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Pero en 1892 yo no sufría. El zarevich me visitaba en casa; me enviaba rosas y orquídeas a mi palco en las carreras de caballos del domingo, en la escuela de equitación Michel; me ofrecía pequeños regalos, joyas, un broche de oro, unos pendientes de esmeraldas, que al principio rechazaba, pero cuando vi que mis negativas le entristecían -y al fin y al cabo, me gustaban mucho aquellas chucherías- cambié de manera de actuar, felizmente. La codicia triunfó en mí por encima de los modales, y no por última vez. Sí, la timidez del zarevich y mi inocencia fueron buenos compañeros en su largo cortejo. Mi deseo por Niki todavía no era del todo el deseo de una mujer por un hombre, sino más bien el de una niña por el trofeo más importante que puede exhibir ante los demás con regocijo. Mis padres se habían ablandado un poco al ver que el cortejo de Niki beneficiaba a mi carrera, y mis hermanos estaban emocionados ante las posibilidades que tal alianza prometía para ellos. Aunque yo aceptaba las atenciones del zarevich «fuera» del escenario, parecía que las llevaba conmigo también sobre este, y ser la favorita del heredero aumentaba mi atractivo y el de toda mi familia. Los abonados balletómanos luchaban para conseguir entradas para las noches en que los cuatro Kschessinski actuábamos juntos en el mismo ballet. Una noche mi padre actuó como rey Florestán XIV en La bella durmiente, yo como Aurora, mi hermana como un paje del Hada de las Lilas y mi hermano Iósif era el príncipe Fortuné, un papel pequeño como porteur de Cenicienta en el divertissement del tercer acto.
Luego, una noche en el teatro, entre los actos II y III de Copelia, acabó mi larga infancia. Acababa de salir de escena junto con el amigo de mi padre, Stukolkin, que representaba al doctor Copelius -un papel que mi padre también representaba a menudo-, y yo a Swanhilda disfrazada de la muñeca Copelia, que el solitario doctor había fabricado para sí como hija, igual que Gepetto en el cuento de Pinocho se hizo una marioneta para que representara a un hijo suyo. Copelia había engañado al doctor para que pensara que era su muñeca que había cobrado vida; Stukolkin representó su asombro y luego su furia al verse engañado, y yo pensé que sus jadeos mientras corría detrás de mí y bajaban el telón eran fingidos, para obtener un efecto cómico. Con su calva de goma pegada a la cabeza, dos grandes mechones blancos de pelo agitándose ante cada oreja, los quevedos bailándole encima de la nariz, empezó a cogerse a los bastidores que había entre bambalinas y con la otra mano se agarró el brazo izquierdo. Debajo de su maquillaje anaranjado, su piel era como una máscara brillante y blanca. Y entonces, con un hondo suspiro, cayó al suelo, y el trozo de lona pintada que había agarrado quedó libre al abrirse su mano; cuando cayó, víctima de un ataque al corazón, movió todo el atrezzo del escenario, y la propia cabaña con su techo de heno. En aquellos momentos, mientras yo me arrodillaba junto a él con mi traje de muñeca, vi que sus ojos detrás de las falsas gafas se ponían turbios. La gruesa pintura facial cubría su rostro como una máscara de porcelana, y con aquellas pupilas vidriosas era él quien parecía un muñeco. Los columnistas cantaron sus alabanzas a la semana siguiente: «Murió como un soldado en su puesto, sirviendo al arte que amaba apasionadamente, hasta el último minuto». ¿Era aquello lo que quería yo, una vida vivida solo en el escenario? ¿Un asunto amoroso que parecía alojarse solo allí, solo de cara a la galería? Porque Swanhilda se había disfrazado de Copelia no solo para engañar al pobre y ofuscado doctor, sino también para recuperar la atención de su pretendiente, Franz, que había quedado prendado de la bonita y nueva muñeca que el doctor había colocado, como si estuviera leyendo un libro, en el balcón de su casa. El zarevich, comprendí yo, era también una bonita muñeca colocada en «mi» balcón, el escenario del Mariinski, o el escenario más pequeño de la casa de mis padres, donde yo debía de parecer algo mucho peor que una muñeca: ¡una niña! Si quería que el zarevich me viese como una mujer real, tendría que romper el abrazo de mis padres. Necesitaba mi propia casa… ¡y rápido! Porque, después de todo, uno no vive eternamente.
Por sí mismo Niki quizá nunca habría sugerido aquello. Estaba en su naturaleza dejarse llevar, como un pequeño barquito de vela en aguas cálidas y sin corrientes. Nuestro pequeño asunto amoroso finalmente habría acabado entre los altos juncos de un pantano cuando él se hubiese enamorado de otra persona, quizá de una cantante de ópera, o de una kamer-freilini, una doncella de la corte. Pero no estaba en mi naturaleza dejarme llevar. De modo que después de una noche de apasionados besos, y tras indicárselo yo, por supuesto, Niki accedió conmigo a que sí, que suponía que ya era hora de que yo tuviese mi propia casa. Y así fue como aprendí que Niki, el barquito de vela, necesitaba un empujón.
Al zar Alejandro no le parecía bien cómo se desarrollaba aquello. La relación que tenía Niki conmigo, de repente se volvió demasiado seria para él. Un flirteo con una chica polaca limpia, una bailarina jovencita, bueno; un entreacto, sí. Pero hacerla amante suya, establecerla en una casa, eso no. El emperador era notoriamente puritano. En la capital se decía en broma que Alejandro III era el único marido fiel a su mujer. No quería que el heredero pareciese establecer un hogar en Petersburgo conmigo, darme hijos, como habían hecho sus dos tíos con sus amantes bailarinas y como había hecho también su propio padre con la princesa Ekaterina. Mi padre sentía lo mismo, por supuesto.
Recuerdo estar de pie junto a la puerta del estudio de mi padre durante unos momentos, reuniendo todo el valor necesario para contarle mi intención de establecer una casa con el zarevich, mi intención y las esperanzas que tenía mi padre para mí a punto de colisionar. Yo no era una chica de clase baja: mis padres se movían en los mejores círculos polacos católicos, mi padrino era el señor Satrakatch, propietario de la mayor tienda de ropa de cama de Petersburgo. Mis padres esperaban que hiciese una buena boda. Mi madre, suponía yo, al ser una mujer comprendería lo que tenía que hacer por amor, pero estaba equivocada en eso; ella se apartó de mí durante años, negándose incluso a ver mi nueva casa. Cuando iba a la Perspectiva Liteini a ver a mi familia, ella se quedaba en su habitación y no enviaba mensaje alguno… Pero yo no podía prever entonces todo aquello. No: junto a la puerta de aquel estudio, antes de entrar, solo me preocupaba que iba a romper el corazón a mi padre, de modo que dudaba. En aquellos momentos quería entrar en el estudio a gatas y esconderme debajo de la enorme mesa de mi padre, como cuando era niña, cuando solo el calor de sus pies y el sonido de su aliento mientras escribía o dibujaba en un papel alguno de sus inventos me proporcionaba un consuelo inconmensurable. Yo quería ser niña de nuevo, sentarme en las manecillas de un reloj que se fuera moviendo hacia atrás. Estuve allí tanto tiempo que mi hermana Julia, que se había quedado esperando en nuestro dormitorio, vino a buscarme. Cuando me vio allí de pie, impasible y silenciosa como un champiñón bajo las hayas esperando que alguien lo recogiera, levantó la mano y llamó ella misma a la puerta. Creía que mi asunto con el zarevich garantizaría la buena suerte a toda nuestra familia, de modo que entró en la habitación pasando a mi lado y le dijo a mi padre lo que yo tenía miedo de contarle: «A Mathilde la va a mantener el zarevich». Los tres nos quedamos en silencio mientras el reloj hacía tictac, el péndulo oscilaba, el cuco salía con su lengua de madera y piaba doce veces. Un presagio: el grito del cuco te dice cuántos años te quedan por vivir. Pero aquel era un pájaro de madera, metido en un reloj. La cara de mi padre se arrugó encima de su enorme mostacho encerado, la elegante postura erecta se derrumbó un poco. Finalmente dijo:
– ¿Te das cuenta de que el zarevich jamás se casará contigo y que vuestro idilio será corto?
Yo asentí. Comprendía y no comprendía. ¿Quién lo comprendo todo n los diecinueve anos? Escondida en la manga llevaba la pulsera de zafiros y diamantes que el zarevich me había regalado como anticipo de nuestro nuevo estado, y el cierre de oro me pellizcaba impaciente en la piel.
¿Sufren los padres de todas las amantes como sufrieron los míos? ¿Lloró el padre de la bailarina Anna Kuznetsova cuando el gran duque Constantino Nikoláievich construyó para ella lo que ahora se iba a convertir en mi casa?
Mis padres nunca me visitaron en la Perspectiva Inglesa número 18, por principios. La casa tenía dos pisos, y detrás de ella había dos jardines vallados, uno puramente ornamental repleto de flores y otro convertido en huerto, con una hilera de verduras, un establo y un granero; más allá de ese segundo muro de piedra se encontraba el palacio de uno de los muchos tíos del zar. ¡Qué cerca dormiría yo de los Románov! El tío abuelo de Niki, Constantino, esperaba casarse con su amante, pero el zar le negó el permiso para divorciarse de su mujer. Por supuesto, Constantino podría haberlo hecho de todos modos, pero entonces habría quedado despojado de su título, sus ingresos, sus propiedades, su país… ¿y qué le habría quedado entonces? Una nueva vida en el exilio y una pobre compensación. De modo que sufrió tranquilamente la incierta posición de su amante y la de sus cinco hijos. Sin embargo, antes de su muerte, consiguió que ella y los hijos fueran ennoblecidos por un ucase del zar. En Rusia, el lugar que uno ocupa puede cambiar en cualquier momento: un decreto del zar, por ejemplo, es una vía. Para las mujeres se hacía a través del matrimonio; para los hombres, trepando la escala de la Lista de Rangos de Pedro el Grande. Uno entraba al servicio del Estado en el rango catorce, y cada año acumulaba más chin o rango, hasta que se llegaba al quinto, y entonces se conseguía el derecho a ser llamado Su Señoría. Después, los cuatro rangos superiores estaban llenos de hombres a los que había nombrado directamente el zar, y se les otorgaban títulos hereditarios. Estos no eran miembros del séquito imperial, no eran príncipes ni barones, pero eran nobles, y se habían ganado el derecho a que se dirigieran a ellos como Excelentísimo o Su Excelencia, y sus nombres se añadirían a la lista de los que recibían invitaciones para los doce bailes del Palacio de Invierno. Anna y sus hijos tenían tal derecho. ¿Por qué no podía ser también mi caso, al final?
Sí, el número 18 de la Perspectiva Inglesa era una dirección con una historia muy intensa, una historia que me afectaba particularmente, aunque de sus duras lecciones, por supuesto, yo no aprendí nada. Porque el viejo gran duque, un comandante de la marina de bello rostro, temía siempre ser asesinado como su hermano el zar Alejandro II -mutilado en la calle por revolucionarios que le arrojaron una bomba, los terroristas de Voluntad del Pueblo-, de modo que en la planta baja había colocado unos postigos de acero especialmente diseñados, tan gruesos como la quilla de acero de los buques que él dirigía. Las habitaciones de esa planta, aparte de esto, estaban decoradas con un moderno estilo europeo, con gruesos espejos, consolas francesas y delicados sofás. El dormitorio que reservé para mí fue la única habitación que me molesté en cambiar. Como una niña que mima a una de sus muñecas y olvida todas las demás, no cambié ni un ápice ninguna habitación de la casa. Para mí el dormitorio era la única importante: mi destino quedaría determinado allí. ¿Merecería yo todos los rublos que Nicolás estaba dispuesto a gastarse en mí?
Él pagaba el alquiler y también el salario de mis tres sirvientes, tres, mientras que el Palacio de Invierno tenía seis mil cuando la familia real residía allí. Esa era la comidilla de la capital. Recuerdo que una noche volvía a casa desde el Mariinski y pasé junto a mi hermano Iósif con su bicicleta, llevando sus chanclos de fieltro gris y un abrigo forrado de piel, y me dijo que debía darme prisa, que alguien en la calle le había dicho que el zarevich ya iba hacia mi casa. Toda la ciudad conocía mis asuntos. En el teatro, aquel año, el día de San Nicolás, el público se rio cuando el barítono en Iolanta cantó: «¿Quién puede compararse con mi Mathilda?». Si la corte hubiese sabido que en las visitas de Niki a mi casa de mala reputación no se sentaba en mi pequeño sofá, sino solo, en la butaca Luis XIV que estaba enfrente, como si no fuésemos más que conocidos formales y él hubiese dejado su tarjeta en la bandeja de la entrada… El hecho de establecer nuestra nueva casa inhibió el flirteo, en lugar de hacer que avanzase. Me di cuenta demasiado tarde: era un hombre al que le gustaba «soñar» con el amor, al que le gustaba «la idea» de una mujer, pero no la mujer misma, ya que prefiere a una bailarina de piel blanca que baila al otro lado de las candilejas, una amante que es virgen, que vive en casa de sus padres. Yo había cometido un error, quizás. Había calculado mal. Pero ahí estaba, sentada en la casa que él pagaba. Y ahí estaba sentado él, con su traje de gala, su levita con las trenzas de oro, la amplia y blanca pechera de la camisa con el cuello almidonado cortado en ángulo agudo. Su cuerpo apartado del mío, fumando sus cigarrillos delgados en su boquilla con la mano izquierda y con la derecha acariciándose el bigote mientras me decía que se atormentaría toda su vida si me arrebataba mi virginidad, que si yo no hubiese sido virgen él no habría dudado en hacerme el amor. Aunque yo era una ingenua supe que aquello no era más que una excusa, si bien no estaba segura de cuál era el motivo. ¿Qué objetivo teníamos yo y aquella casa, si no era la consumación? ¿Por qué la había alquilado para mí?, ¿por cortesía simplemente, porque yo se lo había pedido? Empecé a desear no haberme trasladado nunca de casa de mis padres. Echaba de menos la cama que compartía con mi hermana y nuestras cenas familiares hasta altas horas de la noche, cuando todos habíamos vuelto del teatro, en las cuales, hablando unos con otros, rivalizábamos por contarle a mi madre a quién se le había corrido la peluca y quién se había olvidado tal o cual paso y cómo un tramoyista había empezado a girar la manivela y enviar ramas y hojas volando antes de que tocase. Mi padre empleaba su considerable talento como mimo para demostrar exactamente cómo Pavel Gerdt, un poco mayor ya con casi cincuenta años para interpretar al príncipe en El lago de los cisnes, había aterrizado con los pies planos y resoplando después de dar un solo salto que no costaba ningún esfuerzo. Era tan viejo que cuando Petipa coreografió el pas de deux para él y su Reina Cisne, el adagio tuvo que convertirse en un pas de trois, con el amigo del príncipe, Benno, bailando casi rodo, mientras Gerdt se limitó a levantar a la bailarina como porteur. Nos reíamos, solo la familia, en la intimidad y felices unos con otros, y mi padre finalmente sacaba una botella de coñac. Pero ahora yo estaba sola, incómodamente sentada con aquella nulidad con frac, y ellos seguían juntos aún, ignorando mi zozobra. Mas no podía volver y enfrentarme a la humillación que hubiese representado mi retirada, mi retirada tan pública como mi avance, los cotilleos de que incluso teniendo privacidad y oportunidad yo había sido incapaz de atraer al zarevich hacia mi lecho. Y mucho peor aún, yo tomaba todo aquello como una prueba de que sus sentimientos hacia mí no correspondían a los que yo sentía por él, y pensaba que de buen grado o por la fuerza podría hacer que los suyos creciesen. De modo que empecé a darle la lata, una conducta siempre atractiva en una mujer.
– ¿Cuándo -le preguntaba-, cuándo dormirás conmigo?
Él me decía:
– Pronto, pronto.
Y yo replicaba:
– ¿Cómo puedes decir que me amas?
Ah, ahí está el quid de la cuestión. Me temo que en realidad no me amaba. El ya estaba enamorado de otra persona, y llevaba años enamorado.
¿Quién era su amada? La princesa Alix de Hesse-Darmstadt. Niki la había conocido cuando él tenía dieciséis años y ella doce. ¡Doce! Alix era todo lo que yo no era: nieta de la reina Victoria, princesa hija de una princesa, aunque la casa de Hesse-Darmstadt en la cual había nacido no fuera demasiado espléndida. Llegó a Petersburgo por primera vez en 1884, cuando yo era todavía una estudiante de las Escuelas del Teatro, para asistir a la boda de su hermana Ella con otro de los muchos tíos de Niki. De hecho había tantos hermanos, tíos e hijos Románov que el padre de Niki se vio obligado a reconfigurar y reducir los appanages y títulos, haciendo a algunos hijos grandes duques y a otros solo príncipes, de modo que el tesoro no se quedara sin efectivo. En la boda de su hermana, Alix, con un vestido de muselina blanca, estaba de pie junto a la novia, que iba con un magnífico traje cortesano de brocado. El cabello rubio de Alix era casi tan pálido como su piel, y el alma de Niki se entregó a su prístina pureza. Y creo que también a su pena, a la negrura que la saturó a la edad de seis años, cuando su madre y su hermanita pequeña murieron de difteria la misma semana y la dejaron sola en el cuarto infantil con unas muñecas nuevas que la miraban con sus ojos de negras pupilas. Tiraron sus antiguas muñecas por miedo al contagio, quemaron sus cuerpos, vestidos y zapatos hasta convertirlos en cenizas, su madre y su hermana fueron enterradas a toda prisa, y la casa sufrió un tornado que la dejó a ella intacta en un rincón. Su apodo, Sunny, ya no volvió a cuadrarle nunca más, y su reserva atrajo a Nicolás, respondiendo a una reserva que tenía él en sí, nacida de la muerte violenta de su abuelo y la dominante personalidad de su padre.
Aquella misma semana usaron el diminuto anillo de diamante de ella para grabar sus nombres uno junto al otro en una ventana del Palacio Alexánder en Peterhof, y cuando él le pidió a su madre una prenda para regalársela a ella, la madre le tendió un broche con un diamante de doce quilates. Así es Rusia; para la familia imperial, eso era una prenda. Él le regaló el broche a Alix, un regalo infantil hecho a una niña. En una fiesta infantil, al día siguiente, ella se lo devolvió: era inglesa y alemana y muy correcta, y tenía la sensación de que no estaba bien aceptarlo. Niki no volvió a ver a Alix hasta 1889, cuando ella volvió una vez más, con diecisiete años, a visitar a su hermana en Petersburgo. Alix no envejecería bien, pero a los diecisiete años era una belleza: la cintura estrecha, pulseras en la muñeca derecha, una cara más europea, casi inglesa, salvo por esa larga nariz germana con su bultito carnoso en la punta que en años posteriores se convertiría en un gancho. Yo comprendía por qué Niki la deseaba tanto en 1889, aunque la corte misma no estaba tan seducida por ella. En las apariciones públicas, Alix parecía sin aliento y no sonreía, y tenía la cara llena de manchas. «Desprovista de encanto, ojos fríos, se contiene como si se hubiera tragado un palo», decía de ella la corte. A sus padres tampoco les gustaba. Aquel año, Niki pegó su foto en su diario, y sin decir nada decidió casarse con ella.
¿Cómo sé todo esto? Porque él me leía sus diarios a veces, desde las anotaciones sobre ella a las anotaciones sobre mí, para halagarme al principio… y para advertirme después. Llevó un diario durante treinta y seis años. El primero lo empezó a los catorce, cuando la emperatriz le regaló un libro de recuerdos. Los bordes de las páginas de aquel primer libro eran dorados, y la encuadernación de madera incrustada; solo así era digno del heredero, aunque más tarde escribió en cuadernos normales rayados, con las páginas numeradas a mano en la esquina superior derecha por adelantado, llenas de fotos y recuerdos pegados. En su primer libro consignó el asesinato de su abuelo en la calle, junto al canal Ekaterininski. Después su padre se convirtió en zar, la familia se trasladó a Gatchina, fuera de Petersburgo, y el parque del palacio se rodeó de centinelas. Alejandro III aplastó a los revolucionarios, o al menos eso pensaba. Los jóvenes terroristas de Voluntad del Pueblo que habían asesinado a Alejandro II (después de nada menos que siete intentos fallidos) fueron colgados, con un cartel en el que ponía asesino del zar sujeto en el pecho, y sus cuerpos pendieron de la horca durante horas para que todos los pudieran ver, y después de ahorcarlos, Alejandro III rescindió casi todos los ucases liberales de su padre, las Grandes Reformas que liberaban a los siervos, relajaban la censura, reformaban las escuelas, permitían el autogobierno local, todas esas medidas que él pensaba que habían conducido, de forma inadmisible, al asesinato de su padre. Los revolucionarios que querían librarse de Alejandro II temían que aquellas reformas y la Constitución propuesta satisficieran tanto al pueblo que no hubiera revolución, ni abolición del trono. El padre de Niki no era en absoluto como su abuelo, que había empezado a tantear la posibilidad de una Constitución limitada. Alejandro III quería asegurarse de que no hubiese ni reforma ni revolución. Era un zar a la antigua usanza, el padre que gobernaba mediante el látigo. Creía que estaba evitando una revolución, aunque en realidad la impulsó, pero no vivió para verlo ni para ver el asesinato de su hijo. No, los revolucionarios no desaparecieron, por mucho que los aplastase Alejandro III. Incluso hizo ahorcar al hermano mayor de Lenin en 1887 por conspirar para asesinarle mientras celebraba una procesión desde el Palacio de Invierno a la catedral, con una falange de la realeza, ese desfile más pequeño que se llamaba el Maly Vijod, y el mayor, el Bolshói Vijod, con el cual los Románov recordaban a la corte y a Petersburgo la extensión de su poder. Sí, ser un zar era ser la víctima predestinada de un regicidio, muerto al final a manos de los revolucionarios, de tus guardias, de tu propia familia. Quizá Niki tuviese ya una premonición de todo eso. En la parte interior de la cubierta de su primer diario, con su escritura angulosa, Niki escribió la letra de una antigua balada folclórica en la cual una anciana nudosa peina el pelo de un joven muerto que se apoya en su regazo. Juventud y Muerte. Sí, en su primer cuaderno consignó el asesinato de su abuelo, y el último, el número cincuenta y uno, de 1918, quedó lleno solo a medias, con los números flotando en las esquinas de las páginas vacías.
Más tarde, en París, después de la Revolución, cuando fueron publicados sus diarios, yo leí todas las anotaciones, pasando por alto los asuntos privados de su corazón. Ya lo sé. De todos los grandes acontecimientos anotados en esas libretas, la coronación, la terminación del Ferrocarril Transiberiano, el Domingo Sangriento, yo buscaba solo las menciones a mí. Algunas de las primeras anotaciones, por supuesto, ya las había visto. Era una costumbre rusa que el novio compartiese sus diarios con la novia cuando estaban a punto de casarse, para revelar su vida anterior y cualquier relación o contacto que contuvieran. Tolstói lo hizo con su esposa, Sonia, y Niki lo hizo con Alix, que empezó a escribir en las páginas, y que escribió en su noche de bodas: «Al fin unidos, unidos para toda la vida». ¿Tenía pues algún significado que Niki compartiese sus diarios conmigo? No me los dejó, yo no cogí una pluma y escribí en ellos para que lo viera la posteridad, sino que me leyó algunas cosas. Con mi primera aparición, en 1890, me leyó algunas notas: «Charlando junto a su ventana con la Pequeña Kschessinska» o «me gusta mucho Kschessinska II», pero más tarde, en 1892, me leyó: «Hace ya tres años que me enamoré de Alix H. y constantemente acaricio la idea de que Dios me permita casarme con ella algún día… Pero desde el campamento de 1890, he amado apasionadamente a la Pequeña K».
Ella era el «algún día». Yo era el aquí y ahora, y quizá más allá. Pero hasta 1893, cuando Alix rechazó la primera proposición de matrimonio de Niki, yo no triunfé realmente. En el diario de aquel año, Niki apuntó el relato de su fallida empresa e incluyó en su anotación algunas líneas de la carta de Alix en la cual proclamaba que era «un pecado cambiar las creencias en las que me han educado y que tanto amo». Para casarse con el heredero al trono ruso ella debía convertirse a la Iglesia ortodoxa rusa, y eso no quería hacerlo… aunque yo lo habría hecho en un abrir y cerrar de ojos. ¿Dónde hay que firmar? ¿Ante quién me inclino? ¿Qué estatua tengo que besar? Alix era luterana, y toda su religión era una reacción contra la Iglesia ortodoxa y sus espectáculos, sus ídolos, sus vestiduras historiadas y su insistencia en la necesidad de un sacerdote como intercesión para llegar a Dios. Alix podía hablar con Dios por sí sola, en su propia iglesia sencilla, danke schön, en la cual se había confirmado solo dos años antes, y ese sacramento era tan importante para ella como el del matrimonio. ¿Cómo iba a renunciar a él ahora, de repente? Pero no podía ser luterana y al mismo tiempo la futura emperatriz de Rusia… El emperador era la cabeza visible de la Iglesia ortodoxa, y cualquier heredero al trono debía nacer de una madre ortodoxa. El calendario anual de la corte rusa se regía por las observancias ortodoxas. Era imposible que la emperatriz fuese luterana. De modo que los padres de Niki, a quienes de todos modos no les gustaba demasiado Alix, y que habían estado reservándose su permiso para la unión, se sintieron muy complacidos ante la negativa de esta a convertirse, aunque su placer no podía acercarse ni de lejos al mío, y empezaron a sugerir aquella alianza o esa otra, quizá la princesa Helena de Francia, o la princesa Margarita de Prusia. Pero todo aquello debía considerarse al final, y el final está a un largo día de distancia a caballo del ahora. Por el momento, al menos, el fantasma de Alix con su larga cabellera, que hacía guardia ante Nicolás en la ventana de mi dormitorio, retrocedió, se perdió en la distancia, y desesperado por su desaparición, Nicolás se acostó con la pequeña princesita polaca, en lugar de la alemana. Eso ocurrió el 25 de enero de 1892. Les puedo decir incluso la hora.
Por supuesto, no puedo describirles cómo era hacer el amor con el zarevich porque tales cosas son privadas. Pero su cuerpo desnudo impresionó incluso a los bolcheviques que lo sacaron del agua fría del pozo de la mina a doce millas desde Ekaterinburgo, el día después de su muerte. Antes de cortarlo a trozos y quemarlo, se maravillaron al ver lo bien formado que estaba, con las mejillas tan rojas por el agua helada que parecía vivo. Aquella noche de enero conmigo estaba «vivo», su cuerpo entero y caliente, bajo mis dedos y mi boca, y sus miembros todos unidos a los lugares correctos. Después escribió en su diario: «Volé hacia mi MK… todavía estoy bajo su hechizo, la pluma tiembla en mi mano». No era un Pushkin, no era un Lérmontov, de acuerdo, pero era el zarevich, y por lo tanto, no tenía por qué serlo.
Me temo que durante un tiempo en el teatro me volví insoportable. Recibí un broche de diamantes de Niki, y para señalar el deleite de nuestra consumación, un collar de enormes diamantes, cada uno tan grande como una nuez, que yo llevaba ostensiblemente en escena junto con el broche, ya interpretase a una joven campesina o a una princesa. No era inusual que las bailarinas hicieran tal cosa, llevar en escena las joyas que su protector les había regalado, pero nadie había recibido jamás un collar como aquel. Los Románov tenían unas bonitas joyas, extraídas de las minas de la rica tierra de los Urales, en Siberia, desde el siglo XVII, y los zares elegían primero las mejores de todas. Alix quizás hubiese devuelto su broche de diamantes a Niki, pero yo me quedé mi broche y mi collar, que todos llegaron a conocer como el collar del zar, y que yo valoraba muchísimo y durante años me negué a vender. Con aquel collar en torno a mi cuello yo era intocable en el teatro. Se me había subido un poco a la cabeza, y cuando no conseguía lo que quería, todos en el teatro llamaban a mis ataques de despecho «Su Imperial Indignación».
Nuestro idilio. Déjenme que les hable de nuestro idilio. Niki a menudo dejaba a sus padres en el palacio de Anichkov, por la noche, y venía a mi casa en la Perspectiva Inglesa, su segundo hogar. Todavía recuerdo mi emoción al volver del teatro y ver su abrigo ya en el vestíbulo, y la forma que tenía mi cuerpo de sonrojarse mientras yo me desplazaba desde la calidez perfumada de violeta de mi carruaje (porque la violeta era mi flor), durante un breve momento por el aire frígido de Petersburgo y luego de ahí a mi casa, a mi propia casa, donde me esperaba mi amante, cuando todas las demás chicas de mi edad vivían todavía con sus padres. ¡Qué triunfo! Y en mi casa, en la mesa con tablero de mármol del salón principal, se encontraba el gabán oscuro del heredero del trono ruso. Algunas noches cenábamos a última hora solos; otras noches cenábamos después del teatro junto con algunos amigos del ballet o las compañías de ópera o con sus primos, los Mijaílovich, o con sus compañeros oficiales. Yo servía zakuski (champiñones con salsa de crema, salchichitas pequeñas, huevos y cebolla), esturión y rabihik, perdiz, y brindábamos a nuestra salud con los ocho vasitos de vodka de cristal pintado y piedras semipreciosas incrustadas que el zarevich me había regalado para inaugurar la casa. ¡Ya no tenía que beber en vasos sencillos! Las comidas iban seguidas por juegos de charadas, mientras Niki sujetaba su cigarrillo entre los dientes y fingía dirigir una orquesta que se extendía por encima de nosotros, por todo el techo, mientras los demás teníamos que adivinar qué sinfonía era, y el yeso se iba apartando para acomodar a los músicos e instrumentos. Todavía puedo ver el perfil de su mandíbula, la forma que tenía de tirar el cigarrillo para abrazarme y besarme, mientras sus primos golpeaban la mesa, aprobadoramente. O bien jugábamos al bacará, el inicio, supongo, de mi desagradable afición por las cartas y el juego. Después, a lo largo de mi vida, me convertí en habitual de las mesas de juego de Montecarlo. Me llamaban Madame 17, porque siempre apostaba a ese número. ¿No adivinan por qué? Después de todo aquello, Nicolás y yo nos metíamos en la cama, que yo había hecho de lo más cómoda, no como su lecho de campaña en el palacio Anichkov. Sí, el emperador, para no mimar demasiado a sus hijos, les hacía dormir en catres de campaña y lavarse por la mañana con agua helada. Los primos de Niki lo hacían también, una extraña tradición imperial de privaciones para esos niños que al crecer tendrían tantas cosas, como si un lecho duro y un baño frío pudieran darles humildad y fortaleza de carácter. Mi cama tampoco era como la del Palacio de Invierno, enfundada en un edredón que llevaba bordado el monograma de Catalina la Grande, y con la cubierta tan tiesa y resbaladiza que se caía al suelo en cuanto uno cambiaba de postura. No, yo tenía una cubierta de marta cibelina, que poníamos debajo o encima, y Niki se quedaba conmigo algunas noches hasta la mañana. Yo dormía rodeándole con los brazos, o con los suyos rodeándome a mí, y a veces, justo antes de irse, nos examinábamos el uno al otro a la luz invernal, ante la cual desnudos éramos de distinto color del que habíamos sido la noche antes, a la lámpara de aceite, una versión más pálida de nosotros mismos no menos agradable. Él me llamaba Mala, Maletchka, Panni (abreviatura de Panuschka, un término cariñoso para referirse a una jovencita polaca), o bien «mi M.K.». Yo le llamaba «mi Niki», y ese interludio en los meses antes de convertirse en zar y asumir las responsabilidades que exigía el gobierno fueron los últimos días de su juventud. Él jugaba como un niño hasta un mes antes de la muerte de su padre, al otoño siguiente. Niki y su primo Jorge montaron una gran batalla arrojándose castañas en Gatchina, y pocos días después se enzarzaron en otra con piñas de pino. Castañas, piñas, teatro, cartas, unos cuantos deberes imperiales y yo: así pasó el año 1893 Nicolás II antes de convertirse en Nicolás II. Aquel año, el zarevich me visitaba casi cada semana, en algunas ocasiones dos veces, y entre visita y visita nos escribíamos cartas de amor el uno al otro. Las que me escribió él las perdí en la Revolución, pero las mías a él se conservan aún: están en el Archivo Estatal de la Federación Rusa, en Moscú. Él había conservado mis cartas igual que yo había conservado las suyas, y todas ellas, junto con todas sus propiedades, hasta la última de ellas, fueron confiscadas después de su arresto y muerte. Mis cartas ahora son un testimonio: el último zar vivió y amó en tiempos… ¡me amó a mí!
Hasta los ballets que interpreté aquella temporada estaban llenos de posibilidades para mí.
Aquel invierno representé a Paquita, un nuevo papel hecho para mí en el ballet del mismo nombre. Llevaba un traje encantador con una flor enorme en el pecho y otra en el pelo. El ballet estaba ambientado durante la ocupación española por Napoleón. Paquita le salva la vida a un oficial francés, Luden, pero aunque los dos están enamorados no pueden casarse: ella es gitana y de humilde cuna. Solo cuando le enseña a Lucien un medallón que tenía desde la infancia ella se entera de que en realidad es de familia noble, raptada de niña por los gitanos que ella pensaba que eran los suyos. Y por tanto los amantes pueden casarse, porque en ese ballet, como en todos los de Petipa, la serie de escenas y actos culminaba siempre en una celebración, normalmente una boda, en la cual se podían interpretar una serie de danzas clásicas y de carácter. Debían aprovecharse todos los talentos, como recordarán. La historia de Paquita es un poquito la mía propia, ¿saben? Por mis venas corre sangre imperial, por los antepasados polacos del lado de mi padre. Mi bisabuelo era hijo del conde Krassinski. Quedó huérfano a la edad de doce años, y fue confiado al cuidado de su tutor francés. Al parecer, el conde no confiaba en que su hermano fuese un buen guardián, y con motivo: en 1748, este envió a unos asesinos a matar al niño, y el tutor tuvo que huir con él a Neuilly. Ese tío usurpó los derechos de nacimiento y propiedades del niño y todo lo que le quedó a mi padre fue un anillo con las armas del conde Krassinski: una herradura de plata, una cruz de oro, un cuervo con un anillo de oro cogido en el pico, la corona de un conde, todo ello ante un fondo de azur. Yo tenía un anillo; Paquita, un medallón. Quizás eso me hiciera lo bastante imperial para Niki. Decidí pedirle a mi padre aquel anillo, enseñárselo a Niki y contarle la historia que había tras él. En cuanto supiera que yo también procedía de una casa real, o casi real, él podría hablar con su padre y, ¿quién podía predecir el efecto que aquello tendría sobre el zar? Pero no había prisa, y por tanto yo malgasté soñadoramente todo aquel invierno y primavera, verano y otoño, hasta principios del año 1894, cuando el padre de Niki se puso enfermo repentinamente.