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Ah, es casi demasiado doloroso recordar aquella tarde triunfante mientras permanezco aquí echada en esta cama.
Diré que parecía, después de todo, que Niki había cedido a la naturaleza voraz de su abuelo, quien, al no quedar plenamente saciado con su esposa y su amante, encargó al artista Mijaíl Alexándrovich Zichi unos grabados pornográficos para obtener mayor placer aún. Esos objetos eróticos (en uno de ellos Zichi representaba a mujeres empaladas por unos falos alados, como si la mujer de espaldas recibiendo el falo del demonio no bastase para él, y los miembros desencarnados pudiesen también fornicar simultáneamente a su lado) fueron descubiertos ocultos en el escritorio de Alejandro II en el Palacio de Invierno por los bolcheviques cuando arrasaron el palacio en 1917, y posteriormente publicaron los dibujos en libros para que todo el mundo los viera. Pero ¿qué llegaría a saber el mundo de «esta»mujer de espaldas, recibiendo el falo del zar?
Cuando acabamos tras su bramido satisfecho, Niki se levantó a buscar sus cigarrillos, que llevaba metidos, como siempre, en el bolsillo de la casaca o en el bolsillo del sobretodo, dondequiera que iba. Puso uno en su boquilla, que era exquisita, como todos los objetos que poseía, por muy pequeños que fuesen, como una pluma, un tintero, un cepillo o un botecito, todos de plata o de oro, o con incrustaciones de nácar o con gemas engastadas. Tenía una colección de pitilleras de Fabergé en el vestidor de su baño. ¿Poseería algún objeto sencillo? Nunca vi ninguno. Los bolcheviques tampoco encontraron ninguno cuando se llenaron los bolsillos con las chucherías de palacio, hasta los jabones imperiales grabados en relieve eran un buen botín. Me chupé una punta de un mechón de pelo, un hábito infantil, y miré al zar, que aspiraba por su preciosa boquilla, inclinándose de vez en cuando hacia delante para ofrecerme una calada, algo que, gracias a Sergio, sabía cómo hacer. Me gustaría decir que pensaba en los sentimientos de Sergio Mijaílovich en aquel momento, y no solo en los truquitos que me había enseñado, pero la verdad es que no era así. Solo pensaba en lo desalentador que resultaba el anillo de oro que brillaba en el dedo anular de la mano derecha de Niki, y el hecho maravilloso de que, aun así, él yaciese desnudo en mi cama. Y él ya no era un fauno, sino un hombre; pesaba más que seis años antes, y tenía arruguitas en los rabillos de los ojos, y aquellos seis años como emperador del país y emperador del dormitorio habían anulado sus titubeos, sus reservas como amante. Yo descansé la barbilla en el muslo de Niki y con mi pelo le hice una improvisada hoja de parra, mientras él estaba sentado apoyado en las almohadas, fumando y mirando por la ventana las cabezas altas, amarillas y moradas de los tulipanes de mi jardín, los más osados de aquellos tulipanes tan orgullosos, tan grandes, que era imposible que supieran que el viento los arrancaría de sus tallos antes el verano. ¿Pensaba él acaso en Sergio, a quien acababa de desplazar? ¿En Alix, a quien acababa de traicionar? Yo tenía la mente en blanco… el placer y el triunfo lo habían borrado todo, pero aún sentía en un rinconcito unas cuantas palabras que se iban formando poco a poco, y que rompieron filas cuando Niki dijo abruptamente: «Demos una vuelta».
El quería que nos vistiésemos poco: yo solo la camisa y las enaguas, él la camisa abierta encima de los pantalones de montar. Quería disfrutar en aquella tarde fragante la insignificancia de la gente corriente, que puede andar a medio vestir por el jardín de sus casas vacías. Creo que en aquel momento no quería ser el zar, ni siquiera él mismo. Pero mi casa no estaba vacía, aunque a él le hubiese parecido que lo estaba. Solo tenía un criado, una cocinera y un jardinero, pero cualquiera de ellos podía mirar por una ventana y ver a Nicolás II con su camisa hinchada al viento, anclando a mi lado. ¡Y con qué sorpresa le contemplarían! ¿Qué pensarían, si lo hacían? ¿Que la fortuna de aquella casa pronto mejoraría? Las suelas de las botas del zar doblaban la hierba. Mis pies desnudos rozaban la hierba. En su coronación, cuatro años antes, Niki había quedado eclipsado por la altura de Alexandra, aumentada aún más por los tacones y la corona que llevaba, y eclipsado también por su anchura, incrementada por las anchas y tiesas faldas de su traje cortesano. A su lado era él quien parecía el consorte, y no ella, de menor estatura, con la barbilla hundida en el cuello de su manto. Ella hacía que él pareciese más pequeño, pero a mi lado sobresalía majestuoso, y su paso era el de un emperador. Todo reside en las proporciones, como sabe cualquier escenógrafo. Un pequeño castillo en el telón de fondo parece enorme en la distancia; el segundo piso de una fachada se construye de la mitad del tamaño del primero, para dar la ilusión de una mayor altura; una rueda grande girando hace enana a una joven, un enano junto a ella la convierte en una giganta.
Fuimos andando por mi carretera privada hasta el golfo, y su silencio era tan profundo que yo pensé absurdamente que cuando llegásemos allí, quizás esperaba que nosotros, los dos fornicadores, nos ahogásemos juntos. El viento levantaba su camisa y la mía, pero cuando llegamos al agua, él se detuvo y no hizo movimiento alguno para atarme una gran roca y arrojarme a las olas. No. Quería hablar. Lo que fuera que quería decirme lo quería decir allí, fuera, como si no quisiera que se le pudieran tener en cuenta esas palabras y quisiera dejar que el viento por encima del agua se las llevase a medida que hablaba.
– Alix consultó a un consejero espiritual, un tal monsieur Philippe, y él le aseguró que me daría un hijo. -Volvió la cara hacia mí-. Dijo que esta última niña sería un niño.
Al ver a otra niña más en brazos de Alix, me dijo Niki, tuvo que excusarse y apartarse de la cabecera de su cama y dar un paseo por el parque del palacio de Peterhof para dominar su decepción. ¿Cuál fue la reacción de su hermana Xenia? «¡Dios mío, otra niña!» Eran las seis de la mañana, pero el rocío ya se había secado de los moteados pétalos de las flores, y la esperanza y la fe de Niki se habían secado con sus gotas.
Yo había oído hablar de monsieur Philippe Nazier-Vachod, el ayudante de carnicero procedente de Francia. Todo Petersburgo había oído hablar de él. Daba conferencias, en su francés incorrecto, sobre los orbes celestiales y la Tierra, que en tiempos fue, según él, una bola de fuego, y enunciaba profecías mientras aseguraba: «Yo en mí mismo no soy nada, soy solo el receptáculo de Dios, y actúo en nombre de lo divino». Sus discípulas lo llamaban Maestro y reverenciaban sus poderes psíquicos, creyendo que si él las proclamaba invisibles lo serían. No se saludaban unas a otras por la calle porque se creían tan invisibles como M. Philippe les había prometido, y por tanto no podían verse. Si monsieur Philippe le había prometido a Alix que tendría un hijo, ella se aplastaría cada noche debajo del zar para conseguirlo. Pero Niki se había quedado sin ganas de hacer el amor con Alix, decía, y esos seis años de enfermedades, paranoias y desesperación habían acabado con su paciencia y con su deseo. Hasta su creciente misticismo lo vivía con consternación.
– Mi madre casi no habla con ella; mi padre, si estuviera vivo, la habría repudiado.
Niki empezó a usar su estudio como refugio, su incesante papeleo como barrera, la oscuridad como herramienta de último recurso. Cuando era el momento del mes de concebir para ella, me dijo, haciendo muecas, él conseguía cumplir su parte conjurando los recuerdos de mi cuerpo, que aquí y ahora era tal y como lo recordaba, exactamente igual que cuando tenía veinte años. Y entonces me besó los brazos. Bueno, claro, yo no había tenido cuatro hijos y era bailarina, una ocupación que conserva el cuerpo mejor que si lo sumerges en formaldehído. Pero no dije nada. Que pensara lo que quisiera de la maravillosa condición de mi belleza y la decrepitud de la suya. Que me besara los brazos en toda su longitud. No, yo me deleitaba con sus palabras. Todo aquello era precisamente lo que había esperado oír, los pensamientos demasiado privados para que el zar se los revelase a Sergio, imposibles de revelar dada la relación que tenía Sergio conmigo, la cual Niki podía detener con una sola palabra. Si el zar deseaba recuperar su lugar en mi lecho, Sergio, por supuesto, se vería expulsado de él. ¿Acaso pensé: «¿Dónde está el joven oficial de corazón ligero del que me enamoré hace diez años, y quién es este hombre atribulado que ocupa su lugar»? Pues no, no lo hice. Solo pensaba que no podía esperar para correr de vuelta a mi familia, a mi padre en particular, y decirle: «¡El zar todavía me ama! Estabais equivocados. ¡Mi idilio, después de todo, no es tan breve!».
De modo que durante aquellas largas tardes de julio de 1901, cuando Alix y sus cuatro hijas estaban haciendo la siesta en Peterhof sin saber nada, Nicolás dejaba a un lado los documentos que le habían traído sus ministros de Petersburgo en la cartera de cuero especial con la insignia imperial grabada, montaba su caballo y recorría los once kilómetros que había hasta mi dacha. Me había pedido que vaciase mi casa aquel verano de 1901 para sus visitas: Sergio estaba con su regimiento en Krasnoye Seló, yo no daba fiestas, no invitaba a nadie a quedarse, daba las tardes libres a todos mis criados… y por tanto, nadie nos veía cuando caminábamos hacia los bosques en busca de setas que Sergio había hecho plantar para mí, o cuando el propio Niki llenaba mi cesta de corteza de abedul con los sombreretes negros y marrones, que luego yo prepararía estofados con mantequilla y nata. Yo no tenía los talentos culinarios de mi padre, pero eso sí que podía hacerlo por el zar. Nos sentábamos en la veranda y comíamos con los dedos, como dos niños que se han quedado solos mientras los adultos han salido de visita. Antes de irnos a la cama, nos chupábamos los dedos el uno al otro para limpiarlos. Los dedos que él limpiaba de mantequilla en tiempos ahora están arrugados y resecos, pero entonces no, y los suyos tampoco. Aquel verano no me puse la copa de cera de abeja ni el emperador se puso funda alguna, y aunque él no decía nada, yo sabía qué era lo que quería: un hijo, a cambio del goteo constante de todas esas hijas. El sol sale antes de las cinco ese mes, y forma un arco ocioso por el cielo, y como tarda tanto en su viaje hacia el oeste, nuestras tardes juntos eran interminables: hacíamos el amor con lentitud, largamente, sin aliento por el calor. Solo cuando se acercaba la hora de la cena, él se levantaba de aquella cama y se daba un baño en la bañera más grande que había en la dacha, y que aun así no era lo bastante profunda o larga para él. En los baños de cada uno de sus apartamentos, en cada uno de sus palacios, se habían instalado unas bañeras empotradas en las cuales podía sumergirse por entero. En mi mansión de la Perspectiva Kronversky yo también haría instalar una bañera semejante, pero todavía faltaban dos años para aquello. En mi país nos tomamos el baño muy en serio, cada finca tiene su casa de baños y las manzanas de cada ciudad están llenas de ellas: baños públicos completos, con alfombras persas, forrados de madera, con palmeras en macetones y criados que traen bandejas de brandy y cigarros. Los hombres, fumando y bebiendo, se meten en la piscina y luego se sientan en la sauna mientras unos pajes les golpean con ramitas de abedul o bien se retiran a una habitación privada donde un paje se deja corromper a cambio de un estipendio. Para Niki yo servía igual que ese paje, y en mi dacha él doblaba los miembros en mi bañera, en la cual yo vertía el aceite que le encantaba, de bergamota, naranja amarga y romero, y le pasaba la esponja primero con aquel agua y luego con otra fresca mientras estaba allí echado, con el cigarrillo entre los dientes, la cabeza apoyada contra el borde de porcelana. La ventana por encima de la bañera dejaba entrar un aire acre por la hierba, pinos y abedules, el aroma atrapado e intensificado por el vapor que salía del agua. En su dulce neblina, los dedos de él jugueteaban con los míos, y a veces volvía su rostro hacia mí y yo empezaba entonces ya a temer su partida, lo vacía que se quedaba la dacha en cuanto él se iba, y el espectro de Sergio, que parecía caminar por las habitaciones al salir el zar. A veces corría tras él para decirle: «Lo siento, ya sabes que él fue mi primer amor…». A veces mis dedos tabaleaban en el borde de la bañera, llenos de temor por anticipado, y el zar tranquilizaba mis dedos con los suyos propios. Finalmente, sin embargo, Niki tenía que ponerse de pie, con el agua resbalando por su cuerpo como las aguas de la fuente de Peterhof resbalaban por el dorado cuerpo de Sansón, y la finca y la tarde eran un inacabable fragmento de aburrimiento al cual debía volver ahora el zar, para enfrentarse a la cena, los bordados, la lectura en voz alta, quizá la exhibición de alguna película de la cual, a instancias de la emperatriz, se habían eliminado los momentos indecorosos. A todo esto se veía sujeto el zar, igual que se veía sujeto a las continuas predicciones de monsieur Philippe, que le aseguraba que el hecho de que hubiese nacido Anastasia cuando todas las señales del sol y la luna y las estrellas señalaban el nacimiento de un hijo debía indicar que ella estaba marcada para tener una vida extraordinaria. El siguiente hijo sería un niño, ciertamente, porque Anastasia había abierto el camino. Y entre tanta tontería, el zar guardaba silencio.
Pobre Anastasia. La vi brevemente en París, en 1928, con mi marido, en el compartimento de un tren en la Gare du Nord, ocho años después de que la pescaran de un canal de Berlín y le dieran el nombre de frau Chaikovski. Sí, Anastasia tuvo una vida extraordinaria, aunque dudo que M. Philippe hubiese podido prever sus dimensiones exactas. No la vio ninguno de los Románov excepto la hermana de Niki, Olga, y esta aseguró que era un fraude. Olga había conocido mejor a Anastasia, ya que era el único miembro de la familia que todavía visitaba a Niki y las chicas en 1913, cuando la familia veraneaba, como de costumbre, en Livadia, donde ella dio lecciones de pintura a Anastasia. Pero como comprenderán, es difícil saber con toda certeza si frau Chaikovski era realmente Anastasia, ya que las niñas cambian mucho entre los doce y los veintisiete años, hasta las niñas que no han visto asesinar a sus familiares y luego han huido a través de Rusia hasta Berlín. Además, Niki y Alix rompieron completamente con el resto de la familia después del Tricentenario de 1913, a raíz del asunto de Rasputín, y nadie vio a las chicas después de aquello. Hacia 1916, Niki ya ni siquiera intercambiaba regalos de Navidad con sus hermanos y hermanas, primos y familiares. Pero yo vi a Anastasia en 1917, justo antes de que abdicase Niki, cuando tenía casi dieciséis años. Y por tanto supe que era ella en el compartimento de tren. O más bien, sabía reconocer a una oportunista en cuanto la veía. ¿Por qué no darle su oportunidad? ¿Qué mal podía haber en ello? Salí de aquel compartimento y dije: «He visto a la hija del zar». En 1967 se lo dije de nuevo al director francés Gilbert Prouteau para su documental Dossier Anastasia. Vino a filmar aquí, en mi propio dormitorio. Se dirigía a mí como «princesa». Se me consideraba una experta, una privilegiada, una autoridad en la familia Románov. Más de lo que él creía. «Sí -le dije a M. Prouteau-, tenía los mismos ojos del zar. En eso no podía equivocarme. Conocía esos ojos muy bien.» Ah, qué feliz hice a monsieur Prouteau.
Bueno. A ver. ¿Dónde estaba?
A finales de julio de 1901, justo antes de que el emperador tuviese que unirse a Sergio y la corte para las maniobras de agosto en Krasnoye Seló, yo ya sabía que estaba embarazada. Si estaba embarazada de un hijo, eso cambiaría al zar, a mí y al país. Así que para preparar el camino para aquella noticia llevé a la cama del zar esturión, pan negro y caviar. Busqué sus cigarrillos. Preparé su baño. Se lo iba a decir cuando estuviese en la bañera, cuando su mente se encontrase relajada y su corazón abierto a mí. Mentalmente ya veía su sonrisa, su lenta incredulidad convirtiéndose en comprensión, y de nuevo el nacimiento de la esperanza y la fe: tendría un hijo. Cuando fui al dormitorio para decirle que su baño estaba preparado, él se encontraba echado de espaldas, fumando, y sus largas exhalaciones enviaban largas volutas de humo hasta el alto techo, que desaparecían a mitad de camino. Al entrar yo, el zar se incorporó y apagó el cigarrillo en el platito de porcelana con los restos del pan y se aclaró la garganta.
– Mala -dijo-, tengo que decirte una cosa.
De modo que, por supuesto, dejé que el zar hablase primero.
¡Cuántas veces no habré reproducido en mi mente los acontecimientos tan distintos que hubieran podido desarrollarse si yo hubiese hablado antes! Porque lo que me dijo es que Alix estaba embarazada otra vez, y que M. Philippe, la surprise grande, había declarado con absoluta certeza que esta vez tendría un hijo. Yo me habría echado a reír si no me hubiese atragantado con un espasmo en la laringe que me impidió respirar y hablar. Probablemente fue buena cosa, porque si hubiese hablado estoy segura de que habría dicho algo que después lamentaría, como siempre. Sentí lo mismo que había sentido mil veces cuando me mataban con un triunfo inesperadamente en el juego del vint. O sea que nuestras tardes juntos no habían sido más que otro alocado viaje en troika por la gran llanura, y aquel viaje nos había vuelto a conducir otra vez al mismo sitio. Entonces fue cuando supe que me había estado engañando a mí misma todo el verano. No tuve a Niki todo para mí, tal y como había pensado. Yo contaba con su fidelidad al menos durante las ocho semanas que siguieron al nacimiento de Anastasia en junio, al menos hasta que Alix ya no sangrara, como sucede después del alumbramiento. Pero no, el hijo del carnicero francés y la máquina de hacer niños alemana no habían esperado ni siquiera eso y su búsqueda de un heredero había vuelto a comenzar de inmediato. En cada coito había tres personas en la habitación: Alix y Niki en la cama, y M. Philippe en un rincón, entonando alguna plegaria. «Yo no soy nada en mí mismo. Actúo en nombre de lo divino.» Pero por una vez no me comporté de manera impulsiva. No le chillé al emperador por divertirse conmigo mientras seguía trabajando, acostándose con su mujer. No le arrojé la dura esponja que llevaba en la mano. No, cerré la boca y me guardé mi secreto. Yo jamás había guardado un secreto en toda mi vida -corría a mi padre, a mi hermana, a este o aquel gran duque para cotillearles cualquier supuesto insulto o fantástico triunfo (incluso una hora después de irme a la cama con el zar en 1893 le di a la central telefónica el número de mi hermana, para así poder pavonearme ante ella, y los detalles de aquella noche salieron de mi boca)-, pero aquel verano y sus secretos quedaron bien guardados, y mi lengua cerrada con siete llaves. Pensé: «Mejor esperar, dejemos que Alix tenga otra hija, y entonces le diré al zar que yo he tenido un hijo suyo».
Así que Niki se vistió y me dejó aquel día de agosto para ir a la Gran Revista de Krasnoye Seló sin saber nada, y no recuerdo si me dijo algo más o qué le dije yo, si tomó el baño que yo le había preparado o no, si le vi vestirse o no, o si nos besamos para despedirnos. Solo supe que volvía con Alix y que se quedaría junto a ella durante su confinamiento, y que yo no le vería hasta al cabo de mucho tiempo. En cuanto desapareció por encima del puente, yo empecé a preocuparme. ¿Y si yo no tenía un hijo? Otra hija interesaría muy poco a Niki, y esa falta de interés no bastaría para contrarrestar el escándalo que estaba segura de que iba a sufrir yo. No lo temía demasiado. Aun así, sería un escándalo mucho mayor que el de ¿llevará o no Mathilde unas enaguas con aros? En este, el zar había vuelto con su amante y ella le había dado un hijo.
Las mujeres de la buena sociedad que tenían hijos ilegítimos como resultado de una aventura se retiraban de la vida pública, se iban al extranjero para el parto, si podían, y daban en adopción a sus hijos. Las amantes daban a luz en casa y criaban a sus hijos al margen de la sociedad, empleando las relaciones de su protector para ennoblecer a sus hijos o encontrarles un lugar en la corte, en la guardia o en el cuerpo diplomático. Hasta el hijo de una sirvienta y un aristócrata podía conseguir una cierta posición; la gobernanta de los propios hijos del zar, por ejemplo, era una de ellas. Y las chicas que no tenían protección, como las muchachas pobres del ballet que se quedaban preñadas de jóvenes oficiales que las abandonaban, bueno, esas chicas eran despedidas y volvían a casa con sus familias, y cada una sobrellevaba su desgracia como podía. Yo no encajaba exactamente en ninguna de esas categorías. Yo era una amante, pero mi hijo no pertenecía a mi protector. Era una bailarina que se había quedado preñada, pero mi fecundador no era un joven oficial, sino el zar. Si Alix y yo teníamos hijos varones las dos, ella lucharía por enviarme a mí y a mi hijo al exilio, probablemente a París, para que viviéramos allí codo con codo con Ekaterina Dolgoruki y su hijo, que tenía ciertas reivindicaciones sobre el trono. Pero ¿y si yo no había engendrado un hijo del zar? ¿Y si el hijo que gestaba era, por ejemplo, del gran duque Sergio Mijaílovich? Si yo tenía una hija, Sergio le encontraría marido entre alguna de las grandes familias rusas, porque yo no la sometería a la limitada vida del teatro, y si tenía un hijo, bueno, para un niño las posibilidades eran infinitas. Mi hijo podría estudiar en el Liceo Alejandro, o en el Corps des Pages. Podría unirse a la Guardia. Podría incluso hacer carrera en la corte. Y si Alix tenía otra hija, bueno, entonces sería otra historia totalmente distinta. Mi hijo entonces podía ser zarevich. Pero por ahora, era mejor que mi hijo fuese el hijo de Sergio Mijaílovich.
Habrán visto que yo no podía dejar que la conciencia sobrepasara a la conveniencia (aunque nunca había sido así), de modo que a la vuelta de Sergio solo le dije que había descansado aquellos días de julio mientras él estaba en Krasnoye Seló haciendo maniobras con las tropas, absorto por aquel mundo de hombres, armas y uniformes al cual se retiraban periódicamente todos los varones Románov. Si Alix no hubiese dado a luz aquel verano, Niki habría estado allí con él, con todos ellos, en lugar de meterse en la cama conmigo, con sus guardaespaldas cosacos jugando a las cartas en mi establo como únicos testigos de lo que se suponía que eran largas cabalgadas del zar por el campo. Sí, yo acogí a Sergio en mi lecho con grandes prisas y con un falso ardor que le hizo sonreír. Sí, yo le chupaba con mi negra lengua, y frotaba mis cenizas, mi polvo de carbón y mis guijarros cubiertos de hollín por todo su cuerpo, y él se limitaba a sonreír y decir «cuánto me has echado de menos, Mala», antes de que mi cuerpo le escupiese hacia un sueño en el que yacía indefenso, terroríficamente inconsciente de mi malignidad.
A finales de octubre mi cuerpo había empezado a cambiar de una forma que solo yo podía notar, pero que pronto notaría Sergio también. La temporada de teatro había empezado también, aunque yo podía ocultar mi embarazo por el momento bajo mi tutú de alta cintura si tenía mucho cuidado con el perfil que presentaba en escena (gracias a Dios, no actuábamos en leotardos como hoy). Al final tendría que retirarme el resto de la temporada con la excusa de alguna enfermedad y de Sergio con algún pretexto más complicado. Elegí una tarde gris, mientras íbamos en su coche por la Perspectiva Nevsky, en el paseo habitual. Al cabo de unos años, a los coches de caballos se les unirían los automóviles, pero por ahora, compartíamos los amplios bulevares solo con bicicletas y drozhkis y taxis de caballos llamados izvozchiki, y también troikas y tranvías eléctricos.
Como todas las mujeres que viajaban en esos vehículos, yo llevaba un velo que me protegía el pelo y la cara del viento y el polvo. Es mejor ir velada cuando una tiene dos caras. Las lluvias de septiembre habían terminado ya; la nieve de noviembre no había llegado aún. No estábamos ni aquí ni allá, un día estupendo para una mentira. Paseando a nuestro alrededor veíamos a los oficiales con sus uniformes de invierno y capas grises, hombres con sobretodo y capas oscuras con escarapelas que indicaban su rango, estudiantes con sus mantos negros, campesinos con túnicas con cinturón y chaquetas de piel de cordero, mujiks con camisas rojas. Mujeres campesinas con pañoletas llevaban a sus niños en brazos, y las institutrices, algunas extranjeras y otras eslavas, llevaban de la mano a sus pupilos o iban en un pequeño desfile, y las que llevaban bebés empujaban unos cochecitos muy historiados. Me toqué el pelo, las muñecas y el hueco entre las clavículas. Cuando abrí la boca, las altas y esbeltas ventanas de la ciudad me miraban desde los edificios de cuatro pisos que se alineaban en las calles.
– Sergio, estoy embarazada de un hijo tuyo -dije, y las palabras calientes casi abrasan la tela de mi velo. Contuve el aliento. ¿Me creería? Se volvió hacia mí, con el barbudo rostro lleno de alegría. Ah, sí. Me creía. Terrible. Tuvimos que correr hacia mi casa en la Perspectiva Nevsky para brindar a la salud del niño, y Sergio vertió el vodka en los vasitos enjoyados que me había regalado Niki como presente por la inauguración de la casa, diez años antes.
Pero no deben compadecer demasiado a Sergio. Podía haberme ofrecido casarse conmigo, pero no lo hizo: un matrimonio morganático conmigo habría puesto en peligro sus ingresos y su título. Pero inscribiría su nombre como padre del niño en el certificado de nacimiento y le daría su apellido, ya que ningún niño ruso puede carecer de él. Era como un documento de identidad, y con el patronímico de Sergéi, o sea Sergéievich, el futuro de mi hijo estaría asegurado.
Desgraciadamente, di a luz unos meses antes de tiempo, en junio, en Strelna, durante las noches blancas, en el calor y la privacidad de mi propia dacha. En un acto de deliberada insolencia, había cubierto las paredes de mi dormitorio con una seda que tenía el mismo estampado floral que Alix había elegido para su habitación de Tsarskoye: unas guirnaldas verdes moteadas con flores rosa, cada una de ellas atada con una cinta rosa, o así me lo había descrito el diseñador de la corona, Roman Meltzer, y las paredes cubiertas de flores y hojas parecían respirar conmigo mientras yo iba andando. Sergio, alarmado por lo que pensaba que era la emergencia de un parto prematuro, llamó al médico privado de su hermano Nicolás (Nicolás, además de homosexual, era un inveterado hipocondríaco), y este me pidió que me echara boca arriba en la cama, una orden que yo inmediatamente desobedecí. No podía obedecerle. Por el contrario, como una campesina, fui andando por la habitación, pasando los dedos por las paredes de seda, con las hojas verdes tan punzantes como si fueran hojas de verdad bajo mis dedos húmedos. El estampado abigarrado de flores y ramilletes se iba oscureciendo y casi parecía sangrar. Ese tipo de dolor era desconocido para mí, ese dolor que se tensaba en mi abdomen, que me apretaba la rabadilla. Las campesinas que daban a luz, había oído decir, se ataban una cuerda debajo de los brazos y se colgaban de las vigas de un granero para que la propia gravedad actuase como comadrona. Comprendí ese impulso. Algunas daban a luz en los campos, apartándose del arado y agachándose. Pero yo en cambio tenía a un doctor que trataba a la familia real y que me rogaba que me tendiese de una manera digna, de espaldas.
Mientras yacía allí echada con la sábana que protegía mi modestia y le impedía la vista a él, periódicamente iba comprobando el progreso del parto con sus manos sin lavar. Yo sufriría de fiebre posparto durante un mes después de recibir sus atenciones, con el cuerpo débil y como de goma y el cerebro nublado. Mi hermana era la única a la que podía soportar en mi húmedo dormitorio, la única de mi familia que no se sentía mortificada por la desgracia de mi confinamiento. Mientras Sergio iba y venía por la veranda, ella me distraía, contándome de memoria los antiguos relatos que me leía cuando era pequeña, cuentos de hadas rusos sobre el Padre Escarcha, cuyo aliento forma delgados carámbanos y hace caer la nieve a la tierra sacudiendo el largo pelo de su barba; y la Doncella de Nieve, que se alza de esa nieve y se funde cada primavera; y de Baba Yaga, la hechicera que vive en una casa construida no sobre piedra, ni sobre tierra, sino sobre patas de pollo, de modo que la casa se puede volver de cara al norte, al sur, al este o al oeste, dependiendo del capricho de Baba Yaga. Pero me volviese hacia donde me volviese, norte, sur, este u oeste, yo solo encontraba dolor.
En algún momento durante aquel largo día los niños jugaban en los jardines de las villas a mi alrededor, y los amantes cogieron pequeños botes verdes y atravesaron los lagos entre las islas, y los barqueros cantaron para que les pagaran, y en una barcaza, una banda con acordeón tocó igual que todas las noches de verano, y en una veranda que yo no veía, un gramófono estaba en funcionamiento, y algunos fragmentos de la música que emitía se convertían en astillas y perforaban el aire. Por la noche no había sol, pero tampoco oscuridad, el cielo estaba veteado de morado, azul y gris perla; el amarillo de las clemátides con sus finos capullos en forma de campana no desaparecía, y los pájaros no se ocultaban. Pero yo sí. En mi habitación, la humedad y el calor salían de mi interior y no había toallas frías que pudieran contenerlos. Aunque en mi alcoba solo estaba Julia, yo veía a otras personas: sombras y siluetas de cuerpos, el parpadeo de un rostro, igual que lo veo a veces ahora, ahora que la muerte está llegando para sentarse conmigo. A primera hora de la noche comprendí que podía morir: mi parto estaba durando demasiado tiempo. Estaba siendo castigada por mi duplicidad, que ahora deseaba confesar, pero mi cuerpo era fuerte. Yo poseía la robusta salud de mi padre, y también disfrutaría de su longevidad, aunque entonces no lo sabía, y al final, entre la una y las dos de la mañana, la tierra se abrió entre mis piernas y nació mi hijo.
Mi hermana cogió al recién nacido mientras yo me agachaba en silencio, agarrada a un poste de la cama, y el médico fumaba cigarros con Sergio en la habitación de al lado, hasta que el llanto del niño les hizo venir a toda prisa, y ella y yo nos susurramos la una a la otra: es un niño, es un niño. Y aunque ella compartía mi deleite, no sabía toda la verdad sobre aquello.
– Mira sus dedos, mira sus pies, mira su carita, su carita preciosa y redonda.
Mi hijo tenía la cara ancha y rusa de la mayoría de los bebés Románov, y un pelo formando pico que le caía en la frente. Mi hermana me lo trajo para que lo pudiera besar. Cuando llegó a los seis años solo conservaba la amplia frente; el resto de su cara se estrecharía y se cincelaría formando un largo triángulo. Yo susurré «liubezny», cariño mío, y «milenki», mi chiquitín, al hijo que había soñado tener. Si hubiéramos estado casados, habría encendido para él las velitas conservadas desde la boda, como símbolo de que el amor de sus padres iluminaría su paso sano y salvo por el mundo. Si hubiese estado casada, habría envuelto a mi hijo en la camisa que su padre habría llevado el día anterior, otra antigua costumbre rusa que simboliza la protección ofrecida por el padre a su recién nacido. Pero no hubo velas ni camisas para mi hijo.
Y cuando el médico salió corriendo de la habitación para decirle a Sergio que era un niño, que era muy fuerte y que ciertamente no era prematuro, Sergio, según dijo mi hermana, porque siguió al doctor con el niño en brazos, se puso blanco, porque sabía contar tan bien como yo hasta llegar al verano en el que él se encontraba ausente. Dejó su cigarro y sin mirar siquiera al niño que mi hermana tenía en brazos se fue a los establos, y para asombro de mi hermana, ensilló su caballo y se fue de la dacha, de Strelna, de mí. Supongo que yo había pensado que nada podría apartarle de mi lado.
– Ese doctor es un mentiroso -me quejé a mi hermana-, está intentando arruinarme.
Y me levanté como pude de la cama a tiempo para ver desde mi ventana a Sergio que dirigía su caballo a través del jardín. Temí que se echara al mar. Parecía que Dios me castigaba, después de todo.
Mi madre vino a visitarme a Strelna por primera vez el día después del nacimiento de mi hijo. Ella nunca había venido antes a mi dacha, ni a la Perspectiva Inglesa, por principios morales, pero cuando mi hermana le dijo que yo estaba enferma y sola, que había sido abandonada por el gran duque Sergio, los peores temores de mis padres se vieron realizados, y mi padre envió a mi madre a cuidarme y a llevarme de vuelta a casa. Por el momento Sergio todavía pagaba los gastos de mi casa y de la dacha, pero ¿quién sabe cuánto tiempo continuaría haciéndolo? Y ¿cómo podría entonces permitirme ambas cosas, con mi sueldo de bailarina? Mis padres querían que me trasladara de vuelta a la Perspectiva Liteini con mi hijo ilegítimo, a quien decían que adoptarían mi hermana y su reciente marido. Porque Julia se había casado al fin con su pretendiente, el barón Ali Zeddeler, y aquel año se había convertido en baronesa, y en cambio yo, a pesar de todas mis maniobras, no había conseguido más que la vergüenza para mis padres. Mi madre estaba sentada en mi lecho, y en mi habitación de enferma aspiré el aroma a lilas de su piel suave. Demasiado avergonzada para mirarla, fingí dormir. Estaba demasiado débil para hablar o comer. Mi madre tenía que alimentarme metiéndome cucharadas de caldo en la boca, igual que había hecho Alix con Niki. Luego mi madre metió a mi hijo en la cama conmigo, y me puso el brazo alrededor del niño, apretándonos tanto que no pude evitar inhalar el aroma a bebé, embriagadoramente dulce. Tenía suerte, me decía ella. Había tenido un hijo sano. Y por mucha vergüenza que me causara su nacimiento, nada podía compararse al dolor del parto de un niño muerto o moribundo. Ya les he contado que ella tuvo trece hijos. Lo que no les había dicho es que enterró a cinco de ellos, a mi hermano Stanislaus cuando tenía cuatro años y a cuatro hijos más de recién nacidos, hijos de su primer matrimonio. Tuvo que colocar a esos niñitos en una caja en la tierra y dejar que la lluvia los mojase y el sol los calentase, dejándolos a ellos fríos. Aquello sí que era insoportable, decía, y no esto. Y supongo que lo fue, porque mirando la carita redonda de mi bebé, que movía la boca como si succionara incluso en sueños, no podía imaginármelo en una caja ni en ningún otro sitio que no fuera rodeado por mi brazo. El padre de Niki, el vigésimo primer aniversario de la muerte de su segundo hijo, Alejandro, un bebé que ni siquiera tenía un año cuando murió, escribió a su esposa diciéndole que le causaba un dolor insoportable que su niño no estuviera con ellos, que no estuviese allí para disfrutar y pasar el tiempo con los otros niños, con sus demás hijos, que nunca tendrían a su ángel con ellos en esta vida, y que esa sería una herida que nunca cicatrizaría. Alejandro III. Ese oso que tenía el tronco como un barril, y una frente como un muro de piedra.
Sergio también había perdido lo que pensaba que era un hijo suyo, y su dolor fue tan grande que le condujo por encima del seto de mi jardín hacia la carretera principal. Ali le contó a mi hermana que Sergio había ido a llorarle al zar diciéndole que yo le había traicionado, que había dado a luz un hijo de otro hombre, y que ahora estaba perdido, y que el zar le había apoyado, pero no había dicho nada. Pero Niki tuvo que saber entonces que yo le había dado lo que él quería. A veces me parecía que el zar y Sergio aparecían a los pies de mi cama a lomos de un caballo, se me echaban encima rugiendo y luego, como Hades, uno de ellos me quitaba a mi hijo y huía con él con un revoloteo de su capa, mientras yo gemía y recorría la tierra desnuda que ellos dejaban atrás. Yo dejaba una marca mojada en la cama allí donde me echaba, y cuando finamente me recuperé, tiramos la cama, quemamos el colchón, y todos los muebles y paredes se limpiaron con desinfectantes.
Cuando estuve lo bastante bien para echarme en el sofá, el gran duque Vladímir empezó a venir a mi dacha cada tarde para visitarme, acariciarme el pelo y, cuando pude incorporarme y quedarme sentada, leerme cosas, y cuando pude sujetar las cartas, jugar al mushka, y cuando llegó el momento de cristianar al niño y yo todavía no tenía nombre para él, ya que no podía llamarle Sergéi y tampoco podía, aunque quisiera, llamarle Nikolái, el gran duque dijo: «Dale mi nombre». Así que aquel día, el 23 de julio, le regaló a mi hijo una cruz que colgaba de una cadena de platino, y el crucifijo mismo era de una piedra verde oscura extraída de los Urales y pulida en un taller de Petersburgo. Así supe que Vladímir me protegería, y que podría, a pesar de mi desgracia, volver a escena. Sus atenciones hacia mí, por supuesto, no pasaron inadvertidas, y empezaron a correr rumores de que mi hijo era suyo, y Miechen apretaba los labios cuando alguien pronunciaba mi nombre. ¿Apretaría más los labios si sabía que Niki era el padre de mi hijo, ya que la paternidad de mi hijo lo apartaba una casilla más del trono?
Durante aquel tiempo también mi hermana me dijo que Sergio había iniciado una relación con una mujer a la que conocía desde hacía tiempo, la condesa Barbara Vorontsov-Dashkov, que se había casado con un miembro de una antigua e importante familia de boyardos de Moscú, asociados desde hacía mucho tiempo con la corte, y al oír esas noticias mi corazón se encogió como una nuez reseca en su cáscara, y resonó en su lugar, detrás de mis costillas. El padre de Niki había comprado hacía años la antigua propiedad de Vorontsov en Crimea, con su cascada, sus bosquecillos de pinos, vistas a la bahía de Yalta y un chateau francés, construido al estilo del Tercer Imperio, y Sergio y Niki habían jugado allí y en el Palacio de Invierno y en Gatchina con el futuro marido de Barbara, Vania. Ellos, junto con los demás hijos de Vorontsov-Dashkov, los hijos de Sheremetev y los de Dariatinski, habían corrido por las praderas de palacio, montado en los trenecitos en miniatura y tomado el té en el pabellón de caza. Niki y Vania se habían casado, pero Sergio no, y ahora Vania había muerto y su esposa era viuda, y en ella Sergio encontró a otra mujer vulnerable a quien amar. Yo no sabía si era la condesa quien visitaba a Sergio en su palacio o él la visitaba a ella en su mansión del Muelle Inglés. No sabía si hacían el amor en la cama o en un banco del jardín, con el sonido de un reloj que daba las horas o el aroma a pétalos de rosa aplastados, pero en 1905 la condesa se fue a Suiza, donde discretamente dio a luz a un hijo de Sergio a quien puso Alexánder. Nada más nacer fue adoptado por la amiga de la condesa, Sophie von Dehn. ¿Por qué no se quedó la condesa con su hijo? ¿Por qué su relación con Sergio no terminó en matrimonio? Esperen, ya se lo contaré.
Ahora estamos en agosto de 1902.
Estoy sentada en la veranda, con mi diminuto bebé, mi fiel hombrecito, en brazos, y rezo una y otra vez pidiendo una sola cosa: que Alix tenga una hija.
Pero las plegarias raramente se ven respondidas a petición de uno. Porque Alix, desgraciadamente, o afortunadamente, aquel verano no tuvo ningún hijo.
A principios de agosto Alix empezó a sangrar, y aunque sangraba y sangraba, no apareció ningún niño. El doctor dijo que era, sencillamente, su «Mrs. Beasley», como ella la llamaba cada mes, después de nueve meses de lo que ella había pensado que era un embarazo. Cuando se le ensanchó la cintura y se le hincharon los pechos, se negó a que todos aquellos médicos tuviesen acceso a su cuerpo. Solo permitía el acceso a M. Philippe, que le apretó la mano encima del vientre y le dijo: «Está embarazada». Y no quería que los médicos contradijesen aquello, ni impidieran el progreso de aquella fantasía necesaria, esencial, y por tanto, solo la atendió M. Philippe, que había sido declarado aquí en Rusia mediante uno de los ucases de Niki doctor en medicina y nombrado consejero de Estado, aunque ni siquiera un decreto del zar puede convertir en médico a un charlatán, y por tanto ese charlatán fue quien observó el progreso de un embarazo fantasma. Quizás Alix sospechó dónde pasaba Niki aquellas largas tardes de verano mientras ella amamantaba a Anastasia, de modo que se apresuró demasiado para intentar tener otro hijo. Su embarazo había sido anunciado hacía mucho tiempo, y todo el país esperaba el nacimiento del quinto hijo del zar. Cuando se publicó finalmente un boletín el 20 de agosto explicando que el embarazo histérico del año anterior había acabado en aborto, corrieron los rumores más absurdos por la capital: que la emperatriz había dado a luz a un monstruo con cuernos, que había sido otra niña, expulsada del país, o un niño muerto y enterrado en los terrenos de Peterhof al amparo de la noche. Y les pregunto, ¿acaso la verdad de lo que ocurrió es menos fantástica?
No, no enterraron ni desterraron a ningún niño. Ese destino correspondió a monsieur Philippe, con su negro pelo y su negro bigote. Al fin Niki se cansó del znajar. Las últimas palabras que les dijo Philippe fueron: «Otro vendrá que ocupará mi lugar».
Su predicción no era tan absurda como se podía imaginar. El hechicero, el idiota santo, el mujik ido, el campesino a través del cual habla Dios, el loco que en realidad no es un loco sino un clarividente, por todos esos hombres Rusia ha tenido siempre tolerancia. Vestidos con harapos y cadenas vagan de pueblo en pueblo haciendo peregrinajes, alimentados por limosnas, durmiendo al aire libre o junto a un fuego ajeno, mendigando algunos kopeks a un campesino o príncipe a quien esperan comprar un poco de gracia.
De vez en cuando se llevaba a palacio a esos locos y espiritualistas para que rezasen, reprendiesen o curasen. En el Petersburgo de mi época, las dos princesas de Montenegro que se habían casado con primos del zar (eran conocidas como «las Hermanas Negras») se habían traído con ellas a Rusia junto con su dote su interés por lo oculto. Fueron ellas las que llevaron a palacio a Mitka el Loco, a Philippe Vachot, y finalmente a Rasputín. En Montenegro, aseguraban, brujas y hechiceros vivían en los bosques, podían hablar con los muertos y veían el futuro de los vivos. Ellas y sus amigos de la corte celebraban sesiones en habitaciones cerradas o quedaban subyugadas por los desvaríos de los espiritualistas en trance. Alix, la germano-inglesa Alix, consideraba que todo aquello eran tonterías hasta que su desesperación por un heredero alcanzó un nivel bastante alto, y entonces convirtió una pared de su dormitorio en un iconostasio ante el cual rezaba, como si estuviera en la iglesia, para que Dios le diera un hijo, y luego las puertas de Tsarskoye Seló se abrieron de par en par a aquellos campesinos, esos strannikii a los cuales se entregó por completo.
Supongo que se podría decir que M. Philippe había conseguido un milagro… pero para mí. Me senté y escribí una nota a Niki que entregué a mi hermana sin decir una palabra, y que mi hermana entregó a su marido Ali para que a su vez se la entregase al zar. Ali estaba muy unido a Niki. Justo antes de la coronación de este, fue uno de los cinco oficiales de la guardia invitados a unirse al zar en la propiedad de su tío en Ilinskoe. El matrimonio de mi hermana no podía haber funcionado mejor para mí. Necesitaba un nuevo correo ahora que Sergio se había evaporado. Y Ali entregó personalmente al zar mi nota, que decía, sencillamente: «Ven a ver a tu hijo».
Así que cuando los pájaros empezaron su migración anual desde Petersburgo hacia los climas más templados de Crimea, Persia y Turquía -el tiempo, que había sido bastante cálido, de repente se había vuelto frío y habían empezado las lluvias, como ocurre durante semanas y semanas hasta que añoras la nieve, que al menos trae luz a la ciudad y, por algún motivo, no parece tan húmeda-, y cuando Niki volvió de las provincias de Rishkovo y Kursk, donde había recorrido monasterios, hospitales y casas de gobernadores, el jefe de policía me llamó para decirme que Niki iría a Strelna y la policía cerraría aquella tarde la carretera entre Peterhof y mi dacha, para que Niki, antes de irse a casa, pudiera hacerme una última visita oficial, a mí, en mi dacha, donde me había quedado, más tiempo del habitual dada la estación, apartada de la vista.
Yo llevaba esperándole desde el mediodía, sin saber exactamente cuándo llegaría, y cuando finalmente oí el grito de mis mozos de cuadra saludándole y al zar que se iba aproximando lentamente a mi casa desde los establos, abrí la puerta para saludarle… y sentí una gran conmoción al verle: alto, con su papakhii, con el rostro enrojecido por el frío, los ojos de un azul chispeante. Pensé: «¿Alguna vez me abandonará el deseo por este hombre?». Él me besó en ambas mejillas, el aroma de sus aceites de baño todavía presente en su helada piel, presente incluso al final del día, y cuando yo me llevé las manos a las mejillas para protegerme del frío que él había dejado allí, se echó a reír.
– Mi Pequeña K, ¿te he traído el frío?
Y yo quería besar las puntas de sus dedos, pero lo que hice fue coger yo misma su papakhii y su sobretodo, que tendí a mi criado para que los limpiara y cepillara, y allá se fue el hombre, tembloroso por el honor que se le hacía. Niki me miró, esbozando todavía una media sonrisa, y dijo:
– Bueno, Mala, he oído el rumor de que me has dado un hijo.
Yo me eché a reír llena de sorpresa. Nuestro encuentro iba a ser desenfadado, nada parecido al tiempo que hacía, o al tiempo que yo imaginaba en el interior del palacio de Peterhof. Y el zar dijo:
– ¿Se parece a ti o a mí?
Bromeaba un poco, pero yo detecté una tensión bajo aquel tono. Recuerden que yo llevaba toda la vida acechando las notas escondidas debajo de cada melodía. De modo que dije, también bromeando:
– El soberano decidirá por sí mismo.
Y le presenté a mi hijo, de casi tres meses, durmiendo, envuelto en sus mantas, y solo con verle la leche brotó de mis pechos, que estaban vendados con tiras de tela para evitar precisamente aquello. Mi doncella me siguió y trajo la cuna, y cuando ella la puso junto al zar, yo le puse a mi vez a mi hijo en brazos.
Me pareció que a mi alrededor la casa, incluso la tierra, temblaban. Niki inclinó la cabeza hacia nuestro hijo. Mi hijo no parecía un Kschessinski. Estaba hecho de distintas piezas, todas Románov. Tenía las orejas del zar, que se estrechaban hasta acabar casi en punta y se inclinaban hacia fuera por arriba; tenía la misma nariz pequeña y recta del zar, no la nariz chata de las hermanas de Niki, que les había legado su abuela pero no había llegado a mi hijo, ni tampoco la nariz larga de su propia madre. Y a medida que mi hijo creciese se parecería tanto a Niki que la gente diría al pasar junto a él «ese debe de ser hijo del emperador», tan acusado sería el parecido con el soberano. Ahora Niki estaba descubriendo todo eso por sí mismo.
– Mira -decía, y sujetaba la manita del bebé contra la suya-, tiene los dedos como yo.
Luego, como si de repente se le hubiese ocurrido una idea, abrió el pañal del niño, y al ver esto la risa salió de mi garganta como una campana y resonó en toda la habitación.
– Tengo un hijo -sonrió Niki-. Tengo un hijo.
Y miró a su alrededor como para contarle a alguien aquella noticia, pero yo era la única persona allí, de modo que me lo dijo a mí.
– Sí -dije yo-, tienes un hijo.
Niki se puso de pie con él y mi hijo dio patadas espasmódicamente y estiró y encogió sus pequeños brazos, con los puñitos como puñitos de un zarevich. Niki dijo:
– Maletchka, ¿por qué le dijiste al pobre Sergio Mijaílovich que el hijo era suyo?
– ¿Querías tener dos hijos de dos madres? -le pregunté yo-. ¿Tan codicioso eres?
El zar se echó a reír.
Yo pregunté:
– ¿Qué sabe Sergio?
– Cree que es hijo del príncipe de Siam… o del húsar Nikolai Skalon.
Dos hombres con los que yo había flirteado en 1899 y 1900.
– Pero no parece siamés -dijo Niki-, y como Skalon murió hace mucho tiempo, el chico tiene que ser mío. ¿Cómo se llama?
Cuando se lo dije, Niki respondió de inmediato:
– Le llamaremos Vova
En diminutivo, nosotros. Vova no acabaría adoptado por mi hermana y su marido. Niki puso al bebé en su cuna y luego se arrodilló de repente ante mí y me besó las manos, y al ver esto, los cielos liberaron su pesada lluvia, que se encontró súbitamente con las copas de los árboles, la hierba, el tejado, las ventanas, las puertas, los guijarros, el jardín, la carretera general, el golfo, y la lluvia también cayó sobre las coronas de las águilas de tres cabezas de la cúpula del Gran Palacio, en Peterhof.
Cuando cayeron las primeras nieves, Niki me había comprado tres terrenos en la isla de Petersburgo, al otro lado del Gran Neva, al otro lado del Palacio de Invierno, en la esquina de la Perspectiva Kronversky y la calle Dvorianskaia. La compra de estos terrenos se mantuvo en secreto. No se registraron a mi nombre para no atraer la atención hacia los ochenta y ocho mil rublos pagados por ellos, que todo el mundo sabría que yo no habría podido permitirme, ya que me había abandonado Sergio Mijaílovich. Aquel lado de la ciudad no tenía fábricas metalúrgicas ni centrales eléctricas ni imprentas, solo un puñado de mansiones nuevas entre antiguas casas de madera que Pedro el Grande decretó en tiempos que fuese el único tipo de casas que se construyera en aquella parte de la ciudad, ya que el granito de Finlandia, el mármol travertino de Italia y de los Urales, el porfirio de Suecia y la arenisca de Alemania se debían usar solo para la Isla del Almirantazgo, para la parte imperial de Petersburgo, demarcada por sus canales, Fontanka y Moika, y sus avenidas, y por los dos palacios del zar, el de Invierno y el de Verano, y por su piedra. Y por tanto, hasta 1830, poco más se construyó en la isla de Petersburgo, aparte de cabañas de madera para los trabajadores, un fuerte de madera y una casa de madera donde había vivido el propio Pedro mientras se construía su ciudad. Después, en aquel terreno apenas se construyó tampoco. Pero cuando se acabase el puente de Troitski al año siguiente, en 1903, que conectaría la isla con Peter propiamente dicho, empezaría la construcción de mansiones en serio. La mía fue una de las mejores, construida por el arquitecto de la corte, Alexánder von Gogan, que conseguiría una medalla de plata por su diseño estilo art nouveau. Desde mi nueva propiedad, Vova y yo podíamos ver a través del Neva la fortaleza de Pedro y Pablo, el Jardín de Verano, el Campo de Marte, el palacio Vladimírovich, el nuevo palacio Mijáilovich y el propio Palacio de Invierno.
De modo que Niki podría visitarnos discretamente cuando quisiera, y planeaba hacer excavar un túnel por debajo del Neva que fuese desde el sótano del Palacio de Invierno hasta el de mi nuevo palacio. He oído decir que los visitantes a mi mansión, ahora museo Estatal de Historia Política, hasta el día de hoy piden ver la entrada al túnel secreto que en tiempos conectaba el palacio de la bailarina Kschessinska con el palacio del zar. La historia política no les interesa, yo sí. El pasaje secreto, el túnel subterráneo, no carecía de precedentes, dados los inviernos rusos. En Moscú había túneles que conectaban el palacio Yusúpov y el palacio del tío de Niki, Sergio Alexándrovich, con el Kremlin. En 1795 se excavó un túnel de ciento cincuenta metros entre el sótano del palacio de Alejandro en Tsarskoye Seló y su cocina, situada en el otro extremo del jardín. En 1814, el ingeniero Marc Brunel propuso a Alejandro I que se construyese un túnel bajo el Neva, y cuando el emperador por el contrario decidió tender un puente, Brunel excavó un túnel bajo el Támesis. De modo que en el Neva ahora habría también un túnel, y la Kschessinska tendría pronto su palacio. Hasta entonces debería contentarme con sus escasas visitas a mi dacha, donde yo permanecía fuera de la vista, ya que era el único lugar donde Niki podía visitarme y donde, una o dos veces, yo pude convencerle de pasar un rato agradable en mi cama. Sí, sí, accedí. Debía ser paciente. Pero la paciencia, lo admito, no era mi fuerte.
Casi todos los grandes emperadores tuvieron dos esposas, ¿saben? Miguel Románov, Alexéi Mijaílovich, Fiódor Alexéivich, Pedro el Grande. Niki no me dijo directamente nada de esto, pero yo comprendí que era una posibilidad, y él también debía de creerlo así. Por supuesto, había que hacer desaparecer a la primera esposa. La primera mujer de Pedro el Grande no supo morirse a tiempo, de modo que después de una década de matrimonio, él la obligó a retirarse a un convento y tomar el velo. Más tarde, Pedro se casó con una chica campesina que trabajaba en la lavandería del regimiento. Y fue el hijo de esta última quien se convirtió en el siguiente zar. ¿Saben que al final de su breve vida el abuelo de Niki maniobró para convertir en emperatriz a Ekaterina, colocando en la línea de sucesión a su hijo, Georgi, en lugar del hijo de su primera esposa, Alejandro, el padre de Niki? A Alejandro II nunca le gustó la fría recepción que dieron los hijos de su primera esposa a la segunda… ni a los hijos que tuvo con ella. ¿Lo tolerarían el país y su familia? ¿Podría pasar por alto al insensible Alejandro en favor de su encantador Georgi, hijo del amor de su vida? Niki tendría que maniobrar con la misma delicadeza. Sí, primero me haría llevar a palacio. Luego me daría un título: princesa Krassinski-Romanovski. Luego enviaría a Alix y a su rebaño de niñas a París… o la devolvería, con las niñas escondidas bajo sus grandes faldas, a Hesse-Darmstadt, donde podrían convertirse todas en luteranas, si lo deseaban. Sí, si Alix no quería que Niki tuviera una segunda esposa, tendría que darle un hijo. Tant pis.
Para prepararme para mi fabuloso futuro, decidí retirarme de los escenarios (como si alguien pudiera olvidar que en tiempos había bailado en ellos) al final de aquella temporada. En 1700 quizá la emperatriz pudiera ser una lavandera, pero en 1900 no podía ser una bailarina.
Mi hermana ya se había retirado con la bendición de mis padres, aunque lo había hecho tras veinte años en el teatro y con los ingresos de su pensión. Pero cuando yo fui a la Perspectiva Liteini a decirle a mi padre que me quería retirar, él no se sintió muy feliz con esta última ocurrencia mía. Lo encontré en el salón de baile donde daba sus clases de danza. Las niñas estaban ya saliendo en fila, con las cintas del pelo torcidas, para reunirse con sus institutrices, que esperaban en el vestíbulo con los abriguitos forrados de piel de sus pupilas y sus botas también ribeteadas de piel. La larga sala de baile estaba luminosa y húmeda, y en su interior mi padre era como un alto sauce con levita. Aquellos del teatro que daban clases de danza llevaban corbata y frac, y a veces incluso iban así a los ensayos, si tenían un horario demasiado apretado, y esos hombres eran conocidos como «el grupo de la levita». Mi padre parecía delgado, un poco demasiado, con su levita. Se estaba haciendo viejo, me di cuenta. Justo cuatro años antes celebró los sesenta años en los escenarios del zar. Recibió tantos regalos que cuatro tramoyistas tuvieron que izar cada baúl lleno de bandejas de oro y copas de plata desde el foso de la orquesta hasta la mesa colocada en el escenario donde, en el intermedio, el telón permaneció levantado para que el público pudiese apreciar la gran estima en la que tenían a mi padre.
En aquel momento yo pensé: «Mi padre bailará siempre», pero entonces me di cuenta de que no sería así. Con una voz mucho más discreta y menos grandilocuente que la mía habitual, le conté mis planes, y antes de hablar él cogió una toalla pequeña de la silla junto al espejo y se secó el rostro cuidadosamente, eliminando también a la vez su sonrisa. Entonces supe que no me iba a desear buena suerte, ni expresarme sus mejores deseos. No.
– Mala -dijo-, tu hermana, bendita sea, era una bailarina bastante buena. Que interprete ahora el papel de madre. Pero tú, Mala, eres otra historia, totalmente. Recuerda, tu poder procede de tu arte.
Quizás era de ahí de donde recogía él su poder, pero yo ahora tenía otra fuente, menos efímera que el arte, y no pensaba entregarle mi hijo a mi hermana, por mucho que me presionaran mis padres. Como bailarina una se tiene que acabar retirando, pero yo podía vivir hasta una edad mucho más avanzada que la de mi padre y morir como emperatriz. Mi padre seguramente se dio cuenta del aspecto obstinado de mi cara, porque dobló la toalla, se la puso encima del hombro y me tendió los brazos.
– Ven, Maletchka -dijo, y durante unos momentos dimos unos pasos de vals en la sala de baile; en la puerta, algunas alumnas se quedaron mirando al hombre alto y la mujer diminuta que circulaban con gracia por toda la sala vacía, donde ellas mismas, unos minutos antes, habían ejecutado esforzadamente la polonesa, la mazurca, la cuadrilla y ese mismo vals.