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Cuando volvimos de Krasnoye Seló el zarevich me mandó llamar por primera vez a casa de mis padres. Mi hermana y yo teníamos un pequeño salón adyacente a nuestro dormitorio, con una segunda puerta que se abría directamente al vestíbulo central, que nos daba cierta intimidad para recibir. Como ya teníamos dieciocho y veinticuatro años respectivamente, podíamos recibir a nuestros propios invitados, aunque no podíamos darles de comer, porque aquella seguía siendo la casa de nuestros padres y la cocinera estaba sujeta solo a sus órdenes. Ambas, como nuestro padre, disfrutábamos mucho dando fiestas, y como mi hermana era seis años mayor que yo, mis padres le permitieron que sirviera tanto de anfitriona como de carabina mientras ellos se retiraban por la noche. Algunos de los jóvenes oficiales de la Guardia que nos veían en el teatro se convirtieron en admiradores nuestros y nos visitaban las noches que no estábamos actuando. Ahora ya éramos mayores y no teníamos que gritar nuestros nombres desde un carruaje, al salir de los dormitorios. Los hombres podían comernos con los ojos en el teatro y quedar con nosotras en casa. Y mi hermana, como ya habrán visto, sentó el precedente para mí con Ali, el barón Alexánder Zeddeler, oficial en el regimiento de Preobrazhensky cuya familia llevaba cien años al servicio de la corona, que se convirtió en su protector oficial. Ella no había elegido a un compañero bailarín a quien amar, y yo, que la imitaba en todo, la emularía también en aquello. Y haría algo mejor que copiarla. En eso y en todo lo demás, decidí superarla: yo era mucho más guapa, ascendía con mayor rapidez, y si ella había conseguido un barón, yo tendría un zarevich. No hay mayor placer que ganar una competición con tu propia hermana, ni mayor dolor que verla sufrir por ese motivo. En mi diario de aquel año escribí de Nicolás: «¡Será mío!». Sí, usé una exclamación.
Una tarde de marzo, la doncella abrió la puerta del salón y anunció al oficial Eugene Volkoff, pero fue Nicolás Románov quien atravesó el umbral con su larga levita gris, y la doncella no se enteró de nada. Ella nunca había visto el rostro del zarevich, aunque, para ser justos, los amigos de Niki Volkoff y Volodia Svetschin se parecían mucho a él, de modo que a menudo los confundían. Svetschin llevaba el pelo e incluso la barba igual que Niki, y le encantaban aquellos momentos en que se confundía su identidad, cuando los petersburgueses se ponían firmes y apartaban los ojos a su paso -se suponía que no se podía mirar a un soberano a los ojos, ya saben-, pensando que Svetschin era el heredero. Sí, a veces Niki podía viajar sin ser reconocido. Si el zar aparecía ante alguien sin presentación alguna, ¿sabría que es el zar? A la cabeza de un Bolshói Vijod desde el Palacio de Invierno, rodeado de carruajes y de cosacos y de grandes duques uniformados, sí, pero sin semejante puesta en escena, quizá no. La propia guardia de Niki en ocasiones no le reconocía. En su marcha por Crimea, años después, para comprobar el nuevo uniforme de los soldados del ejército, fue detenido por un centinela a las puertas de su propia finca.
– No se puede pasar por aquí -le dijeron. Y el zar de todas las Rusias se volvió sin quejarse y se retiró.
Quizás ahora nos resulte difícil de creer que el rostro del zar o de su heredero pudiera no ser conocido por todos y cada uno de sus súbditos. La cámara no se usaba con la misma prodigalidad que hoy. Yo tengo muy pocas fotos mías de antes de los treinta años, y aunque la familia imperial tenía cámaras y pegaban fotografías suyas en los álbumes por las noches, aquellas eran privadas. El zar casi nunca aparecía en público. Los retratos oficiales que se emitían en lugar de su presencia a menudo eran fotografías pintadas o litografías coloreadas, pero en realidad imágenes idealizadas. De modo que mi doncella no sabía que aquel era el zarevich, que no quería ser reconocido, ya que sus intenciones no eran (y nunca lo serían) honradas. Pero en aquel momento a mí no me importaba nada de todo aquello, y pasaba las tardes con aquel «señor Volkoff» entre charlas ligeras que yo dominaba muy bien desde los catorce años. Mi primer flirteo había sido con un chico inglés, McPherson, no recuerdo ya su nombre completo, que visitó nuestra dacha un verano y cuyo compromiso puso en peligro la decidida persecución a la que yo le sometí. Supongo que entretuve muy bien al zarevich, porque al día siguiente, en un sobre de palacio, de color marfil con la corona dorada encima del monograma azul gris, Niki me escribió: «Desde nuestro encuentro vivo en las nubes». Yo le había atrapado igual que atrapé a McPherson. Niki era siempre mucho más expresivo en las cartas que en persona, aunque nadie podía adivinarlo por sus diarios, tan lacónicos y sosos como el informe de un detective.
En cuanto empezó a venir a mi casa (cosa que según le había dicho a Volkoff temía que le resultara algo incómodo, ya que yo vivía con mis padres) volvió una y otra vez. Mis padres no nos interrumpían en nuestro saloncito. ¿Se le podía decir acaso al zarevich que se estaba haciendo tarde? ¿Que las frivolidades eran demasiado escandalosas? Porque aunque Niki venía solo a veces, a veces también le acompañaban algunos compañeros oficiales, como el conde André Chouvalov, o el auténtico Eugene Volkoff, o el barón Zeddeler, o a veces incluso sus primos más jóvenes, los hijos del hermano de su abuelo, Miguel Nikoláievich, los guapos Mijaílovich, porque así era como nos referíamos a cada rama de la familia Románov, como grupos a través del patronímico, los grandes duques Jorge, Sandro y Sergio. Estos tres últimos y Niki constituían el Club de la Patata, una broma privada. Saliendo un día a cabalgar, algunos de ellos metieron sus caballos en un campo de patatas y los otros, al perderlos de vista, preguntaron a un campesino: «¿Adónde han ido?», a lo cual el hombre replicó: «¡Por allí se han vuelto… patatas!». Y así, para conmemorar su hermandad, cada uno de los hombres llevaba en torno al cuello un amuleto de oro con la forma de una patata.
El más guapo de todos los hermanos era Sandro, con su lengua como el azogue y la ambición que le hizo perseguir a la hermana de Niki, Xenia, prima segunda suya. El más soso era Jorge, que era muy tranquilo y coleccionaba monedas, nada menos, y que se quedó bastante calvo cuando aún era joven, y luego quedaba otro en casa, Nicolás, que prefería los cuerpos de los hombres, que tuvo cierto renombre como historiador y a quien más tarde asesinó Lenin diciendo: «La revolución no necesita historiadores». De todos ellos, era Sergio el que más me gustaba. Era guapo de cara, con el pelo rubio, los ojos claros muy separados, y aunque a veces se mostraba algo taciturno -un temperamento que yo reconocía bien por el teatro-, también podía ser muy divertido. Era el primero en gastar una broma, el primero en proponer una travesura. Su expresión favorita de aquellos tiempos era «tant pis» (peor para ti), pero en mi casa no había pena que valiese. Juntos, el Club de la Patata y yo nos reíamos, hablábamos, jugábamos al bacará, dábamos palmas con las canciones georgianas del Cáucaso que los Mijaílovich cantaban para nosotros y que conocían tan bien por los veinte años que había servido su padre en Tiflis como gobernador general. Esa provincia de Rusia estaba tan cerca de Turquía y de Persia que los chicos solo tenían que mirar por la ventana del blanco palacio italianizante del gobernador general hacia la Perspectiva Golovínsky para ver muías y camellos, hombres con fez negro y sables envainados que iban al mercado o a consultar con el padre de Sergio, y mujeres con tocados altos de terciopelo adornados con pañuelos, con el pelo teñido de un rojo brillante y docenas y docenas de collares de plata y oro en al cuello. Venían de unas chozas de paja cubiertas de alfombras o de zindans de barro enjalbegadas al palacio en el cual el padre de Sergio celebraba cenas para cuarenta personas cada noche. Su padre también tenía una propiedad de ochenta mil hectáreas en el campo, en Borjomi, de modo que un hombre podía cabalgar todo el día y aun así no llegar de un lindero a otro. La gran montaña blanca de Kazbez sobresalía como un Buda al final de la gran estepa, y mediante su tamaño ponía en su lugar a los hombres.
Pero los Románov nunca supieron cuál era su lugar, antes de que se lo mostrara la Revolución…
El resto de la familia parecía un poco recelosa con los Mijaílovich, como si el tiempo pasado en el Cáucaso los hubiese hecho demasiado parecidos a los asilvestrados georgianos a los que supervisaban. El padre de Niki intentó con gran entusiasmo rusificar esa parte del país, negándoles a sus residentes su lengua y obligando incluso a los jóvenes estudiantes a hablar solo ruso en la escuela, so pena de ser castigados, como el joven Stalin, a permanecer toda la mañana en un rincón sujetando una pesada tabla de madera, pero el lenguaje georgiano sobrevivió y los Mijaílovich lo aprendieron. Recuerdo una canción que cantaban, tan evocadora con su sonido oriental, sobre una reina cuya voz meliflua atraía hacia ella a los amantes como las sirenas mitológicas, aunque ella no estaba sentada en las rocas del océano, sino en su dormitorio lleno de cojines, en un castillo junto al río Terek. Y cuando ella se saciaba con la belleza de aquellos hombres, los asesinaba y arrojaba sus cuerpos a las aguas rugientes y veloces.
De los tres hermanos, Sergio era el que tenía mejor voz, y cuando dirigía aquella canción me miraba a mí directamente, como si yo fuera la sirena de helado corazón… Niki me había dicho que Sergio amaba a su hermana Xenia, pero se había apartado dejándole el sitio a Sandro, que la perseguía con tanta agresividad y a quien ella parecía preferir. Yo diría que Sergio era el menos guapo de sus hermanos, que eran todos guapísimos, y probablemente por eso la superficial Xenia había elegido a Sandro y no a él. A Sergio a veces las mujeres le hacían bromas, como los matones del colegio, preguntándole: «¿Por qué eres tan feo?» (que no lo era, en absoluto), a lo que él replicaba, para disimular su dolor: «En eso reside mi encanto». ¿Se había enamorado ahora Sergio de otra chica que no podía pertenecerle?
Porque era Niki quien me perseguía a mí, eso estaba claro; aquel era el motivo por el que venían todos a mi casa y a veces acudían al teatro: Niki quería verme en mis pequeños papeles, como pastorcilla que iba subida en un coche en el escenario en la ópera La dama de picas, o como pequeña Caperucita huyendo del Lobo en La bella durmiente. Una noche, con una cesta en las manos y un pañuelo en la cabeza, el zarevich nos entretuvo bailando mi papel de Caperucita y luego el papel del Lobo, piafando en la alfombra con la punta de sus botas y volviendo la cabeza y mirándonos de lado. Se sabía todos los papeles, los pequeños y los grandes, de la opera y del ballet: tenía una línea telefónica directa con el teatro instalada en su villa de Krasnoye Seló, así que podía oír las óperas interpretadas en el escenario del Mariinski aunque estuviera en el campo. Niki imitaba al lobo que cogía a la niñita y se la echaba al hombro, sujetando con un brazo sus imaginarias enaguas, sus imaginarias piernas que se agitaban. A veces me llamaba «señorita Caperucita», bajando la cabeza y mirándome con la cara larga y seria. «Vaya, señorita -decía-, ¿ha estado usted por esos bosques?»
Cuando nos entraba sed de tanto reírnos yo me escabullía del salón y, usando unas copas hurtadas a la despensa de mis padres, servía champán. Esas veladas a veces se prolongaban hasta las cinco de la mañana, porque a nosotros los rusos nos gustan las fiestas que duran horas y luego dormir hasta el mediodía, aunque una noche nuestra velada se vio interrumpida de golpe cuando el prefecto de la policía vino a decirnos que el emperador estaba furioso porque había advertido la ausencia de su hijo. Un agente seguía a Niki a todas partes, para eterna irritación de este, e informaba a su padre. Al parecer, Niki había pasado de ser el niño afeminado del emperador, a quien llamaban «chiquitina», a un libertino excesivo para Alejandro III, un libertino que sin embargo escribía en su diario: «¿Qué me ocurre?» cuando se quedaba dormido cada mañana hasta el mediodía o más tarde aún. Y ante mi propia metamorfosis de niña a coqueta, mi padre no estaba enfurecido, sino más bien preocupado. ¿Qué riesgos podría correr yo, qué acción impetuosa podía lamentar?
Pero por el momento no había intimidad auténtica entre Niki y yo, aparte de un breve momento en el vestíbulo, donde una noche, mientras se ponía el abrigo de lana, me metió en los faldones como si fuera a abrocharlo conmigo dentro, cerca de él. Olía a colonia (bergamota, romero y cuero), y a mi perfume de violeta, y la temperatura dentro del abrigo hizo que floreciesen todos aquellos aromas. Yo mordí un hilo de su camisa. Niki detuvo mis dientes con un beso. Niki sujetó mis manos con las suyas. Yo me habría tragado su lengua y luego todos los botones de su casaca uno a uno si con eso hubiese podido permanecer tan cerca de él un minuto más. ¡Nuestro cortejo real había comenzado! Pero para mi gran frustración, Niki siguió abriéndose camino hacia mí a través de las cartas más que del tacto: «Perdóname, divina criatura, por haber alterado tu calma». Unas palabras de Pushkin, eso lo sabía yo, porque a Pushkin sí que lo había leído; todos los rusos leían a Pushkin, sus versos eran tan accesibles que incluso para una chica con escasa formación como yo podía disfrutarlos. Las palabras no eran de Niki, pero de todos modos las guardé como un tesoro, aunque yo era demasiado estúpida para comprender que cuando me escribió «piensa en lo que André hizo por amor a una joven polaca», una noche después de la ópera Taras Bulba -en la cual la pasión del héroe por su amada le hace renunciar a su padre y a su país-, que al propio Nicolás jamás se le permitiría dar la espalda a su trono o a Rusia por amor a la joven bailarina polaca Kschessinska II. Eran unas palabras seductoras, pero solo eran palabras, a fin de cuentas. A mí, tan acostumbrada a la fuerza motriz de la danza, al contacto de dos cuerpos, las palabras, expresaran los sentimientos que expresasen, me parecían tan planas como el papel en el que yacían. ¿Cómo hacer que se incorporasen?
Yo no me había dado cuenta, pero las atenciones que tenía conmigo el zarevich no habían pasado inadvertidas para la administración del teatro, que me vio ya preparada para exhibirme en papeles mucho más importantes. En 1890 yo era una simple coryphée que interpretaba el papel del hada Candide en La bella durmiente, pero con el florecimiento de mi talento y el interés que mostraba por mí el zarevich, me promovieron rápidamente a segunda solista, y luego a prima ballerina. En 1893, un año después de la primera visita que me hizo el zarevich, yo ya no representaba el papel de hada en La bella durmiente, sino que debutaba como la propia Aurora, la primera bailarina rusa que hacía ese papel. Sí, el director de los teatros Vzevolozhski y el maestro de baile Petipa estaban ansiosos de complacer a la corte, porque lo único que importaba era el placer de los Románov. Cuando al gran duque Nicolás Nikoláievich no le gustaba cómo se realizaba un galop en el ensayo -por ejemplo, lo que nosotros, los bailarines, llamábamos el galop infernal, que cerraba siempre la sesión de Krasnoye Seló- subía él mismo en persona a demostrar a la compañía cómo debía ser, y los bailarines lo realizaban como quería el gran duque. Todo se hacía al gusto de la corte, y yo de repente me había vuelto de su gusto.
Seamos sinceros. Yo no saltaba bien, no era etérea. Tenía los pies planos, las piernas demasiado cortas (para disfrazar este último defecto hacía que me confeccionaran tutús especiales con la cintura corta y las faldas largas) pero mi público no notaba esas deficiencias. Solo veían que yo era atrevida, que era rápida, que era brillante. Yo era lo que llamaban una bailarina terre-à-terre: atacaba el suelo con mis agudas pointes. Me describían como diamantine, desprendía luz. Y bailaba para una corte a la que nada gustaba más que los diamantes, el brillo, el oro. Además de mi formidable técnica, tenía ese algo inefable que hace de una bailarina una estrella. Cuando aparecía en el escenario nadie podía mirar a ningún otro sitio hasta que yo me iba. Los decorados, la escenografía, los divertissements de los solistas o del cuerpo de baile… nada de eso podía distraer del impacto de mi presencia. Y yo sabía actuar, si esa es la palabra que describe lo que ocurre cuando uno abre la puerta a un papel y se entrega completamente a él, el fondo de lona, la cara pintada del compañero, más real que la muralla del público y los hombres y mujeres sentados allí. Nadie que me hubiese visto como la trágica y embrujada Odette, la reina de los cisnes, o la abandonada gitana Esmeralda podía olvidarlo jamás. Cuando, como Esmeralda, yo miraba al cielo en el último acto, mi dolor y mis celos ante la tradición de Febus transformadas en resignación, no había nadie en todo el teatro inmune a mi pathos. Y cuando languidecía, resultaba muy seductora. Sujetaba a mi cabello una peluca peinada por el peluquero más de moda en aquel momento, Delacroix, y me ponía joyas -al principio de bisutería, pero después auténticas piedras preciosas que me habían regalado mis admiradores- en las muñecas y el cuello, y debajo de mi traje llevaba uno de los corsés de ballenas que había hecho confeccionar especialmente para mí en una tienda de Petersburgo. Era imposible doblarse, tan apretada, pero en el escenario, como en todas partes, estaba de moda entonces la espalda bien tiesa. Después se rieron de mí Mijaíl Fokine y los nuevos coreógrafos, pioneros de un nuevo estilo de baile mucho más suelto, a principios de siglo. En su Petruchka, la muñeca bailarina con el cuerpo tieso y que agita las piernas es una caricatura mía inventada por Fokine, el de la nariz ganchuda, y su pequeña amiguita, esa perra arrogante de Bronislava Nijinska, una chica polaca como yo que tenía un hermano, Vaslav, que se haría mucho más famoso de lo que nunca llegaría a ser ella, a pesar de los aires que se daba. Cuando más tarde se unió a los ballets rusos de Diághilev junto con su hermano, persuadió a los antiguos bailarines de que no llevaran las joyas en escena, porque no se adecuaba al personaje o al traje ir tan adornados. Pero así era como se bailaba en la década de 1890, con corsés, en ballets de tres actos del siglo XIX, para emperadores, káisers y reyes.
La corte ya se había cansado de venerar la música, ópera, literatura y lenguas francesas, italianas y alemanas. ¿Dónde estaba lo nuestro? A principios del siglo XIX hacía furor un juego de salón en el cual los participantes solo podían hablar en ruso, y si uno decía por error una palabra francesa, sus compañeros de juego exclamaban «forfeiture»… ¡en francés!, porque no había palabra que describiera ese hecho en ruso. En la década de 1830, Pushkin nos devolvió nuestra propia lengua, pero el ballet ruso de 1890 todavía estaba dominado por europeos: bailarines italianos importados, maestros de baile franceses importados también (Didelot, Perrot, St. Léon y Petipa) atribulaban al pobre Lev Ivánov, que había tenido la desgracia de ser ruso y por tanto que le pasaran por alto y le pagaran menos como segundo maestro de ballet, por detrás de un francés. Y les digo una cosa: ¿a quién le importa el ballet italiano o francés ahora mismo? Fue Rusia, bajo los Románov, la que perfeccionó el arte, y yo era la primera ballerina rusa, no una de esas chicas italianas que traían para hacer los honores del papel de ballerina mientras las Svetlanas, las Ekaterinas y las Olgas bailaban tras ellas. Yo fui la primera en aprender los trucos de Zucchi y Grimaldi y de Brianza y Legani, el fouetté, el double tour, los entrechats sept royal. Después de mi debut en enero de 1893 como Aurora en La bella durmiente -y ahora mismo me estoy adelantando un poco otra vez-, el propio Chaikosvky vino a mi camerino a decirme que quería crear un ballet para mí. Era como si a una la llamase Dios. Ante mi puerta hizo una reverencia, con la cara muy roja, la barba y el pelo casi completamente blancos, los ojos ribeteados de oscuro muy brillantes, la mano derecha jugando con los quevedos que siempre llevaba colgando de un cordón negro, y con su mezcla habitual de francés y ruso alabó mi interpretación de Aurora. Solo tenía cincuenta y dos años. El año anterior, en la quincuagésima representación de La bella durmiente, le regalamos en el escenario una corona de hojas de laurel de oro. Así era como se honraba a nuestros artistas en la Rusia zarista… con ceremonias y tesoros. Lo recuerdo porque yo misma fui elegida para regalarle la corona. Llegué tarde a la ceremonia entre bastidores, porque estaba flirteando con un trío de grandes duques, y la compañía, que lo sabía, bullía ante el retraso, pero no podía decir nada al respecto. Sí, Chaikosvky pensaba que tenía años por delante para hacer ballets con el gran Petipa, y para montar muchos más espectáculos y cuentos de hadas. Chaikovski, Vzevolozhski y Petipa crearon juntos las tres obras maestras del repertorio del ballet: La bella durmiente, Cascanueces y El lago de los cisnes, que ahora bailan compañías de todo el mundo, música que se interpreta en pianos desafinados en escuelas de ballet de todos los continentes mientras las niñas practican sus battements y tendus. (¡Qué amable era Chaikovski con los estudiantes! Después de la primera representación de su Cascanueces, en 1882, envió dos cestas grandes de dulces a todos los de la escuela que habíamos representado papeles infantiles en el ballet.) Petipa enviaba a Chaikovski sus notas (todos trabajaban solos) y luego, en los ensayos en el pequeño escenario del teatro de la escuela, hacía que este acortase o alargase su música para adecuarse a los bailes. Petipa se mostraba deferente, porque, ¿qué compositor serio podría soportar trabajar así, tener que meter la tijera a sus frases? La reputación de Chaikovski sufrió un poco al principio por escribir para el ballet. Normalmente hacíamos que escritorzuelos como Pugni, Drigo o Minjus, hombres de la nómina del teatro, ya fuese como compositores o como directores, crearan la música para nuestros pasos. ¿Y quién los escucha ahora? Nadie. Pero todo el mundo sabe tararear una pieza o dos de Chaikovski. Para La bella durmiente, Petipa le mandó unas notas: «Al agitar de nuevo el hada su varita mágica, Aurora aparece de nuevo en escena. 6/8 por 24. Un adagio voluptuoso. Un alegro coqueto. 3/4 por 48. Variación para Aurora». A partir de estos simples detalles, Chaikovski soñó esa música ricamente bordada. ¿Saben lo que le dijo Alejandro III de su música, después del ensayo general con vestuario de su magistral La bella durmiente, interpretado ante un público real invitado? «Muy bonito.» Quizá pensaba que Chaikovski le estaba satirizando en la persona del torpe rey Florestán, que no es capaz de supervisar adecuadamente a sus cortesanos y por tanto condena a su corte a cien años de sueño. El músico se deprimió durante días; siempre creyó que cada uno de sus triunfos fue un fracaso. Después del debut de su ópera Reina de Picas iba andando por las calles desesperado hasta que oyó que tres jóvenes oficiales cantaban las notas de una de sus arias. ¿Qué música habría creado Chaikovski para mí? ¿Qué historia (porque él creaba la historia de sus ballets también, el libreto de El lago de los cisnes era un pastiche propio de cuentos de hadas y fragmentos de óperas wagnerianas) habría soñado para adaptarse a mis talentos? Quizás Ondina, el ballet que pensaba componer desde 1886; quizá yo habría sido la inspiración final que él necesitaba… Pero nunca lo sabremos, porque Chaikovski murió en la epidemia de cólera de aquel mismo año. A pesar de los enormes carteles que se habían colocado por la ciudad en todas partes advirtiendo que no debía beberse agua sin hervir, Chaikovski pidió un vaso de agua en un restaurante y se lo bebió como un hombre que desea morir, una historia que a mí me asombraba, porque yo era joven y no sabía nada todavía de la vergüenza entrelazada con la encarnación del amor. Cuando fui al apartamento de su hermano, Modeste, donde Chaikovski estaba tendido vestido con un traje negro en un ataúd bajo, forrado de satén blanco, no pude comprender cómo un hombre de su edad, que a mí me parecía tan grande, pudo dejarse llevar de ese modo por la pasión. Yo sabía que Chaikovski amaba a los hombres, pero lo que no supe hasta más tarde era que estaba enamorado de su propio sobrino, y que aquel amor no era correspondido, algo mucho peor aún que estar prohibido. ¿Era igual de desesperado mi caso? Antes de besar la pálida frente de Chaikovski, con todos sus pensamientos de amor ya borrados, alguien que estaba de pie a la cabecera del féretro limpió la nariz y la boca del compositor con un trapo empapado en ácido fénico, y nos dijeron que escupiéramos en un pañuelo propio después de darle nuestro último beso. ¿Qué temían que contrajésemos, su enfermedad o su tormento? El emperador dio permiso para que el funeral se celebrase en la catedral de Kazan, para la que se necesitaba una entrada, como si fuera una representación, pero para este adiós nadie la precisó. Este adiós era solo para los íntimos, para sus compañeros artistas.
No, Chaikovski nunca escribió un ballet para mí, pero había muchos papeles existentes listos para que los encarnase. Uno que codiciaba especialmente era Esmeralda, la protagonista del ballet basado en la obra de Víctor Hugo Notre Dame de París, el de la bailarina gitana que pierde a su gran amor, Febus, por otra mujer. Aunque yo lo deseaba, no conseguiría bailarlo hasta 1899: todavía no había aprendido a dirigirme al zarevich y a la corte para conseguir lo que quería en el teatro. A los veinte años aún era la chica obediente que escuchaba al regisseur, al maítre de ballet, al directeur. Sí, yo estaba loca por interpretar a Esmeralda, pero Petipa no me dejaba. «Escúchame, ma belle», empezaba cuando se lo pedía. Llevaba cincuenta años en Rusia y todavía hablaba solo francés. En la corte no era ningún problema, porque todos hablaban ese idioma, pero sí que lo era para nosotros en el teatro, donde, aparte de los términos de ballet, que siempre eran en francés, lo que conocíamos mejor era el ruso. No es raro que a Petipa se le diera tan bien la mímica. En su ruso defectuoso me dijo: «¿Tú ama?». Y cuando le aseguré que sí, que amaba, se acarició el bigote encerado. «¿Tú sufre?» A lo cual respondí: «Claro que no». Era una respuesta equivocada; solo un artista que comprendiera el sufrimiento que acompañaba al amor, me dijo, podía bailar aquel papel. El sabía de qué hablaba. Había estado casado dos veces y tenía aventuras con todas, desde una costurera a una bailarina.
Un día yo sufriría, y un día Esmeralda se convertiría en mi mejor papel.