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Magnífica Mathilde

Tuve la ocasión cuando el príncipe Volkonski fue nombrado nuevo director de los Teatros Imperiales. M. Vzevolozhski había dejado el puesto para convertirse en director del museo del Hermitage, instalándose allí en una oficina atestada, con vistas al Neva a través de sus pequeñas ventanas, encargado de las estatuas, objets, cuadros creados por los grandes maestros europeos y coleccionados a lo largo de los siglos por los Románov. Esto nos dejó en el Mariinski al abrasivo Volkonski, que inmediatamente sugirió que yo compartiese mi papel en La Filie mal gardée con una de aquellas italianas importadas. Yo me negué. El papel era mío y una bailarina del Mariinski no compartía sus papeles con nadie. Cuando Volkonski insistió en que Henrietta Grimaldi bailase ese papel, me quejé a Sergio, que primero habló con Volkonski y luego, como no obtuvo satisfacción, le envió una carta virulenta en la que dijo: «¡Si comete una injusticia con Mathilda Félixnova, me insulta a mí!», e inmediatamente llamó al zar, que estaba visitando a la familia de su madre en Dinamarca. Niki hizo que el ministro de la corte, el todopoderoso barón Freedericks, enviase un telegrama cifrado a Volkonski con la orden de no dar mi papel a la Grimaldi. ¿Qué otra bailarina que no fuera yo podía quejarse de su trato al zar? Porque como recordarán, el zar está muy arriba…

Ninguna bailarina más que yo, esa es la verdad.

Volkonski era de una antigua familia rusa, nieto del decembrista, el príncipe Sergéi Volkonski, uno de los guardias que se enfrentaron al Zar de Hierro, Nicolás I, en la plaza del Senado en 1825, en un intento de destronarle, y fue enviado a Siberia durante treinta años por los problemas que causó. Los Volkonski llevaban generaciones al servicio del trono, y sin embargo el zar se puso de mi parte, no de la suya. Lo lógico era que Volkonski aprendiese la lección y comprendiese quién era el más importante, pero era nuevo en el teatro, y había aceptado aquel cargo solo para complacer a su padre, de modo que pronto estuvimos otra vez enzarzados. Yo me negué a vestir unas enaguas con aros debajo de la falda para La Camargo, explicando que unas enaguas tan abultadas bajo el traje estilo Luis XV me harían parecer enana, al ser tan menuda, y Volkonski insistió en que las llevase. ¡Pues no lo hice! El incluso envió al director del teatro a mi camerino antes de la actuación para pedirme una vez más que llevase las enaguas con aros. ¡Me negué! Por entonces, todos los bailarines de la compañía y la mitad del público que estaba en la sala había oído nuestra trifulca, «el asunto de los aros». Aparecí en escena con el vestido requerido pero sin los aros. ¿Quién se habría enterado de que no llevaba las enaguas, de no haber organizado tanto escándalo? Cuando Volkonski me puso como multa una insignificante cantidad de rublos por cambiar de vestuario sin autorización, una provocación deliberada, colocando la noticia en el tablón de anuncios, como si yo fuera una de las chicas «al lado del agua», le escribí al zar en persona, y no en francés en esta ocasión, y el zar canceló la multa, ordenando al director que colocara esa noticia también en el tablón. En ese momento el príncipe Volkonski dimitió de su cargo, y a mí se me empezó a conocer entonces como la «Magnífica Mathilde».

Sí, yo era magnífica… tan poderosamente conectada como llena de talento. A los veintisiete años dominaba todas las especialidades de las bailarinas italianas que habían actuado en Peter durante los últimos cien años, incluso la asombrosa serie de veintidós fouettés de la Legnani, haciendo girar el cuerpo sobre una pierna como una peonza una y otra vez. Por tanto, pedí al zar que eliminase del teatro a las Zambelli, Legnani, Grimaldi y demás. Ya no las necesitábamos.

El teatro ya me tenía a mí. Y yo quería ser la única en escena cuando el zar llegase al Mariinski los domingos por la noche.

Sí, la verdad es que tuve muy ocupado al zar con los temas del ballet.

Y él también estaba muy ocupado con los asuntos del dormitorio, al parecer, porque en 1899 tuvo otra hija, la tercera, Marie. Tant pis. Peor para él. Peor para Alix.

En 1900 me pidieron que bailase en el teatro privado del zar, el teatro Hermitage, en el museo unido al Palacio de Invierno, por primera vez. ¿Era la yuxtaposición del nacimiento de Marie y mi invitación al Hermitage una coincidencia? No lo creí así. ¿Cuántas hijas más podría soportar el zar? Aquel teatro tan íntimo había sido construido por Catalina la Grande, que hacía que arrastraran su butaca dorada y tapizada justo hasta el borde del foso de la orquesta para disfrutar mejor de los espectáculos que sus artistas habían imaginado solo para ella. Ahora, el zar Nicolás II y su familia se sentaban ante el escenario en sus butacas doradas, y la corte de 1900 se sentaba tras ellos en los amplios bancos semicirculares para contemplar los entretenimientos privados creados solo para su placer. Los ballets representados allí eran siempre nimiedades pensadas para la ocasión e interpretadas solo por los mejores artistas de la compañía, solistas y balíerinas, nunca por el corps de ballet. Sin embargo, a mí nunca me habían invitado al Hermitage. Pero ahora que habían enviado a casa a todas aquellas italianas, mi nombre quedaba en el primer lugar de la lista, y Alix no podía tacharlo sin parecer mezquina. O quizá Niki expresamente solicitara mi presencia, en cuyo caso ella no habría podido decir que no.

El escenario del teatro Hermitage era pequeño, con los bastidores atestados de ruedas de madera para levantar el escenario y con fuelles para que soplaran creando viento o humo, pero desde allí yo sabía que podría ver a la familia real de cerca. Y luego, después de la representación, a los artistas se nos invitaría a cenar algo con la familia imperial y sus invitados en una de las galerías de cuadros del Hermitage. Sentía como si me apuñalaran con un cuchillo para Hinchar cuando oía describir todas aquellas cenas por parte de los bailarines tan afortunados que habían sido invitados allí antes. La infinita cantidad de platos: el caviar encima del hielo picado, los champiñones rellenos, el salmón y esturión ahumados, los pepinillos salteados, salchichas, blinis, bisque de langosta, borscht humeante, paté de hígado de pez lota, filet mignon, cochinillo, perdiz asada y codorniz con croutons, cordero con salsa de crema, venado y ternera, las pirámides de piñas, sandías, uvas, fresas y cerezas, el pastel de frutas italiano perfumado con violetas, cuencos de helado y sorbete de chocolate, vainilla y sabores de frutas, pastelillos y tortas, decantadores de whisky, coñac, jerez, champán y licor de casis, jarras de plata con limonada, leche con sabor a almendras y vodka aromatizado con piel de limón o arándanos. Al final de la comida el zar entregaba un pequeño regalo, una medallita de oro con el águila imperial grabada en la parte trasera, a cada uno de los artistas.

Sí, los que estaban muy cerca del zar y tendían las manos se las encontraban llenas de oro, y había sido así desde hacía cuatrocientos años, aunque a final de año todos los gastos de su corte consumieran el Tesoro y el zar se encontrase en bancarrota. Pero Niki adoraba esas costumbres de la antigua Rusia en las cuales el zar era absoluto y todas las riquezas fluían a través de él. Le encantaba la historia de Catalina la Grande, que ordenó que colocasen un centinela perpetuamente en un puesto en la pradera. Le encantaba que por derecho él pudiese elegir las mejores pieles, vodka, maderas y metales que procedían de las minas de Siberia. Aunque ya estábamos en 1900, quiso cambiar el traje de corte por los largos caftanes del siglo XIV, y cambiar la pronunciación de las palabras por la de la antigua Moscovia. Quería retroceder en el tiempo, mientras el mundo corría hacia delante. En la Rusia medieval, la costumbre mantenía antaño al zar y a su emperatriz protegidos del pueblo, incluso de sus propios boyardos. Observaban las ceremonias de la corte desde su terem, a través de ventanas secretas, como misteriosa e invisible fuente del poder, y como Niki no quería que le mirasen, y a Alix no le gustaba aparecer en la corte, quizás un terem les hubiese convenido a los dos. Pero acudían al pequeño teatro del Hermitage y dejaban que todos los viésemos.

Aquella noche la diversión que había inventado Petipa era Les quatre saisons, para lo cual había coreografiado cuatro bailes: Rosa de verano, Escarcha de invierno, Bacante y Tiempo de Cosecha, y yo representaba a esta última como espiga de cereal. No recuerdo la coreografía, pero no importa, porque no era ninguna obra maestra. Los vegetales no inspiran grandes obras de arte. En el Mariinski, la corte se mantenía a distancia, pero allí Niki estaba sentado ante mí, en una butaca, junto a Alix, justo al otro lado del foso de la orquesta y el proscenio del escenario, que se proyectaba hacia delante en forma de semicírculo. Si lo saltaba, podía aterrizar en su regazo, pero me temblaban tanto las piernas cuando los tramoyistas fueron levantando el telón que no estaba segura siquiera de poder andar. Sabía que Sergio estaba allí fuera, y busqué su rostro para consolarme. Él me hizo una seña con la cabeza, me dedicó una ligera sonrisita torcida, la sonrisa secreta que nos dirigíamos el uno al otro. Como una Jano de dos rostros, se la devolví. Yo me quedé en plan decorativo durante gran parte de los primeros divertissements, con una espiga de trigo en la mano como atrezzo, y fue una suerte, porque ya no me acordaba de lo que se suponía que tenía que hacer cuando mis ojos se encontraban con los luminosos y azules de Niki.

Me parecía que me miraba con afecto. A aquella corta distancia, Alix parecía, a los veintisiete, al menos una década mayor, y aquel mismo año consultaría a sus médicos doscientas veces por el corazón, los nervios, la ciática… Cuando esos hombres no la satisficieran, empezaría su largo y finalmente desastroso viaje de confraternización con curanderos y santones. Todo esto se encontraba aún en el futuro, y sin embargo se podía adivinar algo ya en su cara: en la expresión de cansancio, los ojos lúgubres, la larga nariz que ya empezaba a caer, el pelo encrespado que se erguía como un turbante desde su frente demasiado amplia, ese pelo cepillado y luego sujeto con horquillas en torno a unas gruesas almohadillas de tela que le daban esa forma tan recargada a su peinado. A mi alrededor bailaban mujeres igualmente poco atractivas: la joven Anna Pavlova, con su nariz ganchuda, mi fea rival Olga Preobrazhénskaya y la hija de Petipa, la recia Marie, que parecía una guerrera vikinga, y que si tenía un puesto allí se debía por entero a su padre. No, no había competencia alguna en el escenario que pudiese atraer la atención de Niki, y yo empecé a notar que con mucha discreción sus ojos (solo los ojos) se dirigían repetidamente hacia el lugar donde yo estaba para recrearse en mi silueta, y después volvían a la acción general del escenario. Quería verme con mi traje resplandeciente de oro y mis bombachos, mucho más cortos que mis faldas habituales, y con mi peluca graciosamente rizada. Bueno, ¿quién no se complacería con una visión semejante? Y de pronto empecé a disfrutar de aquella velada. El sudor nervioso que me envolvía y empapaba mi cabello bajo la peluca empezó a secarse y yo esperaba ya impaciente a que me tocase el turno de ocupar el centro del escenario y bailar, en esos momentos en que Nicolás no tendría que apartar sus ojos de mí.

Recuerdo que era Nicolái Legat, mi querido Kolinka, quien me acompañaba en aquel adagio. Ah, era tan agradable de mirar entonces, con su cabello oscuro y rizado, los ojos tan grandes como gajos de naranja, y un labio inferior que cualquier mujer adoraría morder. Fue Kolinka Legat quien me descubrió el secreto de la interminable serie de fouettés de la Legnani, observándola durante los ensayos del segundo acto de El lago de los cisnes, y fue él quien me enseñó que yo también podía girar la cabeza de repente concentrando la vista en un punto central, el truco mediante el cual se puede realizar la serie de treinta y dos giros sin caerse. (Le regalé una pitillera de oro con un monograma por sus desvelos.) Yo era una espiga, pero aquella noche decidí comportarme no como un alegre cereal en su rasposa espiga, sino más bien como una mujer de carne y hueso embrujada por su amante. Nuestra coreografía, muy estricta y reglamentada (aquí juntas la cabeza con la de tu pareja, luego das la vuelta y colocas esta mano aquí y la otra allá) a menudo producía un efecto mecánico en el adagio, una aproximación superficial al amor. Pero aquella noche, y no por última vez, yo decidí encauzar mis sentimientos por Niki usando al inocente Kolinka como médium. No pensaba que a él, como era amigo mío, le importase. Quizás exageré un poco mi papel, le miré con demasiado amor a los ojos y luego los volví hacia el zar, que se encontraba tan cerca de mí. En un momento dado, levanté la mano hacia el zar y luego doblé el brazo y toqué con mi palma la de Kolinka. La cosa continuó así hasta que finalmente Kolinka susurró desde atrás, mientras me sujetaba para hacer un arabesque, «Mala, ¿qué te propones?». Yo casi me echo a reír.

¿Tuvieron mis esfuerzos el efecto deseado? Creo que sí. El zar no tenía ojos ni para la Escarcha de Invierno, ni para la Rosa de verano, la Bacante o la propia emperatriz, sentada allí mirándole con la cara cada vez más agria. Me olvidé de mirar a Sergio. La emperatriz quizá no estuviese muy complacida con lo que veía en escena, pero la Espiga ciertamente complació al zar.

Sergio me dijo más tarde que en la galería del Hermitage, Niki se inclinó hacia él debajo de un Rembrandt, después de los platos principales y la ensalada pero antes del postre, mientras encendía un cigarrillo amarillo, y le dijo: «Mala está muy guapa esta noche». Cosa que Niki esperaba que Sergio, complacido por la aprobación del zar, me repitiera diligentemente. Y Sergio estaba complacido, pero también se mostraba cauteloso.

¿Qué ocurriría después?

Pues un encuentro.

Solo unos meses después el jefe de policía me llamó para decirme que el emperador pasaría junto a mi dacha, por la carretera de Peterhof a Strelna, a la una en punto, y que yo debía procurar estar de pie en el jardín, en un lugar donde el zar pudiera verme.

Fue la primera de varias llamadas semejantes, y el tiempo me enseñaría a recibirlas con mayor dignidad que aquel día. Cuando colgué el receptor, chillé. Luego corrí al jardín, porque tenía poco tiempo, de este banco a aquel arriate, intentando decidir qué posición ofrecería la mejor vista desde la carretera.

Creo que incluso pensé en sentarme encima de la fuente, pero acabé eligiendo obviamente el banco de piedra, en el cual primero me senté y luego me puse de pie, de puntillas, tan ansiosa estaba de asegurarme de que Nicolás me viese por encima del seto recortado que dividía mi jardín de la carretera. Con aquel calor, el aire me parecía arremolinado y líquido, espeso debido a los lengüetazos del mar en el fondo de mi jardín, que se había puesto a florecer con repentina furia, como ocurre en Rusia: después del largo invierno, la súbita primavera, tan súbita que te conmociona. Me sentía un poco como los enanos o los africanos que mantenían los antiguos condes rusos para su diversión, o peor, como una de esas desgraciadas siervas obligadas a pintarse de blanco y posar en el jardín como una estatua cuando pasaba su señor.

Al oír que se acercaba Niki me puse de puntillas y me arreglé el pelo, que me había sujetado solo a medias, dejando que la mayor parte me cayese por la espalda como el de una jovencita que todavía no ha sido presentada. Estaba en mi jardín, pensé, donde uno espera encontrarse a solas, y por tanto, si mi cabello estaba encantadoramente desordenado, parece que las circunstancias lo permitían. Las chicas ahora bailan sin peluca en los escenarios de París, Londres y Nueva York, pero para mí es difícil de imaginar, ya que el cabello propio es tan privado como el vello del cuerpo bajo el tutú; exponer la cabeza ante el público es como desnudarse ante él. No. Yo siempre llevaba peluca. Pero no para aquel programa improvisado.

El coche del soberano al final apareció por el borde de la colina y su aparición me sorprendió. Había esperado que Nicolás se aproximara a caballo. Y luego lo comprendí: la emperatriz iba en el coche a su lado. ¿Por qué? ¿Pensaba que Niki necesitaba una carabina en su viaje junto a mi dacha? A medida que se iban acercando yo hice una reverencia y ellos inclinaron la cabeza, pero vi que los ojos de ella estaban clavados en él mientras inclinaba la cabeza hacia mí, con una mano levantada para protegerse del sol. Una sonrisa leve, forzada, plana. De ella nada, aparte de la inclinación de cabeza. Pasaron. Y entonces lo comprendí todo. Ella se había puesto furiosa al ver cómo me comía él con los ojos en el Hermitage, se habían peleado, él lo había negado todo, y ella había insistido en acercarse en coche a mi dacha con objeto de observar su cara y ver si sus sospechas eran correctas, si Niki se estaba cansando de ella, de su enfermedad, de su predilección por alumbrar niñas, y sus pensamientos iban volviendo poco a poco hacia mí. Y Sergio… supongo que Sergio sabía todo aquello, y sin embargo me lo había ocultado para poder guardarme a mí para él. Qué egoísta. Yo misma también recé una plegaria egoísta a espaldas del coche de Niki, mientras las ruedas levantaban polvo amarillo mezclado con polen, rezaba para que el único minuto en el que el coche de Niki había pasado junto a mi jardín hubiese bastado para recordarle el color y la textura de mi pelo y el brillo de alabastro de mi piel, que una vez apreté contra su cuerpo moreno, bronceado por nadar desnudo en el mar Negro en verano, y más importante aún, que su rostro revelase sus recuerdos de todo aquello y que fracasara en su prueba, que fracasara lamentablemente.

Estoy segura de que él se proponía venir a verme, pronto, y solo, pero aquella primavera de 1900, mientras nos encontrábamos en Crimea, donde teníamos que haber estado a salvo del cólera y el tifus de Petersburgo, Niki se vio atacado por este último. Niki llamaba a Peter «la ciénaga», y la dejaba cada primavera por la fragancia y las flores de los trópicos de Crimea, las azucenas, las lilas, las violetas, las orquídeas, glicinas, rosas y magnolias, dejando atrás las inundadas calles y jardines y escalinatas de Peter. Porque a finales de primavera, el Neva crecía al fundirse los hielos y el agua inundaba la ciudad. Las ratas nadaban por los ríos que formaban las calles, las largas colas eran como un latigazo en los remolinos, sus madrigueras en los sótanos eran pozos de ahogados. La enfermedad se había convertido en un problema ahora que la ciudad estaba atascada por las fábricas y fábricas repletas de campesinos que abandonaban sus pueblos al final de la cosecha de verano y se iban a buscar trabajo, y acababan quedándose en la ciudad todo el año, encadenados a las nuevas industrias: la metalurgia, las obras de ingeniería, las centrales eléctricas. Se veía a familias enteras, mujeres con sus blusas y chales hechos en casa, hombres con el pelo cortado a lo paje y sucias barbas, y esto era un fenómeno nuevo en Peter -no los propios campesinos, pues siempre los hubo en la ciudad trabajando como chóferes, mozos de cuadra, criadas, ayudantes en los baños, lavanderas y prostitutas-: familias campesinas que trabajaban en las fábricas y que ahora abarrotaban la parte superior de la Perspectiva Inglesa y manchaban el lado de Viborg de la ciudad, llenando de basura el adyacente Pequeño Neva. Los trabajadores dormían todos juntos en albergues para vagabundos, bodegas, escalinatas o apartamentos compartidos, seis en una habitación, o bien en unas camas de tablas en los propios barracones de la fábrica, o en colchones improvisados con sucias ropas apiladas junto a sus máquinas, y llenaban los patios de los edificios de vecinos de excrementos, y por eso teníamos tanto tifus y cólera de repente en nuestra ciudad.

¿Les he dicho que Chaikovski murió de cólera por beber agua? Bueno, hasta la hija del zar, Tatiana, se puso enferma un año por beber agua. Yo tenía que taparme la nariz cuando salía de mi casa, en el número 18, y ya no quería pasear por lo que eran pútridos canales y ríos. Desgraciadamente, a principios de 1900 la enfermedad acechaba por todas partes en la hermosa Peter, y sorprendió incluso al zar mientras sus ministros se negaban a construir las viviendas en el extrarradio que aliviarían el amontonamiento y la enfermedad, alegando que «nosotros somos una sociedad agraria» cuando estaba claro que éramos otra cosa totalmente distinta. La tierra rusa, que en su mayor parte no es fértil, estaba tan sobreexplotada que los campesinos ya no sacaban nada de ella. En 1892, los labriegos de Simbirsk sufrieron una hambruna tan terrible que cuando la caridad envió ropa de niños a la provincia se la devolvieron: ya no había niños que pudieran llevarla. Ahora entenderán por qué a lo largo de la década siguiente los campesinos inundaron las ciudades.

Y a partir de esa hambruna devastadora, los sentimientos de los decembristas de 1825, sofocados durante largo tiempo, se reavivaron. Aquellos nobles oficiales que habían luchado con Napoleón junto a la infantería campesina vieron que los soldados de a pie que ellos comandaban eran hombres, que merecían ser tratados por el régimen como hombres, y no como bestias esclavas. Y esa nueva generación de principios de siglo, una generación de intelectuales, estudiantes y revolucionarios, vio lo mismo y lo dijo. Y se manifestaron en contra del régimen y se unieron al Sindicato de Liberación, a los socialdemócratas marxistas, a los revolucionarios socialistas, y al igual que había hecho su padre, Niki se vio obligado a reprimir aquello que amenazaba a la corona. Persiguió, declaró fuera de la ley, exilió o encarceló a los líderes de los grupos. ¿Pensaba yo en todas aquellas cosas por entonces? ¿Reflexionaba sobre el trato injusto a los campesinos, o la necesidad de una constitución? Ojalá pudiera decir que sí, pero tenía preocupaciones más acuciantes. Porque oí decir que mientras estaba en Crimea cuidando a Niki, Alix descubrió que estaba embarazada otra vez, y le dijo a la familia que estaba segura de que aquella vez era un niño. Esas noticias por parte de Sergio -que Niki se hallaba gravemente enfermo y que Alix estaba encinta de un hijo y heredero- me sumieron en un estado a medio camino entre la frustración y la desesperación. Su embarazo y la enfermedad de él eran victorias de ella, eran su oportunidad de revivir el desfalleciente afecto que él sentía por ella mediante la gratitud. ¡Qué maravillosa oportunidad! Ella no podía haberlo tramado mejor, y supongo que lo sabía mientras velaba a Niki sin desfallecer en la habitación oscura. Si el zar se hubiese puesto enfermo conmigo… Yo le habría cuidado tan bien que seguro que me lo hubiese ganado por completo. Sergio me dijo que, según Alix, Niki estaba tan débil que ni siquiera podía levantarse de la cama para ir al tocador. La luz hería los ojos febriles del zar, y cualquier pequeño rayo provocaba un dolor espasmódico en su cuello, espalda y piernas. Estaba tan débil que ni siquiera podía sujetar una cuchara ni un lápiz ni garabatear las pocas palabras necesarias para un ucase. Si al abrir sus doloridos ojos me hubiese visto a mí ante él, con una cucharada de caldo y un paño frío para su frente… Pero veía a Alix. El antiguo palacio de Livadia, siempre húmedo y mohoso, parecía descomponerse a su alrededor. Todo el Gran Palacio estaba sumido en la oscuridad, hipado por arbustos, arcadas y logias cubiertas de madreselva, rosas silvestres y hiedra, que no dejaban pasar la luz del sol… y los paneles de caoba del interior absorbían toda la luz que pudiese penetrar a través de aquella fortaleza. Para evitar incluso esto último, Alix tenía cerradas las cortinas y así se aislaba del mundo exterior. El pánico de Alix le había arrebatado el dolor de su corazón débil y su ciática, el dolor que normalmente la mantenía postrada en el lecho o confinada a una silla de ruedas de mimbre, y ahora tenía energía, la frenética energía que proporciona el terror. Mientras sus hijas y los hijos de Xenia corrían subiendo y bajando el «sendero imperial» -el camino lleno de zarzas entre Livadia y el palacio de Xenia de Ai Todor, un progreso que normalmente supervisaba por completo- Alix se sentaba con su traje de muselina empapado de sudor alimentando al zar con cucharadas de sopa, y la única persona que la ayudaba era la señorita Orchard, la única criada en la que confiaba plenamente, su propia niñera, traída de Inglaterra cuando nació Olga para ayudarla a poner orden en el esplendor libre y fluido de nuestros largos días veraniegos de la Rusia asiática y la larga oscuridad de los invernales. La señora Orchard estuvo ahí cuando el ciclón negro de la difteria absorbió a la madre de Alix y a su hermana y luego las soltó, ya sin vida, y desde luego con la señora Orchard a su lado, Dios no se atrevería a llevarse a su marido también. Sin él, el mundo de ella se quedaría sin centro, solo con esas niñas, esas «chiquitinas», esas hojitas verdes, la mayor de cinco años, y el niño que llevaba en su interior, una vida con tan pocas semanas que todavía no tenía forma discernible, y que sin Niki tampoco tendría futuro discernible. Ella sabía lo que ocurriría: si Niki moría, a ella la confinarían en alguno de los palacios para que educase discretamente a los hijos del antiguo zar, mientras alguna otra persona se trasladaría a Tsarskoye Seló, Peterhof, Livadia, el Gran Palacio del Kremlin, y su appanage y el de sus hijos quedaría reducido, y sus lugares en la corte muy retrasados, casi tocando el agua. En lugar de ser grandes duquesas, sus hijas serían simples princesas, y su hijo, en lugar de zar, un príncipe. Allí en Petersburgo, me dijo Sergio, el conde Witte, el barón Freedericks y los tíos y tíos abuelos grandes duques ya estaban discutiendo a ver cuál sería la línea de sucesión, y la emperatriz viuda maniobraba para conseguir que Miguel, el hermano de Niki, fuera el heredero para evitar que Vladímir o Nikolasha se aposentaran en el trono. El otro hermano de Niki, Georgi, que habría sido el posible heredero, había muerto el año anterior en el Cáucaso, en Abas Turnan, donde había vivido discretamente, aislado de la familia, esperando que el clima le curase su tuberculosis. Pero no hubo suerte. Tuvo una hemorragia mientras iba montando en bicicleta y los asistentes que le tenían a su cargo le encontraron en la cuneta de una carretera, muerto a la sombra de la gran montaña de Kazbek. Y ahora el guapo pero atolondrado hermano menor Miguel debía ser declarado heredero a toda prisa, porque, ¿era probable que Alix tuviera un niño? No, no lo era. No, Miguel era el heredero, y seguiría siéndolo hasta que Alix tuviera un hijo varón. Así, la familia se levantó contra ella en un ensayo general del completo rechazo que tendría lugar al cabo de una década y media, cuando conspiraron para forzar la abdicación de Niki y la reclusión de su esposa en un convento. Esta vez la familia se limitó a removerse, agitarse y pavonearse, pero aparte de eso, Alix comprendió que los familiares de Niki eran sus enemigos. Pero si el zar se recuperaba y ella conseguía tener un hijo, tendrían que arrodillarse ante ella.

De modo que Alix puso los labios en la oreja de su paciente y susurró: «Hazme regente de tu hijo. Declara a tu hermano heredero temporal, no zarevich. Ignora a tu madre. Estoy segura de que ahora llevo un niño». La verdad, tengo que reconocerlo: no carecía de capacidad para la conspiración, la treta y el ardid. Y entre sus delirios acalorados, Niki también veía lo mismo que ella: el paisaje de la ausencia de poder, los árboles sin hojas, los tallos sin flores, humo y cenizas. Hasta yo, en San Petersburgo, podía verlo… porque ese futuro era solo mío, y se dirigía hacia mí con la noticia de la enfermedad de Niki. Quizá no tuviera nunca la oportunidad de completar mi destino con Niki, y yo también era capaz de conspiraciones, tretas y ardides. Había visto durante tanto tiempo en Alix al instrumento de mi perdición que había dejado de preocuparme por el asesinato o la enfermedad. Mucha gente moría de tifus. Quizá no volviese a ver nunca vivo a Niki. Intenté representarme su imagen mientras iba cabalgando junto a mi dacha, pero lo único que veía era mi propia imagen con el vestido blanco y el bonito pelo suelto. Tendría que haberme puesto una cinta. Me quedé echada en la cama, en Strelna, un día entero en camisón… ¡una eternidad!, esperando la noticia de la muerte del zar, pero la noticia no llegó nunca, y a fin de cuentas, ¿cuánto tiempo puede pasar uno en la cama? Tenía que levantarme. Y lo mismo ocurrió al final con el zar.

En diciembre ya estaba sentado en su butaca.

En enero ya había vuelto a Petersburgo, para alivio de su madre y su hermano, y para la disimulada decepción de sus tíos los grandes duques y sus primos de mayor edad.

En junio ya estaba en Peterhof, donde, el cinco de ese mismo mes, para la desesperación de toda la familia imperial al completo, Alix dio a luz a su cuarta hija, Anastasia.

Y a finales de junio Niki recorrió la Gran Carretera Volkonski hasta mi dacha de Strelna. Sus dos guardaespaldas cosacos se quedaron en los establos mientras nosotros caminábamos hacia la casa, y el viento intentaba quitarnos la ropa, que nos quitaríamos de todos modos muy poco después, y las hojitas y ramitas tendrían como blanco nuestras caras y cuerpos, la tarde súbitamente estridente.