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– ¿Cuánto hace que no comías frit, eh? -preguntó Juan.
– Qué sé yo, Juan. Años, supongo. ¿Sabes?, en general no me pongo de comer hasta las cejas, que es lo que vamos a hacer hoy. Vivir fuera de aquí tiene la ventaja de que cuida uno el colesterol…
– Tonterías -dijo Lucía-. ¿Pues no dicen que la dieta mediterránea es la más sana del mundo? Mírame a mí. ¿Tengo aspecto de enferma? -Y se enderezó en su silla para que se le notara la fortaleza algo rolliza y bien simpática de su anatomía.
– Siempre es bueno tener a qué agarrarse… -dijo su marido con la medio risilla de broma que siempre se le escapaba.
– Andresito…
– Bueno, chica, Lucía, te prefiero así.
Una vez, en Londres, había intentado hacer frit, esa mezcla tan mallorquina de patatas, pimientos, ajo, aceite y vísceras de cerdo. Sólo que, por estar en un país anglosajón, tuve que utilizar carne de cerdo congelada y el plato me había salido terriblemente insípido. Fue la noche en que conocí a Rose.
Mientras servía, Pere siempre participaba en la conversación general de la mesa, haciendo comentarios más o menos inteligibles pero que siempre tenían que ver con alguna cosa pasada, con alguna de nuestras barrabasadas, con alguna de nuestras anécdotas nunca excesivamente decorosa. Se empeñaba en demostrar que todos los comensales que nos sentábamos a aquella mesa estábamos vivos de milagro o que habíamos hecho algo en alguna época pasada que tenía al propio Pere vivo de milagro, sí, pero con el rencor intacto. Siempre había sido un gruñón malhumorado sin la autoridad suficiente para mantenernos a raya.
– La última vez que te di frit -me dijo mientras me ponía la bandeja delante- te sangraba la nariz.
– ¿Sí? ¿De qué?
– Te había dado un cabezazo aquélla -contestó señalando a Marga con la barbilla-. No sé qué andabais haciendo en la buhardilla, peleando, seguro, como siempre, y bajaste con la mano puesta debajo de la nariz, sangrando como un porc y gritándole a ella ¡bestia! o algo así. Aquélla bajaba la escalera riéndose.
Marga, al otro extremo de la mesa, sonrió.
– Sí que lo recuerdo yo también -dijo Juan riendo-. Venías hecho un cristo, con la camisa llena de sangre, y Marga bajaba detrás de ti diciendo, mira, así podemos hacer un poco de morcilla y se la echamos al frit.
– ¡Huy, qué bruta! -dijo Alicia.
No era la última vez, ni mucho menos, que Pere me había dado frit. Pero el incidente, ¡cómo iba a olvidarlo!, había ocurrido muchos años antes, cuando todos éramos aún adolescentes. Era una tarde muy calurosa de agosto y tendríamos, qué sé yo, catorce o quince años, y es cierto que Marga y yo estábamos enfrascados en una de las peleas en el transcurso de las que nos zurrábamos la badana sin piedad. Ella, que tenía más nervio y agilidad que yo, solía ganarlas, dándome el último empujón o la última patada, tirándome del pelo o pegándome un codazo en el estómago. Hacía años que nos enzarzábamos en estos pugilatos, pero ahora me habían dejado de divertir, sobre todo porque ya Marga se pintaba de vez en cuando los ojos y la había visto bailar con muchachos en alguna ocasión en las fiestas de la plaza en Sóller. Y tenía unos pechos increíbles; cada vez que se los miraba apenas tapados por el traje de baño se me revolvía el estómago, me entraban ganas de devolver y se me subía una erección de las que sólo es capaz un muchacho de quince años.
Luisete, uno de mis hermanos más pequeños, se asustaba de vernos regañar y luchar en silencio como si nos fuera en ello la vida y, a veces, hasta se echaba a llorar, y Sonia, que era muy tranquila, solía exclamar: «Jo, Marga, déjale en paz, anda!»
Pero aquella tarde estábamos solos en la buhardilla. En la habitación había, esparcidos por doquier, restos de cajas de madera de las que se utilizan para transportar naranjas y mandarinas; imagino que las habíamos robado del almacén para hacer alguna barbaridad por la que Pere nos perseguiría después. No sé quién dio el primer empujón a quién, pero esta vez en la mirada de Marga no había la picardía infantil de siempre: de pronto, en lugar de burlona, su agresividad se había hecho seria, casi enfurecida, y la lucha dejó de ser una travesura de chiquillos. Como si fuéramos dos animales intentando establecer nuestros respectivos territorios. Unos años más tarde habría reconocido la tensión erótica de todo aquello, pero entonces, en el mero principio de la juventud, yo no pasaba de ser un soñador algo romántico cuyas heroínas imaginadas a través del prisma de las novelas de aventuras que devoraba se parecían bastante poco a Marga. Marga solamente ocupaba todos mis sueños, mis pesadillas, mis obsesiones todas; era mi lado oscuro. Ahora sé, además, que para ella la juventud había quedado ya muy atrás: le rebosaban la sensualidad y la pasión, desnudas sin la sutileza de la madurez, y era como las tempestades profundas del invierno cuya intensidad yo no alcanzaba a comprender.
Fue una lucha desigual en la que nunca supe lo que estaba en juego. Marga, con una ferocidad inusitada, acabó en seguida con mi resistencia. De golpe me encontré con la espalda contra la pared. Ella me sujetaba con ambas manos apoyadas en mis brazos e, inclinada hacia mí, hacía palanca con los pies sobre los tablones del suelo. Jadeábamos. Creo que debí de decidir rendirme y apoyé la cabeza hacia atrás contra el muro. Cerré los ojos para recobrar el aliento. Y de pronto Marga me besó. Lo hizo con áspera dureza, supongo que por pura inexperiencia. Noté sus labios contra los míos y nuestros dientes chocaron; tenía, teníamos ambos, la respiración entrecortada y la boca seca de la pelea. Fue para mí una sensación aterradora. Ese día, Marga me ganó la partida para siempre.
La empujé hacia atrás con todas mis fuerzas y me volví violentamente hacia la puerta con la intención de salir corriendo. En ese mismo momento, Juan, que había subido a parar la pelea y a decirnos que todos nos esperaban para cenar, abrió la puerta y yo me di literalmente de narices con ella. Recuerdo cuánto me dolió y que, doblado en dos, me llevé las manos a la nariz. Cuando me las miré de nuevo estaban cubiertas de sangre. Todavía me suena en la memoria la carcajada de Marga y aún hoy soy capaz de revivir con la misma agudeza las sensaciones confusas, brutalmente eróticas, que, entre latido y latido de mi nariz medio rota, me asaltaron aquella noche y que quise rechazar una y otra vez sin conseguirlo.
Juan bajaba delante, de espaldas, mirándome con espanto la sangre que manaba; la hemorragia, además, era doblemente escandalosa por cómo se me estaba manchando la camisa. Repetía «que no se entere mamá» una y otra vez y, desde el descansillo, Pere sacudía la cabeza sin decir nada, inútil y rencoroso como siempre. Cuando llegamos abajo, Marga había dejado de reír y de mirarme burlonamente; me cogió por el codo con inusitada dulzura y me dijo «ven, anda, que te voy a limpiar». Y me llevó hasta el pozo, sacó agua y con su pañuelo me limpió la cara. Luego me hizo sentarme contra el brocal y echar la cabeza hacia atrás, hasta que se detuvo la hemorragia. En voz baja dijo «no quería que te hicieras daño». Me encogí de hombros y no dije nada. «Te podría volver a besar, ¿sabes?» De pronto le olía el aliento a flores, como el atardecer. Y no rió más. Me rozó la boca con los labios y me pareció que iba a salírseme el corazón por la garganta. «Un día te comeré a bocados», añadió. Y me dio vergüenza porque yo no entendía aún de pasiones compartidas, bah, ni sin compartir, y la madurez gutural de la voz de Marga casi me tiró al suelo. Apenas si teníamos los dos quince años, por Dios.
– Qué va, Pere, no fue la última vez. Te patina la memoria. -Miré a Marga, que apretó los labios como si se estuviera vengando-. Pero es verdad que fue una sonada. Desde entonces tengo el cuerno este encima de la nariz. -Me pasé el pulgar por él-. Marga me estropeó el perfil romano.
Todos conocían la anécdota de memoria y la habían contado una y otra vez. Pero rieron de nuevo.
– Os debíais haber matado -dijo Pere. Llevaba la gran bandeja con el frit y la había hecho descansar en la cabecera de la mesa entre Marga y Javier.
Marga siempre había tenido a gala poner una mesa en la que todas las cosas fueran hermosas y delicadas: desde la cubertería de plata mate y en estilo Queen Anne hasta la cristalería de Baccarrat, tan fina y estilizada que al menor roce sus vasos sonaban como esquilas lejanas. Los manteles siempre eran de lino con grandes manojos de mimosas tejidos haciéndoles aguas. Habían sido del ajuar de su madre y de su abuela antes que de ella y los conservaba impecables, ya no crujientes porque tenían medio siglo, sino suaves como la mejor seda. Una vez Marga me había dicho que cuando nos casáramos los utilizaría como sábanas en la noche de bodas y así, a la siguiente cena, los pondría en la mesa y aún olerían a nuestros cuerpos y el sabor del caviar y del champán se confundiría con el de nuestros sexos y sudores; y pensaba arrasar de un manotazo los candelabros para envolvernos en el mantel y restregarse sobre mí, así, ¿me oyes?, y dejarme seco. Aquel día me había contagiado de su locura: quise que lo hiciéramos en seguida, pero ella se negó porque la comida de los manteles tenía que ser sólo nuestra. Esperaríamos, ¿te enteras?, hasta que te pueda morder en el cuello, aquí arriba, y hacerte sangre y que nadie pueda preguntarte por esa herida sin conocer la respuesta de antemano.
– Vaya, Pere, si lo único que hacíamos era pelear. Oye, Andresito -dije para apartar de mí el recuerdo-. Hablando de barbaridades, ¿está aquí tu primo? Es que no lo he visto desde mi regreso.
– ¿Fernando?
– Sí.
Todos volvieron a reír.
– Bueno -dijo Lucía-, el primo de Andresito es bruto el pobre, pero tampoco es para tanto. Barbaridades, barbaridades…
– ¿Por qué lo dices?
– Por nada. Es que la última vez que estuve en la India, hace tres o cuatro meses, encontré para él unas preciosas pistolas de duelo con las cachas de marfil y plata, y se las compré. Como siempre anda buscando vendepatrias para retarlos a muerte…
– Calla, calla -dijo Lucía-, que ya sabes cómo es. Acaba de volver de uno de esos cursos de oficiales que hace en la Península, para ascender a coronel o para aprender nuevas tácticas de guerra o qué sé yo, y está imposible. Ve rojos por todos lados, quiere derribar al gobierno, le ha dado verdaderamente por lo nacional. Buf. Su mujer le tiene de ejercicios espirituales para desintoxicarlo y todavía no le deja salir a la calle.
– No sabes cómo está -añadió Andresito-. Casi mejor espérate unos días y luego le das las pistolas. Está mi cuñadoprima, ¿se dirá así?, hasta la punta del pelo de música militar, aunque ya esta mañana Fernando ha empezado a poner algo de zarzuela en el tocadiscos. Va mejorando.
Reímos todos.
– Bueno, no os riáis -dijo Lucía-. Que él se lo toma muy en serio.
– Calla -dijo Jaume-. ¿Te acuerdas de cuando quiso salir de casa a las cinco o las seis de la madrugada vestido de uniforme a rescatar a Andresito, que había desaparecido?
– ¡Madre mía! -exclamé-. De eso hace por lo menos diez años, ¿no, Andresito?
– No. Algo menos. Lucía y yo nos acabábamos de casar. No teníamos una peseta y yo empezaba con el bufete.
– Es verdad -dijo Juan-. Debe de hacer como unos ocho años o así.
– ¿Qué pasó? -preguntó Carmen Santesmases-. Ésa no me la conozco yo.
– Claro que no la conoces -dijo Domingo riendo-. Era el método que utilizaban éstos para llevarse de juerga a los maridos de mujeres celosas.
– ¿Ah sí? -exclamó Carmen con sorpresa.
– Éstos siempre andaban con bromas pesadas -dijo Biel.
– Es que yo, aquella noche, llamé a Andresito, eso… más o menos a las tres de la madrugada -dije-. Cogió el teléfono Lucía. Lo recuerdo como si fuera ahora. Le dije, poniendo voz de susto, que habían detenido a Jaume y que había que ir a sacarle de la comisaría, que seguro que le iban a torturar, que no se andaban con chiquitas
– Ya -dijo Lucía-, y en realidad lo estaban esperando todos en la esquina y se fueron de copas hasta las ocho de la mañana. ¡Bueno, cómo volvió Tomás! -Sacudió la cabeza y, luego, le entró la risa nuevamente-. Fernando era teniente entonces. Le llamé para contárselo y quiso salir con la pistola en la mano porque estaba convencido de que también habían detenido a este bárbaro -añadió, señalando a Juan con la barbilla.
– Al final os conocían a todos en Palma, como si fuerais la peste -dijo Sonia.
– Calla, calla -dije-. ¡Que si nos conocen! ¿Sabes lo que me ha pasado hoy en Palma? Estaba en el Bosch tomando una coca-cola y me fui al váter. Y al momento entró un tío allí al que yo no había visto en mi vida. Sería algo más joven que yo. Por ahí… No sé. Bueno. Esto… se me puso al lado, bueno, ya sabéis -Carmen me miró frunciendo el entrecejo-, sí, hombre, Carmen, ya sabes que los hombres hacemos estas cosas de pie, ¿no?
– ¡Qué cochinos sois! -dijo Carmen poniendo cara de disgusto. Luego, como si tal cosa, preguntó-: ¿Y qué pasó?
– Nada de lo que piensas, Carmen. El tío me dijo oye, tú eres hermano de Javier, ¿no?
Javier levantó las cejas y a Juan se le atragantó un sorbo de vino. Tosió estrepitosamente hasta que consiguió aclararse la garganta y luego dijo:
– ¿Te reconoció por qué parte de tu anatomía?
– No seas burro, Juan -dijo Sonia.
– No, no -dijo Jaume-. Que conteste a la pregunta. ¿Por qué parte de tu anatomía?
– Por la nariz. -Rieron todos-. Bueno, bah, el caso es que me dijo tú eres hermano de Javier, ¿no? Y le contesté que sí. Y entonces él me dijo es que hay que ver, sois todos iguales, los hermanos. Dale recuerdos a Javier cuando le veas.
– ¿Y cómo dijo que se llamaba? -preguntó Javier.
– Ah, ni me acuerdo. Era bajito y moreno, yo qué sé. El caso es que le dije que bueno, que te daría recuerdos… Por cierto, me dijo el tío, ¿no tendrás quinientas pesetas? Es que tengo que pagar los cafés y no llevo dinero.
– ¿Y se las diste? -preguntó Biel.
– ¡Hombre, a ver!
Jaume, como siempre, seguía la conversación con un aire entre descreído e irónico, como si se preguntara permanentemente cómo era posible que hubiera caído en este mundo de locos. Pero Biel, Lucía, Andresito y Juan reían encantados mientras Carmen guardaba el entrecejo fruncido. Sólo Marga sonreía ligeramente, hasta que me di cuenta de que me estaba mirando. Levanté la vista y, en seguida, desvió la mirada. Pero al cabo de un momento volvió a clavar los ojos en mí y ya no los apartó hasta que pasó un buen rato y bajé la mirada. Pierde el que aparta la vista. Había sido un juego al que habíamos jugado mucho ella y yo.
– Oye… -dijo Carmen poniendo cara de sospecha-. ¿Qué es eso de que os llamabais…?
– Me parece que me habéis fundido las salidas nocturnas -dijo Biel.
– Por cierto -dije-, ¿dónde está Tomás? Pensé que vendría hoy.
Todos, menos Jaume, se pusieron serios.
– No sabemos -contestó Carmen por todos-. Ha desaparecido. ¡Bah! De todos modos no pintaba nada aquí… -Hubo un largo silencio.
– Me sabe mal que digáis eso -dijo Alicia mirándolos a todos con los ojos de gacela muy abiertos. Nunca me ha dejado de encandilar ese rostro tan lleno de dulzura-. A Tomás lo quisimos todos… -añadió en el tono suave de voz que nunca alteraba-. Tenía sus cosas, como todos, y sus rarezas… No es para decretar que ha muerto. No es para que digáis ahora que no pintaba nada… Verdaderamente, qué memoria más frágil tenéis… -Y miró a Jaume como para tomar fuerzas de él aunque nunca las necesitara.
– Está en Madrid. -Jaume me miró y asintió-. Allí está, sí.
– Le llamaré mañana.
Se hizo un silencio incómodo. Luego, Carmen murmuró «era un zafio» y se encogió de hombros.
La pandilla de Lluc Alcari se había formado del modo casual con que ocurren estas cosas en verano. Éramos todos muy niños aún -tendríamos nueve o diez años, algunos once o doce- y nos veíamos en la cala, bañándonos por las mañanas.
Al principio, cuando no lo conocíamos aún, el que más nos impresionaba era Jaume Bonnín, que se tiraba desde la roca más alta y, además, de cabeza, con cierta solemnidad y sin mirar a nadie. Todo lo que hacía llevaba el mismo sello majestuoso. Jaume saltaba desde la roca aquella y luego nadaba hasta la orilla y salía del agua, creíamos que aparentando indiferencia para darse aires. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que no hacía nada de aquello para impresionar; simplemente no le daba importancia, y como además sus registros de seriedad o regocijo eran distintos de los nuestros y no le percibíamos la ironía, las más de las veces nos parecía un chico hierático y lejano. Pero andaba y trepaba más que ninguno y nadaba más lejos.
También nos fijábamos (bueno, yo menos, que lo conocía bien, claro) en Javier, que se tiraba al agua desde otra roca más baja pero con mucha mayor pericia y gracia; tanta, que parecía volar sin estar sometido a la ley de la gravedad. Casi sin tomar impulso, se lanzaba al aire y giraba sobre sí mismo muy despacio, muy despacio, hasta ponerse boca abajo justo antes de entrar en el agua sin que salpicara una gota. Muchas veces lo aplaudían desde la orilla.
Al tercer o cuarto día de ver cómo lo hacía Jaume, Javier, que era el hermano que me seguía en años, me dijo:
– Oye, Borja, ¿tú serías capaz de saltar desde la de arriba?
– Pues claro -le contesté-, pero ahora no me apetece.
– Ya, no te apetece. Lo que te pasa es que tienes miedo.
– ¿Miedo? Ni hablar, chaval.
– Pues, entonces, tírate.
– Venga, tírate -dijo Luisete, que tendría unos cinco años y que no hacía más que repetir lo que decían los demás.
Con indiferencia aparente (yo sí por darme aires y disimular el miedo), me levanté de los escalones que hay en el extremo de la cala y en los que dejábamos nuestras toallas. Mamá me dijo como de costumbre:
– Oye, Borja, ten cuidado con tus hermanos. Idos, pero que yo os vea.
Siempre llevaba un traje de baño negro con los tirantes muy anchos, el escote bien tapado y una pudorosa faldita que ocultaba el principio de los muslos.
Me tiré al agua y fui nadando hacia la gran roca. A los pocos metros había que salir del agua y trepar por el camino que sube al torreón de la cala. A media altura se desviaba uno hacia la izquierda y allí mismo estaba la roca con su pretil asomando hacia el mar. Lo cierto es que estaba allá arriba del todo, a diez o doce metros de altura, y que, cuando me asomé por primera vez, me pareció que el salto era imposible de dar. Aquello disolvía cualquier propósito, cualquier valentía.
– ¡Venga, Borja! -gritaba Javier desde el agua allá abajo.
Me acerqué al borde y amagué el salto inclinándome sobre la pierna izquierda y poniendo la mano sobre la rodilla, como para tomar impulso. Repetí el gesto dos o tres veces.
De pronto, a mi lado apareció una niña morena, alta y delgada, con cara seria. Llevaba un traje de baño de colorines y tenía unas piernas interminables, como un potro recién nacido. Me miró.
– ¿Vas tú? -dijo.
– No, no, vete tú primero -contesté.
Sin esperar a más, la chica saltó y al segundo se hundió en el agua. Entró de cabeza, con las piernas un poco separadas y las rodillas dobladas. Años después me confesó que había sido la primera vez que se había tirado de cabeza.
Volvió a subir. Yo me había apoyado contra la roca intentando aparentar indiferencia.
– ¿Te has tirado alguna vez? -me dijo.
– Hombre, pues… Bueno, bah… no.
– Si quieres, dame la mano y vamos juntos. La primera vez es más fácil así -dijo, ofreciéndome la mano.
Me encogí de hombros.
– Bueno -dije, y le agarré la mano.
– A la de tres… Una… Dos… Y… ¡Tres!
Tiró de mí con fuerza y caímos a plomo en el agua. Me pareció que el salto duraba una eternidad, pero no me dio tiempo a taparme la nariz. Me entró agua hasta los sesos y, cuando conseguí salir a la superficie, estuve un rato tosiendo y estornudando. Me raspaba el paladar.
– Te tienes que tapar la nariz -dijo ella-. ¿Cómo te llamas?
– Yo, Borja, ¿y tú?
– Margarita, pero todos me llaman Marga. -Y se alejó nadando como un pez.