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Aún veo a la familia imperial Románov, pero no la de Nicolás y Alejandra, sino la familia imperial de mi juventud, el zar Alejandro III con su esposa y sus hijos, uno de los cuales era Niki. «Ya viene, ya viene la familia imperial.» Los veo avanzando por el vestíbulo del pequeño teatro de la escuela, con sus sillas de madera colocadas en hileras ante el rudimentario escenario donde las estudiantes acabábamos de actuar, yo en el coqueto pas de deux de La Filie mal gardée, hacia la espaciosa sala de ensayos donde se había preparado el banquete de celebración. Aquel era el día de la representación de mi graduación, el 23 de marzo de 1890. Tenía diecisiete años. Los zares Románov eran mecenas de una lista enorme de teatros imperiales. Solo en Petersburgo teníamos el Mariinski, el Alexándrinski, el Mijáilovich, el Conservatoire, el English Theater… y eran mecenas también de los artistas que llenaban sus escenarios y de los estudiantes que abarrotaban las escuelas de teatro. Miren lo que le pasó a la chiquilla que un año corrió tras el emperador cuando este realizaba su visita anual a la escuela para contemplar la representación de graduación. Librándose de sus carabinas y llegando hasta él, le besó la mano, y Alejandro, conmovido, le preguntó qué deseaba. Aprovechando aquel momento, como cualquier oportunista que se precie (siempre he admirado a los oportunistas, dado que yo misma lo soy) ella susurró: «Ser estudiante interna». Y él concedió, pomposamente: «Hecho». De ese modo a ella se le dio un lecho y, con él, una situación superior a la de una simple estudiante de día, sobre las cuales ahora ella podía reinar. Sí, la familia asistía siempre a la representación de graduación de la escuela, y desfilaban por su vestíbulo con un séquito mucho más impresionante que cualquier procesión real que pudiésemos representar nosotros en el escenario. Por el ancho corredor se acercó andando el emperador, más alto que nadie, con el torso enorme, la frente como un muro de piedra, y tras él la emperatriz, diminuta, como yo.
– ¿Dónde está Kschessinska? -preguntó. Sabía mi nombre porque yo era la hija menor del gran Félix Kschessinski, que bailó para los Románov durante casi cuarenta años. Quizás hubiera un motivo para que yo le gustase al zar y preguntase por mí: yo era la expresión teatral de su consorte, pequeña, con los ojos brillantes, el cabello oscuro, ondulado. Sí, supongo que fue ese el motivo. Vio que nos parecíamos. Yo gobernaba mi mundo con la misma vivacidad con la cual ella gobernaba el suyo, y ¿acaso no era mi mundo una miniatura del suyo, y sus rituales, sus jerarquías y sus trajes un eco de la sofisticada corte de los Románov? Yo vivía mi vida en un mundo, pero puse el pie (o la zapatilla, mejor dicho) en el otro.
Aquel día, el día de la actuación de mi graduación, en la cual conseguí el primer premio -un pesado volumen de las obras completas de Lérmontov, que nunca leí pero me propuse usar para prensar flores y ni siquiera abrí para darle ese uso-, el emperador trasladó a la joven que iba a sentarse a su izquierda en la modesta cena de la escuela y me puso a mí en su lugar; colocó a Nicolás a mi izquierda y luego dijo: «No tonteéis». Así quería indicar precisamente lo contrario, por supuesto. Si el emperador era un gigante, el zarevich en cambio era un fauno: pequeño, de complexión ligera bajo su uniforme, con las mejillas bonitas y suaves. Yo solo le había visto de lejos antes de aquel día, pero ahora los dos, él y yo, éramos casi adultos; él acabaría con sus tutores y lecciones aquella primavera, y aquel mismo año ocultaría la suavidad infantil de su rostro con su nueva barba, pero aquel día, sus mejillas y barbilla estaban todavía expuestas y le daban un aire amable, y aquello me dio un valor que, de haber mostrado un aspecto más formidable, yo no habría tenido. Comprendí que mi talento me había transportado a una nueva órbita, por un camino que me llevaba mucho más alto, hacia los cielos, y no tuve miedo de volar hacia allí. A los diecisiete años sabía flirtear mucho mejor que Nicolás con veintidós, y estaba dispuesta a hacerlo en cuanto él empezara a hablarme. Al menos eso sí que sabía hacerlo: esperar. Hasta entonces, iba toqueteando los pequeños nomeolvides azules que llevaba cosidos en el vestido para evitar que mis dedos le pellizcasen a él. ¿Y qué me dijo finalmente el zarevich? Miró los vasos sencillos y transparentes que se encontraban ante cada comensal en lugar de mirar mi rostro, que estaba, de eso estoy segura, radiante por la atención de su padre y la proximidad de su heredero. Nunca fui una belleza -mis dos incisivos delanteros estaban inclinados hacia dentro y en cambio los caninos sobresalían, y los tabloides rusos me representaban de esa manera en caricatura-, pero estaba expectante y tenía esos ojos como de hada. Luis XV tenía a sus amantes en el Parc des Cerfs, el parque de las Hadas. En los chismorreos se referirían a mí posteriormente como el hada del Parque de los Ciervos. ¿Qué dijo, pues, el zarevich al hada, mirando hacia la mesa? No se rían. Dijo esto:
– Seguro que no usas vasos como estos para beber en casa.
Fue lo mejor que se le ocurrió. Unos pocos meses después se unió a los húsares y empezó a beber y a irse de juerga con sus compañeros de la Guardia, que le importunaban por su timidez. Pero aquel Niki lento y tímido hizo que mi tarea fuese muy, muy difícil. ¿Vasos? ¿Qué podía decir al respecto? Acostumbrado al fino cristal del Servicio del Ministerio o del Servicio de Petrogrado, seguro que Niki encontraría aquellos vasos bastante bastos, aunque yo nunca me habría dado cuenta. Pero fingí que sí lo había hecho. Sonriendo, con dos dedos di un golpecito en uno de ellos que lo hizo resonar, con un apagado tintineo. El milieu de los Románov era bastante extraordinario, ya se lo imaginarán. Pasé toda mi vida intentando imitarlos. Unirme a ellos.
Nuestra presentación inicial no fue por accidente: ocurrió bajo los designios directos del emperador, como ocurría todo en Rusia. A fin de cuentas, el país entero era el feudo del zar, y existía solo para su placer. Nosotras, las chicas de las Escuelas Imperiales de Teatro, no éramos ninguna excepción. Entre nuestras filas, los emperadores y los grandes duques, los condes y los oficiales de la guardia, elegían a sus amantes y le echaban el ojo a una pierna bien torneada o a una cara bonita. Uno de ellos incluso llegó a describir el ballet como una «exhibición de bellas mujeres, un lecho de flores en el cual todo el mundo podía coger las que quisiera a placer». Los oficiales de caballería seguían a los coches repletos de chicas mientras viajábamos desde la escuela al teatro -una tradición que databa de décadas atrás, previa incluso a la construcción del Mariinski, cuando los coches llevaban a las chicas al antiguo Bolshói en la plaza del Teatro, donde bailaba mi padre antes de que fuese arrasado en 1886-, llamándonos y preguntándonos nuestros nombres, que nuestras damas de compañía nos prohibían darles, aunque nosotras quisiéramos hacerlo. Yo tenía que llevarme la mano a la boca para evitar que se me escapara el mío: Mathilde-Marie. Para mantenernos puras y protegernos de la sífilis, que era una plaga en la ciudad, nos secuestraban de toda influencia exterior… y también nos apartaban de los chicos de la escuela. Las chicas estábamos todas amontonadas en el primer piso; ellos, en el segundo. Dormitorios separados, escuelas separadas, salas de ensayo, comedores separados. Sabíamos que existían los chicos, por supuesto, porque durante las clases de baile practicábamos con ellos los minués y las quadrilles, donde nos veíamos obligados a tocarnos, pero no se nos permitía mirarnos los unos a los otros a los ojos al hacerlo. Las gobernantas nos vigilaban estrechamente, se nos echaban encima al momento ante cualquier señal de conducta descarada y nos regañaban. Nuestra ropa de diario era ridículamente pudorosa, con vestidos llenos de hebillas y delantales encima, y por debajo de las faldas llevábamos medias largas y oscuras; nuestro atuendo para practicar era una versión hasta la rodilla de un vestido de calle; nuestros abrigos forrados de piel eran tan oscuros y sobrios que los llamábamos «pingüinos». Y parecíamos pingüinos vestidas con ellos, balanceándonos por el patio, la única libertad que se nos permitía. No podíamos practicar juegos violentos: nada de bicicletas, ni pelotas, ni trineos o patines para el hielo, nada de espadas de juguete para los chicos. Éramos propiedad del Ballet Imperial, y si nos hacíamos daño no servíamos para nada y el dinero invertido en nosotros se desperdiciaba. A la hora de comer y cenar las institutrices nos contaban de dos en dos, alineadas al acudir al comedor. Por la noche, las demás estudiantes dormían en una enorme habitación con cincuenta camas o más, todos los lechos vestidos de blanco como el ataúd de un niño, y a la cabecera de cada uno, una mesita pequeña con un icono y el número escolar de cada chica.
¿Por qué todos esos números y todo ese recuento? Para asegurarse de que lo que le había ocurrido a una chica hacía algunos años no volviera a suceder. Su fuga con un oficial de la Guardia Montada fue un escándalo impresionante. Cada tarde ella ponía alguna excusa para quedarse en la ventana del dormitorio y verle cabalgar, un espectáculo demasiado seductor para resistirse, con su uniforme blanco y su casco plateado, dirigiendo dos caballos zainos. Debía de ser un espectáculo, porque la calle del Teatro normalmente estaba vacía de tráfico, excepto por los carruajes grandes y anticuados que nos transportaban a nosotras, las estudiantes. Supongo que lo que se contaba de él era un mito: que llegó sin ser observado a través del puente de Anichkov y recorrió toda la fachada posterior del teatro Alexándrinski, y en ese mito, por supuesto, su amada debía ser bella, muy bella… Las chicas de ese tipo de historias siempre son bellas, como princesas. De modo que una tarde ella cogió un chal de una criada (sí, la princesa disfrazada de campesina) y salió por una puerta lateral hacia su futuro, que espero que fuese brillante. Y desde el día de su boda a ninguna joven de más de quince años se le permitió volver a casa para las vacaciones, aparte de los tres días de Navidad y del domingo de Pascua.
Yo no era una estudiante interna. Mi padre era un artista laureado de los Teatros Imperiales que llegó a San Petersburgo con Nicolás I, a quien le gustaba ver el escenario repleto de bailarines casi tanto como le gustaba ver el campo de maniobras lleno de bayonetas. Y mi padre usó su influencia para ahorrarme aquella vida escolar tan espartana, tan poco en consonancia con la efervescencia del teatro auténtico, al que pronto serviríamos. No quería que rompieran mi espíritu. Y quizá fue ese su error.
Sin embargo, mientras vivíamos ya fuera en casa, ya en la escuela, nuestra virginidad era cuidadosamente preservada hasta el día de nuestra graduación, y entonces se ofrecía. Embutidas en vestidos que exponían nuestros cuellos, brazos, pecho y piernas, decorábamos el escenario para el placer de la corte, todos aquellos aristocráticos balletómanos que dejaban en herencia a sus hijos su suscripción junto con sus títulos, que se sentaban en los palcos y las primeras filas de platea de los teatros imperiales para tener la mejor vista, y apuntaban con sus impertinentes o sus anteojos de ópera hacia nosotras. En las salas de fumar, en los intermedios, debatían nuestros méritos. Era una atracción recíproca: necesitábamos protectores para avanzar en nuestras carreras y para complementar nuestros miserables sueldos con comidas, regalos, diademas y flores. Y nuestros trajes imitaban los trajes y las joyas de la corte, de modo que desarrollábamos un enorme deseo de poseer las sedas y terciopelos que llevábamos solo unas pocas horas cada día, el oro que bordaba aquellas telas, las gemas a las que emulaban nuestros cristales de colores. Había muchas chicas en la escuela que venían de la nada (¡hasta Anna Pavlova era hija de una lavandera!), y cuyas aventuras podían hacer la fortuna de sus familias. Era una tradición muy antigua. El conde Nikolái Petróvich Sheremetev, en el siglo XVIII, cuando todo noble tenía entre sus propiedades un teatro propio y una compañía de ópera de siervos propia, una compañía de ballet y una orquesta, convirtió en amante suya a una de sus cantantes de ópera y se casó en secreto con ella. En mis tiempos, los grandes duques Constantino Nikoláievich y Nicolás Nikoláievich, tíos del zar Alejandro III, tenían amantes del ballet, y de los hijos ilegítimos que tuvo Nicolás Nikoláievich con la bailarina Chislova, el chico sirvió en los Granaderos Montados de la Guardia Imperial, y la chica se casó con un príncipe. A veces esos protectores se casaban con las muchachas que habían sido sus amantes, y estas se convertían en matriarcas de algunas de las mejores familias aristocráticas de Rusia. Kemmerer, Madaeva, Muravieva, Kantsyreva, Prihunova, Kosheva, Vasilieva, Verginia, Sokolova… todas fueron bailarinas en la década de 1860 y las primeras que se casaron con nobles. Esa posibilidad, más que la reverencia hacia el arte, motivaba a muchas madres a mandar a una niña guapa o graciosa a las audiciones de la calle del Teatro. Pero algunas de nosotras, por supuesto, solo fuimos amantes.
Las esposas imperiales ya procuraban que sufrieras, de eso podías estar bien segura, incluso aunque la amante del hombre procediera de la propia corte, de una familia noble. No importaba. Cuando el zar Alejandro II, abuelo de Niki, fue asesinado, a su segunda esposa (que había sido su amante durante largo tiempo; ninguna mujer Románov había olvidado aquellos años) no se le permitió acudir a su funeral. Desgraciadamente, él murió antes de convertirla en emperatriz y legitimar así la posición de los hijos que había tenido con ella. A su súbita muerte, la primera familia de él se dirigió de inmediato contra ella. Le habrían arrebatado hasta el título de princesa, si hubiesen podido. ¿Y qué culpa tenía? Tenía diecisiete años, y el emperador cuarenta y siete, cuando se conocieron paseando por el Jardín de Verano, con sus cuatro grandes avenidas que conducían al Neva; sus tilos y sus arces que alzaban muros de verdor a través de los cuales se filtraba el aroma húmedo de aquellas aguas; sus verjas de hierro forjado que impedían el paso a perros; muzhiki con sus camisas de alegres colores y sus altas botas, la clase trabajadora y judíos. ¿Quién pidió a la joven Ekaterina que le esperase en una habitación apartada del segundo piso del Palacio de Invierno? ¿Quién le dio hijos? ¿Quién la trasladó finalmente a aquel palacio? Ella era una Dolgoruki, hija de un príncipe, de una de las familias boyardas más antiguas de Rusia, y aun así las mujeres de la corte la tachaban de intrigante, de fornicadora, de trepadora social. Imagínense lo que dirían de mí.
Ella tenía diecisiete años, una jovencita que paseaba por un parque, junto a los Campos de Marte.
Y yo también tenía diecisiete. Y la semana después de la graduación, con mis mejores galas, el cabello bien rizado a la moda de la época, anduve no por el Jardín de Verano, sino a lo largo de la Perspectiva Nevsky, ansiosa de que mi primer encuentro con Niki fuera seguido por otro, durante el gran paseo que se daba cada tarde después de la comida y que acababa antes de que anocheciera, momento en que los trabajadores colocarían sus escalas de calle en calle y encenderían las lámparas de gas a mano, antes de las reuniones, fiestas, cenas y bailes nocturnos. Quizá debería decir aquí algunas palabras sobre Petersburgo, a la que aquellos que fuimos tan afortunados como para vivir allí llamábamos simplemente Peter. La ciudad es un puñado de islas divididas por canales y ríos, todos frente al golfo de Finlandia. Más de una docena de puentes unen todas las partes separadas de Peter: la isla del Almirantazgo, con sus palacios y teatros; la isla de la Liebre, con la fortaleza de Pedro y Pablo; Vasilevski, con el barrio alemán y la bolsa; la isla de Petersburgo, con sus casas de madera y más tarde sus mansiones art nouveau; el lado de Viborg, con sus barracones militares y luego sus fábricas. En 1611 éramos solamente una fortaleza sueca, Nyenshants, que significa «reducto del Neva», pero fue Pedro el Grande, en 1703, quien decidió construir en aquel lugar su capital. «Aquí se fundará una nueva ciudad / Aquí nosotros, a instancias de la Naturaleza / Abriremos una ventana hacia occidente.» Pushkin, en «El Caballero de Bronce», a quien, a diferencia de Lérmontov, sí que leí. En realidad es una ciudad que no es oriental ni occidental, sino ambas cosas. Es europea, como París, en sus avenidas, plazas, parques y sus edificios de granito y mármol, pero es única por sus largos y bajos palacios reflejados en el agua, los ríos y los canales, que dan al aire su luminosidad. Cuando sueño con Peter, sueño con luz. Sí, la ciudad tiene un diseño occidental, pero son plenamente orientales sus colores -rojo ladrillo, amarillo mostaza, verde lima y azul aciano-, y también era oriental la costumbre de tener animales en nuestros patios, como si fuéramos campesinos, junto a las grandes pilas de leña cortada… Yo misma, para disponer de leche fresca, tenía una vaca en mi mansión de la isla de Petersburgo en 1907. Y en las habitaciones, las más privadas, detrás de las fachadas clásicas de granito, detrás de los salones pálidos y dorados, encontrarán que la decoración se inclina hacia las alfombras con dibujos, preciosas telas forrando las paredes, la ubicua estufa rusa negra o de baldosas vidriadas, que se debe atizar de septiembre a mayo, el samovar de plata refulgente o de latón, lleno de té hirviendo. No tuvimos tiempo de librarnos plenamente de lo que teníamos de orientales, pero siguiendo las órdenes de Pedro, la ciudad fue erigida tan rápidamente como un escenario teatral, en solo cincuenta años. Los rusos dicen que Pedro levantó su ciudad en el cielo y luego la hizo bajar hasta el suelo, ya completa. Pero no fue Pedro quien construyó esta ciudad: siervos y reclutas excavaron los cimientos con sus manos desnudas, se llevaron la tierra en los faldones de sus camisas, trajeron y apilaron mármol, granito, pizarra y arenisca. Doscientos mil trabajadores murieron de agotamiento, frío y enfermedades mientras transportaban y erigían aquella piedra, y decimos que la ciudad está construida encima de sus huesos, y sobre sus huesos paseaba el beau monde de Petersburgo cada tarde.
Sí, Petersburgo empezó como fortaleza e incluso en 1890 era todavía una ciudad militar; sesenta mil hombres permanecían acuartelados en unos vastos barracones en el bulevar Konnogvarleiski, detrás del ménage de la Guardia Montada, en el extremo más occidental del Campo de Marte o en el distrito de Viborg, y la ciudad estaba coloreada por los uniformes gris verdoso de los granaderos, blanco y plata de los guardias montados, las casacas escarlata de los húsares y el azul y dorado de los cosacos. Esos hombres y sus oficiales no estaban en Peter solo para hacer maniobras, sino también para actuar. La temporada alta social empezaba en enero, espoleada por los doce bailes que celebraba el zar en el Palacio de Invierno. Los mensajeros de la corte, con sus chaquetas verdes, sus gorros negros con plumas y sus guantes entregaban miles de tarjetas de vitela almidonada grabadas con las águilas doradas de dos cabezas solicitando la asistencia de los convocados a palacio. Aquellas noches, sus grandes salones estarían iluminados por diez mil velas de cera de abeja y adornados con ramas de árboles frutales en enormes macetas y jarrones llenos de rosas de color rosa, violetas de Parma y orquídeas blancas enviadas al norte en tren en vagones con calefacción desde la cálida Crimea, junto con enormes cuencos llenos de frutas que llevaban grabada la silueta del zar. Cientos de troikas y carruajes atestarían la plaza ante el palacio, acercándose a los braseros, con sus llamas que se alzarían como surtidores rojos hacia el cielo negro, y sus conductores llevarían botellas de agua caliente, mantas de marta cibelina y botellas de vodka, pues ni siquiera las mantas ni los braseros bastaban para mantener calientes a aquellos hombres. Esos bailes duraban hasta las tres de la mañana, hasta la última polonesa; si uno tomaba demasiado vodka esperando a su amo, sin embargo, se sentía demasiado caliente… y si se quitaba la túnica tomaba el camino seguro hacia una muerte por congelación. Aunque la plaza estaba resguardada del golfo de Finlandia por la inmensidad del palacio mismo, no hay palabras que puedan describir el frío de un invierno de Petersburgo. Las luces del edificio iluminaban un mundo blanco y negro: hielo brillante, copos, ventiscas de nieve, el aliento humeante y negro de los caballos y los hombres que esperaban.
La temporada terminaba con la llegada de la Cuaresma, y después la sociedad se iba al campo -a las islas que había fuera de Petersburgo, a Crimea, al mar Negro, o a propiedades que tenían en torno a Moscú- hasta que al final del verano las maniobras militares los atraían al pueblo de Krasnoye Seló, junto a Peter, que se vanagloriaba de tener un enorme campo de maniobras en torno al cual se encontraban formando una hilera las villas de madera de los oficiales. Ah, qué ritmo más encantador el de aquellos días. A principios del otoño la corte viajaba a Europa, pero cuando llegaba el otoño de verdad, el ballet, la ópera, el teatro francés empezaban otra vez para adornar los escenarios, y su público volvía y empezaba una vez más a poblar las plateas y los palcos de terciopelo azul y a aplaudir el arte que nosotros, actores, bailarines y músicos perfeccionábamos solo para ellos. Durante mi época había diecinueve cortes en Petersburgo: la del zar, la de su madre y diecisiete grandes cortes ducales; varios miles de personas, contando a todos los miembros de la familia y a los cortesanos, y esos aristócratas, junto con los embajadores y el cuerpo diplomático y la Guardia, y de vez en cuando la nobleza provinciana, acudían a los teatros cada noche durante la estación. Deben recordar ustedes que no existía la televisión, ni la radio, ni el cine; los días del invierno ruso son muy cortos, y hay muchísimas horas de oscuridad que llenar. Los Teatros Imperiales montaban obras teatrales, óperas, operetas, conciertos y ballets, y de estas representaciones del Mariinski, cincuenta eran de ballet, y de ellas, cuarenta eran solo por suscripción. Correspondía al director de los Teatros Imperiales, Iván Alexándrovich Vzevolozhski, aristócrata a su vez que podía remontar su linaje a Riúrik y los príncipes de Smolensko, supervisar la producción de todas aquellas diversiones, y a Marius Petipa, el bailarín francés que llegó a Petersburgo en 1847 y consiguió abrirse camino y suceder a St. Léon como maestro de baile del Ballet Imperial, crear todos los pas para ellos. Le ayudaba el segundo maestro de ballet, Lev Ivánov, que se había convertido en amigo de la familia y a quien encantaban los platos de mi padre, y desplegaba su servilleta de lino y decía: «comamos un poquito», pero nunca se le reconoció mérito alguno por su trabajo, ya que era un ruso en una corte francófila. M. Vzevolozhski prefería los teatros de Petersburgo a los de Moscú. ¿Por qué no? La corte, después de todo, estaba allí. En el Mariinski uno veía las mismas caras noche tras noche. Éramos como una familia, enfrentándonos unos a otros a través de las candilejas, unas relaciones muy vocales, porque los balletómanos nos interpelaban libremente, «venga, Mala», o «más papeles para Tata», para que bailásemos con más entusiasmo o para que los directores recompensaran algún talento excepcional. Y, por supuesto, también había abucheos y silbidos. Fue el gran interés de la corte lo que condujo finalmente a que el gran Chaikovski compusiera para ballet, y al florecimiento del arte. Cuando me hice famosa, iba posponiendo mi regreso a los escenarios cada vez más y más en la temporada, hasta los meses más prestigiosos de diciembre y enero, como si yo también fuese una aristócrata que acabase de volver de Europa. Pero para eso aún falta. En este momento tengo aún diecisiete años.
Alejandro III, el día de mi graduación, me aleccionó: «Debes ser la gloria y el embellecimiento de nuestro ballet». Y eso había decidido ser yo, e igual que había conseguido el primer premio de nuestra escuela, también decidí conseguir el primer premio fuera de ella: al zarevich. Me costó tanto arreglarme aquella tarde de abril que casi perdí la oportunidad de acompañarle en su paseo. Ahora todo el mundo lleva el pelo largo y liso, con raya en medio, hay una generación de chicas que se peinan como niñas de guardería, pero en 1890 llevábamos el cabello muy rizado, humedecido con agua azucarada y envuelto en torno a unos papeles para rizarlo, y pasábamos horas sujetándolo para que se secara. Yo llevaba una cascada de rizos encima de la frente, unos tirabuzones que me caían delante de las orejas, y aquel día vestía una blusa con volantes y doble largo de brocado cerrada en el cuello por un broche. Me puse un poquito de perfume de violeta detrás de las orejas (porque en 1890 todas las aguas de colonia eran solo de una flor cada una), y con ese traje de señorita, y mis ropas escolares guardadas de momento, me encaminé hacia la parte más de moda de la Perspectiva Nevsky, en cuyas tiendas se podían comprar suaves guantes franceses o té chino o jabones ingleses, más allá del lugar donde abriría Eliseyevsky en 1901 -una tienda tan moderna que estaba iluminada con lámparas de araña y se podían comprar las frutas y frutos secos de todas las regiones-, hacia el canal Fontanka, con la fachada de color mostaza y blanco del palacio Anichkov donde vivía la familia de Niki mientras estaban en la capital, ya que su padre había evitado el Palacio de Invierno excepto para recepciones oficiales. La familia imperial vivía entre nosotros entonces, solo fue después que Niki y su familia se recluyeron y se apartaron por completo de la sociedad de Petersburgo, de modo que la gente olvidó incluso el aspecto que tenían. Inmediatamente vi al zarevich sentado en el balcón con su hermana Xenia, de quince años. Él fumaba, claro está, y los dos se inclinaban hacia delante en sus sillas para mirar entre la balaustrada a los que pasaban. Yo aminoré el paso para que me vieran mejor. Niki expulsó el humo que tenía en la boca y me hizo una señal con la cabeza. Yo se la devolví. Él volvió a inclinar la cabeza, pero no la levantó, sino que se aproximó a la balaustrada. ¿Qué otra cosa podía hacer yo, sino acercarme?
Bueno. Ese fue nuestro segundo encuentro, y la verdad es que no fue gran cosa. Comprendí a partir de entonces que no iba a ser tan fácil para mí como lo había sido para la princesa Ekaterina Dolgoruki, cuyo amante, el zar, no se escondió detrás de la balaustrada de un balcón, sino que preparó con todo atrevimiento el encuentro con ella en el Jardín de Verano, en aquellas alamedas entre los tilos, y con el mismo atrevimiento la sedujo una tarde en el pabellón Babigon, en Peterhof, un bonito día de julio, mientras el golfo de Finlandia brillaba en la distancia y a su alrededor todo era calor y perfume y pétalos de flores estrujados entre los dedos de ella.
No. Aquellas semanas siguientes yo recorrí la ciudad arriba y abajo con el cochero ruso de la familia que le supliqué a mi padre que me cediera. No todas las casas podían permitirse tener un cochero propio, especialmente uno ruso con una librea que tenía siglos de antigüedad, y que llevaba los brazos tendidos muy tiesos ante él como en el port de bras del ballet, y mientras avanzábamos por las calles, gritaba a voz en cuello a todos los demás carruajes, coches y personas que se cruzaban en nuestro camino. Aunque yo quería que la gente lo viera, y que me vieran a mí también, igual podría haberme quedado en casa, porque aunque circulamos velozmente a lo largo del Morskaya, recorrimos la Perspectiva Nevsky, aplaudí las carreras en el Horse Ménage, e incluso, en un ridículo acto de desesperación, recorrí a pie una y otra vez la calle Karavannaya, atravesando la plaza Anichkov, el zarevich no se fijó en mí en absoluto. El escenario de mi seducción no debía ser Petersburgo, aunque yo entonces no lo sabía, sino, sorprendentemente, el campamento de verano de Krasnoye Seló, en agosto.
La Guardia Imperial de Petersburgo y docenas de regimientos de las provincias convergían en Krasnoye Seló para las maniobras de verano, lejos del calor de Petersburgo y sus remolinos de polvo. Eran 130.000 hombres con sus tiendas de lona clara, erigidas junto al gran campo de desfiles a lo largo de las orillas de los ríos Dudergov y Ligovka. ¡Cómo les gustaban a los Románov sus uniformes, sus clarines y sus caballos! El bisabuelo de Niki, Nicolás I, lloraba al ver a un gran grupo de soldados uniformados. Había guerreras blancas y rojas, las largas casacas azules con cinturón dorado de los cosacos, los granaderos dorados, con sus casacas grises y sus cascos altos y dorados… cada regimiento tenía sus propias charreteras, cintas, trenzas, cruces, medallas, ornamentos, tocados. Algunos regimientos llevaban papakhii de cordero decolorados, otros cosacos llevaban lana oscura, otros oficiales llevaban gorras de visera festoneadas con plumas y medallones. Casi hasta el final de su vida, Nicolás jugaba con los uniformes de sus regimientos y añadía una hilera de botones por aquí, otra trenza dorada por allá.
Tenía talento como artista, ¿saben? Había aprendido a manejar los pinceles y las acuarelas con Kyril Lemoj, el conservador artístico del Museo Ruso de Alejandro III. Pintaba paisajes. Yo vi unos pocos. En uno de los bocetos no había figura alguna, solo un árbol, un campo, una carretera de tierra roja que brillaba como el ladrillo bajo el sol. En otra, un barquito pequeño de madera acababa de alejarse de la orilla y se podía ver a una figura solitaria agachada en su interior, dos hombres en el borde mismo de la tierra, que se suponía que habían empujado el barquito hacia el agua para su amigo, y un puñado de abedules altos, muy altos, al fondo, que empequeñecían a todos. Eran cuadros de un muchacho que amaba la naturaleza y que en ella encontraba un lugar donde un zar no era un gigante, sino, sencillamente, una parte de un conjunto mucho mayor. Pero Niki abandonó la pintura, sin hacer más que algún boceto en su libreta de recuerdos de los regalos que le daban. Y más tarde, supongo, los uniformes se convirtieron en el papel en el cual dibujaba.
Ese gran despliegue en la vasta llanura de Krasnoye Seló resplandecía con el calor de finales de julio. Las oleadas ardientes se calmaban solo cuando alcanzaban los bosques y colinas que marcaban las fronteras del enorme espacio herbáceo, el cual servía como escenario para la marcha de precisión, las medidas vueltas y ataques con sable y bayoneta. La élite de la sociedad petersburguesa apareció allí para la Gran Revista, sentados todos en sus graderías a la sombra de unos árboles; las mujeres con vestidos blancos de verano, con sus sombreros y parasoles hinchados por la brisa, ondulando como las hojas y amentos de los abedules que estaban por encima de ellos. Los ministros de la corte estaban de pie con sus faldones y sus chisteras junto a las tiendas del Montículo del Emperador, y el zar, la emperatriz y los grandes duques y duquesas inspeccionaban las tropas desde sus caballos y sus carruajes; luego se unieron a los ministros e inspeccionaron las filas y filas de hombres que llenaban la llanura, marchando al unísono, con los estandartes bien altos. Las dos guerras siguientes en las que luchó Rusia fueron desastrosas para esta, dejando a hombres como aquellos y millones más muertos en los campos de batalla de Europa y Rusia. Pero entonces nadie lo habría sospechado.
No, aquel verano de 1892, en Krasnoye Seló, aquellos actores permanecían erguidos en la gran llanura, representando batallas que nunca perdían.
Sin embargo no bastaba con aquel teatro. Tenía que haber entretenimiento nocturno también.
De modo que se construyó un teatro de madera al estilo ruso en Krasnoye Seló, tan grande como el Mijáilovski en Peter, un lugar hermoso, con galerías vestidas con colgaduras de seda rayada y volantes llenos de borlas, en el que los artistas actuábamos dos veces a la semana durante julio y la primera parte de agosto, cuando los grandes duques y el emperador y su familia venían al campamento, dejando atrás sus palacios de mármol para establecerse en las graciosas villas de madera con entoldados de lona y amplias verandas. Por las noches, todos los artistas de teatro permanecíamos firmes en las ventanas del mismo que daban a la entrada privada imperial, para saludar al séquito imperial mientras iban desembarcando de sus landós y sus troikas. Los hombres llevaban toda la parafernalia militar incluso al teatro. Los grandes duques se sentaban todos en la primera fila; en la segunda y tercera se situaban los oficiales, con las damas después y los oficiales de menor graduación detrás, y en unos palcos situados enfrente unos de otros se colocaban la familia imperial y las familias de los ministros de la corte y de los militares. Para hacer los giros yo solía fijar la vista en las medallas y condecoraciones que brillaban en el pecho de los hombres.
Los grandes duques, el emperador y el zarevich siempre pasaban después de comer a charlar con los bailarines o a ver los ensayos, y subían al escenario entre los diversos entretenimientos de la velada, primero una comedia y luego un divertimento de ballet, para saludar a todos los que actuaban. Una gran belleza, algo que yo no poseía, podía dar forma a tu destino. Y por tanto, yo trabajaba mucho más aún para realzar la mía, con mis lindas manos, mis pies pequeñitos y mi conversación vivaz y animada. Como mi padre, siempre he sido muy alegre, con el don de hacer que los que están a mi alrededor también lo estén. Y por eso Nicolás se vio atraído finalmente hacia mí, por mi encanto. Me buscaba al salir del escenario y se quedaba de pie al sol para hablar conmigo, enseñando sus blancos dientes al oír mis bromas, mientras yo intentaba esconder los míos, torcidos. A veces le tocaba un botón de la casaca o me levantaba en pointe o hacía volar pájaros con mis manos, en mi arrobo al estar tan cerca de él. Había observado que Niki parecía mucho más a gusto con aquellos que estaban siempre felices, como nosotros, los artistas de teatro, o como sus primos alborotadores, los Mijaílovich, o sus compañeros oficiales en el campamento, con los cuales Niki bebía hasta emborracharse y hasta que todos jugaban a «los lobos», un juego que implicaba arrastrarse desnudos por la hierba, aullando y mordiéndose unos a otros, y luego beber a cuatro patas de unas tinas de champán y vodka que sus serviciales criados levantaban para el placer de sus jóvenes amos. Una tarde, en mis prisas por no perderme la oportunidad de conversar con él antes del ensayo, di en el pequeño escenario con el vientre uniformado del propio emperador, que echó una mirada a mi rostro sonrojado y dijo:
– Seguro que has estado flirteando…
Pero estaba equivocado. ¡Tenía prisa por ponerme a ello! Mis breves momentos con el zarevich en el campamento eran más importantes para mí que la actuación de la noche, y aún eran lo único que tenía de él.
Pero no solo conversaba con Nicolás, porque, ¿dónde iba a encontrar a tantos hombres Románov reunidos en un solo lugar al que tuviera acceso? Intenté encandilar a todos los que tuvieran título (¿quién sabe el uso que podrían tener algún día para mí?), incluido el Gran Duque Vladímir, uno de los muchos tíos de Niki, que sirvió como ministro de los Teatros Imperiales y que era un gran amante de las artes. Era ya viejo, pero aun así valioso, dada su posición. Él venía a sentarse a mi camerino y me visitaba mientras yo me pintaba los labios de rojo. No hablaba, más bien atronaba dondequiera que iba, y en todo el teatro se podía oír su vozarrón desde el palco mientras comentaba cosas sobre las bailarinas.
– ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¿Un gorrión? -gritaba al ver aparecer a una chica muy joven y delgada, pobrecilla, dando unos cuantos pasos endebles. O aullaba cuando caía el telón sobre el primer acto de un ballet que no le gustaba-: ¡Vámonos a casa!
Vladímir creía que debía ser zar en lugar de gran duque, y actuaba como un zar a pesar del orden de nacimiento que había llevado a su hermano Alejandro al trono. La esposa de Vladímir, Miechen, segunda mujer en rango del Imperio, se comportaba también como una zarina. Su venta benéfica anual de Navidad en el Salón de los Nobles anunciaba la temporada vacacional en Peter. Emperatriz Vladímir, la llamaba la madre de Niki, mordaz. El día que el tren del zar descarriló en 1888 y casi aplastó a la familia imperial mientras se estaban comiendo un budín de chocolate en el coche-restaurante fue un día cercano al triunfo para Vladímir.
– Nunca volveremos a tener una oportunidad como esta -susurró indiscreta Miechen a sus amigos de la corte. En Krasnoye Seló, Vladímir me dio una foto suya para que la colocase en mi camerino. Sí, la familia imperial firmaba fotos suyas para sus íntimos, igual que hacen las estrellas de cine para sus fans hoy en día, y en la mía, Vladímir escribió las palabras «Bonjour, douchka», que significa «cariñito», y suspiraba diciendo que era demasiado viejo para mí.
Es verdad que era demasiado viejo para mí, pero Niki no, y justo cuando parecía que mi apasionado flirteo de dos semanas con Niki el húsar -antes de que el tren programado me llevase a treinta verstas, de vuelta a Peter- había fracasado sin conseguir el efecto deseado, y solo faltaba una semana de maniobras, de repente me pidió que le esperase en la alameda que había tras el teatro, después de una representación, aquella noche de agosto. Quería volver por donde había venido a su villa después de cenar para llevarme a dar un paseo en troika. ¿Tengo que decir cuál fue mi respuesta? ¿Qué había inspirado aquel súbito y poco habitual atrevimiento por su parte? Yo le había visto mirándome con especial interés desde el palco imperial, que en aquel teatro estaba diseñado para que pareciese un sombrero de campesino ruso. Debió de ser mi traje de tul de aquella noche, con el corpiño bordado con dos grandes flores que quedaban encima de cada uno de mis pechos; o quizá lo que bailé, porque mientras las otras chicas aquella noche habían representado a una bandada de aves o un cardumen de peces, a mí me habían concedido el adagio, el dueto amoroso, con las manos tiernamente colocadas encima de los antebrazos y hombros de mi caballero. Recuerdo que cuando me llegó la invitación de Niki, me costó mucho atarme el fajín de mi vestido blanco de verano y prepararme en mi camerino aquella noche, y que el pelo se me alborotaba, apartado de la cara como la peluca loca del doctor Coppelius. El pasadizo cubierto hacia el teatro estaba desierto cuando salí, la mayoría de los bailarines ya habían abordado el tren de vuelta a casa hacia la capital y el teatro mismo se había quedado oscuro. Un latido diminuto aleteaba en la base de mi garganta. ¿Y si él no venía a buscarme? Tendría que ir andando hasta la villa donde mi hermana mayor, Julia, que también era bailarina, conversaba con su galán, y llorar ante ella como una niña diciéndole que había perdido el tren. Fui pues a la alameda con algo de inquietud, y allí me quedé sola, intentando arreglar un poco todas mis cosas, incluidas las emociones, que estaban muy alteradas. Esperé. Ante mí se abría el paseo arenoso y amarillo, que ahora se había vuelto oscuro y granuloso, vacío, hacia la nada. En el parque y el jardín que había junto al teatro los insectos veraniegos formaban oleadas de sonidos, que llegaban al cénit y luego bajaban. Muchas son las estrellas de la noche rusa, y allí, a veinticinco kilómetros de la capital, el cielo era una llanura surcada de estrellas por encima de la tierra estéril y difícil de abajo. Al final oí las campanillas de una troika y ante aquel sonido fui lo suficientemente sensata como para sentir un poco de temor premonitorio. ¿En qué viaje me estaba embarcando, y qué consecuencias tendría? Pero no podía retroceder, no debía retroceder. Apareció la troika, las linternas que pendían de esta hacían temblar las estrellas del cielo y las arremolinaban todas en torno al zarevich, que resplandecía como un santo en un iconostasio. Me tendió una mano, con una sonrisa, me ayudó a subir al asiento que estaba junto a él e iniciamos nuestro veloz viaje, conduciendo aquella troika a través de los campos de maniobras y del pequeño pueblo donde todas las calles y vías públicas estaban vacías, como por decreto. Esas calles, ese pueblo, esas ciudades, la propia Rusia, una sexta parte de la masa terrestre, le pertenecían a él (o pronto le pertenecerían), y cuando estaba a su lado, me pertenecían a mí también. Lo que exhibía aquella noche ante mí, cuando me conducía a través de la llanura, o me «raptaba», como leí más tarde en su diario, ¿qué era, el campo o él mismo?
No es fácil conducir una troika, no sé si lo saben. De los tres caballos, solo el de en medio lleva riendas, y es precisa toda la fuerza y destreza del conductor para girar bien. A los rusos nos encanta la velocidad, y Nicolás estaba haciendo ostentación de su destreza en la carrera de obstáculos del pueblo, en la extensión oscura del campo de desfiles. «Él» quería impresionarme a «mí». Me sonrió sin apartar sus ojos brillantes de los caballos, de la carretera amarilla y polvorienta, enjuagada a lo largo de todo el día por barriles de agua traídos desde el río Ligovka en carromatos de caballos, humedecidas ahora por el relente nocturno. Yo era ahora la que me mostraba demasiado tímida para mirarle a «él», aunque le atisbaba de reojo. Y puedo asegurarles esto: toda la belleza de la familia se concentraba en Niki, quien no tenía la nariz chata ni los ojos saltones de su hermana Xenia, ni la cara consumida como de vaca de su hermana Olga. Ninguna foto hace justicia al equilibrio y la nobleza de su rostro. Y aquellos ojos… nadie que veía aquellos ojos de un azul pálido podía olvidarlos. Pero estos eran algo más que una herramienta de seducción: los usaba para taladrar el alma. Si yo tenía los ojos de un hada, los suyos eran los de un dios.
El país creía, como ya sabrán, que sus zares eran divinos.
Acabamos en la villa del pretendiente de mi hermana, Ali, después de todo, a primeras horas de la mañana. Él compartía la villa con su amigo Schlitter, un compañero oficial, y vaya entrada la que hice yo allí, del brazo del zarevich… No como la hermanita pequeña gimoteante que había perdido el tren, sino como Venus triunfante. Los cinco cenamos y luego reímos durante horas. Schlitter ponía carga larga y decía:
– Ni vela para Dios ni atizador para el demonio.
Porque él era el único hombre que no tenía mujer. Aquella ocurrencia me gustó mucho, ya que significaba que el zarevich formaba pareja conmigo.
Al menos durante un momento.
Oí decir que en los primeros meses de su matrimonio invernal con Alix, Niki la llevó también a dar paseos nocturnos en un trineo a través de las calles de Petersburgo, y por encima del helado Neva.
¿Qué tipo de esposa habría sido yo para él? ¿Habría compartido su futuro, la prisión y una muerte de mártir?
Esto sí que puedo asegurárselo: si yo hubiera sido su mujer, ese no habría sido su futuro.