38772.fb2 La verdadera historia de Mathilde K - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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La llama a la yesca

Para ver alguna vez a Niki, algo que tanto añoraba, me veía obligada a asistir a acontecimientos públicos, de modo que en enero de 1905 me acerqué al muelle Dvortskaya para contemplar la ceremonia de la Epifanía. Esa bendición de las aguas inicia el ciclo del Carnaval, una explosión de alegría que tenía su culminación en la Semana de la Mantequilla, justo antes de Cuaresma. Pronto se colocarían unos puestos en aquel mismo lugar, y en las calles, y en el Campo de Marte, y los siguientes meses serían muy bulliciosos. Los campesinos se mantenían entre cosecha y cosecha con sus ventas en esos puestecitos de madera, montados rápidamente y llenos de banderitas y colgaduras, y malabaristas y gitanos bailaban entre los puestos a cambio de los kopeks que les quisiéramos echar. Yo pensaba sacar a Vova para que viera las representaciones con marionetas donde a los arlequines les daban en la cabeza unos malvados villanos con sables y porras, a oír a los gitanos cantar sus canciones folclóricas, atiborrarnos de blinis rellenos de caviar y resbalosos por la mantequilla, dar de comer a Vova galletas de jengibre, avellanas, nueces ucranianas o nueces griegas tostadas allí, al aire libre, en braseros de carbón, igual que hacen los vendedores en París, usando sus palas de latón para echar los frutos secos en unos cucuruchos de papel. ¿Han visto el ballet Petruchka? Entonces ya saben lo que es una feria Shrovetide y las marionetas en las que se basa ese ballet, el pequeño arlequín Petruchka, el Negro con su espada, la bailarina Columbina, con sus tiesas falditas rosa. En uno de los puestos le compraría a Vova un pajarito en su jaula y un juguete de madera. Aquel día, de camino hacia el muelle, le prometí que en cuanto empezase el Carnaval le buscaría un carrito de madera con ruedas que diesen vueltas de verdad, con los costados pintados de un color rojo intenso, amarillo y azul del este de Rusia.

La bendición misma era un ritual anual en el cual el zar y su familia salían andando por el helado Neva encima de una larga alfombra roja que corría desde el Palacio de Invierno, bajando por los escalones del muelle, y seguía por el hielo hasta una capilla improvisada, llena de crucifijos brillantes, columnas de yeso, un altar de madera y cálices de plata, y los estandartes e iconos de san Juan Bautista. Guardias del regimiento se alineaban a los lados de la alfombra y formaban círculo en torno a la capilla. Se había cortado un agujero en forma de crucifijo en el hielo en aquel lugar, y el agua fría corría lentamente por debajo, mientras el blanco polvo de nieve soplaba por encima de todos nosotros. Aquel día fingíamos que el Neva era el Jordán, y por una vez, los invitados reales esperan dentro del palacio, mientras el pueblo ruso era testigo de una ceremonia. Era nuestro día, uno de los pocos en que podíamos estar con nuestro emperador. Algunas mujeres llevaban jarras para llenarlas con el agua del Neva en cuanto hubiese sido bendecida: un niño o un marido estaban enfermos o lisiados en casa. Algunas mujeres llevaban a un niño con problemas para sumergirlo rápidamente en las heladas aguas, y luego envolverlo en una manta de piel. Yo llevé a Vova, aunque su única enfermedad era su ilegitimidad, y sumergirlo en el agua no remediaría aquello, ni echar un vistazo al emperador remediaría lo que me aquejaba a mí. Aun así, Vova y yo esperamos. Ningún guardia movió un dedo ni pronunció una sola palabra, todos estaban firmes, como soldados de plomo, con la cabeza descubierta y los cascos a sus pies, mientras el viento soplaba por encima del hielo y hacía vibrar los puntales de la capilla.

Luego, en el preciso momento en que acabó el servicio matutino en la capilla de palacio, las bandas empezaron a tocar el himno nacional y unos soldados a los que no veíamos gritaron su saludo, antes de que Nicolás, con aire bastante regio, dirigiera a la familia imperial y su séquito de cosacos por los escalones de piedra del muelle hacia el río; desde los kokoshniks enjoyados de las mujeres flotaban largos velos blancos, y parecía que sus almas flotasen detrás de sus cuerpos, tan puras como si careciesen de color y formasen parte del cielo de un gris blanquecino. La cabeza de Niki, por tradición, iba tan descubierta como la de sus guardias, porque aquel día él representaba a Cristo dispuesto a ser bautizado por san Juan, y representaba bien aquel papel, porque, ¿acaso no sufría él también, como Cristo, el oscuro conocimiento de lo que iba a suceder? El metropolitano local y sus obispos y archimandritas y sacerdotes llevaban vestiduras de oro tan solemnes que se podía pensar que eran ellos, y no el emperador, quienes estaban a la cabeza de la Iglesia, pero la realidad es que era Nicolás quien tenía los nombramientos de aquellos hombres en sus manos. Desde donde yo estaba sujetando a Vova, que llevaba un diminuto sombrero de castor, no se podían oír las palabras exactas de la liturgia, solo llegaba el sonido de las voces de los sacerdotes rozando el hielo entre un aroma a clavos de olor y rosas. El viento hinchó los carrillos y sopló su aliento frío, húmedo y voluptuoso por encima del hielo, y Vova enterró el rostro en el cuello de marta de mi shuba. Enterró el rostro porque tenía frío. Era demasiado pequeño para conocer la vergüenza, pero pronto empezaría a preguntar: «¿Dónde está mi padre?». Y ¿qué le respondería yo entonces? «Tu padre está muy lejos», porque después de todo, ¿no está el zar muy, muy arriba? Aunque en aquel momento se encontraba a menos de una versta de distancia.

En el momento álgido de la ceremonia, el metropolitano metió tres veces una gran cruz de plata que colgaba de su larga cadena en el agujero recortado en el hielo, y con ella nos bendijo a todos. Las campanas de Pedro y Pablo repicaron, los cañones dejaron escapar sus truenos y las mujeres que se encontraban a mi alrededor empezaron a chillar al oír aquel sonido, pensé al principio, hasta que me di cuenta de que algún arma invisible había empezado a perforar el hielo a nuestro alrededor. Pequeños fragmentos de hielo salieron volando y nos golpearon en el rostro y las manos, y Vova empezó a gimotear. Las mujeres que estaban a mi lado echaron a correr, con los niños bien sujetos bajo el brazo, resbalando un poco, a pesar de sus botas de fieltro, arrastrando con ellas sus jarras vacías. Averiguamos después que un terrorista había conseguido sustituir la habitual munición de fogueo por otra real, y al seguir disparando los cañones, parte de esta munición llegó hasta el lugar donde nos encontrábamos nosotros. La comitiva imperial fue salpicada con metralla también, y se disgregaron, conmocionados. En el muelle vi a un policía caer, y su sangre formó un rastro rojo que se iba dispersando desde la alfombra color carmesí. Oímos que se rompían los cristales de las ventanas de la Sala de Nicolás, donde esperaban los invitados vestidos de corte el regreso del emperador. Yo di unas palmaditas en la espalda de Vova para tranquilizarlo y miré por encima de él. No podía irme de allí hasta saber si Niki estaba a salvo o no. Vi que estaba ya rodeado por sus guardias, que otros guardias rodeaban al resto de la familia imperial, y cuando los cañones se callaron al fin, Nicolás se movió a través de su séquito tranquilizando a sus miembros, y haciendo que el grupo, un poco como una mujer con el vestido en desorden, se recompusiera y se tranquilizara para retirarse con dignidad. Nunca le había visto tener que tomar el mando en una situación pública que no estuviese minuciosamente coreografiada, aquello se salía de lo previsible, y al parecer los diez años que llevaba como zar le habían preparado para lo inesperado mejor de lo que él mismo suponía. También aquello formaba parte del hecho de ser emperador. El cargo no solo llevaba consigo, después de todo, recepciones, procesiones y ceremonias, sino también el gobierno real y las protestas contra este. En su coronación, Niki había hablado en contra de los «sueños sin sentido» de reforma de aquellos que, como las generaciones antes que la suya y remontándose hasta la guerra con Napoleón, esperaban traer reformas al gobierno monárquico de Rusia. Quizá Niki encontrase su camino con aplomo, a través del embrollo que formábamos nosotros. Cuando la familia imperial se desvaneció en el Palacio de Invierno, el hielo rápidamente se despejó, pero yo me quedé, me agaché a coger un puñado de la metralla que yacía allí, sin que nadie se diera cuenta, con los bordes de metal todavía calientes e irregulares al tacto, aun a través del cuero de mis guantes.

¿He mencionado que Rusia aquel año estaba en guerra con Japón? No me extraña no haberlo hecho. Se trata de una guerra que es mejor olvidar. Mientras Niki me construía una casa en la isla de Petersburgo, también estaba completando el ferrocarril transiberiano, acortando la ruta que planeaba establecer al atravesar Manchuria, una tierra china que obstruía el camino directo desde Irkutsk hasta Vladivostok, el puesto de avanzada más oriental de Rusia. Se había sobornado a los chinos con rublos y con la promesa de una alianza con Rusia contra los enemigos de China, y respeto por su soberanía. Pero mientras los hombres colocaban las vías, Niki decidió, violando aquel acuerdo, anexionarse Manchuria y convertirla en otra de sus conquistas asiáticas, cosa que los chinos, a pesar de sus protestas, eran demasiado débiles para impedir. Si Niki se hubiese detenido ahí, todo habría estado bien. Pero no lo hizo. Quería reclamar también los bosques de la península de Corea, y convertirse en amo de más tierras para Rusia. Después de todo, ¿no era el zar? Desgraciadamente, los japoneses también querían aquellos bosques coreanos, y así, cuando Niki se negó a firmar un acuerdo con «los monos amarillos» para contener sus intereses en Manchuria y dejarles los bosques coreanos, los japoneses atacaron. Los monos amarillos de los que nos reíamos (en las caricaturas de los periódicos nuestros cosacos cogían japoneses a docenas con sus gorros de piel), no solo rechazaron a la flota rusa y hundieron nuestros barcos en los estrechos de Tsushima -un desastre al que el hijo de Vladímir, Kyril, comandante de la Marina, sobrevivió a duras penas-, sino que también acribillaron a nuestros hombres con sus anticuadas cargas de bayoneta en Manchuria. Costó siete meses a la flota del Báltico navegar en torno al mundo para llegar a Port Arthur y ayudar a nuestros hombres, interminables días para que los suministros viajasen los diez mil kilómetros por tren desde las grandes ciudades de la Rusia occidental a la frontera entre Manchuria y Corea. Niki, en un momento dado, envió a sus hombres un cargamento de iconos para que los ayudasen en combate (bonitos retratos ovales del Salvador con cadenas de oro) y al desempaquetar aquellas cajas, un general se rió: «Los japoneses nos están machacando con sus ametralladoras pero no importa: nosotros los machacaremos con nuestros iconos». Supongo que la guerra fue la cerilla pora la yesca y la metralla. Lo que yo tenía en la mano era el artefacto de un intento de asesinato. Al año siguiente habría una oleada de asesinatos: el ministro del Interior de Niki, Plevhe; el gobernador general de Finlandia, Bobrikov; el gobernador general de Moscú, su propio tío, el gran duque Sergio Alexándrovich; y más tarde su primer ministro, Stolypin. Sí, aquellos hombres morirían todos, pero el zar todavía no.

Ahora, la yesca.

Justo tres días más tarde, el 9 de enero, explotó cuando el padre Gapón, un sacerdote que trabajaba con los campesinos pobres de las fábricas, se sintió empujado a dirigir a aquella gente sufriente hacia el Palacio de Invierno para contarle sus penas al zar. Gapón quería que este tuviese noticia de los humos ponzoñosos que llenaban las fábricas sin ventilación, el tifus y el cólera generados por los desechos industriales, los niños campesinos que trabajaban dieciséis horas durante la larga noche rusa, la maquinaria que sacaba ojos o arrancaba miembros (después de lo cual al trabajador se le pagaban unos pocos rublos y se le despedía), los registros de los trabajadores que se llevaban a cabo a las puertas de la fábrica, los azotes que sufrían por cualquier transgresión, el dinero que se les descontaba por usar el lavabo, las pilas de ropas que se usaban como lecho en los barracones de las fábricas o en las bodegas o escaleras donde los trabajadores dormían como bestias serviles abandonadas a la merced de los patronos hacendados de su fábrica. La ironía del deseo de Gapón era que la policía del zar le pagaba para que apoyase a unos sindicatos destinados expresamente a hacer que los trabajadores soportaran esas condiciones y evitar que se uniesen a los Demócratas Socialistas y sus sindicatos, que instaban a los trabajadores a rebelarse en lugar de aguantar. En las reuniones de Gapón reinaba el decoro: los trabajadores bebían té, recitaban el padrenuestro, cantaban el himno nacional. Pero supongo que la compasión de Gapón por ellos al final se sobrepuso a su misión de sojuzgarlos, y por tanto se le ocurrió la idea de representar una gran «marcha» teatral, para provocar una solución a aquella esclavitud. Su zar los ayudaría. Desconocía su miseria porque sus ventanas solo daban a la belleza del río. O quizás había demasiadas habitaciones seguidas una tras otra, y la noticia del sufrimiento de los trabajadores no acababa de penetrar. O quizás el zar hubiese estado demasiado ocupado con los documentos de su despacho y las preocupaciones de la guerra con Japón, con la mente ocupada en asuntos lejanos, y por eso no había visto el sufrimiento que tenía ahí mismo, a media versta de las paredes de su despacho. Pero en cuanto conociera las condiciones intolerables en las cuales trabajaban los campesinos en aquellas fábricas, su zar-batushka seguramente se echaría las manos a la cabeza y lo arreglaría todo con los adecuados rasgos de su pluma. De modo que alimentando aquella esperanza en su pecho, Gapón y los trabajadores se reunieron a cientos de miles en seis puntos determinados de la ciudad e iniciaron su marcha a pie a lo largo de las calles diseñadas como los radios de una rueda por los arquitectos europeos del estimado siglo XVIII (Lambert, Trezzini, LeBlond), unos radios que conducirían al Almirantazgo y al Palacio de Invierno, el centro de todo.

Pero Niki no tenía intención alguna de escuchar los ruegos de los trabajadores que golpeaban el metal y los trabajadores de las centrales eléctricas, no tenía intención alguna de recibir a aquella muchedumbre. ¿Por qué iba a hacerlo? Andando por los campos de Sarov, con sus campesinos rus, sus humildes hermanitos, les permitía que le tocasen las manos o que besaran su sombra o que le contaran sus desdichas, pero ¿por qué iba a recibir a una chusma rabiosa a las puertas de su palacio, especialmente una chusma corrompida por socialistas e intelectuales a quienes no les importaban nada los campesinos y los usaban como herramientas para sus propios fines, fines de los cuales los campesinos no sabían nada?

Vova me llamó a su balcón cuando oyó los primeros sonidos, que le parecieron como de un gran desfile, y yo me uní a él para presenciar cómo cruzaba la procesión el puente de Troitski, dirigiéndose hacia el palacio. Le señalé a Vova que los hombres, mujeres y niños llevaban iconos y retratos del zar, banderas y carteles, incluido uno que exclamaba, de forma desconcertante ¡SOLDADOS, NO DISPARÉIS AL PUEBLO!, que los niños que iban delante en la manifestación llevaban cogido con sus pequeñas manitas. No disparéis al pueblo. Se habían pegado carteles en todo Petersburgo arremetiendo contra aquella marcha, se habían colocado cañones en la plaza de palacio, la caballería se encontraba reunida frente al palacio y en los jardines Alexándrovski, y doce mil soldados estaban apostados a lo largo de las calles, en la Perspectiva Nevsky, en el puente Troitski y en la puerta del Neva. La gente marchaba tan solemnemente como una procesión religiosa de niños de primera comunión, junto a los soldados y los cosacos situados a lo largo del puente, y empecé a notar en la piel el picor del mal presagio. A los cosacos les gusta matar, y matar en la lucha cuerpo a cuerpo. ¿Por qué creen que el zar los usaba como Guardia de Corps personales? Los transeúntes que estaban en los extremos del puente y las aceras de las calles al otro lado se quitaban los sombreros pacíficamente de la cabeza o se santiguaban a medida que iba pasando la columna, ya que después de todo era un sacerdote el que llevaba la gran cruz que iba a la cabeza del desfile. La petición de los trabajadores ya había sido enviada por delante a su zar, y fue reproducida más tarde en los periódicos: «Señor, hemos venido a buscar justicia y protección. Estamos empobrecidos, estamos oprimidos, sobrecargados con una tarea excesiva, tratados con desprecio. Hemos alcanzado ese espantoso momento en que la muerte es mejor que la prolongación de nuestros insoportables sufrimientos. Batushka, oye nuestra súplica».

Mientras mi hijo y yo estábamos allí de pie, Vova bailoteando por el frío, yo oí disparos, unos sonidos débiles, pero en gran número, y Vova empezó a hacer la mímica de disparar un cañón imaginario. Yo pensé: «Seguro que nadie disparará contra esas mujeres y niños», esos hombres que llevaban retratos del zar, pero le dije a mi doncella de todos modos que se llevara a Vova adentro, y él se fue llorando y diciendo que me odiaba y que quería quedarse a ver, quería «ver a la gente». Más tarde supe que cuando los manifestantes se acercaban a las puertas de Narva, un escuadrón de caballería cargó a través de aquel arco verde que llevaba las figuras de caballeros rusos medievales con sus cascos, botas y armadura. Y cuando los manifestantes siguieron avanzando (¿cómo puede retroceder una muchedumbre con facilidad?, recordemos el Campo de Jodynka), la infantería apuntó con sus rifles a los manifestantes, hizo unos disparos de advertencia y luego apuntó a la multitud, de repente, sin más dilación. Y ¿quién ordenó que se disparara a la gente? El gran duque Vladímir. El «emperador Vladímir», examinando la situación desde sus altas botas pulidas, el hermano de Alejandro III, comandante en jefe de los guardias de Preobrazhensky y del distrito militar de San Petersburgo, padre disciplinario de las bailarinas díscolas. Para aquel monárquico no era permisible manifestación alguna del pueblo, ni era tolerable ninguna disensión. ¿No había llegado a saberlo bien yo misma? Aunque la multitud empezó a disgregarse y a huir, llena de confusión, la caballería siguió disparando, y como la oleada de conmoción que causa una bomba, el desorden se extendió desde las puertas hacia el puente Troitski. Desde el balcón de Vova yo vi a los excitables cosacos llevar sus caballos justo hacia la multitud encajonada allí y, abatir sus látigos y sus sables encima de los sombreros de los hombres y los pañuelos de las mujeres, y las hojas cortaron la cara de un hombre en dos, y el hombre cayó en la calle con sus dos caras. Al ver esto yo eché a correr hacia el interior de la casa donde mi hijo me esperaba para golpearme con los puños y llorar, como si le hubiese impedido ver a una jauría de lobos siberianos que pasaban a escondidas ante su puerta. Yo le cogí en brazos, un pequeño fardo furioso en mis brazos, mientras fuera, entre aquel pandemónium, la gente intentaba volver desesperadamente por el camino por el que había llegado, volver a la Perspectiva Nevsky, meterse en los jardines Alexándrovski, como para esconderse entre los árboles o perder a sus perseguidores en los senderos del jardín, y los cosacos y los guardias montados iban atravesando la manifestación y luego volvían de nuevo, disparando con tanta fiereza que los niños que, como Vova, habían encontrado algún lugar elevado desde el cual contemplar el desfile, algún árbol, o estatua del jardín, o parte superior de una verja, fueron abatidos como animalillos. En medio de aquel caos, el padre Gapón, ese idiota, se quedó de pie en la plaza del palacio, incrédulo, con el enorme crucifijo a sus pies y cientos de cuerpos sangrando en la nieve que se extendía blanca en la distancia a su alrededor, y exclamó: «¡No hay Dios, no hay zar!».

Ah, pero sí que había zar. Estaba en Tsarskoye Seló, jugando al dominó. Y yo pensé: «Quizá Niki no sepa llevar esto tan bien como había creído».

Aquel día se llamó el Domingo Sangriento, y la sangre que se derramó contaminó con su sabor todo el año de 1905, y la sangre fueron todas las insatisfacciones ruidosamente expresadas en todo el país, no solo por parte de los trabajadores de las fábricas, que pedían unos horarios y alojamientos dignos, sino también de los ciudadanos enfurecidos por la costosa guerra con Japón, los campesinos que habían sobrevivido a la hambruna de la última década y ahora reclamaban el derecho a poseer la tierra que cultivaban, la intelligentsia que exigía derechos civiles y que, junto con unos pocos nobles liberales, pedía un Parlamento nacional, un zemstvo nacional en el cual todos, y no solo el zar, tuvieran voz. Parecía que todo el país empezaba a celebrar asambleas y firmar manifiestos para enviárselos al zar y sus ministros, y se mandaron al Palacio de Invierno sesenta mil peticiones, como los cahiers, las cartas de agravios, enviadas por los franceses al rey Luis XVI en 1789, y todas ellas pedían reformas al zar. Las demandas de un gabinete de ministros y una Asamblea Territorial de representantes de todos los súbditos del zar venía de los propios ministros de este; las peticiones de redistribución de tierra de los señores a los campesinos venía, por supuesto, de los campesinos; y la petición de un sindicato, de sindicatos en los cuales todo trabajador pudiese pertenecer a una asociación preocupada por la libertad política, de abogados, profesores, oficinistas, contables, profesores, judíos, mujeres, empleados de ferrocarril, campesinos… cada uno un sindicato, esta última petición venía de los liberales, la intelligentsia. Y a esas peticiones siguió la acción. Más de cien mil trabajadores del acero y de las compañías eléctricas se pusieron en huelga espontáneamente más tarde, en enero, y una vez más vi marchar a los hombres por encima del puente Troistky, de diez en fondo, y durante unos cuantos días no tuvimos luz. Las escuelas tuvieron que cerrar en pleno febrero. En septiembre los impresores también hicieron huelga, y durante semanas no hubo periódicos. Los ferroviarios hicieron huelga y no hubo trenes ni telégrafo. Tantos de los antiguos alborotadores revolucionarios habían sido enviados o habían huido al extranjero para evitar el arresto que emergió una nueva generación de líderes: el escritor Gorki, el noble príncipe Lvov y otros como él, que hacía tiempo que querían ayudar a los campesinos y defendían la reforma. Escribieron artículos y pronunciaron discursos y pronto la agitación en las ciudades se extendió también al campo. En las provincias rusas, en Tomsk, Simteropol, Tver y Odessa, la gran franja agrícola, los campesinos talaron los bosques de sus señores, les quitaron el heno, destruyeron toda la maquinaria que no pudieron cargar en sus carros y les robaron el cristal, la porcelana, los cuadros y las estatuas. Los campesinos de un pueblo hicieron astillas un piano y se repartieron entre ellos las teclas de marfil. Otras casas solariegas fueron quemadas, y sus bibliotecas, tapices, grandes pianos y alfombras orientales convertidas en cenizas… y las que no quemaron las profanaron, agachándose y dejando montañas de excrementos en las alfombras y los suelos, y embadurnando el papel pintado con sus asquerosas manos. «Estuvimos aquí, en tu casa.» Los señores huyeron a las ciudades y pidieron ayuda a la corte, mientras en el campo los cielos se volvían rojizos por los fuegos y los campesinos, como caballos de tiro, tiraban de sus carros de madera bien cargados con artículos robados por los campos. En Moscú, los estudiantes de la universidad quemaron retratos del zar y colgaron banderas rojas de los tejados de los edificios. Incluso en Letonia, en Finlandia, en Georgia, en mi propia Polonia, hubo huelgas, barricadas y luchas callejeras por parte de la gente que nunca había disfrutado y había soportado a duras penas el dominio ruso. Sí, los antiguos disturbios de Rusia de la década de 1820 habían vuelto, y de repente, con mucha más fuerza aún.

Durante aquel año terrible, Niki se llevó a Alix, Alexéi y las niñas y se retiraron a la rutina del año imperial: invierno en Tsarskoye, primavera en Livadia, verano en Peterhof, Polonia en otoño para cazar, de vuelta a Tsarskoye para el largo invierno ruso. Pero al retirarse de su pueblo, él también se apartaba de mí. No se había dejado ver en la capital desde la fiesta de la Epifanía. ¿No se olvidaría de que yo existía, y mientras el hijo de Alix estuviese sano, se olvidaría también de la existencia del mío? Porque no todos los hemofílicos morían jóvenes. El príncipe Leopoldo de Inglaterra había vivido hasta los treinta y un años. Era posible que mi hijo y yo tuviéramos que esperar treinta y un años más antes de que Niki volviese la cabeza hacia nosotros de nuevo. ¡Por entonces Niki y Vova serían unos completos desconocidos! Lejos del teatro, secuestrados en aquel palacio y en nuestra posición social, Vova y yo éramos invisibles para la corte y por tanto para el zar. Yo nunca había sido invisible. Y por eso, en febrero de 1905, decidí volver al escenario del Mariinski. Como ya había completado mi ciclo obligatorio de diez años como bailarina y por tanto había devuelto al tesoro la deuda que contraje por recibir enseñanza gratis, ahora podía negociar un contrato mejor para mí con el ministro de la corte, y pedir unos honorarios por representación, además de un salario anual. Y yo sabía que el zar aprobaría lo que yo le pidiera. Como había dicho mi padre, de mi arte procedía mi poder, aunque no era exactamente esto lo que él quería decir.

Debido a mi corta ausencia, sin embargo, yo ya no estaba en forma y había ganado algo de peso, de modo que empecé a ayunar y a practicar, cosa que hacía en privado, en casa. Un truco que tenía era colocar cuatro sillas a mi alrededor y comprobar mi precisión y nervios al ejecutar grand battements sin tropezar ni romper la pata de ninguna silla… y cuando pensé que ya estaba de nuevo en forma, me reuní con mi hermana en la Perspectiva Liteini, en la sala de baile de mi padre, donde bailé para ella las variaciones de todos los ballets de mi repertorio, y ella me aseguró que yo ya estaba bien, porque, por supuesto, eso era lo que yo quería oír. Pero al volver al teatro, triunfante, descubrí que la vida había seguido sin mí: se alzaba el telón, los tramoyistas subían y bajaban los escenarios, los antiguos bailarines se retiraban y jóvenes estudiantes recién graduados en ella ocupaban su lugar, Pavlova, Karsávina, Fokine y Nijinski, que finalmente se harían un nombre como Les Ballets Russes. Han oído hablar de ellos porque bailaron en Occidente, pero mi nombre quizá sea un misterio, porque yo siempre preferí bailar en Rusia, en Peter, para el zar. Pero lo peor de todo es que a mis rivales les habían asignado lo que habían sido mis papeles en mis ballets. En los Teatros Imperiales, una bailarina no compartía sus papeles. Una vez que hacía su debut en un ballet, después de retirarse otra, ese ballet le pertenecía hasta que ella se retiraba a su vez. Mientras yo estaba fuera midiéndome la cabeza para probarme la corona, mi antigua rival Olga Preobrazhénskaya había heredado mi papel de Lise en La Filie mal gardée, y al volver a casa, yo, por supuesto, pedí mi antiguo papel. Pero el coronel Teliakovski -un bobo mojigato al que yo nunca había gustado por mi libertinaje con los Románov, que una vez vino a verme mientras yo estaba sentada charlando con Sergio Mijaílovich en mi camerino, vestida solo con una túnica, y levantó la nariz como si hubiese visto un montón de basura, y que en 1924, como todos los exiliados, escribió sus memorias y en ellas me calumnió imperdonablemente no solo como mujer, sino también como bailarina, llamándome «vulgar», «banal» y describiendo mis piernas, maravillosamente bien formadas, como «gordas» (sí, todos habíamos perdido nuestro país, a nuestro zar, nuestro teatro, y sin embargo seguíamos con nuestras ridículas rivalidades, de las cuales nadie se preocupaba excepto nosotros)-, ese coronel Teliakovski, se negó a dejarme que recuperara mi papel. Supongo que pensó que con la pérdida del zar y el gran duque Sergio yo me había quedado sin poderes, una bola de tul que podía alejar soplando con su rancio aliento. Podía haberme dejado volver al teatro, pero pensó que no tenía que programar ninguna danza para mí. Yo podía haberme dirigido al zar, pero no quería que me viera como suplicante, sino más bien como su igual, su consorte. De modo que me encargué del asunto yo misma, con mis propias manos arteras. Literalmente. Durante un cambio de escena de La Filie, una noche, bajando desde mi palco de artista y parloteando alegremente con las bailarinas entre bambalinas, abrí furtivamente la portezuela de la jaula de los pollos. ¿Conocen el ballet La Fille? Ambientado en un pueblecito francés en el año 1750, se inicia en el corral de madame Simone y su hija Lise. Ahora ya no se usan animales vivos en escena, pero a principios del siglo XX en Rusia a menudo usábamos los de pelo, pluma y pezuña. Los forillos pintados no tenían el encanto suficiente para el zar y su corte. Empleábamos caballos en La bella durmiente, una cabra en Esmeralda, pollos en la La Filie… los caballos iban engalanados con mantas bordadas y jaeces con plumas, la cabra iba conducida por una cuerda trenzada y llevaba una campanita en el collar, los pollos picoteaban semillas en sus jaulas, en el corral francés. Para animales más difíciles de obtener (como los monos) usábamos niños de la escuela disfrazados. Por ejemplo, el gran coreógrafo George Balanchine, que entonces era el pequeño Girgi Balanchivadze, saltaba de árbol en árbol disfrazado de mono en La hija del faraón, mientras yo le apuntaba con mi precioso y pequeño arco.

Estaba cómodamente arrellanada en mi palco para presenciar el primer acto cuando uno de los pollos dio contra la puerta de alambres y la abrió de par en par, y al momento siguió un estallido de cacareos, plumas y garras, mientras los tramoyistas y algunos de los bailarines vestidos de chicos pueblerinos perseguían a las aves en círculos y luego, cogiéndolas por el cuello o las patas, o sujetándolas debajo del brazo, intentaban meter a los reacios pollos a empujones en sus jaulas. ¡Cómo se reía el público! Olga se quedó allí plantada, contemplando el caos, con el trozo de cinta azul con el cual se disponía a enlazar a su galán Colín colgando caído entre sus manos. Mi pequeño truco la había puesto tan nerviosa que el siguiente divertissement -en el cual ella y Colin formaban bonitas formas con aquella cinta y se entrelazaban el uno con el otro en ella- quedó convertida en una ruina llena de nudos, de los cuales mi antiguo compañero Nicolái Legat no pudo desprenderse, y todo ello mientras continuaban las risas del público. No chasqueen la lengua. Un pollo suelto, un lazo que cerraba un corpiño suelto, un precio pequeño para asegurar que el público veía a quien realmente quería ver. Mediante tales tretas y travesuras fui recuperando mis antiguos papeles uno a uno, y esperaba que apareciese Niki en el palco imperial para verme actuar en ellos, para recordar lo brillante, lo vivaz y lo encantadora que era yo. Y leal también.

Pero a medida que progresaba la temporada y Niki no hacía su aparición en el teatro, lo hizo la Revolución. Dentro de los teatros, lo crean o no, la Revolución también se hacía sentir a su manera. Los actores y bailarines y músicos empezaron a rebelarse, igual que los febriles trabajadores de las calles, aunque sus demandas eran distintas. Los estudiantes del conservatorio de música pedían montajes mensuales de ópera y una biblioteca, y querían que M. Aver dejara de pegar a sus alumnos en la cabeza con su arco. Rimski-Kórsakov, mi antiguo casero hasta que el zar compró su casa y se la quitó prácticamente de las manos, fue despedido como director del conservatorio por apoyar a los estudiantes, y como si eso no fuese suficiente, el zar también prohibió su música en los Teatros Imperiales. Por mi hermano supe que los bailarines mantenían reuniones furtivas en los apartamentos de sus padres, que desaprobaban todo aquello, y con ello me refiero a los bailarines jóvenes, desde luego, los recién graduados de la escuela con menos experiencia. Lo que querían esos niños (dirigir el teatro mediante un comité) era un absurdo. Circularon peticiones por todas las aulas y los vestuarios, apelando a la libertad de expresión, a la libertad de conciencia, a la libertad de imprenta. ¡Como si supieran escribir! ¡Si hasta un día, una pequeña alumna de la escuela, con un lazo blanco en el pelo, me tendió un documento para que yo lo firmara, en un ensayo de La bella durmiente nada menos, un ballet creado por Petipa y Chaikovski como canto a la monarquía! Los niños habían preparado un documento pidiendo lecciones para aplicar el maquillaje teatral, una instrucción mejor en materias académicas… y los mayores de entre ellos querían llevar sus propios puños y cuellos con el uniforme de la escuela. Ridículo. Por supuesto, despedí a aquella niña con un pellizco. Los mismos bailarines, en lugar del director o el maestro de baile, querían decidir qué ballets se harían, y quién los bailaría, y qué salarios se cobrarían, y cuántos días bailarían. Claro, yo llevaba muchos años decidiendo por mí misma todas esas cosas, pero la diferencia es que yo me había «ganado» ese derecho… llevaba una década en escena, y era la Kschessinska. Se podía contar en meses el tiempo que esos niños llevaban bailando para el zar. No eran trabajadores de la electricidad, como los de la planta eléctrica de Petersburgo, y por tanto, no podían dejar la ciudad a oscuras, como habían hecho aquellos. Y tampoco eran trabajadores de la planta depuradora de agua, y por tanto no podían impedir que el agua llenase las tuberías. Pero podían intentar que los teatros se quedasen a oscuras. En el teatro Alexándrinski, los actores amenazaban con abandonar sus textos y en cambio aleccionar a su aristocrático público sobre la necesidad de una reforma gubernamental y luego salir de escena. Pero los actores revolucionarios no podían conseguir que sus colegas estuvieran de acuerdo con esto. En el Mariinski, los miembros del comité se metían sin llamar en los vestuarios, antes de subir el telón, y empezaban a arengar al corps de ballet, que estaba muy ocupado sujetándose las pelucas, para que se negasen a bailar en la sesión de tarde, respondiendo a la obstinación de la administración del teatro con obstinación por su parte, pero esos nuevos comités no tenían la lealtad de toda la compañía, y los bailarines bostezaban, y la función de La dama de picas de la sesión de tarde se llevaba a cabo como de costumbre. Hasta mi hermano Iósif, radicalizado por todas las huelgas y marchas y todos esos panfletos y peticiones, tomó parte en aquellas acciones, para gran vergüenza de mi padre y mía. Y cuando supe que la familia real planeaba permanecer en Tsarskoye Seló durante toda la temporada social, decidí que yo misma estaba ya harta de esa extraña y desolada temporada de teatro a la cual había vuelto con tan grandes esperanzas. Cogí a Vova y, con mis padres, nos retiramos a la propiedad de nuestra familia, Krasnitzki, para pasar el verano. Mi hermano, por supuesto, se quedó en la capital.

Pero encontré Krasnitzki muy cambiado también. Cuando salía a dar un paseo por las carreteras que conocía tan bien desde la niñez, o a lo largo del camino de arena que pasaba junto al río Orlinka, de aguas rápidas, si por casualidad me encontraba con algún campesino de la propiedad, este me dirigía solo un leve movimiento de cabeza, y yo tenía la sensación de que incluso este gesto lo hacía de mala gana. ¡Después de todas las amabilidades que mi padre había tenido con ellos! Nuestro vecino encontró una pared de su granero destrozada, una mañana; a otro le habían robado los aperos de labranza. Y así, a regañadientes, fui acortando mis paseos y quedándome mucho más cerca de nuestra dacha. Mi niño ya era lo bastante mayor para ir dando sus primeros pasitos a mi lado junto a los abedules, arrancar las setas que yo le señalaba y ponerlas luego, algunas aplastadas y otras rotas a trozos, en mi cestito de corteza, que llevaba grabadas mis iniciales, M M K. A la suave luz del atardecer, yo le acunaba en mi regazo o mi madre lo sentaba en el suyo, mientras contemplábamos los árboles que se alzaban dos veces más altos que nuestro tejado. Mi padre le regaló a Vova un cochinillo, y mi hijo se lo llevaba a pasear como si fuese un perrito, con una correa hecha de cuerda para tirar de él y un palito para irle pinchando, y me llamaba para que viese cómo pegaba al animal hasta que tuve que quitar el palito a mi Iván el Terrible en miniatura. Como Vova era muy melindroso en la mesa, mi madre le malcriaba recortándole la comida con formas raras: de bellota, de mariposa, de conejo… y le convencía para que comiera de una manera que solo ella sabía, con palabras dulces y unos cuantos revoloteos de la cuchara, y después de comer, ella y yo le enseñábamos a jugar al durachki (que significa «pequeños idiotas»), el juego de cartas que primero aprenden todos los niños rusos. Por la noche, Vova dormía en mi cama, con las cubiertas echadas atrás y la cara sonrojada; debajo de aquella fiebre roja, el sol había teñido de moreno su piel blanca. Yo yacía despierta junto a él, a veces durante horas, mientras el viento movía las ramas de los árboles, la hoja superior de un fajo de papeles, el dobladillo de un mantel, el té en una taza. Yo me sentía como si fuera niña de nuevo y Vova fuese mi hermano pequeño, pero aquella no era la vida que yo había previsto para él, lentos veranos con los círculos católicos de Petersburgo. Solo a diez kilómetros de distancia, en Tsarskoye Seló y los palacios alineados en las avenidas que conducían a él, la familia imperial y la corte también se habían retirado de la agitación que reinaba en la capital, pero esos diez kilómetros igual podían ser diez mil, tanto se había distanciado mi vida de la de ellos. En Tsarskoye Seló, estoy segura de que los árboles también crecían lozanos y verdes y se movían con el viento, inclinándose sobre los canales que la emperatriz Elizabeth había pretendido, antes de que se abandonase el proyecto, que condujesen sin interrupción hasta Peter, para que los zares pudieran recorrer a remo las nueve verstas hasta la capital, como los faraones en su barcaza. Allí, en el palacio Alexánder, yo me imaginaba que Niki pasaba los días igual que nosotros, jugando a las cartas con «sus» hijos, quizás al pinacle o a la tía, leyendo en voz alta de las novelas de Tolstoi, Gógol y Turguénev, pegando fotos en sus álbumes. Pero yo no sabía nada de él desde hacía ya casi un año, aunque el barón Freedericks me transfería cada mes dinero a mi cuenta. A mitad del verano yo me sentía ya muy inquieta y abatida, y mi ánimo acabó más hundido aún por la calamidad.

Durante un ensayo de vestuario para La bella durmiente, aquella temporada que acababa de pasar, una trampilla del escenario se abrió de golpe y mi padre, que tenía la mala suerte de encontrarse encima, cayó por ella. Paró el golpe con los codos en el último momento, pero el impacto de la caída, como si fuera una maldición de cuento de hadas, quebró su robusta salud. Los disturbios en la capital y en el teatro solo consiguieron deshacerle más. Los médicos le hicieron guardar cama, como si lo que fuera que tenía mal se pudiese arreglar solo estando allí, pero durante ochenta y tres años la vida de mi padre se había basado en el movimiento, y se negó a quedarse echado, tapado con las mantas. Sin embargo, en cuanto salía de la cama, me dijo, notaba que las partes de su cuerpo parecían estar unidas de una forma que no era la correcta del todo, que se movía como un hombre mecánico, con huesos de metal cubiertos de papel. Aunque ninguno de nosotros podía ver tal cosa, y le asegurábamos que el verano en Krasnitzki le curaría, ¿quién conoce su propio cuerpo mejor que un bailarín? Mi padre murió repentinamente en julio, un mes después de nuestra llegada. Se había echado porque tenía dolor de cabeza, y cuando mi madre me envió a ver cómo estaba, yo no pude despertarle. Me dije a mí misma: «Solo está durmiendo», y me acurruqué a su lado en la cama, y le pasé el brazo alrededor, y coloqué mi cara junto a la suya, de la cual había heredado tantos rasgos, y luego miré por la ventana, hacia el cielo de un azul resplandeciente. Pensé: «Si no se levanta, yo tampoco seré capaz de levantarme».

Fue en 1905, doce años después de que el cuco de su estudio hubiese tocado doce veces mientras yo procuraba buscar las palabras para contarle mis planes de convertirme en amante del zarevich.

Mi padre había llegado a Petersburgo en 1853, y bailó para cuatro emperadores (Nicolás I, Alejandro II, Alejandro III y Nicolás II). ¡Mi padre estaba en Peter incluso antes que el Mariinski! El vio arder el circo en 1859, y alzarse el teatro Mariinski en su lugar. Él me regaló su ciudad adoptiva y su teatro y su vida, y yo no podía imaginar ninguna de aquellas cosas sin él. En el funeral de Ivánov, unos años antes, en 1901, mi padre suspiró: «quedamos muy pocos de los viejos…», y ahora, quedaba uno menos. Quizá yo pudiera cerrar los ojos y cuando los abriese, mi padre abriría los suyos. Cerré los míos y probé mi magia, pero tenía miedo de abrirlos. Mi madre al final vino a buscarnos a los dos y tuvo que darme palmadas en las manos y llamar a la criada para que la ayudara a sacarme de la cama.

Al cabo de un día, mi hermano y su esposa Sima, y mi hermana y su marido, Ali, coincidieron en Krasnitzki, cenando aquella noche, y después bebimos demasiados vasos de vodka y de coñac y nos reímos de las costumbres de mi padre, de la cara que ponía cuando se sentaba en el camerino pegándose la barba de crin de caballo, y dibujándose los labios muy amplios, con una mueca demoníaca, o aquella vez que mi hermano llegó armando escándalo por la cocina y chafó dos de los kulitsh de mi padre, que él luego tuvo que reconstruir con un montón de glaseado tan dulce que nadie se lo pudo comer, o la forma que tenía mi padre de hacernos sentar a los tres (Julia, Iósif y yo) para echarnos un sermón, como si fuéramos estudiantes de tercer curso, sobre la sedición en el teatro, recordándonos que éramos unos Kschessinski, sirvientes del zar, y que servíamos a su placer, y nosotros nos quedábamos allí en nuestras sillas, intimidados por nuestro padre, y ni siquiera Iósif se atrevía a levantar la vista. Y mientras nos reíamos de nosotros mismos, mi hermano apartó su plato y dijo que quizá mi padre tenía que haber convocado a todos los trabajadores de la propiedad aquel día, también, y sentarlos a todos en sillas junto a nosotros, porque por lo que había oído, a los campesinos les habría ido bien su rapapolvo. Y entonces Iósif cantó para nosotros una melodía que había oído aquella tarde, mientras caminaba junto al río:

Nochyu ya progulivalsya po okrugeh

Ih mne ne vstretilsya nih odin bogach

Pust tolko popadetsya mne khot odin

Ih ya razmozzhu yemy cherep.

Por la noche voy paseando muy ufano

y los ricos no se cruzan en mi camino;

que lo intente alguno de esos ricos

y le pondré la cabeza del revés.

Yo escuché, preguntándome: «¿Quién es el rico al que se referían en la canción? ¿Mi padre?». ¿Era su cabeza la que querían poner del revés? Y luego, al cabo de un momento, volví a empujar el plato de Iósif hacia él, mientras veía que desaparecía todo lo agradable que había entre nosotros, y grité:

– ¿Ves lo que has conseguido? Tú le has matado, intentando volver del revés su teatro.

Y Iósif contestó:

– ¿Yo? ¿Porque me niego a aceptar órdenes de Teliakovski como si fuera un esclavo? Yo no puedo acostarme con el emperador y con su primo como has hecho tú, Mathilde-Marie, y dar órdenes desde esa posición.

Yo repliqué entonces:

– ¡Ja! ¡Vaya bolchevique! Ya veo que tú elegiste a una princesa para casarte…

Porque su esposa era Serafima Astáfieva, hija de un príncipe que sirvió como general en el ejército imperial, de modo que Iósif no siempre volvía la cara a la corte, sino que besaba la mano a algunos miembros de esta… y entonces las lágrimas de mi madre y mi hermana, que intentaban acallarnos, hicieron que mi hermano se levantara de la mesa para que no pudiéramos seguir gritándonos el uno al otro. Pero a causa de los disturbios que apoyaba Iósif no pudimos viajar a Varsovia a enterrar a mi padre junto al suyo, como él había deseado. Yo siempre pensé en mi padre como un petersburgués auténtico, pero quizás él, polaco de uno de los ducados del imperio, nunca se sintió cómodo en el áspero abrazo de Rusia, que había dejado a Polonia, tal y como decía mi hermano, «pobre, rota y deprimida». Los polacos odiaban tanto a los rusos que si se pedía algo de comer en ruso en Varsovia, los camareros se negaban a escucharte. Pero no podíamos llevar a casa a mi padre: el campo ruso estaba en llamas, los trenes no se movían. Tampoco pudimos trasladar el cuerpo de su madre, que llevaba todos aquellos años yaciendo en el cementerio de Petersburgo y a quien mi padre quería que se enterrase con él y con su padre en Varsovia. No tuvimos otra elección que llevar el cuerpo de mi padre de vuelta a Petersburgo y colocar su ataúd en la cripta de san Estanislao, hasta que el torbellino de aquel verano se calmó un poco. Iván Félix Kschessinski tendría que continuar yaciendo solo en la cripta familiar, en el cementerio Powalsky, esperando a su mujer y su hijo.

Incluso ahora, a veces deseo haber podido decir a los muertos: «¡No sabes, no sabes todo lo que nos está pasando!».

La corte envió una corona de flores y el emperador mandó una nota de condolencia a la familia.

Hasta principios del otoño, después de que Niki dejara la caza y anotase en su libro de cuentas el número de ciervos y faisanes cobrados, no prestó atención seriamente a la gran agitación social. ¿Han visto alguna vez esas bonitas escenas pintadas a la acuarela de la caza imperial? Una cartulina de cuarenta y ocho centímetros de largo contenía la ilustración de un paisaje de otoño/invierno: un río fangoso que fluía por un campo cubierto de nieve, un bosquecillo de abetos y abedules con las hojas color naranja a un lado, un trineo, hombres vestidos de invierno, perros, y con tinta marrón, la cuenta de faisanes, perdices, liebres y ciervos, y el recuento firmado por el jefe de la caza imperial. El Viejo Mundo. Niki guardaba esos registros en su biblioteca neogótica en el Palacio de Invierno. Le gustaba el orden, odiaba el desorden. El año 1905 fue muy desordenado, pero nadie lo habría dicho por el registro de caza de aquel año. Sí, hasta octubre, después de la caza, Niki no pudo levantar la cabeza y observar los disturbios, y en ese momento, a regañadientes, hizo un llamamiento para la paz con Japón, para traer al ejército a casa y volverlo contra su pueblo. ¿No les había dado ya tiempo suficiente para que lo arreglaran solos? Pero como Rusia era un país de muchos millones de almas, cada alma poesía una voz. El estruendo no tenía fin. El ejército trajo orden a las ciudades, que por lo visto la policía y los regimientos locales no podían establecer, y luego reprimió a los campesinos en el campo. Niki llamó al ejército tres mil veces para que ayudasen a los cosacos (que obligaban a los campesinos a quitarse gorros y pañuelos e inclinarse ante ellos, después de lo cual ejecutaban a los hombres y violaban a las mujeres) y finalmente aplastó los levantamientos campesinos. Lo que el ejército no pudo acabar lo hizo el nuevo ministro del Interior de Niki, Piotr Arkádievich Stolypin. Este, con su cabeza calva y su bigote ridículamente encerado, podía ser uno de los aristocráticos ministros de Niki, pero se negó a ser uno de los aduladores cortesanos del zar: no le acompañaba en su cacería anual, por ejemplo, como hacía el resto de su séquito, de modo que a Niki realmente nunca le gustó Stolypin, si bien era efectivo. Había colgado a tantos miles de hombres (quince mil) para restablecer el orden, que la gente empezó a llamar al nudo corredizo «corbata de Stolypin», y a los vagones de tren que llevaron a los cuarenta y cinco mil revolucionarios a Siberia, «vagones de Stolypin». Y aunque yo más que nadie quería ver restaurado el orden, no estaba segura de los medios empleados.

Desde luego, esa brutalidad solo podía hacer que el pueblo odiase aún más a Niki. Por otra parte, mira lo que pasó con su abuelo, que ofreció reformas y le mataron en plena calle por preocuparse. Eso es lo que se consigue con atenciones y tolerancia: el regicidio. De modo que Niki hizo restallar el látigo y su pueblo agachó la cabeza, y ese fue el fin de la primera Revolución, aunque la mayoría de la gente solo conoce la segunda, la de 1917. Pero en realidad, de eso me doy cuenta ahora, únicamente hubo una.

Solo entonces, gracias a Niki, fui capaz de trasladar a mi padre y su madre a la cripta de la familia en tren desde Petersburgo hasta Varsovia, en la línea de ferrocarril que construyó el emperador Alejandro III, para poder viajar desde Petersburgo a su palacio de muros blancos de Gatchina, al sur de la capital, y luego las vías se ampliaron y se prolongaron hasta que llegaron a la antigua capital de Polonia, que en tiempos fue una gran nación con su propio rey y entonces era simplemente una avanzadilla del imperio ruso. Mi padre llegó por última vez a la vieja estación de ferrocarril, con sus arcadas circulares y su celosía en el pórtico, y su tejado de pizarra inclinado por el cual resbalaba la lluvia. Llovía cuando llegamos, como suele pasar a menudo a principios de otoño, y los colores rosa y verde, melocotón y amarillo de los edificios que nos rodeaban, empapados por aquel cielo lloroso, estaban en el apogeo de su colorido. Nos quedamos allí mi hermano, su mujer Sima, mi hermana con su marido Ali, mi madre y yo con Vova de la mano, en el vestíbulo abovedado de la estación. El cuerpo de mi padre y de su madre estaban cargados en un coche fúnebre que los llevaría hasta el cementerio Powalsky. No hay otra forma de ir al cementerio que mediante un coche de caballos. Esa forma señorial de acercarse hace eco con los latidos del corazón y le permite a uno prepararse. ¿Por qué creen si no que los automóviles que usamos hoy en día para los cortejos fúnebres van avanzando poco a poco, siguiendo los unos a los otros en el largo camino desde la iglesia hasta el cementerio? Los coches se mueven al paso de los caballos. He asistido ya a muchos funerales, y he tenido tiempo de pensar en esas cosas. A lo largo de todas las calles, desde la estación al cementerio, los admiradores de mi padre (él nunca los había abandonado, y hacía un peregrinaje anual a Varsovia para actuar allí) sollozaban, con los sombreros en la mano, porque como escribió más tarde mi hermano a su hijo: «Las lágrimas de alegría o de pena muestran el sentimiento y el corazón de un hombre, y en Polonia la gente está acostumbrada a amar a los que tienen cerca, a sentirse unidos a ellos y estimarlos». No culpaban a mi padre por haber dedicado su vida a entretener a los zares rusos, y ahora que ya había concluido todo, le daban la bienvenida de nuevo a casa. El cementerio Powalsky es uno de los más hermosos de toda Europa, no sé si lo saben. Rivaliza con el Père Lachaise, aquí en París. En el Père Lachaise la muerte parece ordenada, pero en el Powalsky la muerte es silvestre, rústica, los caminos del cementerio están llenos de hojas, sus árboles crecen muy juntos, igual que las tumbas y los monumentos, muchos de ellos losas marcadas con una simple cruz. Ángeles de piedra vuelan con las alas extendidas; mujeres de piedra envueltas en togas señalan hacia el cielo; hombres de piedra se alzan con túnicas encapuchadas o tienden una mano hacia el viandante: «Únete a mí». En algunas criptas una estatua llora, en otras la puerta tiene un llamador… ¿para llamar a quién, al alma? O quizás el alma misma sea la que abre la puerta, haciendo resonar el llamador, para abrirse camino hacia el cielo. Los campesinos enterraban a sus muertos con una vela y una escalera hecha de pan para ayudar al alma a que encontrase su camino hacia arriba, al cielo, pero nosotros enterramos a mi padre con un crucifijo en las manos. Mi hermano cerró la puerta de bronce del panteón que yo había hecho construir encima de la cripta con mi dinero de los Románov, y abrazó a su mujer, y mi hermana abrazó a su marido, y yo cogí la mano de mi madre. Por muchos cuerpos imperiales junto a los que hubiese yacido, yo había observado los grandes momentos, los momentos más ceremoniosos de mi vida privada, a solas. Y cuando mis Románov observaban los grandes momentos de sus vidas privadas, yo no estaba tampoco con ellos; yo siempre era como el zapato que queda debajo de la cama.

Antes de irnos, cogí unas piedrecillas de alrededor de la cripta y arranqué unas hojas verdes de los árboles que había allí alrededor, y los guardé en mi bolsito.

Cuando volvimos a Petersburgo desde Varsovia, mi hermana se fue con su marido a su casa de la Perspectiva Inglesa 40, justo un poco más allá de donde me había mantenido el zarevich mil años atrás; mi hermano se marchó con su mujer a su apartamento de doce habitaciones en Spasskaya Ulitsa 18, y yo, que no tenía marido y que nunca lo había tenido, me fui a casa sola con mi dolor y con mi hijo, a mi dacha de Berezoviya Alleya, en Strelna. Salí a la veranda y recuerdo que olí el golfo y el otoño auténtico que se acercaba rápidamente, y detrás de este, el largo, largo invierno. Cogí los guijarros que me había llevado de la tumba de mi padre y les di vueltas entre mis dedos. Los campesinos dejaban migas de pan, y no guijarros, en las tumbas de sus parientes en Pascua, y cuando los gorriones bajaban a comer, sabían que las almas de sus seres queridos se encontraban bien. Una forma bastante evidente de consolarse por la muerte de alguien, ¿no? Los campesinos creían que el cielo existía en alguna rendija muy lejana de la estepa rusa, donde ondeaba una alta hierba verde y burbujeaban y espumeaban ríos de leche que los vivos no podían ver. ¿Y en qué tipo de cielo creían los bailarines? ¿En un teatro solitario donde sus almas se divirtieran todo el día con la cara pintada y magníficos ropajes, representando perpetuamente las obras que habían representado aquí en la tierra, ante una casa en decadencia?

Cuando oí el sonido de los cascos de un caballo que se acercaba a mi puerta, abrí las manos, sorprendida (no esperaba a nadie) y las piedras rodaron por el suelo de madera del porche. Me agaché, tan desesperada por recuperarlas como si hubiesen sido los huesos de mi padre, cuando aparecieron las botas de un hombre, primero una y luego la otra, en las tablas blanqueadas. Las botas pertenecían a Sergio Mijaílovich, y cuando levanté la vista hacia su rostro barbudo, él dijo, amablemente:

– ¿Qué buscas, Mala?

Como si no se hubiese ido, o como si hubiese salido solo una tarde, en lugar de tres años, y al volver me encontrase arrodillada en el porche. De repente quise besarle como respuesta, porque, ¿cómo podía explicarle por qué estaba intentando reunir aquellos guijarros? Pero no tenía que explicar nada. Como yo los quería, él se arrodilló a mi lado y empezó a recogerlos también, y de pronto encontré las lágrimas que había eludido en Varsovia. Sergio me dejó llorar, allí agachado en el porche. Había oído la noticia de la muerte de mi padre, dijo, y se había acercado a Strelna el día que yo volvía para ofrecerme sus condolencias. Sabía lo que significaba mi padre para mí.

Y también venía, dijo, para expresarme su arrepentimiento por haberme abandonado en el momento en que daba a luz. Aquella noche se fue a caballo a su casa, en el nuevo palacio Mijáilovski, sin saber cómo llegó hasta allí ni cuándo, y sus hermanos le metieron vodka por la garganta en un esfuerzo por calmar a Sergio, el perrito faldero de la mujerzuela. Pero cuando se publicaron los planos de mi palacio, con las águilas doradas de dos cabezas como diminutas rayitas grises en la página, de modo que había que usar una lupa para distinguirlas, y cuando mi nuevo hogar apareció en toda su magnificencia en la isla de Petersburgo, donde uno no necesitaba instrumento óptico alguno para leer su mensaje, él y todo Petersburgo lo supieron: la Kschessinska había dado a luz a un Románov… aunque quizá solo Sergio sabía que el padre de mi hijo tenía que ser el mismísimo Niki.

Pero Niki seguía siendo un amante infiel, ¿no es verdad? Yo asentí. Y en tal caso, quizá yo necesitase aún un protector, porque Niki no podía abandonar a Alix, ya que ella vivía en un estado de histeria permanente por la salud de Alexéi. Mientras Niki luchaba por controlar el país, me dijo Sergio, también luchaba con Alix. Ella estaba desesperada por obtener una curación de esa misteriosa dolencia que sufría el niño, a causa de la cual mantenían oculto a Alexéi desde su bautizo, incluso ante la familia. Y Alix, frustrada por los doctores de la corte, había empezado a buscar la ayuda de curanderos y místicos, creyendo que si san Serafín le había concedido un hijo, quizás un hombre de Dios lo salvara. Otro hombre como Philippe Vachot había aparecido en la capital, llevado allí como lo fue M. Philippe por las montenegrinas, las Hermanas Negras, otro de sus místicos para exhibirlo en los palacios de Petersburgo como un mono con una correa. Este hombre había enviado un telegrama al zar como hacían tantos campesinos: «Padre zar, deseo darte una marta cibelina amaestrada; padre zar, deseo llevarte una patata tan grande como un perro; ¡padrecito zar!, me gustaría llevarte un icono del bendito san Simón Verjoturski, el obrador de milagros». Y el zar, en aquella ocasión, dejó que vinieran los campesinos. Llevaron a palacio la marta amaestrada para que jugara con los niños, y Alix, que había visto el telegrama del icono, y que no podía resistirse a nada semejante, hizo que lo llevara a palacio aquel hombre, Grigori Rasputín. De modo que una vez más, a través de Sergio, yo me enteraba de la vida más secreta del zar. Por entonces Sergio había recogido todos los guijarros y me los había puesto en las manos, y luego las sujetaba con las suyas.

Y así fue como Sergio volvió conmigo, por pura lástima y obligación, y quizás amor, aunque si por mí o por Niki, no podría asegurarlo del todo. No se iba a casar con la condesa Vorontsov-Dashkov, que entonces estaba embarazada de un hijo suyo. A diferencia de Niki, él era incapaz de amar a dos mujeres a la vez. O a dos hijos. Era a mi hijo, y no al suyo, a quien prestaría su atención. Y yo no lo sentía por la condesa, ¿por qué creían que iba a sentirlo? Solo estaba agradecida al ver que mi hijo, con tres años, al fin tenía un padre.

Y por supuesto, yo volvía a tener un hombre en mi cama, oliendo a cuero, a naranjas y a caballos, algo que había echado mucho de menos. El zar tenía a su Alix, así que, ¿por qué iba yo a estar sola?

Sí, el otoño de 1905 trajo consigo compromisos para todos nosotros. Nicolás, que había querido nombrar un dictador militar y usar la ley marcial para aplastar los últimos disturbios, por el contrario cedió y concedió unas reformas. Con el Manifiesto de Octubre, redactado por sus ministros, el zar conseguía retener su trono accediendo de mala gana a la libertad de expresión y de asamblea, a la amnistía para todos los huelguistas, a un gabinete y una Duma: un Parlamento, en efecto, de funcionarios electos, que él decidió disolver en cuanto pudiera.

Así que por el momento estaba la Duma con sus socialdemócratas, un exiguo número de bolcheviques y la mayoría de mencheviques, con sus demócratas constitucionales, sus judíos bundistas, sus ucranianos, polacos y tártaros… La Duma por la cual Alix siempre culparía al gran duque Nicolás Nikoláievich, el tío de Niki, que dirigía el distrito militar de San Petersburgo y que se había negado a ser dictador militar de Rusia, puño del zar, diciendo que el tiempo de la represión había pasado hacía mucho… La Duma que ahora tiene su sede en el palacio Táuride, un palacio construido por Catalina la Grande en 1780 para su amante, el príncipe Grigori Potemkin, como agradecimiento por haber conquistado Crimea. ¿Qué diría ella si viera la Duma hoy en ese palacio? El Táuride estaba en la calle Shpalernaya, fuera de la vista del Palacio de Invierno, donde el Neva sigue su camino formando una gran curva arenosa en torno a la parte oriental de la ciudad. Fuera de la vista, sí, pero seguía estando allí, profanado por los hombres de la Duma, que apestaban a los animales a los que recientemente habían atendido, ese olor tan entretejido en las fibras de sus ropas que nunca se podría acabar de borrar, hombres que bebían vodka y cerveza y escupían las cascaras de las pipas de girasol empapadas de saliva, hasta que los corredores de palacio, con sus cuadros del siglo XVIII colgando serenamente de sus alambres, apestaban a campesino.

Sí, había una Duma, pero Niki todavía seguía siendo el zar, y aún era comandante del Ejército y de la Marina. Solo él podía declarar la guerra o hacer la paz, y solo él podía disolver la Duma a voluntad y crear leyes por decreto de emergencia, y ninguna de ellas podía tener efecto hasta que el zar daba su aprobación, junto con la del Consejo de Estado, la cámara superior de la Duma, llena de nobles que se aseguraban de que no se aprobase nunca ninguna ley que fuese en contra de sus intereses. Sí, había una Duma, pero corno pueden ver, tenía poco poder, cosa que significaba, como me aseguraba Sergio, que habría pocos cambios. Pero la Duma, su simple existencia, significaba, a pesar de las afirmaciones de Sergio, que sí había habido un cambio… ahora había una oposición abierta y legitimada al régimen, y yo sabía, por lo que había ocurrido en mi teatro, que a la oposición se la podía reprender, amenazar, estrangular, pero finalmente acabaría por salirse con la suya. ¡Yo misma siempre acababa saliéndome con la mía! Y aunque Niki podía disolver la Duma, cosa que hizo setenta y dos días después de la ceremonia de apertura, odiando la simple insinuación de que pudiera inhibirle como autócrata, por ley tenía que ser reconstituida. ¿Saben?, el Táuride estaba frente a la planta principal de tratamiento de agua de San Petersburgo, un edificio grande de ladrillo rojo donde el agua de la ciudad fluía y refluía, a través de diversas tuberías, válvulas, tornos, estanques y presas, y caía por los desagües a voluntad, y del mismo modo Niki intentó controlar la voluntad de la Duma… y del país.

A veces me imaginaba a Niki, cargado con Alix, con su frágil hijo, con su país alborotador, dando solitarios paseos por el parque de palacio desde el amarillo palacio de Alejandro hasta el palacio de Catalina, azul, blanco y oro, evocando para él con su barroca grandeza aquella época en la que el zar gobernaba como un poder supremo, dándole fuerzas para seguir adelante. ¿Caminaba solo por la Gran Sala, caminaba junto a sus altas ventanas y sus pulidos espejos? Deseé poder caminar junto a su reflejo por allí y deslizar mi manita en la suya para consolarle, susurrarle: «Tú vencerás».

Cuando el país se tranquilizó, también lo hizo el teatro. A todo aquel que se había opuesto al régimen y que había formado sindicatos y comités, y que había redactado resoluciones y que de cualquier otro modo había corrido por ahí armando jaleo, se le requirió que jurase lealtad una vez más al zar por escrito antes de concederle la amnistía, como parte de una amnistía general mucho más amplia que se le ofrecía en Rusia a todo el que hubiese tomado parte en huelgas y protestas. Los bailarines no eran trabajadores de las calles, y se dejaron intimidar fácilmente. La mayoría firmaron inmediatamente. Fokine, Pavlova, Karsávina y mi hermano, sin embargo, se negaron a firmar ese juramento de lealtad, y cuando Iósif abofeteó la cara de un bailarín que había firmado, y a quien mi hermano consideraba especialmente traidor, fue despedido del teatro, y su esposa, la princesa, se divorció de él. Irónico, ¿no?, que fuesen mis relaciones imperiales precisamente las que salvaran su pensión, mis contactos los que le encontraran un cargo discreto en la corte, a cargo de los pabellones de caza del zar, lejos de los escenarios, cierto, pero al menos con un salario que le permitía seguir viviendo. Pasaron ocho años, sin embargo, antes de que pudiera conseguir que le readmitieran en el teatro, así de profundos eran los sentimientos en esos temas. Sergéi Legar, hermano de mi guapo partenaire Kolinka, firmó la declaración y luego, sintiéndose responsable o pensando que había traicionado a sus amigos, se cortó la garganta con una navaja de afeitar. Hubo otras consecuencias: dos de los bailarines que dirigían las huelgas fueron despedidos junto con mi hermano; otro fue enviado a un hospital psiquiátrico; otros no fueron ascendidos, les dieron papeles sin importancia, se fueron al extranjero a bailar, a Berlín, a Londres, a París. Estos desastres, como los ahorcamientos, violaciones y deportaciones que sometieron a campesinos e intelectuales, sometieron también a los bailarines, aunque durante algunos meses hubo resentimiento entre las dos facciones, entre los bailarines que, como yo, éramos leales al régimen y aquellos que habían actuado contra el mismo. El resentimiento que fue fermentando conduciría finalmente a una sangría de talentos de los escenarios del zar.