre me dijo luego una vez que Graves era un hombre grande, un sabio y un poeta; me explicó que sus poemas de guerra y de trincheras eran tan tristes que hacían abominar de la suerte del soldado por más que a veces las batallas fueran inevitables. Nunca olvidé aquellas palabras y nunca fue necesario que las repitiera (él jamás repetía las cosas) para que a partir de entonces los temas militares provocaran en mí una repugnancia instintiva, aun antes de haber leído los versos de Graves.

En la casa de Son Beltrán cabíamos no muy holgadamente, además de mis padres, Pepi la cocinera, las dos doncellas y todos los hermanos. Por ser yo el mayor, sólo compartía cuarto con Javier, que era el que me seguía en edad. Los otro cuatro varones, Pepe, Luisete, Chusmo y Juanito, se amontonaban en un dormitorio pequeño en camas superpuestas de dos en dos. Sonia, nuestra hermana de en medio, por ser mujer, tenía derecho a vivir y dormir sola; lo que no la libraba de todas las perrerías singularmente crueles que le infligíamos los hermanos. En realidad no hacíamos más que repetir el arreglo que teníamos en Madrid durante el invierno.

Hace muchos años, había que vernos, llegábamos a Deià a finales de junio para empezar así un veraneo que duraba, entre unas cosas y otras, algo más de tres meses.

Embarcábamos en Valencia después de llegar a ésta en tren, y nuestra entrada en Deià, parecida a lo que yo imaginaba sería la del maharajá de Kapurthala, producía verdadera expectación en el pueblo, por más que los vecinos se cuidaran de que no lo advirtiéramos. Los taxis tomados en el puerto de Palma por toda la familia, con excepción de nuestro padre (que viajaba un mes más tarde, sin duda para ahorrarse el bochorno, hasta terminar el periplo en un automóvil que invernaba en un garaje de Palma y que mi madre conducía cuando no estaba él), acarreaban baúles, maletas, fardos, mochilas llenas de libros de estudio que teníamos que repasar y que evitaríamos abrir hasta el último momento, flotadores, sombrillas y otras cosas de similar inutilidad. Yo sobre todo no entendía que las sombrillas tuvieran que hacer el viaje a Madrid terminado el verano para regresar nueve meses más tarde a Dei sin haber sido abiertas siquiera una vez para comprobar los efectos del traidor paso de las polillas y del óxido.

Sonia, que de pequeña era la más pudorosa, solía quejarse de tanto trajín. «¡Mamá! -exclamaba cuando los taxis coronaban penosamente la cuesta que acababa en el lavadero público a la entrada del pueblo-, ¿siempre tenemos que llegar como un circo? De veras, mamá, que nos miran como si fuéramos marcianos, buf.» Y torcía el gesto con disgusto, tapándose el semblante para no ser vista, mientras nuestra madre sonreía sin hacerle caso, con el aire ausente y distraído que ponía siempre ante nuestras quejas o, todo lo más, la recriminaba secamente por haber empleado una palabra malsonante y poco propia de una señorita de buena familia.

Para entonces, la discusión me había dejado completamente indiferente. Ni siquiera la oía. Andaba mi ánimo empeñado en otras cosas: desde horas antes había ido anticipándome cada vez con mayor intensidad a las emociones de la llegada y esperaba con impaciencia el momento en que, alcanzado por fin el villorrio, comprobaría que todo estaba en su sitio, que nada fundamental había cambiado de un año para otro, como si tal cosa fuera posible en Deià. Escudriñaría cada metro del paisaje que desfilaba ante mis narices pegadas al cristal de la ventanilla trasera izquierda del taxi. Siempre reclamaba para mí el asiento trasero izquierdo, para así empezar a divisar el pueblo desde la revuelta alta de la carretera. Anotaría en mi memoria la más mínima alteración, el más insignificante añadido o sustracción en los ladrillos, en los tejados, en las gentes, en la vegetación. Si algo faltaba o sobraba, lo percibía al instante y lo archivaba en el magín para investigar, en cuanto tuviera tiempo, la razón de la diferencia. Sólo así recuperaría mi mundo como lo había dejado y sería capaz de retomar mis aventuras en el mismo punto en que habían quedado casi un año atrás. De pequeño siempre fui en extremo observador, casi meticuloso en el detalle y obsesivo en el orden en que conservaba mis cosas. Cualquiera diría que soy ahora la misma persona. Pero me era fundamental saber que, con la misma impaciencia con que yo llegaba, me esperarían los de la pandilla, Juan, Marga, Domingo, Jaume, Carmen, Alicia, Biel… los de siempre, para reanudar todo lo que habíamos dejado en suspenso tantos meses antes. Con la adolescencia, Marga empezó a ocupar el lugar preferente en mi ansiedad, más adelante en mi angustia y por fin en mi claustrofobia.

Ahí estarían según llegáramos; unos se asomarían a la ventana de sus casas, otros bajarían en tromba por los caminos que desembocaban en la carretera, otros se encaramarían a algún margés desde el que divisar el paso de la caravana. Sólo Marga estaría en la carretera, a la salida del pueblo, siempre en el mismo sitio, mirándome muy seria cuando el taxi se cruzara con ella.

Otros personajes no menos importantes tenían que desfilar ante mis ojos para que yo pudiera concluir de encajar todas las piezas.

Debería de estar Margarita, dueña de la tienda universal de Deià, gritona, obesa y antipática, que nos tenía a todos aterrados, incluyendo al propio marido, el pobre, al que ensordecía a gritos y órdenes destempladas. Nos miraría con mal humor desde su puesto de observación a la entrada del Clot, pensando sin duda que ya nos pillaría cuando fuéramos a comprar caramelos, pipas o las ensaimadas para el desayuno.

Estaría don Pedro, el joven párroco, que en aquellos años aún vestía sotana, raída y siempre limpia; las tías de Juan y de Marga lo tenían como los chorros del oro. Don Pedro habría bajado a la carretera para vernos pasar y saludar a mi madre con el gesto de sorpresa de quien se encuentra en un lugar por casualidad y topa con un conocido al que no ve de antiguo, pero lo haría con obsequiosidad algo solemne y un vago gesto de bienvenida, mitad bendición, mitad admonición. No sé qué edad tendría; se me antojaba que mucha, pero no pasaría de los treinta y cinco o treinta y seis años.

Me tiraba de las orejas después de misa los domingos. Siempre lo hacía sonriendo para quitarle animosidad al gesto. No perdonaba una fiesta de guardar con la excusa de que yo andaba perdido en las musarañas. Y así nos tiranizaba a todos los hermanos, sospecho que con la complicidad de nuestra madre. Había encontrado en nosotros una comodísima cantera de monaguillos y no se le ocurría modo mejor de mantenerla a raya. El resto de la pandilla ponía siempre a tiempo pies en polvorosa y luego todos se reían de nosotros por madrileños novatos.

En los primeros días del verano, su regañina siempre empezaba porque, entre misa y misa, me salía de la iglesia y, por pasar el rato, tras sentarme en el murete que la rodea y que se asoma al valle desde lo alto de la colina, me distraía leyendo tebeos de hazañas bélicas, del mago Mandrake o del Enmascarado. Don Pedro, que al principio me sorprendía acercándoseme de puntillas por la espalda, estaba convencido de que me detenía con excesivo y doloso cuidado en las viñetas en las que figuraban heroínas que los dibujantes habían pintado con formas exageradas. Aquellas redondeces exuberantes eran, me parece ahora, más fruto del apresuramiento del artista (o de sus propias pesadillas) que de un deseo de provocar en sus lectores sentimientos de lascivia. Pero era cierto, claro está, que en los años adolescentes yo hacía lo que podía por satisfacer la curiosidad que despertaba en mí el instinto.

«¿Qué andas mirando?», susurraría teatralmente don Pedro, agarrándome una oreja y sacudiéndome por ella. Y yo haría una confesión instintiva de culpa pasando la hoja con rapidez mientras giraba la cabeza en dirección al tirón de oreja por evitarme el dolor que me producían los dedos de don Pedro.

Al segundo domingo, recordada la lección, me iba más lejos, a la plazoleta trasera, lugar al que le resultaba más complicado seguirme. Pero don Pedro, sin inmutarse por la falta de pruebas, me esperaba luego en la sacristía y allí tenía reservado a mis orejas el mismo tratamiento. «¿Dónde te habías metido?», me preguntaba en tono acusador, siempre sonriente. Y yo, con la conciencia culpable, no sabía qué responder y me encogía de hombros con el sentido fatalista de lo inevitable. Además, como nos teníamos que confesar al menos un par de veces o tres durante el verano, don Pedro conocía bien nuestras flaquezas por más que en público hiciera el paripé de que confesor y párroco eran dos personas distintas. Y, claro, nos tenía condenados de antemano.

Cada uno de mis hermanos, salvo Sonia, fue sometido al mismo castigo un año tras otro. Pero, en el fondo, volver a ver al párroco al principio de cada verano era como reafirmar que estábamos vivos y dispuestos para la lucha por la libertad. Y, andando el tiempo, por el tabaco.

Sin embargo, la prueba de que todo estaba realmente en orden en aquellas llegadas al veraneo era concluyente si al borde de la carretera esperaba Vicente, el cabo de la Guardia Civil que, observándonos con imperiosa severidad, se balancearía sobre sus botines (en los años cincuenta, las cosas habían cambiado mucho y Vicente, en los días en que no tenía que moverse del pueblo, prescindía de los leguis y llevaba botines encerados) y tendría las manos prendidas en el lustroso doble correaje del uniforme. Bajo su tricornio reluciente, encajado hasta las espesas cejas negras, brillarían los ojillos pardos mirándonos atentamente; las puntas del fiero bigote, embetunadas y enrolladas por pulgar e índice hacia lo alto, darían, como siempre, la impresión de estar a punto de asaetear los mismísimos ojos de su dueño, tan rígidas las mantenía el cuidadoso aseo diario.

En aquellos años de infancia, Vicente nos infundía santo pavor. Es curioso que ahora recuerde su estampa de entonces como la de un tipo entrañable, cazurro y bonachón, hecho de pan ácimo y olivas, una verdadera caricatura a lo Bizet, no muy grande, pero ciertamente sólido. Todo él era redondo y tenía el estómago dilatado, supongo que por la cerveza y los garbanzos y la col y la carne de cerdo. Pero tenía la piel tirante y dura. Algunas veces, no muchas, apostábamos entre nosotros por ver cuál se atrevería a tocarle el bíceps. Entonces vencíamos el miedo y nos acercábamos a él con cualquier excusa. Disimulando como Dios nos daba a entender, nos las componíamos para tropezar con su brazo y aterrarnos al contacto con lo que nos parecía acero. Luego salíamos despavoridos a escondernos detrás del murete de la comarcal para reír nerviosamente de nuestra hazaña. Pero eso era cuando aún éramos muy pequeños.

Imponía Vicente en el pueblo su particular noción del orden público, a caballo entre lo justiciero y lo moral. Dirimía disputas, castigaba a novios que se hubieran hurtado un beso furtivo y les pedía la cumentación para tenerlos registrados en caso de que fueran reos de ulteriores desmanes, perseguía con ferocidad a los infractores de cualquier cosa y mantenía a raya a la chiquillería. Todo lo hacía con igual intensidad.

Hubo una vez en que fue a quejarse a Robert Graves porque un recién llegado a Deià, un americano que, de paso para el Nepal, había decidido quedarse un tiempo, leía demasiado. Pecado sin duda tolerable en un excéntrico como Graves que, por añadidura, llevaba leyendo en el pueblo toda la vida, pero de todo punto censurable en un forasté. Los forasteros, por razones que desconozco, tienen muchas culpas que expiar en Mallorca.

En otra ocasión, regresando de noche desde Valldemossa, mi padre, que iba al volante de un Pato Citroen, un famoso 15 ligero que teníamos entonces y que luego sustituyó a finales de los años cincuenta por un Opel Kapitan (y de la parte delantera de cuyo asiento trasero izquierdo sobresalía el molesto extremo de un muelle que se me clavaba siempre en la pantorrilla), casi chocó en una curva con un coche cuyo dueño, francés a juzgar por la matrícula, había aparcado olvidando encender las luces de posición. Nos dimos un susto de muerte. Mi padre, lo nunca oído, soltó una palabrota. Aún recuerdo aterrado que exclamó «¡carajo!». Después, recuperada la calma, prosiguió impertérrito el camino (pasé muchos años intentando imitar aquella capacidad de mi padre de mantener la imperturbabilidad: me parecía que sólo así se demostraba madurez). Al llegar a Deià detuvo el automóvil frente a la pensión y miró hacia donde Vicente fumaba, después de cenar, su Farias cotidiano.

– Cabo -dijo.

– Diga usted, don Javier -contestó Vicente.

– Hemos estado a punto de matarnos contra un coche aparcado allá atrás, a un par de kilómetros, un poco más acá de Son Galceran, con las luces apagadas. La matrícula es francesa.

– Vaya, hombre, don Javier. Estos forastés siempre jodiendo. Se creen que estamos en un país libre, ¿no? Ahora me acerco.

Mi padre sacudió la cabeza para no tener que responder a la humorada involuntaria de Vicente y todo siguió como si tal cosa. Un intercambio así era típico de ambos: los silencios y sobreentendidos de sus conversaciones de verano se convertían de este modo en el puente con el que salvaban el abismo de sus respectivas culturas y, naturalmente, de sus opiniones políticas.

Mi padre siempre decía «yo soy de Marañón». Aludía así al único liberal reconocible (y aceptado por el establishment) de los que se habían quedado en la España de Franco: el célebre endocrinólogo e intelectual Gregorio Marañón, y con ello reafirmaba sus propias convicciones liberales, por supuesto radicales y anticlericales, y su republicanismo de fondo. Así se hacía en la buena sociedad madrileña. Aunque persona de orden (que era como se las describía entonces), jamás se había identificado con las derechas y al final de la guerra civil incluso estuvo en un tris de que lo fusilaran. Sólo lo había salvado su noviazgo con mi madre, que era hija de un gobernador civil adicto al régimen.

Iba siempre de gris, menos el tiempo en que llevó luto por la muerte de su padre: aún lo recuerdo, enfundado en un traje cruzado completamente negro que fue su uniforme durante más de un año. Y todavía durante dos años más llevó corbata negra y una banda del mismo color en la manga izquierda de la chaqueta. En mi casa, las formas se respetaban a rajatabla. Mi padre no admitía discusión sobre ello ni sobre lo que constituía su voluntad y mi madre le apoyaba siempre tímidamente pero con firmeza. Una vez, papá me dijo en tono de broma: «Yo soy de Marañón, pero no olvides que libertad no es libertinaje y que lo mío es despotismo ilustrado. De modo que disponte a leer el Quijote.»

Nunca tuve una relación íntima con él. Jamás me dio un beso; sólo un apretón de manos en los momentos solemnes. Él, desde luego, no consideraba necesarias las efusiones o, creo, la relación cercana, igual que no consideraba conveniente el intercambio de opiniones entre un padre y un hijo; era impensable que un hijo llegara a ganar una discusión a un padre porque éste no estaba para discutir y titubear sino para marcar el camino. Jamás fui consultado, por ejemplo, sobre la carrera que estudiaría: yo era el mayor y yo sería quien heredara el bufete. Fue un sobreentendido desde antes de que acabara el bachillerato. Cuando estrenó el nuevo despacho en la calle de Velázquez de Madrid me llevó de oficina en oficina, de biblioteca en biblioteca (de horrorosas y labradas y oscuras maderas), diciendo: «Pronto todo esto será tuyo, Borja.»

Sólo la pleitesía rendida al mundo de la cultura, del que era paladín y mecenas, hizo que le resultara aceptable la carrera de concertista emprendida por mi hermano Javier. Y eso, sólo cuando comprobó su asombroso virtuosismo con el piano.

Esta forma de ser tal vez explique mejor que mil palabras la relación entre mi padre y el cabo de la Guardia Civil de Deià: se sustentaba sólo en la severidad y en el silencio, que alentaban un curioso respeto mutuo.

Vicente. Hoy está más cascado y ha dejado de fumar. Pero las guías del bigote siguen apuntando hacia lo alto, bien embetunadas y enrolladas. Dicen que un día, no hace mucho, el Rey pasó por el pueblo y, viendo a Vicente, detuvo el automóvil y le hizo señas de que se le acercara. Vicente, que se había puesto en posición rígida de saludo, acudió corriendo hacia el coche sin bajar la mano derecha de la sien. Sonreía anchamente. Nunca nadie en el pueblo le había visto sonreír con anterioridad.

– ¡A las órdenes de vuestra majestad, sin novedad en el puesto! -exclamó, jadeando un poco.

El Rey lo miró muy serio.

– ¿Qué hay?

– ¡Sin novedad en el puesto, majestad!

– Oye -dijo el Rey.

– ¡A las órdenes de vuestra majestad!

– ¿Usas betún para el bigote?

– ¡A las órdenes de vuestra majestad!

– Pues ten cuidado no te vayas a pinchar en un ojo, tú… Pero sigue así. Así tiene que ser.

Nuestro Hércules Poirot quedó tan entusiasmado que le costó gran trabajo volver a emprender sus tareas de protección y vigilancia con la misma seriedad de antaño. Y es que la sonrisa tardó días en borrársele.