38772.fb2 La verdadera historia de Mathilde K - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

La verdadera historia de Mathilde K - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

El talento de nuestra familia eran nuestros diamantes, nuestros rubíes, nuestras perlas

Mi madre se casó dos veces, y antes, durante unos pocos años, fue bailarina. Era miembro del corps de ballet, una de las chicas que formaban la fila del fondo del escenario, una «chica al lado del agua», como las llamábamos: las de la categoría más baja que estaban siempre en la parte de atrás, rozando con los omoplatos alguna pieza del decorado en la que inevitablemente se había pintado un gran lago. Mi madre, Julia, dejó el teatro para casarse y tener una familia, y cuando murió su primer esposo, Ledé, se casó con mi padre, Félix. Era lo bastante guapa para haberse casado todas las veces que hubiese querido, con un rostro redondo y los ojos suaves. En la foto suya que guardo junto a mi cama lleva el cabello arreglado con tirabuzones, la frente despejada y una trenza como una corona sujetándolo todo. Ella amó mucho a sus dos maridos, y con ellos tuvo trece hijos, cuatro de ellos de mi padre. Yo era la menor.

Mi padre era famoso sobre todo por su mazurca. Los polacos bailan la mazurca de dos maneras: una para los caballeros, con movimientos elegantes, y la otra como los campesinos, golpeando con los pies en el suelo, sin deslizarse con suavidad y arrojando los sombreros al aire. Sí, el bisabuelo de Niki, Nicolás I, vio bailar la mazurca a mi padre y quiso tenerlo para él solo. En el escenario ruso, mi padre interpretó para él no solo la mazurca, sino también los principales papeles de nuestros ballets durante los sesenta años siguientes, y su carrera duró tres veces lo que la de la mayoría de los bailarines. En el Ballet Imperial cultivábamos dos tipos de bailarines: clásicos y de carácter. Ahora, por supuesto, ninguna compañía puede permitirse hacer eso, tienen un pequeño número de bailarines clásicos, muchos menos de cien, y cuando montan grandes ballets el escenario está muy vacío. Pero entonces, con los fondos del zar, ah, sí, teníamos muchísimos bailarines, tanto clásicos como de carácter, ambos tipos celebrados por el público y el emperador. A veces éramos más de doscientos apiñados en el escenario, y si se necesitaban aún más cuerpos, el zar nos prestaba a alguno de sus regimientos. Mi padre no solo era un gran bailarín, sino un gran actor y un gran cómico. Con su amigo, el bailarín Timofei Stukolkin, cuando interpretaban a los cacos de Los dos ladrones, no solo corrían por el escenario, sino que incluso trepaban por el foso de la orquesta mientras el público se reía a carcajadas. Cuando yo era muy pequeña, mi padre me llevó a una función de tarde para que le viera bailar en el Bolshói, en Petersburgo. Ya me gustaba mucho el teatro y suplicaba que me dejaran ir. Si mi padre no me llevaba, yo lloraba. Si lo hacía, se quejaba de que después no dormía en toda la noche. Yo daba la lata a mi madre para que me hiciera un traje de ballet, y así poder bailar y posar ante los espejos de nuestra sala de baile, donde mi padre daba las lecciones de mazurca. En ocasiones él cedía y me llevaba al teatro. Recuerdo la primera vez, una sesión de tarde. Como hoy en día, estas estaban repletas de niños con sus cuidadoras y ancianas con sus impertinentes. Yo tuve el privilegio de sentarme en uno de los palcos de los artistas, entre bastidores, un lugar muy especial desde el cual podía ver no solo la acción de la función, sino también la del entreacto, cuando caía el telón y tras él los tramoyistas bajaban el siguiente escenario y levantaban el primero, y se barría y fregaba el suelo y los ayudantes de camerino daban puntadas al tirante roto de un vestido mientras la persona que lo llevaba se agitaba, impaciente. La obra de aquella tarde, creo recordar, fue Le Petit Cheval bossu, en el cual mi padre representaba al kan en su tienda llena de alfombras. Todos nuestros ballets estaban basados en cuentos de hadas franceses y alemanes, hasta que mi padre y sus amigos, que se reunían los sábados por la tarde en casa de Stukolkin, sugirieron al viejo maestro St. Léon que basara un ballet en algún cuento de hadas ruso. St. Léon se encogió de hombros y confesó que no conocía ninguno. Al oír esto, Stukolkin salió corriendo y sacó un libro de cuentos de los estantes de la habitación de sus niños, apartó el samovar y el té y leyó en voz alta el cuento de El caballito jorobado, de Ershov, y alguien lo fue traduciendo línea por línea al francés para que St. Léon lo entendiera. Y así, el cuento de la zarina doncella e Ivánushka el Loco se convirtió en ballet, y St. Léon, inspirado, asistió a lecciones de ruso y aprendió a hablarlo con fluidez, más de lo que se podía decir de su sucesor como maître de ballet, el obsequioso francés Marius Petipa. De modo que yo estaba aquella tarde en el teatro, viendo a mi padre representar al antiguo kan de los kirguises kazajos que echa de menos a la joven zarina doncella pero averigua después de raptarla que no se dejará poseer. Al final, transtornado por la pasión que siente por ella, salta a un barril con agua hirviendo y ella se casa con Ivánushka el Loco. Al cabo de unos pocos años yo representaría mi primer papel infantil en ese ballet, como parte de una bacanal submarina. Al final del segundo acto, el caballito y un niño campesino bucean en el fondo del mar para encontrar el anillo perdido de la zarina doncella, y allí fue donde me encontré yo, en un cuadro vivo con todos los habitantes del mar. Pero en esta ocasión que les cuento yo solo tenía tres años, y estaba tan silenciosa y arrobada viendo cómo la noche se convertía en día en el escenario y el viento dejaba paso a los truenos, mientras los tramoyistas trabajaban en las maquinarias, que mi padre se olvidó de que estaba sentada junto a él en el palco de los artistas y se fue sin mí a su camerino a quitarse el maquillaje. Luego volvió tranquilamente a casa, en la Perspectiva Liteini. Solo cuando mi madre le preguntó: «¿Dónde está Mala?», mi padre exclamó: «¡Dios mío, me la he dejado allí!» y corrió de vuelta al teatro. Me encontró donde yo me había escondido, debajo del asiento, esperando la representación de la noche. Todo artista tiene su historia de la primera vez que se vio seducido por su arte, y esta es la mía.

Después de que muriese mi padre, encontré el diario encuadernado en piel donde anotaba con su clara caligrafía la lista completa de sus compañeros. El último nombre, al final de la página, era el mío, subrayado. Al ver aquella marca hecha con tinta negra me eché a llorar, porque aquello me dijo que él seguía estando orgulloso de mí, a pesar de mis desgraciadas circunstancias personales. Sí, yo era consciente de que, aunque consideraba mi vida como un gran triunfo, para mis padres era una deshonra. Los amigos de mis padres eran todos, como ellos, polacos católicos, y ninguna de las hijas de sus conocidos se había convertido en amante de nadie… antes de la Revolución. Después de esta, claro está, las chicas de las mejores familias andaban por las calles de Petersburgo vendiéndose por un trozo de jabón. Pero eso todavía no había pasado, fue más tarde. No, mi vida privada no era la que mi padre había querido para mí. Éramos una familia de artistas orgullosos, mi abuelo fue tenor en la ópera de Varsovia, con una voz tan bella que el rey de Polonia le llamaba «mi ruiseñor», y mi padre esperaba que nos convirtiéramos en una dinastía teatral como los Petipa o los Gerdt, todos, padres e hijos, trabajando en el Mariinski y casados con compañeros bailarines. Mi hermano Iósif ya se había casado con una coryphée, Sima Astáfieva, y él, mi hermana Julia y yo nos habíamos graduado en las Escuelas Imperiales de Teatro. Todos habíamos representado papeles infantiles en las compañías de ballet, como marionetas, cupidos, ninfas y pajes. Cuando éramos cupidos llevábamos unos tocados bordados con hilos de oro; cuando éramos ninfas llevábamos guirnaldas de rosas; cuando éramos sílfides nos hacían volar con un aro cosido en la parte de atrás de nuestros vestidos y metido en una cuerda por el operario, con una sonrisa en el rostro que disfrazaba nuestro terror mientras nos llevaban con la manivela por el aire e intentábamos colocar los brazos en las poses requeridas. Contemplábamos los ensayos de la tarde en el gran teatro Mariinski desde un palco hasta que nos tocaba el turno de ensayar en el escenario a nosotros, un poco tímidos frente a un teatro tan vacío y silencioso, con las grandes arañas y los asientos de terciopelo cubiertos con una lona marrón para protegerlos del polvo. Antes de la actuación nos vestían, y las damas de compañía usaban algodón en rama para pintarnos unos círculos de carmín en las mejillas. Y ya estábamos en el escenario, donde intentábamos con todas nuestras fuerzas no mirar hacia el público, al oro y blanco y azul de la cuarta fila, la platea, los palcos, el gallinero; intentábamos no aspirar el aroma a bombones, cuero y tabaco, y tratábamos de concentrarnos en nuestro pequeño mundo en el escenario. Cuando nos graduamos, todos bailamos con el Ballet Imperial, mi hermano como bailarín de carácter, mi hermana como clásica. Julia tenía seis años más que yo, la llamaban Kschessinska I y yo era la Kschessinska II, hasta que, por supuesto, yo la sobrepasé y entonces me convertí sencillamente en M. Kschessinska. Nuestro talento familiar venía a ser nuestros diamantes, nuestros rubíes, nuestras perlas, y el talento de mi padre era tan abundante que desbordaba del escenario e invadía nuestra propia casa.

En su tiempo libre había hecho una maqueta del teatro Bolshói de San Petersburgo, ese edificio ahora demolido, aunque he oído decir que la maqueta de mi padre todavía sobrevive en el museo Bajouchin en Moscú. Está en una vitrina junto a aquella que contiene las pequeñas zapatillas que yo llevé en mi primera actuación en la bacanal submarina de El caballito jorobado, aunque no las he visto desde hace ochenta años. La pequeña maqueta que construyó mi padre tenía candilejas auténticas de aceite, un telón de terciopelo y un decorado en miniatura que subía y bajaba cuando se le daba a la manivela, cosa que mi hermana Julia nunca me dejó hacer, pues me daba cachetes en las manos si me acercaba. Ella pensaba que era la dueña de todo lo que había en la casa. Mi padre construyó también un gran acuario de cristal que se encontraba junto a las ventanas del salón. Ornamentos de piedra, como jardines en miniatura, decoraban el vasto fondo del tanque, y los peces nadaban como mujeres vestidas de alegres colores por entre los pilares de aquel acuoso palacio. Fue mi padre quien diseñó las habitaciones de nuestro gran piso de la Perspectiva Liteini 38, en Petersburgo, y de la dacha en nuestra propiedad en el campo, Krasnitzki. Allí tiró las paredes del comedor para hacerlo más grande y construyó una caseta de baño en el río. Teníamos una granja allí, un jardín con árboles y un huerto, y más allá, un bosque espeso lleno de setas. No éramos ricos, pero el dinero que mi padre ganaba como principal bailarín de carácter y por las clases que daba en su academia de baile privada de vals y mazurca, para los hijos de la nobleza e incluso para los de la familia imperial, nos procuraba una vida cómoda.

En Navidad y Pascua se dedicaba a preparar festivales y banquetes. En Nochebuena ayunábamos hasta que aparecía la primera estrella en el cielo vespertino, y entonces nos regalábamos con los trece platos de pescado que mi padre había preparado. Teníamos cocinera, desde luego, pero aquel era un día especial, y mi padre era un auténtico artista de la cocina, con una receta secreta para la sopa de pescado hecha con nata, un plato polaco. Él trabajaba en la cocina mientras los niños jugábamos al rucheyok, una especie de «puente de Londres», y a slon, la pídola. En nuestro árbol brillaban velitas y peras de cristal, y estaba salpicado por todas partes con espumillón plateado que se enredaba con las estrellas de papel dorado y los ángeles. En Año Nuevo bebíamos un ponche sueco caliente y comíamos pastel de manzana. Para Pascua, mi padre cocinaba una docena de kulitch, uno por cada apóstol. Alto como un sombrero de copa, cada pastel estaba glaseado de una manera diferente y adornado con fruta o con caramelos, y yo iba andando a lo largo de la mesa del banquete y admiraba la belleza de todos: una flor de lis de fresas cortadas a láminas en este, la cresta de una ola hecha con un glaseado blanco en ese otro, diminutas banderas con palillos formando una verja en el borde de otro. En Francia, los antiguos inmigrantes rusos preparan sus kulitch en latas de café para que suban bien y queden altos.

Todo el mundo era un teatro para mi padre, y para mi cumpleaños, en agosto, no había representación más grandiosa. Estábamos siempre en la dacha en aquel mes, así que la fiesta que él preparaba iba seguida de unos fuegos artificiales de su propia invención. En la mesa, a la hora del postre, yo me sentaba en el lugar de honor; un año, mi padre colgó una guirnalda de flores de una cuerda que pasaba por un gancho del techo, y cuando me sirvieron el postre, bajó la corona de pétalos mediante una polea hasta que esta se apoyó suavemente encima de mi cabeza, mientras mi hermano y hermana mayores y mis hermanastros palmoteaban.

Hasta los campesinos de los pueblos cercanos, que nos hacían la siega y cuidaban las vacas, traían regalos de cumpleaños, cestas de huevos metidos en servilletas, cada una de ellas con una crucecita roja bordada, y se inclinaban mucho doblándose por la cintura al presentarlos. Algunos de los campesinos habían sido siervos hasta hacía diez años, cuando el abuelo de Niki, Alejandro II, los emancipó, y todavía conservaban sus modales serviles, inclinándose exageradamente de aquella manera ante sus amos.

Durante aquellos largos días de siega del heno y trilla del centeno, y recogida de setas y de bayas, las vidas de campesinos y amos estaban unidas estrechamente en una sola. Los niños de los campesinos se convertían en compañeros de juegos de los nobles, aunque solo fuera durante el verano, y todo el mundo recordaba haber jugado al gorodki con unos bloques de madera o con un bate y una bola; al babki, con cualquier trocito de metal que encontrasen; o al bory, el juego del pilla pilla. Los campesinos se unían a nosotros para comer, o para el té de los domingos, pero cuando volvíamos a Petersburgo, por supuesto, ellos se quedaban a las orillas del río Orlinka con sus cosechas, trabajando los campos, mientras yo aprendía mi arte. Gané tanto peso un verano por todas las comilonas que hicimos que cuando volví a mi escuela la maestra me riñó y me dijo que me había puesto «lamentablemente gorda». Pero ¿qué se puede hacer en el campo, salvo jugar y comer? Un momento, que me pierdo. Eso me ocurre a menudo ahora. Eran las mujeres campesinas las que criaban a los hijos de los nobles, como nodrizas y niñeras, les enseñaban cuentos folclóricos y de hadas, jugaban con ellos a las cartas y a la lotería, los acostaban por la noche, los acompañaban del campo a la ciudad y de vuelta otra vez al campo, lloraban cuando se iban al liceo o se unían a la Guardia, y luego las familias las cuidaban como si fueran parientes ancianas. ¡Si hasta Sergéi Diághilev se llevó a su niñera con él cuando se trasladó a Petersburgo, siendo ya un hombre adulto!

Nosotros, claro está, teníamos unos medios muy modestos y carecíamos de niñera. Mi madre y mi padre nos criaron y se dedicaron a nosotros. ¿Sería erróneo decir que de los cuatro hijos que tuvo con mi madre, yo era la favorita de mi padre? Después de todo, mis padres ya han desaparecido, sus rostros se han ennegrecido ya en sus tumbas, mi hermano Iósif murió en 1942, mi hermano Stanislaus falleció casi hace un siglo, en 1864, a la edad de cuatro años, ocho antes de mi nacimiento. Un hermano al que no había conocido: aquello me fascinaba, así que contemplaba durante largos ratos la fotografía que tenía mi madre en un marco de plata en su tocador, como si con eso lograra conocerle. Se parecía mucho a ella. Los demás éramos como mi padre, con la cara larga, la nariz recta, los ojos juntos. Mi hermana Julia vivió hasta los ciento dos años, ¿saben? Murió la noche después de la Nochebuena rusa hace dos años, el 7 de enero, entre las siete y las ocho, justo aquí, en esta misma habitación. Después de que murieran nuestros maridos volvimos a vivir juntas, como cuando éramos pequeñas. Mi padre vivió hasta la edad de ochenta y tres años. La longevidad es cosa de familia para nosotros, aunque no para los Románov, pero la longevidad no es inmortalidad. Lo único que te asegura es que sufrirás la pérdida de todos aquellos a los que amas, de modo que cuando finalmente mueres, estás más que dispuesta.

No estoy escribiendo todo esto: lo estoy pensando. Tuve dos ataques el año pasado. Para responder mi correspondencia voy dictando, y luego firmo con mis iniciales M R K con una mano tan temblorosa que parece como si alguna dama muy vieja hubiese escrito esas tres consonantes. Yo escribía antes con una letra minúscula, pero ahora es suelta y grande, como la de un niño pequeño. Sí, me es imposible escribir, pero no pido ayuda hasta que sé con toda seguridad que deseo compartir algo. Porque, ¿saben?, quedamos muy pocos que recordemos cómo era aquello. Después de la Revolución, tres millones salimos huyendo hacia Berlín, París, Nueva York, y allí nos apelotonamos todos juntos, hablando ruso, leyendo a Bunin, Tolstoi, Ajmátova, no a los escritores traidores, los que les gustaban a los bolcheviques, sino aquellos que nos recordaban cómo era la vida antes. Pasábamos los días tomando desayunos rusos, con té, nata, jamón, queso, huevos duros; asistiendo a misas de Pascua; sentados en teatros donde ahora actuaban actores, cantantes y músicos de los mejores teatros del zar; viajando a la Riviera cuando era temporada; intentando vivir «como antes». Aquella era nuestra frase favorita: «como antes». Podo lo que hacíamos intentábamos hacerlo como lo hacíamos antes. Esperábamos que se nos devolviera la Rusia que habíamos conocido, pero la muerte nos fue marcando uno a uno mientras esperábamos, y nuestros hijos, que se hicieron mayores en estas ciudades extranjeras, no conocen el Petersburgo ni el Moscú que, como decía el poeta Ivánov, «desapareció en la noche». Sí, si no las cuento, determinadas cosas no se sabrán nunca, y cuando pierda completamente la memoria, ni siquiera yo misma las sabré. Todo serán rumores, que no son más que la parte final de una verdad que se desvanece.

El zarevich y yo y nuestras peripecias juntos después de aquel viaje en troika, sí, esos detalles sí que los recuerdo, pero no los nombres de las niñas a las que enseñaba ballet en mi escuela hace solo siete años.