38772.fb2 La verdadera historia de Mathilde K - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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El espejo mágico

Sé que ustedes probablemente estarían de acuerdo con mi padre en que yo tenía demasiado talento para abandonar los escenarios, pero debo decirles que las modas en escena cambiaban muy rápido, de modo que no solo deseaba abandonar la danza por mi hijo. El nuevo director de los Teatros Imperiales era el coronel Vladímir Teliakovski, que había sido director de los teatros de Moscú y oficial de la Caballería Real. Yo esperaba que él, siendo un aristócrata a la antigua usanza, tuviese gustos también pasados de moda, pero desgraciadamente en lo concerniente al arte Teliakovski era un hombre moderno, que abría mucho más su bolsa a artistas libres (es decir, artistas que no estaban en la nómina imperial) que su predecesor, Volkonski, así que no sentí gran dolor de corazón cuando a principios de 1903 volví al teatro para bailar por última vez, exitosamente, un ballet montado en honor de mi retirada de los Teatros Imperiales, porque yo no podía retirarme sin más, tranquilamente, hacerme a un lado después de mi confinamiento y del nacimiento de mi hijo. No, tenía que volver primero y luego retirarme a lo grande, recogiendo mi tributo a las artes escénicas en vivo.

Petipa había planeado el ballet El espejo mágico mientras Volkonski era todavía director del Mariinski, y quizá si hubiese sido producido bajo sus auspicios, el ballet habría sido todo un éxito. Pero Teliakovski había contratado al artista moderno Alexánder Golovín, uno de esos pintores de vanguardia conocidos como décadents para que crease la escenografía, y este permitió que su propia esposa diseñase los trajes y el compositor moderno Arseni Koreshchenko escribiese su nueva música sinfónica, y todos esos seres llevaban con ellos, en sus bocas, en sus oídos y en sus ojos, un gusto por el nuevo siglo, el siglo XX, del cual tan recientemente formábamos parte, algunos a regañadientes. Sin embargo El espejo mágico en sí no era un ballet moderno, sino una feerie decimonónica, que era lo que Petipa hacía mejor y yo hacía mejor, un ballet con cuatro actos, treinta escenas e innumerables cuadros, con un libreto basado en la reelaboración de un cuento de hadas germánico titulado Blancanieves y los siete enanitos por Pushkin, salvo que en la versión de Pushkin los enanos eran gnomos. El ballet era del XIX, el público era del XIX, nuestro teatro azul y dorado de la década de 1860, que recibía el nombre de la primera esposa de Alejandro II, María, también del XIX. Nuestros acomodadores, que estaban muy tiesos a los lados de los pasillos y flanqueando cada entrada, vestidos con sus pelucas empolvadas, libreas rojas y medias altas blancas, evocaban incluso un siglo anterior a ese. Y a los balletómanos que asistían a aquel teatro no les gustaban las innovaciones en música o escenografía o trajes, igual que tampoco les gustaban las demás innovaciones del nuevo siglo, las políticas, que amenazaban con despojarles de su riqueza y su estatus.

Petipa mismo se había quejado de que los trajes convertían a los bailarines en caricaturas: sus inmortales iban vestidos erróneamente de ninfas, las damas de la corte llevaban vestidos contemporáneos, que hacían que pareciesen cantantes de café, los gnomos parecían trolls jorobados, el príncipe con su ropa de gimnasta era como un caballo de circo muy emperifollado. Durante los ensayos, Petipa se preocupaba por el ballet que habría querido presentar en lugar de aquel, Salambó, que quiso montar antes de que se fuera Volkonski, pero este lo canceló y ahora Teliakovski obligó a Petipa a usar a esos decadentes artistas libres cuya decisión de modernizarlo todo destruiría su creación. Pobre Petipa. Teliakovski quería aplacarle.

– No, no, M. Petipa, el ballet es perfecto.

Sin embargo, Petipa sabía que sus dríadas, flores, zafiros y estrellas, sus reyes, reinas, campesinos y gnomos debían ir adornados con un entorno adecuadamente anticuado, y que privados de este, se convertían en cosas absurdas, igual que el propio ballet en sí. Por no mencionar a la ballerina.

Yo, por supuesto, interpretaba el papel de Blancanieves, la princesa del matrimonio anterior de su padre, el rey. Ya ven, las familias estaban llenas de matrimonios anteriores en los cuales las nuevas esposas ejercían su poder por encima de los hijos de las esposas anteriores, y conspiraban para poner a sus propios hijos en el trono. La familia imperial al completo en la Rusia de 1903, antiguas esposas, nuevas esposas, esposas recicladas y diversas combinaciones de hijos, estaban reunidos en sus palcos para presenciar mi última representación en el escenario del Mariinski. Mi padre y mi hermano, que actuaban conmigo aquella noche, ya que mi padre hacía de «Su padre el rey», y mi hermano Iósif de un magnate polaco con toda la parafernalia cortesana, estaban apelotonados conmigo en la mirilla del telón. No sabíamos a quién mirar primero a través de la mirilla, si a Niki o a su madre, si a Alix o a sus dos hijas mayores, las grandes duquesas Olga y Tatiana, si a las hermanas de Niki o a sus maridos… y los palcos de los grandes duques estaban llenos también, con los tíos y los primos de Niki, los hermanos y tíos y primos de su padre, los Konstantínovich, los Vladimírovich, los Alexándrovich, los Nikoláievich, los Mijaílovich… Hasta Sergio había acudido al teatro, aunque vi que tenía a una mujer a su lado, la condesa Vorontzov-Dashkov, supuse, con silueta de reloj de arena y cubierta de joyas, sedas y retribuciones. Sí, había una verdadera conflagración de Románov reunidos allí para celebrar mi éxito. ¡Qué asombrados se quedarían, todos menos Sergio, al conocer mi plan de saltar desde aquel escenario a sus palcos, justo hacia el palco imperial! Mi padre solo consiguió apartarme a rastras de mi puesto junto a la mirilla justo antes de que se levantara el telón.

El primer acto fue bastante bien: un cuadro en un jardín, en el cual hombres y mujeres tejían cestas y guirnaldas y obsequiaban con ellas a la reina, el rey y los cortesanos en sus entradas en escena… y para aquella escena, al menos, Koreshchenko había compuesto un vals tradicional y melodioso. Cuando yo entré saludé con una inclinación de cabeza al zar, que también me hizo una seña, y al ver la seña Alix hizo una mueca, y luego saludé al público en general, y al final a mi padre, el rey, y a mis súbditos. Yo había recuperado la figura, cosa que todo Peter podía apreciar, y nada, ni siquiera un escándalo que hubiese hundido a cualquier otra bailarina de la escena, podía evitar que la Kschessinska se deleitase con las hermosas ceremonias de su teatro. Acto I, escena I… todo muy bien. Pero cuando el escenario cambió al parque del palacio empezaron las risas, provocadas por la visión de un alto arbusto pintado de una manera un poco impresionista en una lona, con salvajes pinceladas verdes y amarillas extendidas por aquí y por allá. La corte estaba acostumbrada a ver representaciones bastante meticulosas de la vegetación, con hojas y tallos que se superponían decorosamente, y era como si aquel arbusto pinchase los sueños de fantasía, y al público no le gustó ni pizca que le despertasen con algo que se parecía tan poco a un beso. Empezaron las risitas y empeoraron más aún cuando la hija de Petipa, no María, sino Nadezhda, tant pis, se puso a hacer mímica. La Reina Madrastra se deleita con el espejo mágico que le muestra un mercader, un espejo que tiene el poder de revelar la imagen de la mujer más bella del reino. Las hijas de Petipa eran bailarinas de carácter, más que clásicas, pero incluso en aquella categoría sus talentos eran más limitados que los de la mayoría. A pesar de la gracia de su padre, ellas se habían convertido en chicas torpes y pechugonas, de modo que la mímica de Nadezhda era bastante mala, pero cuando la reina maldita se miró en el alto espejo e hizo la famosa pregunta: «¿Quién es la más bella de todas?», justo cuando el azogue del espejo reflejaba mi imagen, de repente el espejo se hizo añicos y sus pedacitos formaron una brillante cascada que nos ametralló, mientras nos esforzábamos por continuar la escena. Un trozo en forma de punta de flecha se quedó enganchado en las ataduras de mis zapatillas de puntas, y como un campesino que ha pisado estiércol, tuve que sacudírmelo. En sus esfuerzos por evitar los cristales, los demás bailarines empezaron a tropezar unos con otros y un cortesano y luego otro fueron cayendo sobre el trasero, y el público, al llegar este momento, empezó a reírse abiertamente y luego a hablar, cosa que nosotros en escena solo percibíamos como un zumbido que nada tenía que envidiar a la música discordante que surgía del foso de la orquesta.

Durante el intermedio los bailarines nos retiramos a nuestros camerinos y entre bastidores a chillar y quejarnos, y algunos, menos preocupados, ¡a comerse un bocadillo!, mientras el público fuera organizaba un buen alboroto en los pequeños salones junto a sus palcos y en los vestíbulos y foyers y salas de fumadores. Y como si todo aquello no estuviera ocurriendo, el coronel Teliakovski vino a mi camerino, como era costumbre, para entregarme el regalo del zar por mi retirada. El presente imperial, tal y como era sabido, normalmente para un hombre era un reloj de oro, y para una mujer una joya engastada en oro, con el sello de la corona real, el águila de dos cabezas, estampado en el oro, pero yo sabía que recibiría un regalo mucho mejor. Mientras mi padre y mi hermano se inclinaban hacia mí, las plumas de sus sombreros rozando la piel desnuda de mis brazos, Teliakovski me tendió con ceremonia el estuche del joyero, de terciopelo, y con cierto temor y mucha expectación, abrí el cierre. ¿Qué habría elegido Niki para mí? Dentro del estuche yacía una serpiente enroscada, con sus escamas moteadas de diamantes, que estrangulaba a un zafiro cabujón. La pulida superficie convexa de la gema era una suave manzana azul.

– El broche -me dijo Volkonski- fue diseñado por la emperatriz en persona para esta gran ocasión. La serpiente -continuó ante mi silencio- es el símbolo de la sabiduría.

Vaya. La serpiente era una impostora, una tramposa, la que ofrecía manzanas.

– La gema es muy valiosa -dijo Teliakovski, el «vendedor»-, al menos de quince quilates. Es un precioso regalo.

¿Regalo? Esto no era un regalo, era un insulto, una provocación, y la actuación de mi retirada se había convertido en una comedia involuntaria, llena de groseras payasadas y tropiezos, con el público deshecho en risas. Mi padre exclamaba «oooh» y «aaah» y manipulaba el broche con tantas precauciones como si fuera una serpiente de verdad, pero mi hermano miraba mi rostro ensombrecido. Yo cerré con fuerza la tapa del joyero y anuncié que iba a vestirme y abandonar el teatro, pero mi hermano y mi padre estallaron, mi hermano lleno de protestas, mi padre desconcertado, «¿cómo que dejar el teatro?», y Teliakovski se quedó allí de pie con la boca tan abierta como antes estaba el estuche. Yo era la Kschessinska, y no una coryphée, dijo Iósif, mientras mi padre asentía vigorosamente, y aquella noche todavía era la primera figura del ballet imperial. No podía abandonarlo solo porque unos cuantos decorados de lona no gustasen a los vejestorios que estaban ahí enfrente. Ya les he dicho que mi hermano era un hombre moderno. Pero no era la escenografía lo que me había alterado.

– ¿Y el broche ese? -dije yo.

Y Iósif replicó:

– Ponte el broche en el traje y demuéstrale a la emperatriz que no te importa nada. -Y cogiéndolo él mismo, lo abrochó diestramente a mi corpiño-. ¡Ya está!

¿Me fui a casa, por tanto? No, no me fui. Me quedé en el teatro. Bailaría los actos II, III y IV. Mi hermano había apelado a mi orgullo. No podía dejar colgada mi representación de despedida, y no dejaría que Alix pensara que su serpiente me había incomodado.

Cuando se levantó el telón en el tercer acto y los balletómanos vieron la gruta de los gnomos, que parecía un espeso bosque de tocones de árbol, cortados rectos, algunos colgando del techo como estalactitas y otros brotando del suelo del escenario, todo el decoro desapareció del teatro y el público empezó a silbar, abuchear y gritar. Cuando los gnomos me condujeron a su rústica choza para vestirme con un traje de hojas, lo hicieron entre un coro de risas procedentes de los palcos y la platea. Ya me habían abucheado antes en escena las claques leales a la Preobrazhénskaya o más recientemente las leales a la Pavlova, pero aquello era distinto, debido a la unanimidad de las protestas. Aunque no éramos responsables de todos y cada uno de los elementos de la producción, aquel acto no castigaba a Teliakovski, Golovín o Koreshchenko tanto como a los bailarines. Los demás bailarines y yo sufrimos la humillación que representaba, mientras Teliakovski y sus hermanos se morían de vergüenza entre bambalinas. M. Petipa estaba allí también, ligeramente apartado de ellos, tan anciano, con ochenta y cuatro años, con su bigote encerado de un blanco plateado, el rostro tembloroso y las manos convertidas en puños impotentes. Y así continuamos escena tras escena, cada acto… y como he dicho antes, eran muchos. No había escapatoria, no podía retirarme mientras el gran duque Vladímir berreaba desde su palco:

«¡Vámonos todos a casa!». Veía al coronel Vintulov con bastante claridad que gritaba: «¡Echad a Teliakovski… arruinará el teatro!», con la calva cabeza brillante por el sudor de la indignación. Y en medio de todo aquello, el emperador y toda su familia estaban sentados educadamente en el palco imperial, contemplando el pas d'action en el escenario, aunque su presencia allí no suprimía el alboroto en lo más mínimo. Sí, yo fui desgranando mis delicadas variaciones con los céfiros y las estrellas, mi romántico paso a dos con el príncipe con la luna como fondo. Mordí la manzana envenenada, me eché en mi ataúd de cristal. Por señas representé mi despertar y mi compromiso en el vestíbulo del castillo, pintado con groseras formas de diamantes y ornamentos que parecían piñas y coles, pero lo hice todo en un estado de mortificación tan extrema que no recuerdo absolutamente nada. En el palco imperial, las mujeres hablaban entre sí ocasionalmente detrás de sus abanicos. Alix sonreía de vez en cuando y levantaba una mano para ocultar una risita. Niki sin embargo seguía mirando el ballet muy serio y, al caer el telón, entre el coro de ranas croando y los abucheos, levanté la mirada hacia él. Puso una cara graciosa, como diciendo: «¿A quién le importa?» y me dirigió un guiño conspirativo.

Nada más caer el telón, cuando todos los bailarines se agolparon a mi alrededor, Teliakovski me entregó el regalo del teatro: una corona de hojas de laurel de oro. Cada una de ellas llevaba grabado el nombre de un ballet en el cual yo había aparecido a lo largo de los años, y no se lo pierdan, en la parte delantera, justo encima, decía: Le miroir magique. Por mucho oro que fuera, lo aparté de un manotazo.

Teliakovski echó la culpa a Petipa de aquel completo desastre, y le obligó a retirarse conmigo después de aquella noche. Petipa huyó a la calidez de Crimea y se consoló escribiendo sus memorias. Yo me quedé en Petersburgo y me consolé con el triunfo que me llegaría pronto en un escenario mucho más vasto y mucho más público que el del Mariinski. Se lo conté todo a mi familia al día siguiente para prepararlos para lo que me esperaba a mí y, por asociación, a ellos.

– El zar ha vuelto conmigo -dije, y me miraron como si me hubiese vuelto loca. Todos pensaban que la pérdida de Sergio y el desastre del teatro me habían arrebatado la razón-. Viene a visitarme a mi dacha.

Mi madre meneó la cabeza, como si yo fuera una triste criatura. Incluso Julia me miró raro, y no dijo nada para salir en mi defensa.

– Mi hijo es el hijo del zar -les conté-, no de Sergio, y un día será zar.

Mi padre dijo:

– Mala, por favor, basta.

Mi hermano se burló:

– ¿Tu hijo el zar de todas las Rusias? ¿Es que tu ambición no tiene límites?

Seguramente había perdido el juicio por todos esos grandes duques que cenaban en mi mesa y se entretenían conmigo en mi cama, dijo. Ni con el mayor esfuerzo de la imaginación se podía pensar que Vova fuese otra cosa que el hijo ilegítimo de una bailarina, tan marginado por la sociedad como cualquier otro hijo ilegítimo. ¿Acaso pensaba yo que con todos mis truquitos podía aligerar las circunstancias de su nacimiento? Yo chasqueé los dedos. Mi padre pidió a mi hermana que me hiciera recapacitar. Yo la miré, indignada. Ella había visto las cartas que yo enviaba al zar con Ali. Ella había pasado con mi coche junto a los tres terrenos que el zar me había comprado en la isla de Petersburgo. ¿Creía ella que todo eso eran fantasías por mi parte? ¿Estaba solo siguiéndole la corriente a la pequeña Mala? Supongo que pensaba que Ali había roto y tirado mis cartas al zar, y que mis terrenos pertenecían al barón Brandt, que vivía al lado. Me resultaba odioso que me mirase con esa superioridad suya tan Kschessinski. Bueno, pronto vería. Todo el mundo lo vería. Y todo el mundo incluía a Alix, de quien yo sabía que estaba haciendo todo lo posible para librarse de mí.

No tuve que esperar mucho.

Porque tan pronto como empezó en el Neva el deshielo primaveral y se abrieron los cimientos para mi magnífica y nueva casa en la isla de Petersburgo, Alix empezó otra vez a promover la canonización del monje Serafín de Sarov. El año anterior quería que se llevase a cabo la canonización antes del nacimiento del que pensaba que sería su hijo, pero el procurador del Santo Sínodo, jefe de la Iglesia ortodoxa rusa, se había resistido. Si hacían santo a aquel monje justo entonces, creía ella, intercedería ante Dios en su favor y Dios esta vez le daría un hijo, en lugar de un fantasma. Serafín de Sarov, el monje del monasterio de Sarov que murió en 1833 y que vivió como un eremita en una choza fuera de sus muros, se decía que había realizado milagro tras milagro en Siberia, y que también había hecho profecías. Predijo el reinado de Niki, les nombró a él y a Alix como zar y zarina cincuenta años antes de que nacieran, incluso predijo que el zar y toda su familia un día acudirían a Sarov. Alix creía que si Serafín la había conocido cuando solo existía en la mente de Dios, entonces también conocería a su hijo, el niño que estaba destinada a tener, cuyo espíritu todavía esperaba a ser invocado. En anticipación de todo aquello, Serafín sería el santo patrón de Nicolás y Alexandra.

Por entonces ella había perdido ya toda su paciencia con la Iglesia. No le importaba si Serafín cumplía o no los requisitos necesarios para la santidad. No le importaba que su cuerpo se hubiese descompuesto, mientras que el de un santo debía ser dulce e incorrupto. Cuando el obispo Antonio de Tambov, que también era de la provincia donde había vivido Serafín, protestó por aquella glorificación, Alix insistió en que el obispo fuese enviado a lo más profundo de Siberia, como un revolucionario silenciado. Le dijo al procurador:

– Todo responde al poder del emperador, incluso el hecho de hacer santos.

Finalmente, Niki tuvo que dar un paso: la canonización debía llevarse a cabo, aunque solo fuera para tranquilizar a la zarina. Yo sabía que Niki solo intentaba calmarla, hacer que su ruptura final con ella fuese más fácil, si ella creía que lo habían intentado todo y que ella le había fallado por completo. De modo que la Iglesia declaró que el pelo, dientes y huesos eran prueba suficiente de santidad, aunque en tal caso, por supuesto, todo cuerpo yacente en una tumba habilitaría para ello, y a pesar de los cientos de cartas de protesta, el Santo Sínodo presidió una canonización que no deseaba. Que Alix canonizase a todos los monjes vagabundos de Rusia, pensé yo. Ni uno solo de ellos conseguiría que tuviera un hijo.

En julio, mientras se elevaban las vigas y los pilares de mi palacio, toda la familia imperial acudió en tren a la estación de Arzamas, en medio de la nada, y allí subieron a unos carruajes abiertos para viajar hacia el antiguo monasterio de Serafín. Campesinos a miles se alineaban junto a las carreteras sin pavimentar, y Niki detuvo el convoy para que la gente le pudiera saludar, besar sus manos, tocar las mangas de su chaqueta, llamarle batushka y Padre Zar. Antes de su regreso a San Petersburgo, más de cien mil campesinos se aglomeraron para ver a Niki en toda su divinidad, y fue llevado a través de la multitud a hombros de sus ayudantes para que el pueblo pudiese verlo sin pisotearse unos a otros. «Hermanitos», les llamaba Niki, mientras intentaba abrirse camino entre la multitud, antes de que sus ayudantes finalmente le levantaran en hombros. Cada día había milagros y curaciones en la catedral, en la cabaña de Serafín, en plena naturaleza, junto a la corriente donde setenta años antes Serafín se limpiaba la tierra que tenía bajo las uñas. Los niños se curaban de la epilepsia, hombres con las piernas atrofiadas podían andar, etc., etc., y Niki y Alix visitaron aquel río milagroso también la tercera noche que pasaron en Sarov. Desnudos, se sumergieron en el agua oscura y helada, vigilados a distancia por unos pocos oficiales de caballería discretos. Mientras tanto, mi casa y yo nos habíamos convertido en objeto de intensos chismorreos en la capital. Unos dibujos del diseño proyectado aparecieron en la publicación Architect. ¡Yo misma se los había enviado al editor!

¿Me preocupaban a mí acaso todos aquellos milagros y plegarias y baños en riachuelos? Ni lo más mínimo. Ni siquiera en octubre, cuando supe que Alix estaba embarazada de nuevo.

Mi casa estaba construida al estilo art nouveau, que entonces hacía furor: los ladrillos claros brillaban como el oro al sol; las guirnaldas y ramilletes de hierro forjado serpenteaban por encima de las muchas ventanas, y las paredes de cristal del invernadero subían dos pisos. Aquellas ventanas estaban cerradas por unos pestillos de latón que yo había pedido a París, como una extravagancia. Mi Salón Blanco podía albergar un concierto. La seda amarilla besaba los muros de mi salón pequeño, y roble ahumado el grande. Tenía también un comedor, una sala de billar (porque al zar le encantaban los billares), un estudio, una docena de dormitorios en el piso de arriba, una cocina y una bodega abajo, un ala entera para los criados, una cochera, establos y un granero con una vaca para que mi pequeño zarevich pudiese beber siempre leche fresca. El balcón de su habitación daba a la Perspectiva Kronoverski. Yo contraté a un dvornik (mayordomo), dos lacayos, un despensero, un jefe de cocina y dos cocineros, una fregona, un calderero, un chófer, dos doncellas para mí y un valet para Vova. Mi mansión se terminó en el verano de 1904. Vendí la casa del 18 de la Perspectiva Inglesa al príncipe Alexánder Romanovski, duque de Leuchtenberg y uno de los muchos parientes de Niki, y solo cuando crucé el puente Troitski hacia la isla de Petersburgo mi familia creyó lo que les había contado. Incluso me convertí en protagonista de una nueva cancioncilla que corría por la capital:

Como un ave volaste del teatro y sin escatimar las piernas llegaste bailando a tu nuevo palacio.

Sí, que Niki se quedase junto a Alix mientras ella estuviese confinada, porque yo había conseguido llegar bailando a un palacio.

Y estaría allí, en una postura de reposo en una de las chaise-longues de mi Salón Blanco, cuando llegase Niki, mejor que en mi dacha, en una de sus visitas clandestinas, para decirme que Alix había dado a luz a otra niña llamada Ekaterina, o Elizabeth, o Elena, o que de nuevo no había niño… Yo intentaría no saltar triunfante y gritar: «¡He ganado yo, Mathilde-Marie!».

Sin embargo, en cuanto hube desempaquetado mis trajes y los hube colocado en mi guardarropa, cada traje numerado con una pequeña plaquita, los grandes cañones de Pedro y Pablo empezaron a disparar las tradicionales salvas que señalaban que había nacido un hijo del zar. Era el 30 de julio. Corrí hacia el balcón y agucé el oído en dirección a las islas de la Liebre y del Almirantazgo. Nadie en Peter escuchaba más fervientemente que yo el número. Noventa y nueve. Cien. Ciento uno. Ciento dos. Y los cañones no se detuvieron. Pensé al principio que me había equivocado, o quizá que me había dejado engañar por los ecos peculiares de la ubicación de mi casa nueva, pero las salvas continuaron, tantas y durante tanto tiempo que me di cuenta de que mi error no era aritmético, sino que tenía otro sentido mucho peor. Hacia los ciento cincuenta ya estaba llorando. Cuando llegaron a los doscientos diez me recompuse. Hacia los trescientos el teléfono empezó a sonar (¿he mencionado que yo tenía el número de teléfono prestigiosamente bajo de 441?), pero no atendí la llamada de los artistas del teatro ni de mi ridícula familia, que quería decirme: «¿Piensas que es verdad?», y que no tenían ni idea del desastre que representaba para mí aquel acontecimiento. Por la tarde apareció en todos los periódicos la confirmación de que el zar había engendrado un hijo varón: «Mediante el manifiesto del 28 de junio de 1899 nombramos sucesor nuestro a nuestro amado hermano el gran duque Miguel Alexándrovich hasta que llegase el momento en que nos naciese un hijo varón. A partir de ahora, según las leyes fundamentales del imperio, el título imperial de Heredero Zarevich y todos los derechos pertenecientes a él corresponden a nuestro hijo Alexéi».

Alexéi. Le habían dado el mismo nombre que Alexéi Mijaílovich, Alexéi I, Alexéi el Pacífico, el padre de Pedro el Grande, el amable zar que tanto había admirado siempre Niki. Era un nombre poco habitual para un Románov, para una familia tan llena de Konstantín y Nikolai, Vladímir y Mijaíl, Sergéi y Alexánder, pero Niki adoraba al último zar moscovita, el último antes de que su hijo Pedro, tan amante de lo europeo, erradicase las antiguas costumbres rusas, hiciera que todos los hombres se afeitasen la barba y que las mujeres se pusieran corsé, y los puso juntos para que cenaran y bailaran igual que lo hacían en La France. En su propia coronación, Niki se había sentado en el trono de Alexéi, que tenía setecientos cincuenta diamantes incrustados. Pero había un motivo por el cual la familia había puesto aquel nombre a sus hijos tan esporádicamente: el nombre pertenecía no solo al padre de Pedro el Grande, sino también al hijo, aquel hijo a quien Pedro había hecho asesinar clandestinamente cuando empezó a sospechar que podía estar conspirando contra él. Ese Alexéi asesinado era aquel a quien recordaba el pueblo cuando empezaron a susurrar que traía mala suerte el nombre de aquel pobre niño nacido de una mujer que les llegó detrás de un ataúd.

Doblé el periódico que contenía el ucase del zar. Subí la pequeña escalera de diecisiete peldaños que conducía a mi dormitorio suite en aquella casa que era mía desde hacía tan poco, y que quizá ya no fuese mía dentro de poco. Me dirigí al enorme cuarto de baño cubierto de azulejos azules y plateados que albergaba la gran bañera empotrada que había hecho colocar para el zar, y en la cual no se había bañado todavía nadie, puse el tapón al desagüe y abrí el grifo. Me metí en ella totalmente vestida, y mi plan se fue desarrollando ante mí a medida que lo llevaba a cabo. El agua lentamente fue cubriendo mi cuerpo, empapando primero la tela de mi vestido, luego incluso las capas más intrincadas de mis enaguas, y finalmente hasta la camisa que llevaba, el cubrecorsé y la lona de mi corsé, todo lo cual actuaba como lastre. A medida que iba subiendo el agua, mi pelo y luego mis brazos empezaron a flotar hacia la superficie, y cuando tuve la cabeza plenamente sumergida, miré hacia arriba, al baño inundado, con sus azulejos plata y azul iluminados por pequeños riachuelos de luz. Me encontrarían allí, conservada como una rareza del museo Científico de Pedro el Grande, y en mi placa pondría: Antigua amante del zar Nicolás II. Tendría que haberme puesto un vestido mejor, pero era demasiado tarde. Tendría que haber llevado un crucifijo entre las manos, pero también era demasiado tarde para eso. Abrí la boca para respirar, pero al entrar agua en lugar de aire, mi cuerpo explotó, indignado, y salí disparada tosiendo. Parece que no tenía lo necesario para morir, para desaparecer, cosa que habría sido muchísimo mejor para todo el mundo excepto, quizá, para mi hijo, que ahora comía manzanas cortadas a trocitos en la cocina con mi cocinera. Una vez yo desaparecida y con el zar entretenido con su hijo legítimo, Vova acabaría al cabo de poco tiempo adoptado por mi hermana y relegado a la escuela de ballet como los demás en mi familia, y acabaría por desvanecerse en la maraña de aquel teatro y emerger sesenta años después como un anciano con un reloj de oro. ¿No había ninguna otra carrera posible para un Kschessinski? No, parece que no. Solo si yo estaba viva podía asegurarme de que aquello no ocurriese. Solo si yo seguía viva podía asegurarme de que Vova tuviese la vida que se merecía. De modo que me puse de pie, con las faldas que pesaban cien kilos, y escurriéndoles toda el agua que pude, pasé la pierna por encima del borde de la bañera. Arrastrando el vestido, fui andando con mis zapatos empapados hacia el dormitorio e hice las maletas para irme a Strelna, como si ya fuese el momento de mis habituales vacaciones de verano. Allí pensaría qué hacer a continuación.

No había pasado ni una semana desde mi llegada a Strelna, donde ni siquiera se suponía que debía estar, cuando el jefe de policía me llamó para informarme de que se estaba cerrando el puente de Peterhof a Strelna y el emperador venía de camino para verme. Y yo pensé: Niki viene ya a pedirme la llave de mi palacio, y a pagarme otros cien mil rublos. Ya tiene redactados los documentos oficiales para que se los firme. Pero no llevaba ningún documento cuando vino. Antes de poder saludarle siquiera, antes de llegar siquiera a los escalones de la veranda donde yo había salido al oír su caballo, me dijo:

– Mala, el niño está enfermo. -Y cuando lo miré, sin comprenderlo, me dijo-: Alexéi tiene hemorragias.

Y se sentó de golpe en los escalones de la veranda y yo me senté a su lado y puse su cabeza en mi regazo, y la radiante luz del sol bajó del cielo y lentamente mi antigua desesperación fue dando paso a la compasión. Acaricié el pelo del zar de la misma forma que había acariciado hacía poco el cabello de mi niño para que durmiera la siesta después de comer.

Esa enfermedad hemorrágica había hecho su aparición antes en la familia de Alix. La reina Victoria, sus hijas y nietas llevaban la enfermedad en su cuerpo, porque las mujeres eran portadoras y los hombres quienes la sufrían, y como esas mujeres se casaron con primos suyos que eran príncipes y reyes, la enfermedad se infiltró en las casas reales de Inglaterra, España, Alemania y ahora, al parecer, también Rusia. Cuando Alix solo tenía un año de edad, su hermano Fritzie murió de una caída sufrida por la mañana que lo mató al acabar el día. Cuando tenía doce años, su tío Leopoldo se cayó y murió de hemorragia cerebral. Solo seis meses antes de que naciese el hijo de Alix, su hermana Irene había perdido un hijo. El sobrino de Alix, Henry, que tenía cuatro años, tardó varias semanas en morir después de un golpe en la cabeza, semanas de chillidos incesantes y de la desesperación más absoluta de los padres. Alix asistió al funeral ya embarazada. Mal presagio. De modo que Alix sabía que si un niño sufría de hemofilia, cualquier caída, cualquier golpe o contusión, cualquier tropiezo podía significar semanas de dolorosas hemorragias, coágulos de sangre corrosiva bajo la piel que podían inmovilizar una articulación, dañar los órganos, incluso matar. Niki me dijo que tenía que haberse casado con la princesa francesa Hélène, o con la prusiana Margaret, como deseaban sus padres. ¡No me mencionó a mí, por supuesto! Ahora creía que aquel era el motivo por el que Alix lloraba desconsolada el día de su compromiso. El destino se guardaba aquella negra carta en la manga, apartada de la vista, pero Alix de alguna forma la había visto. Él mismo nació bajo el signo de Job. Él era aquella carta. Estaba destinado a unas pruebas terribles. No recibiría su recompensa en esta tierra, ni tampoco Alix. Cuando empezaron las contracciones, dijo Niki, ella estaba sentada en un sofá en el salón del Palacio Inferior de Peterhof, y los paneles de espejo que estaban colgados tras ella saltaron hechos añicos espontáneamente y la cubrieron de fragmentos de cristal, igual que había ocurrido con el azogue del espejo en escena en la representación de mi último ballet. No había que ser ruso para darse cuenta del presagio que representaba aquello. Y mientras él hablaba, yo le acariciaba el pelo y murmuraba sonidos ininteligibles, «ea, ea», y me alegraba mucho de que él no pudiese ver mi cara, que ahora estoy segura de que resplandecía con un deleite creciente. Su hijo estaba enfermo, no viviría mucho. No era mi vida la que quería llevarse Dios, sino la de Alexéi. A pesar de todos los esfuerzos de Alix por burlarme, el destino había intervenido. El cielo no quería que el hijo de Alix fuese el siguiente zar. El cielo no quería que Alix fuese emperatriz. Niki la había dejado en Peterhof y había venido a verme a mí. La llave de mi nueva casa seguiría en mi bolsillo.

– Ven -le dije a Niki finalmente, y cogí su mano y le conduje hacia el cuarto infantil donde Vova, que tenía dos años, dormía con las mejillas como dos manzanas y la frente como un cielo.

– ¿Respira bien? -preguntó Niki-. Hace demasiado calor aquí, Mala.

Yo me eché a reír.

– Respira bien -le dije, y cogí a nuestro hijo de su camita y se lo puse a Niki en los brazos. Niki lo acunó allí de pie, en aquella habitación tan caliente.

– No podremos vernos durante un tiempo, Mala -dijo Niki por encima de la cabecita de mi hijo-. No puedo debilitar la legitimidad de Alexéi. Quizá viva algún tiempo. No hay forma de saberlo con certeza.

Mientras tanto, yo tendría mi palacio. El ministro de la corte continuaría transfiriéndome un estipendio mensual para mis gastos. Él y Alix no tendrían más hijos.

– Ya tenemos suficientes hijas -dijo Niki, con pesar-, y el riesgo de tener otro hijo es demasiado grande.

Sí, el riesgo era demasiado grande. La Casa de España tenía dos hijos hemofílicos. Los principitos llevaban trajes acolchados para jugar en el jardín de palacio, donde los árboles también estaban acolchados, pero aun así los niños sufrían. Los dos hijos de la hermana de Alix, Irene, eran hemofílicos; antes de que el niño muriera, mantuvo a su hijo menor, Henry recluido en palacio en Prusia para ocultar las pruebas de su padecimiento, para que el país no supiera que tanto el heredero como su hermano eran hemorrágicos y la Casa de Prusia estaba corroída por la enfermedad. De modo que Alix decidió que ella haría lo mismo con Alexéi. Al año siguiente, la familia se trasladó a Tsarskoye Seló. Se escondieron en el palacio Alexánder, y ocultaron a Alexéi y su enfermedad tan celosamente que casi nadie se enteró. Hasta 1912 el tutor de los niños, Pierre Gilliard, no comprendió cuál era la enfermedad que padecía el pequeño, por qué estaba tan pálido y tenía tan mala cara, y por qué pasaba semanas en la cama de vez en cuando. El médico de Alexéi, Eugene Botkin, nunca dijo una sola palabra de la enfermedad del zarevich, ni siquiera a su propia familia. Incluso la familia de Niki, durante más de una década, no supo qué era lo que le pasaba al chico. Se entregaban fotos de Alexéi a la prensa, pero raramente aparecía en ceremonias públicas, y se daban diversas excusas para su ausencia. Y así empezaron de nuevo los rumores: el niño era retrasado, era epiléptico o había sido víctima de una bomba revolucionaria.

En cuanto a mi propio hijo, Niki promulgó un ucase secreto otorgándole el estatus de noble hereditario. Y eso sería únicamente Vova hasta que ocurriese lo inevitable, lo impronunciable, aquello que yo esperaba, malvada, de manera impaciente, lamentando incluso la espera. Recuerdo que pensaba: «¡Ah, si hubiera costado tanto crear las representaciones teatrales del Mariinski, el zar se habría tenido que sentar en su palco durante décadas sin poder ver nada!»