38769.fb2 La Venganza - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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IV

El 4 de enero pasado fue el día escogido por Juan para darme la bienvenida colectiva y oficial.

El hijo pródigo había vuelto a casa y, perdonadas sus culpas, sería admitido nuevamente en el círculo raro, restringido, irrompible y un poco agobiante de lo que Marga describía como una pandilla veraniega trasnochada. En ocasiones como ésta es preciso pagar un precio y agotar una espera. En el carácter de las cosas está que el protagonista desconozca la cuantía de la penitencia y el ritmo de la demora. En mi caso había sido un mes, que yo había aguardado desde mi regreso a Ca'n Simó sin dar señales de impaciencia o hacer gesto alguno que denotara deseo de reconocimiento. Ya me llegaría la hora.

Eran momentos delicados en España. Franco había muerto un año antes y las cosas en Madrid estaban complicadas. Tras mi regreso definitivo de Londres me resultaba más conveniente restablecerme en Deià antes que en Madrid y supervisar el bufete desde allí. Había trabajado mucho en los años anteriores y, dejada la dirección del despacho en manos de uno de mis colaboradores, me disponía a empezar un año sabático o, lo que es lo mismo, me disponía a verlas venir.

Por lo tanto, mientras llegaba el tiempo de que mis viejos amigos mallorquines me acogieran de forma colectiva, me limité a llamar a casi todos uno a uno, a verlos por separado o agrupados, pero respetando siempre el hecho de que el viejo círculo aún no se había reunido de modo formal.

Bien mirado, sólo Andresito, con la nobleza de sus sentimientos a flor de piel, y Jaume, con su ironía escéptica y burlona, habían sido capaces de reanudar nuestras relaciones como si nada, ni siquiera el tiempo, hubiera pasado. Llamé; sabiéndolo, a uno y a otro al llegar y ambos acudieron inmediatamente a verme y a beber una botella de vino conmigo. Entonces, Andresito aún bebía, el día que deje de beber cerrarán dos o tres bodegas, solía decir; ahora lo ha hecho y dice que se encuentra mejor.

Siempre me había parecido que a Jaume, que despreciaba inteligentemente a la sociedad local, le resultaba divertido ver que un forastero la fustigaba -aunque fuera con un escándalo, y bien superficial que había resultado éste-. A Andresito, por su parte, le era simplemente imposible ser crítico con sus amigos. Volverlos a ver, igual que a Juan, mi cuñado, no había equivalido a un regreso porque de ellos nunca me fui.

Eran los demás los que debían pasarme la factura. Sabía que a Juan le tocaba oficiar de sumo sacerdote de una primera ceremonia que, sin ser la más importante desde el punto de vista social o desde el del número de asistentes, era la de mayor regusto sentimental. Tendría por fuerza lugar en la casa de Selva, lo que le prestaría un sabor agridulce que me divertía, claro, pero que al tiempo me resultaba cargado de añoranzas. Al fin y al cabo, la casa de Selva era la casa de Selva para Marga y para mí, llena de dolor y recuerdos.

Las ceremonias que siguieran a la celebrada por Juan, por poca gracia que me hicieran o escaso interés que me merecieran, eran el saldo que yo debía pagar por obtener la paz que buscaba al volver a Mallorca. Había empezado entonces un largo proceso durante el que, en cada uno de los salones sucesivos, todos fingirían sorpresa al toparse conmigo {por más que llevaran algo más de un mes sabiendo por los periódicos que yo había regresado a la isla y que, manteniéndome encerrado en un retiro oficial, se suponía que estaba preparándome para dar el salto que consagraría mi carrera política). Años atrás puede que hubiera desafiado a la sociedad local con mi indiferencia, jugando a ser el excéntrico por el que siempre me quise hacer pasar. Pero ahora ya no quería jugar a nada. Sólo deseaba apartar de mí los problemas y vivir sin sobresaltos los meses de paz que me quedaran, sin que me inquietaran, en silencio.

Para esta primera cena, Juan había escogido el lugar y los comensales con arreglo a lo que exigía nuestra tradición. No me sorprendió en ninguna de las dos cosas.

La casa que tiene en la plaza Maior de Selva (un pequeño pueblo que se encuentra en el centro de la isla, a menos de una legua de Inca) es tan típica de Mallorca y de su burguesía acomodada que difícilmente puede encontrarse nada más ilustrativo.

La plaza es un amplio rectángulo de cemento bordeado por calle. Tres de sus lados tienen una configuración muy definida: en uno están la iglesia, con la espectacular escalinata por la que se accede a ella, y la casa del párroco; en el frente se encuentra el ayuntamiento y, por fin, en el lado opuesto a la iglesia, está la casa de Juan. «Las tres fuerzas vivas del pueblo -dice con su voz bronca; cuando quiere ironizar arrastra además las últimas sílabas en un ronquido prolongado y, finalmente, ríe con aire cómplice-. El párroco, el alcalde y yo. -Se interrumpe un momento y luego, señalando con la barbilla la sucursal de la Banca March que está pegada a su casa, añade-: Bueno, las cuatro fuerzas vivas, ¿eh?» El cuarto lado del rectángulo está un poco más apartado del centro de la plaza: la calle es en este punto bastante más ancha y constituye un a modo de plaza secundaria que la práctica pueblerina ya no considera plaza Maior.

Había estado lloviendo durante toda la anochecida y quedaban grandes charcos aquí y allá sobre el asfalto de la calle y debajo de la gran arboleda. Pero el aire se había limpiado y no hacía frío pese a lo temprano de la fecha. De parte a parte de la plaza colgaban largos cables que sustentaban grandes estrellas hechas con bombillas multicolores y un cartel que rezaba «Bones festes». A aquella hora, serían las nueve de la noche, circulaba poca gente por el lugar; sólo unos cuantos jóvenes que iban bromeando entre ellos y riendo y dándose empujones.

Que Juan escogiera Selva como lugar en el cual debía producirse el rito iniciático de mi readmisión indicaba, por encima de todas las cosas, que me acogían ya sin reservas en Mallorca y no solamente en Lluc Alcari, en la intimidad de un pueblo lejano de la sierra profunda y no sólo en la superficialidad frívola de la buena sociedad. ¡Cuántas cosas me habían sido perdonadas entonces! Hasta los delitos peores (y algo tontos en mi opinión), esos que me habían tenido alejado tantos años, la muerte de mi padre y, sobre todo, mi traición a la pandilla y a Marga.

En la casa de la plaza Maior que yo conocía tan bien, viejo edificio de piedra decorado con maderas nobles, estuco y baldosa, me esperaban, lo supe en cuanto Juan me llamó para ir a cenar a Selva, por supuesto mi hermana Sonia, que para eso era la anfitriona; Biel y Carmen Santesmases; Jaume y Alicia Bonnín; Marga, que, aún bella como ninguna, me miraría con sus ojos violeta oscuro, rígidamente estirada, dolorosamente hostil; Andresito y Lucía Forteza; Domingo y Elena, y Javier, mi hermano, más increíblemente guapo que nunca.

Se encontraban en la sala que está al nivel de la calle, un saloncito con chimenea de altas paredes encaladas, maderas de mongoy oscuro y ángulos isabelinos. Estaban todos alrededor del fuego, unos de pie y otros sentados sobre los dos tresillos de respaldo de caoba y asientos de tela mallorquina estampada, de la que llaman «de lenguas», con los colores de brillante azul y hueso opaco. Hablaban, hasta que se abrió la puerta de la calle y entré en la salita, en voz muy alta, riendo fuertemente con las bromas de Jaume o con las ocurrencias de Lucía Forteza.

En el mismo momento en que los vi a todos en el fondo del aposento, aunque los hubiera ido viendo uno a uno a lo largo de las pocas semanas anteriores, los reconocí como grupo, les reconocí la ropa, la postura, el gesto. Y de golpe me pareció que, habiendo dado un gran salto hacia atrás en el tiempo, simplemente me encontraba llegando a la casa de Selva diez, doce, veinte años antes. Cuando entré bebían cava en unas delicadísimas flautas de cristal de Bohemia que, ironías de la vida, muchos años antes le había traído yo a Marga de uno de mis viajes a Praga.

Quedaron suspendidos en el espacio, inmovilizados de golpe por mi llegada, quietos durante la fracción de tiempo que necesité para hacerles una fotografía con la memoria: míos de inmediato. Tan estáticos pero tan vivos como los personajes de un cuadro pintado por Sorolla a principio de siglo, con sus pinceladas de blancos del Mediterráneo en Valencia, de verdes de los valles santanderinos, de luz cálida y muy azul, y sus encajes delicadamente ensombrecidos o sus camisas de algodón recién almidonado con olor a lavanda; un brazo desnudo, un escote en violento y luminoso escorzo cargando la escena de sensualidad. Desplazados del centro imaginario del lienzo (como habría mandado el orden de la composición estética), sus facciones, delgadas y angulosas o placenteramente redondas en el caso de Andresito, pero siempre aristocráticas, habían sido sorprendidas en un momento de abandonada elegancia, de liviana impertinencia.

Hubo un instante de silencio. Luego, Juan se volvió sonriendo y dijo:

– ¡Bueno, el hijo pródigo! Pasa, hombre, pasa… como si no conocieras esta vieja casa. ¡Venga!

Y de pronto me rodearon todos para reconocerme, darme palmadas, reír y saludar campechanamente. Marga fue la última en acercarse. Lo hizo despacio, como si, retenida por su rencor, tuviera que vencer la fuerza de un imán para conseguir aproximarse a nosotros.

Iba vestida de negro y, como siempre, severamente peinada con un sobrio moño que yo recordaba haber deshecho con travesura sensual una noche de hacía mucho tiempo. Entonces, libre de todo por un momento, había sonreído, había gritado sin contenerse y me había agarrado por las orejas y los costados de la cara para sacudirme, casi como si, al renacer repentinamente a tanto apasionamiento, hubiera extraviado la razón. Recuerdo bien aquel atardecer de verano en la carretera que nos llevaba a Selva. Nos íbamos empapando de la luz que se escondía aquí y allá detrás de los cipreses. Y más tarde, en la casa, cenando a solas, ella y yo como si fuera a durarnos siempre. Y luego en su habitación. Debajo de la camisola de lino, a Marga se le habían puesto los pechos duros como cristales.

Por eso no podía sorprenderme la hostilidad de Marga: yo le había despreciado tanto los sentimientos en aquellos días ya lejanos, que había quedado cristalizado su rencor. De la noche a la mañana le había obligado a controlar la pasión que llevaba apenas disimulada tras su aire altanero y su solemnidad. Se le tuvo que desgarrar la entraña, como cuando alguien que pretende levantar del suelo un peso excesivo se produce una hernia grande que le revienta el intestino. Ahora sé que debió de ser un milagro que no le estallara una de las venas que lleva enroscadas por los tendones del cuello. La sangre debía de correrle espesa, como veneno. Y, por fin, creo, se había puesto a odiarme y había trasladado a otro su capacidad de amarme.

Hoy, el pelo de sus sienes, fuertemente apretado, parecía, como siempre, estar tirando de sus ojos hacia atrás, achinándolos en estanques interminables que se desaguaran hacia el misterio y que la luz del atardecer hubiera hecho malva.

Le cogí la mano derecha entre las mías, como tantas otras veces, y se la besé. No dijo nada. Ni siquiera hizo ademán de retirarla.

– Enhorabuena, Marga -Sonreí-. Te llevas una buena pieza, ¿eh, Javier? -añadí mirando a mi hermano-. Lo mejor de la familia. -Y los dedos de Marga se ablandaron de pronto, como si se les hubieran fundido los huesos, y su mano se escurrió de entre las mías, como arena.

– ¡Qué bárbaro! ¡Pero si estás igual que siempre! -dijo Lucía-. Te has hecho un lifting, seguro.

– ¿A la edad que tenemos? Venga, Lucía. ¿Ya estás pensando en eso? Mujer, no tienes ni una arruga -contesté-. Es más, no la tendrás nunca a juzgar por cómo lo llevas, ¿no? Porque hay que verte. Se diría que tienes quince años.

Rieron todos. Hasta Marga sonrió echando la cabeza hacia atrás.

– Va, va, bromista.

– Ven aquí, Javier, anda, que estás hecho un querubín. ¿No te dije ayer que te cortaras el pelo? -Mi hermano se acercó sonriendo con timidez, como hacía siempre, y le pasé el brazo por la espalda hasta agarrarle el bíceps. Se lo apreté fuerte y le sacudí con cariño-. ¡Eh, tú! Que esta cena no es para mí ni para estas tonterías de mi regreso, es para ti, hombre, que te casas porque quieres y has encontrado la felicidad, ¿eh? -Miré a Marga y luego a Elena, mi ex cuñada. Elena sonrió y se encogió de hombros.

– La verdad es que sí -dijo Javier con su voz suave. Apartándose un poco de mí, se pasó la mano abierta, con los dedos bien separados, por el pelo que le caía sobre la frente en una gran onda dorada. Me miró y no dijo más.

– Venga, que éste ha llegado tarde -interrumpió Juan-, y va a estar lista la porcella sin que hayamos tomado el aperitivo. Vamos a bajar a la bodega, venga.

Del fondo de la sala, en el lado opuesto a la entrada desde la calle, se accede al comedor de la casa bajando un escalón y pasando por una puerta de madera casi negra que, en la parte superior, tiene dos cuarterones de cristal tapados pudorosamente por sendas cortinas blancas hechas a mano, como de pasamanería. En el dibujo de cada cortina hay un gato jugueteando con lo que aparenta ser una madeja.

El comedor es un rectángulo que se extiende por igual a derecha e izquierda de la puerta. En la pared de enfrente, en el ángulo izquierdo, se encuentra el acceso a la cocina y directamente frente a la puerta de la sala, la salida al patio. A través de los cristales se divisa el brocal del pozo. Es de piedra de mares que el tiempo ha puesto de color rosa.

Una enorme mesa rectangular ocupa todo el centro de la habitación y detrás de cada extremo de ésta hay un pesado aparador de madera negra. En las paredes, por todos lados, cuelgan grabados con motivos religiosos y anacrónicas vistas de Tierra Santa más imaginadas por el autor que fieles al paisaje verdadero. Los marcos son de madera arabescada y las tintas y los papeles están muy manchados por efecto de la humedad y amarillentos por el paso del tiempo. Un gran espejo isabelino cuelga en el único espacio que queda libre de tanta imaginería religiosa. Y es que a la muerte del padre de Juan y de Marga, que había sido notario de Selva, habían ocupado la casa dos ancianas y remotas tías de ambos que dedicaban sus vidas a cuidar de un hermano, tan viejo como ellas, que era el párroco del lugar. Habían muerto, primero el párroco y luego la hermana más joven y por fin la más vieja, en el espacio de seis meses.

A nuestra izquierda se encontraba la escalera de bajada al celler, una bodega perfectamente cuadrada en la que sólo había nichos y estanterías para las botellas en una de las paredes. De las restantes, todas recién encaladas y mantenidas con pulcritud, colgaban utensilios de la más variada naturaleza, extraños aparejos para la matanza, viejas lámparas de aceite, cacerolas agujereadas para meter caracoles, ganchos de los que colgar embutidos. También había dos grandes prensas para hacer queso, un enorme brasero en el que ardía cisco hecho del orujo graso de la aceituna y dos mesas alargadas (más tableros viejos que otra cosa), cubiertas en esta ocasión de vasos, botellas de vino, galletas untadas de sobrasada, trozos de queso curado en la misma casa y coca de verdura y de trampó. El vino, de Binissalem, rosado o tinto era de la crianza de Juan, igual que un blanco muy seco del Penedès. Este hombre tenía viñedos por todos lados.

– Blanco -me dijo Jaume, dándome un vaso lleno de vino del Penedès.

Sonrió, mirándome con los ojos muy negros, sabiéndose mi único cómplice en aquella reunión. Y como él, reviví de golpe las horas que la noche anterior habíamos pasado en casa, discutiendo frente al fuego de la gente y de las ideas y de los sentimientos y de la historia de las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, que es lo que de verdad nos importa a los dos. Alicia, con sus ojos de gacela inocente y sus gestos pausados llenos de gracia, nos había hecho infusión de yerbaluisa, de la que hay en mi jardín, y se había sentado para guardar silencio y escuchar.

– Y sobrasada -añadió Marga secamente al ofrecimiento de vino, como si cumpliera con un rito desagradable.

Cambié la mirada de Jaume a ella. El timbre algo ronco de su voz de mezzosoprano le salía raspándole la garganta, del fondo de la entraña, deslizándose por entre mil recovecos de pasión. Recordé instantáneamente cómo otrora me habían enloquecido y de qué modo, antes de asustarme como un merodeador culpable, me había dejado enredar en ellos. Debí de sacudir la cabeza al pensarlo porque Marga apartó de mí la bandeja de sobrasada, creyendo sin duda que yo había hecho un gesto negativo.

– Dicen que la casa que te has hecho en Ca'n Simó está muy bien. -Biel Santesmases me miró con curiosidad.

Sonreí.

– Me toca a mí la siguiente cena. La haremos en casa y así la veis.

– No sé cuál es -dijo Carmen Santesmases.

– Huy -dijo Lucía-, que no sabes cuál es. Si estuvimos juntas hace nada, mirándola desde el camino nuevo.

– Ah, ésa. Ya. -Y con el mismo tono, como si no hubiera confirmado su indiferencia un momento antes-: La terraza está bien, pero no me gusta la orientación del porche, la verdad. Yo lo habría puesto mirando francamente hacia el mar.

Hubo un silencio.

– ¿Sabes lo que me dijo uno de Deià el otro día? -pregunté a Juan. Me miró sonriendo, con el vaso de vino levantado-. Me dijo que tampoco conocía la casa. Y luego añadió que, de todos modos, no le gustaba cómo estaba quedando el salón.

Rieron todos de buena gana. Carmen resopló.

– No sé de qué os reís, la verdad. No sabía cuál era. En serio -repitió, lanzando una mirada de advertencia a Lucía-. ¡Cómo sois!

– ¿Qué haces ahora? -me preguntó Biel.

No había cambiado nada. Estaba tal vez un poco más encorvado, aunque, con su altura, no se le notaba mucho. Siempre pensé que era buena persona. Un buen profesional con poca imaginación que se tomaba a sí mismo demasiado en serio y que, con el éxito de su bufete, había decidido que las responsabilidades le pesaban en exceso. Por eso, el breve paso de los años le tenía encorvada la espalda, condena deliberada de su propia importancia.

– Nada. Escribo, paseo, miro al mar, reflexiono.

– Ya sé que escribes. Te leo. Y, si vives en Lluc Alcari, pasearás y mirarás al mar. Pero ¿a qué te dedicas ahora?

– A nada más, Biel, de verdad. Ésa es mi vida. Así me la quise organizar. Bueno…, lo cierto es que volví a Lluc Alcari por eso.

– En realidad -dijo Juan con malicia-, espera. Está encerrado esperando a que le llame Adolfo Suárez y le haga ministro de Justicia… y de ahí, quién sabe.

– ¡Qué tontería! -exclamé-. No espero nada de eso; Simplemente he vuelto para refugiarme aquí y que me dejen en paz.

Juan me miró y no dijo nada. Me había visto pensativo últimamente cerca de casa yendo más de una vez de paseo con Daniel, cuidándome, con alguna impaciencia irritada; de su diminuta zancada, no fuera a tropezar en la maleza, tratando incómodamente de amoldar mi lenguaje al suyo, explicándole con cierta solemnidad los nombres de las plantas y de las flores e intentando, no con demasiado éxito me parecía a mí, llegarle al corazón. El único que era capaz de alcanzarle la intimidad, de traspasar su barrera de hosca indiferencia infantil, era Domingo. En nuestros paseos llegábamos con frecuencia hasta la finca de éste e indefectiblemente, con su entusiasmo de las cosas sencillas, con su profundo y poco complicado amor a la tierra, Domingo contagiaba a Daniel de la pasión simple por las cosas tangibles del campo: las flores de azahar, las calas, los nenúfares del agua remansada, la forma de hacer pozos y de podar naranjos; había uno grande que tenía casi trescientos años y que había nacido como limonero; sólo decenas de injertos lo habían convertido en lo que ahora era; el padre de Domingo había colgado un columpio de una de sus pesadas ramas y a otra la había apuntalado para que no la venciera el peso y la desgajara del tronco.

Mi hijo atendía las explicaciones de Domingo con alguna solemnidad y, sin decir nada, se ponía en cuclillas para observar de cerca cómo una procesión de hormigas se llevaba el cadáver de una cucaracha; la empujaba con el dedo o se entretenía en poner alguna hoja en el camino de los insectos. Luego levantaba la cabeza y sonreía. Tiene los ojos color miel y, entonces, recién llegado de Inglaterra, tenía también grandes ojeras moradas y una fragilidad enfermiza en los brazos y las rodillas. En realidad no lo quería.

– Ya -dijo Carmen-. Y tienes contigo a tu hijo pequeño, ¿no?

– Sí.

– Bien majo que es -dijo Domingo.

– Es adorable y quiero adoptarlo -añadió Elena-. Domingo y yo lo cuidaríamos mejor que tú, seguro, que eres un desastre.

– Es muy tierno y da mucha pena, pobrecito -dijo Alicia.

– ¿El de la inglesa? -preguntó Carmen.

– Ese. No tengo otro.

Juan rió y Carmen, sorprendida en su curiosidad, no supo cómo sugerir que estaba interesándose por Daniel por pura educación, cuando los demás sabíamos que la guiaba su voraz tenacidad en el chismorreo.

– Leí tu último ensayo, ése sobre la forma del Estado democrático. Como no me lo regalabas fui a la librería y me lo compré -dijo Biel Santesmases.

Levanté las cejas en señal de interrogación.

– No, no, nada, me pareció interesante como todas las cosas que…

– ¿Sí? -dijo Marga-. A mí me pareció de las cosas pomposas y pretenciosas, falso, falso. Ya te veo señor ministro…

Giré la cabeza para mirarla y, como no recuerdo que se me subieran los colores, me parece que debí de palidecer. Una vez, antes de que ningún director de periódico hubiera aceptado aún mi primer artículo sobre la libertad o la democracia, no recuerdo, Marga, que había leído el borrador, me dijo que me mataría si no seguía escribiendo y defendiendo mis ideas y jugándomela frente a los fachas; así dijo, fachas. Era por teléfono y ella no me vio, pero hice un gesto de indiferencia porque entonces aún creía que un escrito que no hubiera supuesto para su autor el desgaste de algo de su entraña o, en tiempos de Franco, una estancia en la cárcel tenía poco valor. Y éste me había costado poco y encima sin pasar por la cárcel. Aquel primer artículo me había brotado de la pluma sin pensar, casi sin sentir, y, de haber sido realmente retador para la dictadura, no me lo habría publicado nadie. Por eso hoy creo que valía poca cosa, aunque me lo calle. Me parece que me lo aceptó el director del periódico porque en el ocaso del franquismo todos jugábamos a demócratas. En fin, la impertinencia poco justificada de Marga me molestó: con el paso de los años me he ido acostumbrando a la lisonja y mi primera reacción a la crítica, sobre todo si es certera, es de profunda y soberbia irritación. En este caso, además, su lanzada me sabía a traición de un secreto bien guardado durante años.

– Hale -dijo Jaume-. Marga se ha traído la escopeta cargada.

Marga se encogió de hombros, se dio la vuelta y se aprestó a subir la escalera hacia el comedor. «Voy a ver cómo va la porcella», dijo a guisa de explicación. Javier la miró con algo de angustia y luego volvió los ojos hacia mí. Le hice un gesto de indiferencia, como si quisiera decirle «bah, ya se le pasará».

Juan me miraba en silencio.

– No te lo tomes a mal. Lleva unos días de mal humor y ya sabes cómo se pone -dijo Andresito para quitar hierro al exabrupto.

– No me lo tomo a mal, Andresito. -Miré a Javier-. Es como una hermana gruñona, siempre peleándose con los que la quieren… -Javier sonrió aliviado.

– Con esto de la boda -añadió mi hermana Sonia, también con aire de querer apaciguar los ánimos-, está cansada… Se agita demasiado.

– Es verdad que nunca os llevasteis demasiado bien -dijo Lucía. No era una pregunta-. Desde chavales que andábamos peleando todos…

– Sí que se llevaron -dijo Biel Santesmases-. Acordaos de cuando teníamos la pandilla; eran los dos que más mandaban y a los que se les ocurrían todos los juegos y las excursiones. Eran como los más mayores.

– Ya, pero se llevaban como el perro y el gato -dijo Juan. Me miró de hito en hito.

Todos hacían, hacíamos, estas afirmaciones con la solemnidad con que se pronuncian parlamentos de teatro destinados a convencer a los espectadores, invisibles detrás de los focos del proscenio, de que las cosas son como se declaman, planas y unidimensionales, y no de otra forma más sutil o más enrevesada o más perversa. Condenados a interpretar una y otra vez los mismos papeles mientras la vieja pandilla no cambiara de formato o se rompiera en pedazos: como una pesadilla recurrente, la misma, una noche tras otra.

– ¿Cómo van a llevarse bien si son iguales? -exclamó Carmen-. Míralos… Igual de tercos, igual de enigmáticos…

– No somos iguales en casi nada, anda. Y esa suerte tiene Marga.

¿Iguales? ¿Ella y yo? Al principio, hace muchos años, cuando comprendía pocas cosas y éramos aún adolescentes, al irrumpir ambos de golpe en nuestras intimidades, me había parecido que Marga alimentaba un perverso afán de destrucción, algo que me sobrepasaba por su complejidad. Era como si obtuviera un retorcido placer del estímulo de la propia amargura. Luego, muchos años después, me di cuenta de que su corazón está hecho de tantas revueltas, de tantos ángulos y callejones sin salida, de tantos pozos sin fondo que tuve miedo de dejarme ir en ellos. Probablemente ni siquiera tenía entonces la generosidad o los sentimientos precisos para que me interesara la experiencia o para darme cuenta de que estaba ahí, al alcance de mi mano. De haberlo sabido es seguro que habría huido aún más de prisa y antes a refugiarme lejos de Marga en alguna frivolidad indiferente, para no saber que aquellas honduras podían inundarse de luz y que ella estaba esperando a que alguien las encendiera.

Ahora sé qué era lo único que aquella mujer de engañoso aspecto adusto y sobrio habría querido de la vida: vencerme en una pasión sin límites que nos hubiera consumido a ambos antes de que nos diésemos cuenta de que el fuego pasa pronto y el rescoldo aguanta mal el ritmo de la rutina. Pero para eso había que ser tan fuerte como ella y estar dispuesto a padecer todas las consecuencias. No me parece que hubiera yo querido estar a su lado mientras ella se daba cuenta de que, con el transcurso de los años, todo el pathos de su existencia se congelaba y la pasión de su boca se quedaba en un mero rictus de amargura. Ahora me pregunto si Marga no habría acabado acariciando la idea final de un suicidio juntos: nadar en La Foradada en un atardecer de septiembre, contemplando la interminable costa de la Tramontana hasta hundirnos agotados por el frío. Para ella ni siquiera habría sido una noción romántica: sólo la consecuencia inevitable o, más que inevitable, lógica de nuestra vida en común. Me lo pregunto. También me pregunto qué puede inspirar una locura así.

Los miraba yo a todos, a los de la vieja pandilla, a Juan, su hermano, tan placenteramente amable, y me preguntaba cómo era posible vivir al lado de un volcán toda una vida sin apercibirse de ello. Claro que en el otro platillo de la balanza estaba mi hermana Sonia, encarnación de la pachorra, que llevaba casada con él diez o doce años y había contribuido sin duda a apaciguarle cualquier afán hipercrítico. Pero una vez, muchos años atrás, Juan me había dicho: «Si algún día Marga se casa con alguien que no seas tú, deberá ser alguien con alma de cornudo porque va a tener que tragarse toda esa mala leche.» No sé si lo decía por ponerme a prueba o porque lo creyera verdaderamente.

Vaya. Pobre Javier. Había resultado finalmente el elegido. Siempre pensé que era un pedazo de pan, bueno y blando, con un corazón de oro. Bueno, si Marga se casaba con él tenía que ser porque se le habían empezado a calmar los ardores de alma atormentada y buscaba algo de paz, integrarse por fin en el ritmo apacible de la vida provinciana y de los viajes de gira. Si no, se acabaría comiendo a Javier de un solo bocado. También es verdad, sin embargo, que lo importante para mí en aquel momento era el sentimiento de alivio que me producía haber sido preterido, haber dejado de estar en el punto de mira de Marga. Claro que al mismo tiempo se me mezclaba también el despecho de ser preterido, de haber dejado de ser importante para Marga, o al menos tan importante, de no tenerla ya enamorada de mí. Bah, ¿quién entiende las pasiones?

Por la escalera del celler se oyeron los pesados pasos de Pere, el anciano criado de pies planos y enormes zapatones que, vestido con una impecable chaquetilla blanca abotonada hasta el cuello, bajaba para anunciarnos que la cena estaba lista.

– Juan -dijo-, ya podéis subir. -Me miró con gravedad, como si no me reconociera.

– Hola, Pere -dije-. ¿Cómo vas?

– Hola, chico -me dijo, por fin, hablándome en mallorquín-. ¿Dónde te has metido todos estos años? Seguro que no hacías nada bueno.

– Nada bueno, Pere. Anda que tú… Buen aspecto tienes. Y mira que tienes años ya, ¿eh?

Siempre recordaba a Pere, vestido de hábito negro, enjuto, riguroso, tan estirado y solemne como un obispo, igual que si él fuera el celebrante, ayudando al tío cura de Juan y de Marga cuando, siendo éste canónigo, decía misa en la catedral de Palma.

– Setenta y ocho.