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Al verano siguiente de nuestra pelea en la buhardilla, de nuestro primer beso, Marga me estaba esperando.
Me había esperado durante todo el invierno, contando los días que faltaban para mi regreso desde Madrid. 270 y luego 269 y luego 268 y luego 267…
Cuando la vi en la carretera a la salida del pueblo, con los brazos cruzados y mirando fijamente al taxi en el que llegábamos, me dio un vuelco el corazón y se me reavivaron todos los sueños del invierno, todos los pecados.
Llevaba puestas unas alpargatas negras con el talón pisado y sus piernas no se acababan ya hasta que por encima de las rodillas las cubría una bata, la bata de siempre, de algodón verde con botones de arriba abajo, los tres últimos desabrochados y los dos primeros abiertos; hay una diferencia entre desabrochado y abierto. Desabrochado simplemente esconde en la sombra, abierto contiene a duras penas en la luz.
Los brazos desnudos y los dedos tan largos como los recordaba acariciándome la nariz mientras yo, sentado en el brocal del pozo, echaba la cabeza hacia atrás para que se me parara la hemorragia.
Había cambiado Marga. Era la misma.
Sus facciones, sin haber dejado de ser como eran un año antes, habían madurado y su cuerpo se adivinaba esponjado como una flor.
Allí estaba, en la carretera, a la salida del pueblo.
– ¡Mira, ahí está Marga! -exclamó Sonia, haciéndole grandes gestos de saludo desde la ventanilla.
– Soooonia -dijo mi madre con tono de reconvención.
– Bueno, vale, mamá. -Desde el asiento delantero, Sonia se volvió a mirarme con una sonrisa. No dije nada. Sólo fruncí el entrecejo para que callara.
Cuando más tarde nos reunimos toda la pandilla en nuestro lugar habitual en el pueblo, frente al bar La Fonda, Marga fue la única que no participó en las muestras generales de alborozo. Saludó abstraída con un gesto lento de la cabeza. Seguía con los brazos cruzados sobre el pecho y la misma bata verde, pero ahora llevaba todos los botones castamente abrochados. Esperaba yo que me sonriera con ironía, la misma ironía con que me había despedido casi un año antes, pero no; por lo visto la había asaltado una gran timidez y me pareció que, como todos, tardaría algún tiempo en vencer el distanciamiento de la intimidad interrumpida. Era, claro, la nueva edad.
Estuvimos allí un rato mirándonos todos. Los más pequeños hablaban y se contaban las travesuras del año y las notas del colegio. Alguno explicaba cómo ya había comenzado a bañarse en el mar y la mayoría quería que empezáramos a planear nuevos juegos allí mismo, concursos de destreza, desafíos entre dos bandos, excursiones, cosas así. Para eso estaba Ca'n Simó, ¿no? Marga, bueno, Marga y yo éramos quienes generalmente lo organizábamos todo, pero esta vez los mayores habíamos crecido demasiado y no estábamos para piratas, casi ni siquiera para más que sentarnos en corro y charlar o guardar silencio. Para mirarnos sin culpa, despojados del rigor moralista del invierno en la capital. En la capital, a las niñas las expulsaban del colegio si eran sorprendidas vestidas de uniforme hablando con chicos. En Deià, en el Mediterráneo en verano, el contacto entre chicos y chicas se normalizaba, perdía su empeñado tinte pecaminoso.
Ahora, aquella tarde, lo único que hicimos fue limitarnos a disfrutar del reencuentro, haciendo como si nada, escudriñándonos de reojo.
Juan, dándose como sin querer la vuelta de tal modo que nadie pudiera verle desde La Fonda, con gran aplomo sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa, se lo puso en la boca y lo encendió con unas cerillas de cera. No fue un gesto de principiante. Todos lo seguimos con la boca abierta.
Aquel día de principio de verano de mis dieciséis años olía a aceite en todo el pueblo y había llegado la hora del anochecer sin que el sol dejara de brillar bien alto en el firmamento. Arrastraba estrías de luz por el asfalto y las encaramaba por los muros, jugueteaba con las bignonias y entraba y salía por entre los jacintos y la yerbaluisa. En los naranjos del inmenso jardín de los Santesmases veíamos a Oliver, el pequeño chucho de Biel, correteando y persiguiendo mariposas; se paraba con las cuatro patas rígidamente separadas y, luego, ladrando, daba saltos inverosímiles para alcanzarlas sin alcanzarlas nunca. Después se cansaba y se ponía a dar vueltas alrededor del tronco de un naranjo buscando morderse la cola. A veces resbalaba sobre una naranja caída y se detenía de golpe como si nada de todo aquello fuera con él; levantaba una pata y con tres gotas de orina volvía a marcar su territorio. En la terraza de La Fonda algunos hippies americanos de los que acudían a Deià a venerar a Graves estaban sentados casi inmóviles, leyendo restos de un periódico de San Francisco o dando pequeños sorbos a un café de puchero por el que el posadero cobraba una peseta. Habíamos vuelto a casa.
Me pareció que Biel había crecido el que más y que las tres hermanas, las Castañas, también habían dado un estirón.
Marga era otra cosa.
Y sólo Jaume sonreía ajeno a todo, sin darle gran importancia a la ceremonia; estábamos aquí, pues estábamos aquí.
– ¿Qué tal? -me preguntó Juan sacudiendo con displicencia la ceniza de su pitillo. Le había cambiado la voz y, oyéndole, se hubiera dicho que era ya una persona mayor. La tenía ronca y fuerte. Pero no se afeitaba aún y la pelusa del año anterior se había convertido de pronto en un bigotazo renegrido, blando y sucio.
– Bien -dije. Me encogí de hombros. Miré a Marga-. ¿Y tú? -le pregunté a ella después de un rato. Bajé la vista.
– Bien. ¿Y tu nariz?
– Bah, bien.
Sonrió.
– Te ha quedado un cuerno.
Alargó el brazo y me pasó un dedo por la cara resaltándome exageradamente el perfil. Fue un gesto muy adulto, como si me hubiera acariciado una amiga de mi madre, y aparté la cara, sobresaltado. Marga quitó la mano, echándola hacia atrás como si le hubiera dado calambre.
– ¡Chico! -murmuró.
– Fue culpa tuya -dije.
– No. Tú, que echaste a correr…
– Ya, correr…
– … Y te has afeitado…
– ¿Y qué?
– ¡Nada, chico! Uh, Dios mío, cómo se pone…
– Venga, Sonia, Javierín, vamos a casa que tenemos que cenar -dije.
– ¿Nos vemos luego? -preguntó Juan.
– Vale.
– Oye, Borja -dijo Sonia mientras íbamos hacia casa-, no estaréis peleados otra vez, ¿eh?, Marga y tú. -Me encogí de hombros y no dije nada-. Porque sois unos pesados… todo el día igual. Jo…
– ¿Qué tal vuestros amigos? -preguntó mi madre cuando llegamos a casa-. ¿Quiénes están? Los de siempre, ¿eh? Me pareció que Marga estaba guapísima allí en la carretera. Hay que ver cómo cambiáis de un año a otro. En fin, habrá que acostumbrarse a que el tiempo pasa, que nosotros no nos hacemos más jóvenes y… y… Y tú, Sonia, cuidadito…
– Cuidadito ¿con qué, mamá?
– Pues con que no hagáis ninguna tontería. ¿Y ese Jaume? No me gusta nada ese chico. Es más poco de fiar… Me parece como muy revolucionario…
– Pero, mamá… Anda que le tienes una manía… ¡Si es un tío normal!
– Sí, normal… Y no se dice tío. Anda, Borja, que sé bien lo que me digo. ¿Y Juan y Biel? Me parece que os voy a tener que organizar una merienda una tarde de éstas.
– Y ¿por qué?
– Porque sí. Que os quiero yo tener con las riendas bien cortas. Yo sé lo que me digo, anda, que este verano os voy a tener que vigilar muy de cerca. Menos mal que está don Pedro…
¡Mierda!, pensé. ¡Don Pedro! Menuda tabarra. Como me tire otra vez de las orejas este año le voy a decir que se vaya a la mierda. O mejor, que no vuelvo. Me zumbaba por el cuerpo la rebeldía y estaba para pocas monsergas.
Debería haberlo comprendido. Aquel día de nuestra llegada había algo más que la emoción del regreso a casa: en el aire de la anochecida flotaba un desasosiego, un temblor eléctrico como los que preceden a las grandes tormentas de rayos y truenos, cuando las ramas de los pinos y las rocas en la oscuridad parecen circundarse de un aura azul y temblorosa que al menor contacto va a circularnos por el cuerpo y nos va a entiesar el pelo y acalambrarnos el estómago. Flotaba en el aire, sí. Era un aire de amenaza, una tensión premonitoria, una oleada de sensualidad, ¿qué otro nombre podría tener?, tan fuerte que, de puro embriagadora, me resultaba hasta desagradable.
Sí. Debí entender lo que me estaba diciendo el cuerpo, lo que toda la naturaleza, hirviendo de savia del verano, me predecía.
Y yo sólo estaba desasosegado. Inquieto nada más, inseguro, sabiendo que algo me rondaba la cabeza o el corazón o el sexo y que era incapaz de descifrarlo. ¡Qué descifrar, si no llegaba aún ni a percibirlo! Para descifrar hay que tenerlo delante. Y yo no sabía ni dónde estaba lo que no llegaba a entender, el murmullo profundo, como de ánimas, el vahído que me ahogaba.
Ay, Marga, Marga. Era en verdad mi lado negro.
Todo aquello me pilló por sorpresa y me dejó anonadado. Entiéndaseme. Me es muy difícil reproducir, veinte años después, el terror, el sofoco, el desmayo, la locura del día en que un muchacho de dieciséis años pierde la virginidad. Ha pasado demasiado tiempo y las impresiones, tan vivas entonces, tan frescas, han perdido sus perfiles más nítidos. Y no por olvido sino porque se le han amontonado años de mati-zaciones, de refinamientos, de experiencias, y entre todos han dejado romos los recuerdos y las sensaciones de un instante único.
Fui el primero en llegar aquella noche a nuestra cita colectiva del murete de la carretera. Como todo lo nuestro, el lugar había quedado escogido por acuerdo tácito e involuntario; alguien debió de sentarse allí un día en la revuelta del camino a sacarse una piedra del zapato o a esperar a un rezagado. Desde aquel momento impreciso, el murete había quedado consagrado como punto de encuentro cotidiano, allí, más o menos a un kilómetro de Deià en dirección a Sóller, más o menos kilómetro y medio antes de Ca'n Simó, que era donde recalábamos después.
Me senté sobre el murete con las piernas colgando hacia afuera. A mi izquierda quedaba la mole silenciosa e imponente de Son Bujosa, rodeada de sombras de olivos y de naranjos. Bajo el cielo estrellado, queriendo, podía oírse el castañeteo eléctrico de las cigarras: parecía que se iban adormeciendo muy despacio con el tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas desparramado a la busca nocturna de su magro sostén de yerbajos, pero con dar tan sólo una palmada en la piedra guardaban silencio de golpe para, a los pocos segundos, olvidar la pereza estival y retomar su carraca con renovados bríos.
De frente me esperaba el mar, masa sombría y amiga, apenas subrayada en el horizonte por el hilillo de resplandor opaco que queda tras la puesta del sol.
– Te he echado de menos -murmuró Marga desde detrás de mí.
Me sobresalté y miré hacia atrás. Se había sujetado el pelo en una cola de caballo, larga, larga.
– No te muevas -me dijo. No fue una orden como solía. Apenas un ruego en voz baja.
– Hola -dije. Y volví a girar la cabeza hacia el mar.
– ¿Y tú? -Me puso la mano en el hombro y me sacudió muy despacio-. Y tú, ¿me has echado de menos?
El tono de su voz y la suavidad decidida de sus movimientos encerraban tanta madurez que me quedé petrificado de terror, absolutamente incapaz de manejar aquellos sentimientos de gente mayor con los que Marga me asaltaba. Lo terrible, lo insoportable, lo que me estaba derrotando sin remedio era esta traslación repentina que ella me imponía desde mi mundo bien protegido de masturbaciones, desde la concha completamente privada de mis sueños a la realidad tangible de la presencia insolente de su piel.
No pude contestar.
– ¿Eh? Dime -repitió.Me encogí de hombros.
– Pues claro. -Tenía seca la garganta y apenas si se me debió de oír.
Marga pasó una pierna por encima de las piedras y se sentó a mi lado. Ahora, la bata verde tenía cuatro botones desabrochados y en la penumbra tuve tiempo de adivinarle culpablemente el interior de un muslo. En seguida levanté la vista para que no lo notara. ¡Pero, Dios, cuántas veces había intentado imaginar cómo sería su tacto! ¿Seda? ¿Raso? ¿O franela? Me había pasado el invierno haciendo pruebas con una combinación de mi madre subrepticiamente examinada, con un traje de fiesta de Sonia y con un pijama de Javier, sin saber con qué quedarme. Pero luego me exasperaba y, tenso y tan endurecido que me dolían de modo insoportable el sexo, los muslos, el bajo vientre, acababa abandonando el juego, convencido de que de todas maneras era inútil porque nunca llegaría a comprobar de qué estaba hecho en realidad aquel tormento.
Marga me puso la mano en la rodilla y fue como un calambre que me desmayara entero.
– ¿Me tienes miedo o qué?
– ¿Miedo yo? Qué va. ¿Por qué tendría que tenerte miedo? -contesté sin mirarla. Y tuve la sensación táctil de que sus ojos me tocaban la mejilla.
– No sé… como tiemblas…
– Qué va. -Carraspeé.
– Entonces mírame y dime cuántas chicas han ligado contigo este año. A que no te atreves…
– ¿Yo? -La miré-. ¿Atreverme? ¿A qué?
– Atrévete. -Ya no supe cuál de los dos era el que temblaba: todo su brazo, desde su hombro hasta mi rodilla-. A que no te atreves a darme un beso.
Quise reír con suficiencia, pero sólo me salió un principio de graznido adolescente. Entonces parpadeé varias veces muy de prisa, para disimular, y Marga, como había hecho un millón de años antes, un siglo de embriagadoras pesadillas antes, acercó mucho su cara a la mía y me sopló un hálito con sabor a flores. En un instante me volvió el recuerdo que había intentado recuperar durante todo un año: la fragancia de su aliento, el calor del aire que se le escapaba de la nariz y me acariciaba la comisura de la boca.
Sonrió.
– Atrévete -dijo empujándome la barbilla con la suya.
Fue como morder una uva sin piel.
Creí que me desmayaría y me agarré con fuerza a la piedra. Marga dijo «oh» en voz muy baja y cerró los ojos. No nos chocaron los dientes como aquella otra vez. Solamente nos resbalaron los labios, de prisa de prisa como queriendo fugarse, y luego los juntamos de nuevo deslizándolos imantados y, al separarse, un trozo de piel quedó lánguido enganchado a otro, tanto que no supe si mis labios eran míos o de Marga, si aquella sensación asombrosa en la que todos mis sentidos se habían embarcado con impaciencia, sin control, era morir o volar. Y luego, en un impulso loco, quise olerle el aliento por dentro y ella se dejó. Fue como meter la nariz en una flor. Y luego su lengua se aventuró hasta acariciarme la mía, y sólo con eso me habría podido arrastrar hasta el mar. Noté que empezaba a subírseme un orgasmo y ni me dio vergüenza. Me había quedado sin fuerzas y me sentía completamente incapaz de hacer frente a este asalto indiscriminado de sensualidad. No es que me diera igual, es que estaba en medio de la corriente de un río de aguas turbulentas que me llevaban flotando hacia abajo, hacia el mar, inerte; dicen que los que se ahogan y los que se mueren de frío alcanzan ese mismo punto de indiferencia justo antes de sucumbir.
Marga exclamó «oh» de nuevo, en voz baja. Temblaba.
A lo lejos sonó la risa de Juan.
– Sí que te he echado de menos -dijo Marga con voz ronca, apartándose de golpe. Jadeaba.
– Y yo.
– ¿Ya estáis aquí? -dijo Juan. Venía con Sonia, con Javier, con las Castañas y con Biel, y traía un cigarrillo encendido en la boca.
– ¿De qué hablabais? -preguntó Javier.
– De nada, de cosas, del invierno y tal…
– Os estabais peleando -dijo Sonia en tono acusador. Marga la miró sin decir nada y sonrió.
– Qué va. Charlábamos.
– ¿Alguien ha visto a Domingo? -dijo Juan.
– No, es verdad. Estará en su casa y no se habrá enterado de que hemos llegado.
– Sí, pero ahora es tarde para bajar hasta allí -dijo Lucía, que había crecido mucho y se había convertido en la más mona de las chicas de la pandilla-. Ya le avisaremos mañana.
– ¿Pero es que vosotros no le veis si no estamos nosotros? -pregunté.
– Hombre, no. Lo vemos menos. Él no sale de aquí y nosotros estamos en Palma todo el invierno y no venimos aquí siempre los domingos. En Semana Santa…
– Domingo es raro -dijo Elena-. Es el chico más raro que he conocido en mi vida…
– Sí -dijo Biel-. Porque Jaume tiene sus rarezas, pero éste…
A Jaume lo respetábamos porque sabía cómo decir cosas desconcertantes y luego reírse de nosotros si le apetecía. Domingo, en cambio, era taciturno, casi alelado, siempre con la cabeza en las musarañas. Por explicarlo de otro modo, Biel, sin saber cómo, quería decir que las excentricidades de Jaume eran calculadas, tenían un propósito que casi nunca entendíamos pero que estaba ahí; las de Domingo no obedecían a nada. Sólo era un despistado. Pero nos lo disputábamos cuando hacíamos equipos para los juegos que Marga se inventaba porque conocía los montes y los caminos muleros y las rocas y las cuevas como nadie, sabía qué plantas tenían sabor a qué y cuáles hongos eran un poco venenosos, cuáles inocuos o cuáles, aseguraba, letales («mortales de necesidad», decía él). Jaume andaba por los riscos con mayor agilidad y fuerza. Domingo se deslizaba por ellos como una serpiente y eso lo convertía en un cómplice de aventuras totalmente deseable.
(¿Y cómo iba yo a permitir que a partir de ahora Marga y yo encabezáramos bandos distintos en los juegos? ¿Todo el verano así?)
– Sí, bah -dije-, ahora está muy oscuro para ir a buscarle.
– Si quieres, te acompaño -dijo Marga.
– No. Ya es muy tarde, ¿no?, e igual están durmiendo. Ya le avisaremos mañana. -Me metí las manos en los bolsillos para que nadie notara cómo me temblaban.
– Gallina -me dijo.
– ¿Por qué? -preguntó Sonia.
– Por nada. Me parece que tu hermano le tiene miedo a la oscuridad.
– ¡Huy, qué va! -dijo Sonia-. No le tiene miedo a nada.
Marga rió y, protegida por la noche, desde detrás me dio un pellizco en la cintura. Me puse rojo de vergüenza, pero nadie lo notó.
Fue el gesto más íntimo que nadie me había hecho en toda mi vida.