38769.fb2 La Venganza - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

La Venganza - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

VI

Javier, el más desvalido de mis hermanos, no había tenido una vida sentimental fácil. Desde luego yo tampoco se la auguraba ahora que iba a casarse con Marga. ¿Qué iba a ser aquello? ¿Un adulterio, un matrimonio entre hermanastros, una inmoralidad? Marga me descartaba y escogía a la siguiente víctima propiciatoria, al siguiente de la lista. Mi hermano.

Ahora que lo pienso con la mayor exactitud de una recapitulación a conciencia, confieso que nunca había profundizado mucho en mi relación con Javier. A veces, bien es verdad, me pregunto si soy capaz de profundizar en relación humana alguna. Una duda de corta duración porque sé bien que suelo rechazar los compromisos inútiles, reservándome para los fundamentales. Llamo inútil a un compromiso con mi hermano, ¡dios mío, cómo suena!, aunque no por falta de cariño hacia él sino por innecesario: Javier estaba tan arropado por el amor de todos nosotros que se hubiera dicho que estaba untado en miel. No. No le hace falta.

Y si en lo que a mí respecta se desperdigara uno en exceso, ¿no es cierto que la involucración perdería fuerza y, llegado el momento de implicarse, no sabría cómo reconocer una causa de verdad merecedora de sacrificio y entrega?

Un día, sin venir a cuento, a propósito de nada, como si expresara en voz alta la conclusión de un pensamiento meditado en silencio, Marga me dijo «eres un picha fría». Me ofendí mucho y protesté. Le pregunté por qué me lo decía, pero se encogió de hombros y no quiso explicar más.

Hoy por fin no había dolores en el semblante de mi hermano. Hoy, en este instante del reencuentro de casi toda la pandilla en la casa de Juan en Selva (¿para celebrar qué?, ¿mi regreso o la boda de Marga por fin?), Javier, sentado a la mesa al lado de Marga, sonreía. Adoptaba sin quererlo ese aire sereno y un poco distante que le confería un halo romántico sin duda atractivo y que era gran parte del encanto de su popularidad como concertista. ¡Cómo me irritaba a veces! Se lo había dicho muchas veces: «Coño, Javierín, que pareces maricón.» Y él al principio se echaba a llorar; luego, años más tarde, me miraba con rabia.

Tímido, callado, pusilánime, en ocasiones parecía no enterarse de nada. No podía ser así, claro: para prometerse a Marga tenía que haber dado más de un paso valiente, incluso si la decisión final la había tomado ella. Bueno, tal vez no, tal vez no había tenido que dar paso valiente alguno. Y había querido su buena estrella que, apetecido o no, en este momento de la vida todo le sonriera.

Semanas antes, ignorando mis propios sentimientos (¡y yo qué sé cuáles podrían ser éstos!), comprendiendo que, tras mi huida de tanto tiempo antes, ella lo había dado todo por acabado (en estos torbellinos tan desconcertantes para mí era Marga quien decidía, siempre Marga), había dicho a mi hermano: «Tú sabrás, Javierín, porque Marga es mucha Marga; a mí me rechazó; y si te quiere a ti es que seréis felices, pero no dejes que te coma el terreno. Defiéndete.» ¿Defiéndete? ¿A quién se lo estaba diciendo?

Javier. Yo lo había protegido, le había dado cobijo en Madrid mientras estudiaba la carrera, lo había ¿educado? No sé. ¿Se puede educar a alguien a quien no se conoce bien, a quien no se quiere conocer más de lo indispensable? En realidad, a Javier lo habíamos enseñado a manejarse por el mundo don Pedro y yo al alimón. Ambos le habíamos servido de sostén durante todo este tiempo y aún hoy creo que, sin nosotros, habría quedado desvalido, sin recursos ante la vida. Don Pedro se ocupaba del alma, ésa era su misión, ¿no?, curador de almas, y yo lo llevaba de la mano por la vida, comprándole camisas y enseñándole a obtener mejor provecho de las discográficas y mayor rendimiento de su vida sentimental. Un trabajo compartido y supongo que bastante exitoso a juzgar por los resultados.

El optimismo insuperable de don Pedro, esa especie de belicosidad hacia el bien con que abordaba cualquier cosa que tuviera que ver con nosotros, incluso cuando nos tiraba de las orejas después de misa los domingos, había librado a Javier, siempre tan frágil, del hundimiento moral en más de un momento de pesimismo y desesperación. Sospechaba yo que, habiendo tomado sobre sí la redención de nuestras almas, don Pedro la entendía como una encomienda total de la divina providencia: una labor permanente en la que el fin justificaba todos los medios. O por explicarlo con un ejemplo pertinente: tras haber oficiado en la ceremonia de matrimonio de Javier y de Elena y luego haber bautizado a sus dos hijos, don Pedro, ya como juez de la Rota mallorquina, había facilitado la causa de nulidad de ambos cuando se rompió la pareja, y estoy seguro de que ahora consideraba que su obligación era intervenir como celebrante en el nuevo casamiento de Javier con Marga. Puede que me equivocara, pero se me hacía muy cuesta arriba creer que don Pedro no era consciente del cúmulo de mentiras y engaños de los que esta ceremonia del absurdo estaría teñida. Y si se daba cuenta, seguro que todo lo atribuía a la necesidad del bien último. Luego supe que tenía serios reparos que oponer a esta nueva boda, como no podía menos de ser conociéndonos a todos como nos conocía. Pero su obligación de gallina clueca le tenía impuesto un deber al que nadie ni nada le harían renunciar.

Ciertamente, el personaje no cuadraba con la idea que todos nos hacemos de un cura rural. Don Pedro era más fino que todo eso, su cultura era mayor y su ambición probablemente no conocía límites. Hijo de la tierra mallorquina, lo habían ayudado las ancianas tías de Juan y Marga pagándole la educación y el seminario, la universidad pontificia en Roma y, luego, la instalación en un pequeño piso de Palma, mientras el tío sacerdote lo acogía como discípulo. Para don Pedro ocupar la parroquia de Deià debió de ser apenas un peldaño en lo que consideraba su inevitable destino hacia ¿el cardenalato?, ¿el papado? ¿Quién podría asegurarlo?

La pandilla, qué disparate. Ahí seguíamos todos como si no hubieran pasado los años, hablando de las mismas cosas de siempre, haciendo las mismas cosas de siempre; bueno, no jugábamos ya a ladrones y policías, naturalmente, ni a indios y cow-boys (pobre Sonia, siempre le tocaba ser la squaw atada al tótem hasta que, al final del juego, la liberaban los buenos), pero en los asuntos del sentimiento seguíamos siendo los de antaño.

Hacía muchos años, ya pasada la adolescencia, cuando empezábamos a comer con mayor formalidad en casas y restaurantes, habíamos establecido un orden natural para sentarnos a la mesa. Nadie nos lo había impuesto; ocurrió así. Marga y su hermano Juan en las cabeceras. A la izquierda de Marga, por riguroso orden, Javier, Sonia, Biel, Catalina, Alicia y yo. A su derecha, Jaume, Lucía, Andresito, Carmen, Tomás, Domingo y Elena. Siempre igual. Por acuerdo tácito, Marga y yo nunca nos habíamos sentado juntos, como si hubiéramos querido hurtar nuestra relación a la chismosa mirada del resto del grupo; es más, me había recordado Jaume una vez, «cuando estamos todos, nadie se atreve siquiera a mencionar lo vuestro».

Hoy no estaban Tomás ni Catalina, la tercera hermana de Elena y Lucía; meses atrás habían roto. Tomás había regresado a Madrid, como me acababa de decir Jaume, y Catalina se había ido de viaje a Inglaterra, a olvidar.

– ¡Huy! -dijo de pronto Carmen, que llevaba un rato callada-, somos trece.

– ¿Y?… -preguntó Juan.

– Pues que trae mala suerte.

– ¡Pero, mujer! -rió Andresito-. Nada trae mala suerte. Conserven la calma y, si te molesta mucho… mira, Marga, di que pongan otro plato que ya llegará, qué sé yo… don Pedro o alguien.

– ¿Has visto a don Pedro? -preguntó Juan.

– No -dije-. Esta vez todavía no.-

Ni le verás -dijo Javier-. Está hecho un lío con su trabajo en la catedral y en la Rota… Me dijo hace unos días que llegaría cinco minutos antes de la boda, que no le daba el tiempo para más.

– ¡Bah! Está demasiado ocupado en llegar a papa.

– Igual que tú en llegar a ministro… -dijo Marga riendo.

– No digas tonterías, Marga.

– ¿No? Niégamelo. -Hizo un gesto retador y luego displicente con la mano que sujetaba el tenedor: me apuntó primero con él y después dejó que el peso de las púas lo descolgara lánguidamente hacia abajo.

– Buf, ya empezamos -dijo Carmen.

– No, no empezamos nada. El párroco, mucho arzobispado. Este, mucho gobierno… Y nada. Mucha pamplina. Aquí el único que, así, tranquilamente, se ha hecho famoso de verdad es Javier. -Me miró retándome.

– Hombre, mira, eso es verdad -dije.

Así era esto. El viejo escenario de siempre, en el que todos aquellos actores representábamos los papeles que interpretábamos desde muchos años antes. No habíamos cambiado nada desde la adolescencia. A veces me preguntaba si se debía a que aún éramos adolescentes.

– Bueno… -dijo Javier sonriendo con timidez para quitar hierro a la lanzada de Marga-, tampoco es para ponerse así, toco el piano y toco el piano, ya está.

Miré a Marga frunciendo el entrecejo. «No pinches», quise decirle, pero guardé silencio. Ella levantó la barbilla y, alargando el brazo, agarró la mano de Javier, que se la abandonó con la languidez con la que, en cualquier concierto de los suyos, al final de un pasaje o de una pieza la hacía descansar sobre el teclado. Ese gesto tan blando tenía el don de sacarme de mis casillas; si no hubiera conocido tan bien a Javier, si no hubiera sabido cada detalle de su vida y, por consiguiente, nunca se me hubiera extraviado su pista, casi me habría sorprendido su afeminamiento. Estaba seguro, bueno, hasta ahora casi seguro, de que no era así, por mucho que a veces le llamara «marica» por pura irritación. Bueno, pensamientos míos; además, de ser así, la mantis religiosa no lo habría tomado por esposo, ¿no?

Javier se pasó la otra mano por el pelo con los dedos extendidos.

– Hombre -dijo Juan en tono de broma-. Mucha fama y muchos discos, pero ya le costó un matrimonio, ¿eh?

Elena, sentada justo enfrente de mí, enrojeció dando un respingo, como si se hubiera llevado una bofetada.

– Qué desagradable puedes llegar a ser, Juan -dijo Marga.

– No, hombre, no te duelas, Elena -añadió Juan como si no hubiera oído a su hermana-. Las cosas son como son y todos las sabemos…

Los demás permanecimos callados. Sólo Jaume miraba a Juan con una medio sonrisa burlona. Alicia murmuró «huy, huy, huy» y Domingo puso su mano derecha sobre el brazo de Elena.

– ¡No, hombre! -exclamó ésta-. Que Juan dice unas cosas… De verdad que a veces eres de una ligereza que tira para atrás.

– No veo qué hay de malo en hablar de cosas que todos conocemos. Hombre, Elena, mujer, te seguimos el noviazgo con éste -señaló a Javier con la barbilla-, estábamos allí, el matrimonio, los niños, el distanciamiento…

– ¿Y qué? Eran cosas nuestras, ¿no?

– No -interrumpió Biel con la pompa que solía preceder a algunas de sus sentencias salomónicas, sabias, pensaba él, ampulosas, creía yo. Jaume levantó una ceja y me miró. Y es que Biel había sido el abogado encargado al final de formalizar el divorcio de Elena y Javier; todo amigable y de común acuerdo, claro, como no podía menos de ser-. Eran cosas de todos. Por ejemplo, tú eres cuñada de Juan, hermana de Lucía… Javier es amigo íntimo de todos… Bueno, bah, que todos somos como de la familia.

– Eso es lo malo -exclamó Elena, levantándose de golpe.

La fuerza del impulso hizo que sus muslos chocaran contra la mesa y, con la sacudida, una copa de agua volcó sin que llegara a rompérsele el tallo como hubiera sido normal. Elena bajó la vista y miró sin ver el agua derramada que iba empapando el mantel, como si por un momento no comprendiera lo que había ocurrido.

– Eso es lo malo -repitió para volver de la distracción momentánea-, que somos como una familia sin padres ni abuelos ni hijos… una familia de todos iguales, de todos metiendo las narices en los asuntos de todos, ¿en?, de todos opinando. -Tenía la servilleta agarrada con la mano izquierda y, en un acto reflejo de pulcritud, alargó el brazo y se puso a frotar el mantel. Nunca había sido capaz de sustraerse a la necesidad social de realizar estos gestos de esmero que le eran tan automáticos-. Lo siento -murmuró. Volvió a sentarse.

– Las pandillas de la adolescencia deberían disolverse al acabar la adolescencia. Nos evitaríamos todas estas chorradas -dijo de pronto Marga. Me miró y en su cara no había odio ni antagonismo ni ironía. Sólo tristeza.

– ¿Y por qué? -preguntó Carmen-. ¡Qué cosas más raras tienes, Marga! Las pandillas, qué sé yo, evolucionan y… y… Y así estamos, aquí, para ayudarnos los unos a los otros, para hablar, yo qué sé… No quiero tener más amigos que vosotros -añadió con un punto de incertidumbre y una sonrisa dubitativa.

– ¿Tú quieres que te diga para qué sirve una pandilla de mayorcitos en la que todos sabemos todo de todos? -dijo de pronto Marga con inusitada viveza-. ¿Eh, Carmen?

– No te entiendo. ¿Por qué te pones así? No sé lo que quieres decirme… Haces como si tener amigos fuera una cosa mala…

– ¿Te lo digo?

– Basta ya, Marga -dijo Jaume levantando una mano con la palma hacia afuera.

Marga cerró los ojos y respiró profundamente.

– Bueno -dijo Andresito como si no hubiera oído a Marga-, nos toleramos las manías y los defectos. Y eso es más de lo que suele uno encontrar en el mundo… -Sonrió-. Pese a todos sus inconvenientes, no es tan malo como parece.

– Y al final se pudre todo -dijo Jaume dirigiéndose a Marga. Le miré, sorprendido. ¿Se pudre todo? No, eso no: aquí estábamos, vivos y coleando.

– Sí, como en las tragedias griegas, sin que nadie comprenda nada.

– Pero ¿por qué dices eso, Marga? -exclamó Sonia con vehemencia-. Esto no es una tragedia griega, es una tontería de unos metomentodo y… y… deberíamos haber dejado en paz a esos dos. Yo lo comprendo muy bien. Elena tiene razón al protestar. ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasó entre ella y Javier? ¿Y qué nos importa? -Juan la miraba con cierta sorpresa complacida.

– Mujer -dijo Carmen-, estando nosotros de por medio… lo que hicimos fue amortiguarles el golpe a los dos…

– No… no -dijo Javier mirando únicamente a Marga-. No. Creo… creo que queríais enteraros de todo, meteros en donde nadie os mandaba… En el fondo, a mí me da igual, pero…

– ¡No digas bobadas! -exclamó Juan-. Si no llegamos a estar aquí, os hubierais matado el uno al otro. Estabais en la mierda hasta aquí -se señaló la frente-, y no teníais ni idea de cómo salir.

– ¡Fue Javier, con ese esnobismo idiota que tiene! -gritó Elena-. Que no quería más que tocar para los reyes y los presidentes y lucir el palmito mientras yo me quedaba en Palma cuidando de los niños…

– ¡Porque te daba la gana! No querías acompañarme… te aburría, ¿eh?, te aburría. Nunca quisiste entender mi manera de vivir -añadió Javier con sorprendente vehemencia-. A mí también me aburría tener que andar en cócteles y recepciones…

– ¡Ya!

– ¡Es cierto! Y mientras, tú estabas aquí -miró con rapidez a Domingo-, estabas aquí, ¿eh?, haciendo otras cosas, ¿eh?, que… que… te apetecían más… y…

– ¡Pero, hombre! -exclamó Alicia. Se la veía muy enfaldada. No. Más que enfadada, profundamente ofendida, escandalizada.

Y Elena volvió a levantarse de un salto, y esta vez apartó la silla, rodeó la de Juan y salió precipitadamente del salón.

– ¿Veis? -dijo Juan.

Jaume suspiró.

– Y al final se pudre todo.

Domingo también se puso de pie. Apoyó las fuertes manos en el mantel, nos miró a todos.

– Bueno -dijo con su voz suave-. Ya sabemos lo que son estas cosas, pero en realidad deberíais de respetar a Elena un poco más. Lo pasó muy mal… Entiendo que lo que queréis es echarle una mano, pero a lo mejor estaría bien que no la presionarais tanto. -Hinchó los carrillos y luego sopló con suavidad. Se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros. Apartó la silla empujándola con una pierna y se dirigió al salón en busca de Elena.

– Baja el telón -dijo Jaume.

– Todavía no, Jaume -murmuré.

Carmen inclinó la cabeza, extendió las manos, dobló los dedos y se miró las uñas. Me chocó que hiciera un gesto tan masculino.

– No sé, Biel -dijo dirigiéndose a su marido, sentado frente a ella-, no sé. Oigo a uno, oigo a otra y no sé quién tuvo la razón. -Se encogió de hombros-. Creí que arreglándolo tú se acabarían los problemas…

Marga dio un bufido.

– Si no hay problemas -interrumpió Javier, volviendo a su tono suave-. Quiero decir… bueno, sí hay problemas, pero son los inevitables, ¿no? Un matrimonio se rompe porque… por las causas que sean, ¿verdad? Son tragedias inevitables. Pero una vez que ha ocurrido es una bendición del cielo que, con hijos de por medio, como nosotros, marido y mujer se sigan viendo, sigan siendo amigos… como nosotros.

– Si yo me divorciara de mi marido -dijo Marga en voz baja-, no es que no lo quisiera ver o seguir siendo amigos, es que le clavaría un cuchillo.

Un silencio.

Y entonces se me antojó que allí el único que se estaba divirtiendo de verdad era Jaume. Alicia, su mujer, que, conociéndolo tan bien, lo sabía, mantenía inclinada la cabeza, pasando vergüenza; seguro que después lo regañaría y le afearía la conducta; «eres más malo…», le diría. No me quedó más remedio que sonreír, hasta que, desviando un poco la mirada, la fijé en Marga. Tenía clavados sus ojos en mí y le brillaban como faroles en la noche.

– Bueno, cómo vienes, Marga -dijo Juan. Su hermana se encogió de hombros.

– No sé -interrumpió Lucía-. Estamos como ventilando el futuro de Javier, que es su futuro marido… y no me extraña que se enfade.

– Hombre, el futuro de Javier y el de Elena, que es tu hermana…

– Ya sé que es mi hermana y lo único que quiero es verla feliz… igual que a ti, Javier…

Marga dio con las manos abiertas una palmada sobre el mantel. No me pareció un gesto muy enfadado, sino más bien sarcástico.

– Pues sí. Aquí todos nos dedicamos a salvarnos la vida y a asegurarnos de la felicidad del prójimo y… lo único que deberíamos hacer es intentar garantizarnos la propia. Un poquito menos de generosidad con los prójimos y algo más de egoísmo bien entendido. Pero no… Esto es como una cárcel.

– Será -dijo Jaume; hablaba con lentitud-. Pero no veo a nadie con ganas de conseguir la libertad. Para uno que lo hace -me señaló con la barbilla-, se lo estamos reprochando como si fuera un criminal.

Siempre he tendido a darle la razón a Jaume sin disentir en nada. Nuestras discusiones eran desde cada principio un acuerdo de voluntades, no sé si porque me estimulaba su manera de pensar, me ganaba por la mano su mejor capacidad dialéctica o quería estar siempre en el grupo de los que opinaban como él porque de manera instintiva le reconocía la superioridad intelectual.

– No sé por qué os calentáis la mollera de esa forma -dijo Andresito, que era la mejor persona, la más desprovista de doblez y maldad que hubiéramos conocido jamás-. Nada de esto tiene mucho misterio; toda la culpa la tiene Domingo desde el principio: él fue el que se aprovechó de la nocturnidad.

Juan dio un largo silbido.

Cuando veintitantos años antes habíamos conocido a las tres hermanas, a Lucía, Elena y Catalina, Juan y yo las habíamos bautizado inmediatamente como las Castañas. No porque fueran feas sino porque no guardaban ningún parecido entre sí. Castañas, como «se parece lo que un huevo a una castaña». Ninguna de las tres había cambiado nada en todo este tiempo. Lucía siempre había sido la más vivaracha, Catalina la más introvertida, casi una mística, y Elena la más idealista, la que pretendía reformar el mundo sin apartarse de la tierra.

Catalina daba a veces la sensación de comprender tan poco lo que decía la gente que, con la crueldad propia de los niños, decíamos de ella que era una retrasada mental. No lo era, claro: en realidad estaba perdida en alguna nube de reflexión introspectiva, lo que con los años acabó empujándola a refugiarse en el budismo para intentar alcanzar la paz interior. Podría haber sido igualmente la secta Moon; cualquier cosa, cualquier filosofía de la paz interior y del desprecio por el mundanal ruido habría servido, siempre y cuando no fuera esclava de hipocresías y servidumbres terrenales, como aseguraba ella que sucedía con la religión católica.

Nunca la tomamos en serio; nuestras coordenadas eran demasiado livianas para eso. Sólo Jaume la miraba en silencio y a veces, ya cuando ambos tenían más de veinte años, se la llevaba a pasear.

Aquella mujer era desconcertante para nosotros, que sólo hubiéramos podido llegar a entender la mística en clave de cristianismo: si se hubiera pasado la vida en misa y comulgando o rezando el rosario, la habríamos apodado la Beata, y nos habríamos reído de ella. Pero no. Tal como era, sus peculiaridades se nos antojaban locuras, y le pusimos Jare, por Haré Krishna, pero el mote nunca funcionó y pronto lo abandonamos. En realidad, me parece que no estábamos preparados para comprender nada que se saliera de lo ordinario. Cuando le empezaron a crecer los pechos y Juan vino un día muy excitado a contarnos que no sólo se los había visto, sino que se los he tocado, macho, y están duros, ¿sabes?, Catalina se convirtió para nosotros en una especie de Maritornes cuartelera. La creíamos propiedad nuestra y se hubiera dicho que podíamos ir por turnos, incluso las demás chicas, a mirarla, hasta que perdimos la vergüenza y nos dejó de parecer turbador. A ella todo esto la dejaba indiferente y hasta se reía de nuestra excitación: su cabeza y probablemente su alma estaban en otro lugar. A veces tomaba el sol completamente desnuda delante de nosotros en algún acantilado de La Muleta, y llegó un momento en que no le dábamos mayor importancia. Allí, al sol, entrando y saliendo del agua, vivíamos en un mundo aparte en el que las cosas eran más naturales. No había artificio. Catalina tenía un cuerpo bonito pero no demasiado provocativo.

El primero que se acostó con ella fue Juan. Nos contó luego en secreto que Catalina daba muchos gritos y que al principio se había asustado. Imagino que lo de los gritos sería verdad puesto que ninguno sabíamos lo que eso quería decir y para qué iba Juan a mentirnos. Fue la primera vez que le vi confundido e inseguro, por más que alardeara de su proeza. Le envidié este acceso a la vida de conquistador; él se acostumbró pronto a su nueva categoría de hombre a cien codos por encima de los no iniciados y durante una temporada nos miraba con condescendencia y aires de sabiduría. Menos a mí, claro.

Catalina, por su parte, siguió como si tal cosa. Nada cambió en su actitud frente a la vida y en relación con nosotros: seguía yendo a lo suyo, abstraída en sus meditaciones y pensamientos. Juan y yo nos preguntábamos si esta indiferencia se debía a que, para Catalina, acostarse con Juan había sido una aventura más de lo que creíamos era una vida sexual intensísima. No teníamos ni la más remota idea de cómo funcionaban los resortes psicológicos de una mujer, no comprendíamos nada y de hecho, al poco tiempo, Javier, empujado por Juan y por mí, que le insuflábamos un valor del que carecía, porque iba aterrado, acabó proponiendo a Catalina que se acostara con él. Nosotros estábamos escondidos en una habitación contigua y veíamos el reflejo de ambos en el gran espejo del vestíbulo. Catalina miró a Javier como si ni siquiera lo estuviera viendo; al cabo de un momento hizo un gesto de negación tan definitivo, tan completo, que el pobre no insistió. Fue para mí un alivio.

Luego, un par de años después, llegó Tomás. Era de Madrid y decía mi madre que no era de nuestra clase. «No me gusta nada ese chico, Borja. Y desde luego, no quiero que Sonia se le acerque.» «Pero, mamá, ¡si Sonia está ennoviada con Juan!» «Bueno, bueno, ya me entiendes.» *?

Dicho sea entre paréntesis, ya que con seguridad no viene al caso, Juan y yo siempre dimos por supuesto que su noviazgo con Sonia era consecuencia lógica de mi relación con él, de nuestra amistad y complicidad. Según lo veíamos, ella nunca intervino en la gestación de su propia historia de amor; tampoco le correspondía mérito alguno en su desarrollo posterior, claro está. Por esto siempre consideramos nuestra relación -la de Juan conmigo- como algo más sólido y naturalmente superior a cualquier noviazgo y, más tarde, a cualquier matrimonio. Con nuestra amistad nos habíamos reconocido y aceptado un derecho moral de pernada. Sólo Marga escapaba a la regla.

En fin, teníamos todos más o menos dieciocho años cuando Tomás apareció un día en la cala. Lo recuerdo bien: llevaba puesto un Meyba negro y, aunque pequeño de estatura, era fuerte de complexión y muy moreno. Y muy peludo. «¡Huy! -dijo Carmen, claro-, si parece un oso.» Tomás se tiró al agua y nadó un poco. Lo hacía fatal, pero es muestra de su confianza en sí mismo que nunca se acomplejara frente a nosotros; decía que él era de secano y que los de secano no andan haciendo la rana por ahí.

Al cabo de un momento dio la vuelta y regresó a la orilla. Cuando pudo ponerse de pie sobre los incómodos cantos rodados, se quitó el agua de los hombros y del estómago pasándose las manos por encima con vigor; luego se alisó el pelo hacia atrás, nos miró a todos y dijo «¿qué?».

Fue adoptado de inmediato.

De todos los de la pandilla era el único que en Deià no tenía familia, madre, padre, hermanos que lo acompañaran en las vacaciones y constituyeran una referencia para los demás o un dato tranquilizador para nuestras madres. Llegadas las diez de la noche, no se iba a casa a cenar quedando con el resto para después como hacíamos todos los demás, y eso confería a Tomás una aura de independencia y libertad que se nos antojaba heroica. Vivía en la pensión con el dinero que en invierno ganaba en el bar de su padre en Lavapiés, y tocaba el piano de oído como los ángeles. Nadie sabía por qué se había decidido por Mallorca, y aún más por Deià, como lugar de vacaciones. Nunca lo dijo. Miraba a todo el mundo con descaro y total seguridad en sí mismo. Bueno, a Marga, que para entonces era ya de una belleza espectacular, sombría y altiva, la miraba con más que descaro, pero ella le devolvía la mirada con tal frialdad y desde tal altura en centímetros que Tomás se retiró pronto a buscar alguna presa más asequible. Naturalmente, Catalina.

Elena era otra cosa completamente distinta. Un año más joven que Catalina, la diferencia de edad parecía haberla dejado tirada a ras de suelo. Era pusilánime y tímida. Siempre pedía perdón por sus acciones o por sus declaraciones, y como consecuencia de ello titubeaba, se desdecía, farfullaba sin precisión: y es que tenía que superar unas dudas terribles para decir y hacer cosas que a medio camino le parecían desprovistas de validez alguna. Si defendía un punto de vista, lo hacía con vigor al principio y luego iba perdiendo energía, miraba a todos, y sus frases se acababan disolviendo en un murmullo ininteligible. Luego volvía a levantar la vista y explicaba: «… vamos, digo yo.»

Con los años fue cobrando seguridad en sí misma y, al tiempo, fuerza en sus convicciones, pero siempre le quedó un tic de buenos modales que le hacía excusarse por cualquier punto de vista que manifestara. Era, sí, muy generosa y siempre estaba dispuesta a abrazar las causas más peregrinas. Domingo y ella, por ejemplo, eran los dos únicos ecologistas convencidos de toda la pandilla, aunque Domingo, que conocía bien la tierra y sus limitaciones, distaba mucho de ser tan radical como Elena. Elena se oponía a todo: no quería que se construyeran carreteras, que se talaran árboles, que se limpiaran las terrazas, que se podaran los olivos. Según ella, la naturaleza es sabia y debe dejársela actuar a su arbitrio; ¿sabia la naturaleza? Cruel, fuerte, sí; sabia, jamás. ¡Qué tontería! Mis discusiones con Elena habían sido interminables y, con frecuencia, desafortunadamente hostiles.

El hecho es que los dos se entendieron bien desde el principio. Se encontraban cómodos el uno con el otro. Que no hubieran coincidido antes se debió, más que al tardío despertar del amor entre ambos, a la gran afición de Domingo por las suecas y las alemanas. Lo comprendí demasiado tiempo después y nunca vi el error que cometía Elena casándose con mi hermano Javier en vez de con Domingo.