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Ahora les contaré cuál fue mi vida con Sergio y mi hijo durante la gran tregua después de 1905, cuando el país recuperó el sentido y la aristocracia sus costumbres habituales. Si el zar, la emperatriz viuda y los grandes duques habían tenido diecinueve cortes, yo decidí que crearía la vigésima, mi propia corte, igualmente fabulosa, donde mezclaría a los hombres de la familia imperial con los artistas de los Teatros Imperiales. Con el dinero del zar y el de Sergio, y con mi estupendo nuevo palacio, con las águilas de dos cabezas resplandeciendo en sus verjas, podía celebrar entretenimientos que rivalizasen incluso con los de la duquesa Vladímir, la emperatriz viuda, la princesa Radziwell, la condesa Shuvalov, si no en ostentación -después de todo yo no tenía exactamente la misma tesorería que ellas-, al menos sí en diversión. Yo no tenía que competir con la emperatriz Alexandra, porque el Palacio de Invierno estaba oscuro desde el nacimiento del zarevich, aunque el país y la corte no sabían exactamente por qué. Era el palacio Vladímir el que albergaba ahora las recepciones más extraordinarias de Peter, mesas para miles de personas en sus sucesivas habitaciones. Cuando se la felicitaba después de un baile especialmente brillante, la duquesa Vladímir respondía, orgullosamente: «Todos debemos hacer bien nuestro trabajo. Puede decir esto mismo en la Gran Corte». Corte que la suya había eclipsado, por supuesto. Como todos los rusos, no reparaba en gastos cuando tocaba hacer de anfitriona… Un ruso hasta tiraría una pared de su propia casa para recibir mejor a un grupo de huéspedes, y se endeudaría de tal modo que en toda su vida podría librarse de la deuda, solo para alimentarlos. Pero yo no necesitaba endeudarme. Las invitaciones a mis fiestas eran muy buscadas, porque, como mi padre, yo convertía en teatro cada ocasión.
En Navidad, un enorme árbol se alzaba en la entrada de mi invernadero, con las ramas de pino bien cargadas de espumillón dorado y bolas de cristal, y sujetos a las ramas inferiores colgaban los juguetes que había comprado en los puestecitos de los campesinos situados en el Campo de Marte y los muelles. Para el cuarto cumpleaños de Vova traje un elefante para que distribuyese los regalos con su larga trompa curvada, y los niños treparon por su correosa piel gris y se sentaron en su lomo y los condujo el payaso Dubrov, que era quien había traído el animal a mi casa. En mi dacha, al verano siguiente, transformé la veranda en un escenario colgando una tela de terciopelo en el borde, y mi gran dormitorio en bambalinas, y convencí al barón Golsch para que se pusiera un antiguo vestido mío, y al bailarín Misha Alexandrov (sobrino ilegítimo de la viuda de Alejandro II, Ekaterina Dolgoruki) para que llevase un largo tutú, y con sus bigotes y sus piernas peludas representaron una caricatura de mí misma y de la Pavlova. En otra ocasión envié invitaciones convocando a mis invitados a cenar en Félicien, el famoso restaurante de Petersburgo que flotaba en verano sobre una balsa en el Neva, y los acompañé por mi camino hasta el golfo, iluminado por linternas, donde hice que sirvieran la cena en el espigón, al aire libre. Las luces de Petersburgo, en Kronstadt, o de Vachta, al otro lado del agua verde, eran simples puntos de luz comparadas con la brillantez de la Vía Láctea, con su plateada corriente inundada de luz. Con los postres, los fuegos artificiales que había encargado hicieron estallar sus vivos colores en el cielo blanco, y después alquilé un tren especial para conducir a mis invitados de vuelta a Petersburgo. Y en todo esto Sergio me seguía la corriente.
Casi todos los hombres de la familia imperial, excepto el zar, vinieron a mi palacio, aunque supongo que yo esperaba que un día uno de sus tíos o primos podía traerle con ellos… uno de los hermanos de Sergio, Nicolás o Jorge, o Miguel, o quizás incluso su padre, o el gran duque Pablo, o su hijo Dimitri, el poeta Konstantín y sus hijos Oleg e Ígor, que actuaban en mis obras teatrales, e incluso quizás Alexánder Mosólov, el jefe de la cancillería de la corte, o el gran duque Vladímir, que traía consigo a sus hijos Kyril, Borís y Andrés, aunque su hija se quedaba en casa… Sí, todos venían, pero el zar no, el zar nunca vio lo bien entretenidos que tenía a los Románov. Estos se mezclaban en mis fiestas con los grandes artistas de la escena imperial: Bakst, Benois, Fokine, Petipa, cuando venía de visita desde Crimea; las jóvenes bailarinas Pavlova, Karsávina y Nijinski, que ponía celoso a mi Kolinka porque también era polaco, ya ven, y con él hablaba el polaco que había aprendido de niña pero que nunca usaba excepto en famille. Kolinka solía decir: «Un polaco puede distinguir a otro desde lejos, muy lejos», y luego me ponía las manos encima de los ojos para que no convirtiera a Nijinski en mi partenaire, cosa que de todos modos hice. ¿Y quién más venía? Los compositores Glazunov y Shenk, el intérprete de balalaica Víctor Abaza, Fabergé, a quien siempre alguien le enseñaba sus joyas para que las valorase o las alabase, los grandes bajos Chaliapin y Sobinov (este último le cantó una nana a Vova en su camita para que se durmiera), actores del English Theater que tendían a gritar mucho, y bailarines del Ballet Imperial de los que seguramente nunca habrán oído hablar. Incluso pasaron por allí artistas visitantes como Isadora Duncan, con su túnica griega sujeta con un broche, y Sarah Bernhardt (para la gran Bernhardt yo realicé el enorme esfuerzo de comprar el galgo ruso que tanto deseaba, un acto de amabilidad que ella ni siquiera se molestó en agradecerme), y con tal mezcla de talentos, las actuaciones teatrales estaban a la orden del día, o bien los juegos del bacará y del póquer. Sí, en mi palacio se tomaron nuevas amantes y se forjaron matrimonios, como el de Nina Nesterovska con el hijo del gran duque Constantino, el príncipe Gabriel, y allí se podía encontrar al hijo o la hija raros, fruto de una aventura entre un artista de teatro y una princesa, como Misha Alexandrov, que actuaba como bailarín y como miembro de la guardia, porque había una fluidez social en mi casa que no existía en ningún otro lugar en Peter, y todos podían nadar en ella.
A causa de mis muchas y múltiples relaciones con los hombres imperiales, los grandes duques empezaron a llamarme no Mathilde, sino Notre-tilde… Nuestra-tilde, tanta intimidad llegué a tener con todos ellos, aunque sus esposas tenían otro nombre para mí, desde luego: «Esa horrible mujer», cosa que seguramente me seguirían llamando hoy en día, de no haberlas sobrevivido yo. El gran duque Vladímir me enviaba cada Pascua un ramo de lirios del valle y un huevo de Fabergé enjoyado para mí sola, y también me envió un par de jarrones de porcelana que pertenecieron en tiempos al príncipe Vorontsov, un brazalete de zafiros que me había comprado en París, en Cartier, e incluso partituras. La última pieza, Valse triste, de Sibelius, me la envió Vladímir pocas semanas antes de su muerte en 1909, y fue creada para la obra Muerte, que había escrito un pariente del compositor. La música describe la danza entre una mujer moribunda y la Muerte misma. En la primera página de esa obra, Vladímir escribió una nota bajo el título: «Este ballet es tuyo». De modo que Vladímir conocía mi danza privada con el destructor, el zar, porque había tenido muchas oportunidades de observarme. No solo venía a mi palacio, a mis fiestas, sino que también me llevaba a cenar a Cubat, y en verano pasaba las tardes en mi dacha, a veces solo conmigo, a veces junto con sus hijos, y disfrutábamos de las largas horas de luz solar jugando a las cartas. Nuestro juego favorito era el tëtke, o tía. Un día parecía que a Vladímir le habían repartido todas las reinas, al final de repente cerró sus cartas y me preguntó:
– ¿Me quiere alguien por mí mismo o su respeto y afecto me son concedidos solo a causa de mi rango?
Y yo le contesté rápidamente:
– Aquí se le ama por sí mismo.
Aunque, por supuesto, no hay forma de separar la posición de uno de sí mismo, ni tampoco habríamos querido hacer tal cosa, de eso estoy segura. Yo le quería por su rango y por su persona, pero también por la amistad que me había demostrado y que había obligado a sus hijos a demostrarme también. Yo conocía ya a los dos mayores, Kyril y Borís. Venían al ballet con el abonnement de su padre, Kyril con su cara larga, muy guapo, y unos rasgos de aspecto inglés, y Borís con la cara sonrojada por su amor al bacará, el licor, las mujeres y las buenas bromas… En mis representaciones teatrales, siempre era el primero en patalear y gritar: «¡Que se abra el telón!», como hacen los franceses.
El hijo más joven de Vladímir, Andrés, sin embargo, había estado estudiando en la escuela de artillería Mijáilovich todos aquellos años, una de esas escuelas militares de élite tan estrictas que no permiten a sus pupilos ni pasar las vacaciones con sus familias, para cortar, supongo, los lazos de los chicos con su hogar y que se vean obligados a establecer unos nuevos con sus compañeros candidatos a oficiales y con su país. Por tanto, yo no le conocía antes de 1905, cuando Vladirmir me lo trajo una tarde a almorzar. Si yo era la douchka de su padre, Andrés se convirtió en el mío, y tocó una fibra dentro de mi corazón. Su rostro era el rostro del joven soberano que yo vi de cerca por primera vez en la comida de graduación de mi escuela, y como Niki entonces, Andrés era terriblemente tímido, un niño todavía a los veintisiete años, aunque yo ya no era una niña, sino una mujer de treinta y tres. Cada vez que le dirigía la palabra él agachaba la cabeza lleno de un terror encantador. En la comida, cuando puse mi mano izquierda en su muñeca para preguntarle qué postre prefería, le sobresalté y tiró su copa de vino, salpicando mi vestido blanco de motas moradas. Sus hermanos se echaron a reír.
Aquel día de la comida vino con su padre y sus hermanos, pero enseguida nos citamos para vernos a solas una tarde, a última hora, el día del santo de su madre, 22 de julio, cuando el resto de la familia estaba ocupada. Vino cabalgando desde Ropsha, la propiedad de Vladímir, abandonando la fiesta anual de su madre en su propio honor, con todas las sillas ocupadas por los Románov, y abandonó también a los músicos gitanos que tocaban en el jardín, la comida echándose a perder en unas mesas colocadas entre los arriates de flores. Hacía mucho calor en Petersburgo aquel mes, las paredes de los edificios se ponían al rojo vivo con el sol, y el Neva bajaba muy espeso y quieto. Pero Strelna formaba parte de una constelación de islas en la boca del golfo de Finlandia, y aquí el calor se fundía en una calidez somnolienta, mientras el Neva se dirigía hacia el mar Báltico.
Esperé en mi terraza a que viniese Andrés, caminando impaciente como una vez había caminado en Krasnoye Seló mientras esperaba que el joven zarevich me llevase a pasear en su troika, donde me senté a regañadientes, porque no quería arrugar mi vestido de verano, todo almidonado. Cuando él llegó al fin, ya al oscurecer, trajo en sus botas la arena amarilla de las carreteras y en su ropa el aroma del jazmín florecido y los lirios del valle que crecían a ambos lados de ellas. Nos entretuvimos un rato en la terraza oyendo a los ruiseñores, silenciados solo por la luz, y cuando finalmente vino a mi cama, me pareció que las aves y los lirios del valle se venían con nosotros allí donde Andrés, casi virgen, me hizo el amor como el zar me había hecho el amor en tiempos, con suave sorpresa. Y era como si el zar, o una versión suya más blanca, mucho más rubia, hubiese vuelto a mí, y como si a través de ese representante suyo pudiera seguir viviendo la vida. Tendría que haberlo hecho con él. Poco después de eso, Andrés se compró un palacio propio en el Muelle Inglés, número 28, para que pudiéramos tener un lugar donde reunirnos en privado, fuera de la vista de Sergio y de la madre de Andrés, que ya se había sentido bastante horrorizada por mi amistad con su marido y ahora estaba furiosa por tener que soportar mi amistad con su hijo menor. El palacio de Andrés había pertenecido al barón Von Dervis, que hizo fortuna con los ferrocarriles, y su viuda, en los pocos años que le quedaron, reformó todas las habitaciones con un estilo muy elegante, alternativamente rococó y gótico, reminiscente del Palacio de Invierno. Andrés no cambió nada en la mansión, ni siquiera quitó los monogramas de Von Dervis del escudo de armas, y de hecho ni siquiera vivió allí, sino que usó el lugar como escenario de nuestras fiestas y de nuestras citas. Pero Sergio, claro está, conocía aquella compra, y sabía también que yo había visto en secreto a Andrés allí, y lo soportó como penitencia. Me había abandonado cuando mi hijo solo tenía una hora de vida y todavía estaba envuelto en cera amarilla, y me oyó gritarle cuando salía galopando de mi jardín y saltaba mi seto. Le había costado a Sergio tres años y la muerte de mi padre volver a dirigirme la palabra. ¿Pensaba yo acaso en cómo le engañé el día que le dije que esperaba un hijo suyo, y en todos esos días después en que seguí guardando silencio? Convenientemente, no.
Andrés y yo éramos discretos, sin embargo. Vivíamos nuestro asunto en un barrio diferente, o nos íbamos al extranjero, a la Riviera francesa, donde Andrés, en un gesto que rivalizaba con el de Sergio, me compró una villa en Cap d'Ail. En Rusia también permanecíamos fuera de la vista, ya que la mansión Von Dervis estaba situada allá donde el Muelle Inglés daba al Neva mientras el río se curvaba hacia el sur, lejos del Palacio de Invierno y del nuevo palacio Mijáilovich, y desde allí se tenía una perspectiva diferente, la de la isla Vasilievsky. La mansión Rumyantsev estaba en el 44. Los Vorontsov-Dashkov en el 10. La condesa Laval en el número 4, donde el propio Pushkin leía en voz alta su Borís Godunov en 1828. Diághilev vivía en el número 22. Todas esas mansiones ahora sirven para otros fines. Las grandes familias nobles se fueron hace mucho tiempo, y algunas de sus casas son ahora museos. La mansión Laval es un archivo histórico. El hogar de Andrés se convirtió primero en Ministerio de Agricultura, bajo el gobierno provisional. Oí en 1961 que se había convertido en el primer Palacio de Bodas de la URSS. Me gusta pensar en las jóvenes parejas que acuden allí, quizá la chica con flores de azahar metidas detrás de la oreja, un poco tambaleante con sus tacones. Quizás adivinando lo que algún día sería aquel palacio, una tarde Andrés me anunció que deseaba casarse conmigo, apartó nuestra manta de marta cibelina para vestirse y, dejándome allí en la cama, cogió el caballo y se fue a casa de inmediato para anunciar sus intenciones a sus padres. Y yo pensé: «Qué delicia, perfecto. ¡Vamos a crear problemas en el palacio de todos los Románov!».
Miechen, por supuesto, le gritó que estaba embrujado y que destruiría su futuro. Ella ya estaba maniobrando para que su hija Elena se casase con un rey, y para que su hijo Borís se casara con la hija mayor de Niki, y no quería que Andrés estropease sus oportunidades de un gran enlace, como había hecho su hermano Kyril, que el año anterior justamente se había fugado con la divorciada Victoria Melita y como consecuencia de ello había sido despojado de todos sus títulos, ingresos y país. Quizá la imprudencia de Kyril hubiese inspirado a Andrés… El gran duque Vladímir le advirtió de que yo era una diversión muy agradable, pero nada más; él tenía que saberlo. No, Andrés no podía casarse conmigo, dijo, volviendo a mí avergonzado. Yo me eché a reír y chasqueé los dedos. ¡Qué parecido era al joven zarevich! Yo ya sabía que no me podía casar con él. Y no era solo Andrés el que no podía casarse conmigo, sino ningún hombre de rango real, ni ningún hombre de rango inferior tampoco, ya que yo estaba muy manoseada. No, el zar no podía casarse conmigo, Sergio no podía casarse conmigo, ni siquiera Andrés podía casarse conmigo. Cuando la princesa Radziwell me felicitó más tarde, aquel mismo año, por tener a dos grandes duques a mis pies, yo me esforcé por reír y repliqué: «¿Por qué no? Tengo dos pies».
Lo que no tenía era al zar, que me había vuelto la cara a mí y a mi hijo por mucho que alborotase yo en los lechos de la capital.
Cuando Vova me veía salir aquellas tardes para ir a ver a Andrés, se ponía celoso y, como suponía que salía para ensayar en el teatro, decía que ya era lo bastante mayor para venir conmigo. Quería ver el escenario, lloraba, y quería verme bailar, quería tomar lecciones en la escuela de teatro, igual que había hecho yo en tiempos con mi padre, hasta que este, exasperado, me llevó a ver a Lev Ivánov, que me hizo posar y bailar y dijo: «De acuerdo, que venga a la escuela inmediatamente» (¡Yo tenía siete años!). Del mismo modo Vova lanzaba ya su insistente campaña. Él viviría en la escuela, me dijo, y yo podría enseñarle.
– No te aceptarán hasta los diez años -le expliqué-. Hasta entonces, estudiarás con tus tutores.
Para cuando tuviese diez, imaginé, se olvidaría de todo aquello, y esperaba que fuera así, porque a los diez o doce años los chicos no solo podían ingresar en la Escuela de Teatro, donde no tenía ninguna intención de inscribirle (y adonde asistirían las hijas de mi hermano Iósif, Slava y más tarde Celina), sino también en el prestigioso Corps des Pages, donde, antes del nacimiento de Vova, ya había hecho que Sergio colocase su nombre en una lista. Después de todo, el joven zarevich vivía todavía; el tío de Alix, Leopold, había vivido hasta los treinta y uno antes de que una hemorragia por un pequeño accidente de coche se lo llevase, y Vova debía tener una vida propia. El Corps des Pages admitía solo a los hijos de los grandes duques, tenientes generales, vicealmirantes y consejeros del monarca, y mi hijo, por lo que a ellos respectaba, era hijo del gran duque Sergio Mijaílovich. El antiguo palacio de Vorontsov, diseñado en la década de 1790 por el mismo Rastrelli que había creado el palacio Catherine y Peterhof para la emperatriz Elizabeth, había albergado la escuela durante más de cien años, y en sus terrenos se encontraban una iglesia ortodoxa y otra católica. Dentro del palacio había dormitorios, aulas y una sala de baile con una gran galería donde la escuela celebraba sus bailes anuales. Los jóvenes cadetes que adornaban aquellas salas recibían unos uniformes de día, uniformes completos para apariciones ante la corte, ropa de noche de brocado negro con solapas doradas y uniformes para el baile, con unas armas que se quitaban mientras bailaban, aunque eran muchos los desastres que ocurrían cuando espuelas y espadas entraban en contacto con el tafetán y el raso. En sus años finales, los estudiantes más aventajados de la clase eran nombrados pajes de la corte. Al emperador se le asignaba un paje, igual que a los grandes duques y duquesas. La emperatriz viuda y Alix tenían cuatro cada una. Si Vova era nombrado paje de la corte y lo asignaban a algún miembro de la familia real (o mejor dicho, cuando fuera nombrado), le darían un uniforme de corte con unos bombachos de gamuza blanca, una casaca roja y dorada y unas botas Wellington negras, y lo llevarían en un carruaje de la corte hasta el Palacio de Invierno, los pajes todos cubiertos de sábanas para que su uniforme no recibiera ni una sola mancha de camino hasta la llegada. Y cuando Vova completase su servicio, podría ser recompensado con un reloj de oro que llevaría grabado el monograma del personaje imperial al que hubiera servido, y le nombrarían oficial de la corte, asignándole como ayudante a uno de los hombres de la familia imperial para empezar lo que sería, de eso estaba segura, una brillante carrera en la corte. Ya podía ver su aparición inicial allí, donde sería presentado formalmente a la familia imperial, incluida Alix, cuya mano besaría y con quien intercambiaría bromas en francés hasta el punto en que ella fuese capaz de seguirlas. Mi hijo ya tenía un tutor francés, así que a los dieciocho años hablaría esa lengua con fluidez. ¿Qué pensaría ella de él? ¿Notaría le semejanza imperial? ¿Vería en él los ojos de Niki, quizás, el parecido del rostro, sus andares, su porte? ¿O para ella no sería más que otro de los muchos jóvenes guapos de uniforme? Familia, riqueza, belleza, lealtad… esos eran los requisitos para la Guardia.
Sí, mi hijo vería a su padre en el Palacio de Invierno de una forma u otra, pero por ahora, mi niño se quedaría en casa conmigo, adorado por mi familia y mimado por Sergio, que lo consoló por no asistir a la escuela de teatro construyéndole una casita de juguete en nuestra dacha. Y más tarde, cuando Vova se quejó, indignado, de que tenía que aliviarse de pie en el jardín, entre unos rosales, Sergio añadió a la casita de juguete un cuarto de baño que funcionaba de verdad. También le compró un automóvil en miniatura que conducía de verdad, una manguera de bombero por la que salía agua de verdad, y una enorme llama de peluche que sobresalía de su cama. Por la noche, debajo de la llama, Sergio y Vova se arrodillaban a rezar sus oraciones, los dos juntos. Cuando Vova estaba enfermo, Sergio le cepillaba el fino cabello y se lo ataba con una cinta para bajarle la fiebre y llamaba a su hermano el hipocondríaco para que enviase a su médico personal y tratase a Vova; Sergio incluso tenía un catre de campaña montado en la habitación de Vova para poder dormir a su lado hasta que se ponía bien. Aunque Sergio nunca me reprochó mis devaneos con Andrés, parece que fue porque Vova me había sustituido en sus afectos, y los dos nos íbamos turnando junto al niño, que se volvió muy caprichoso por recibir tantas atenciones. Y todo eso siguió sucediendo hasta 1912.