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Aquel invierno de 1894 Niki vino a verme cada vez menos, a medida que la enfermedad rebelde de su padre le acercaba más y más a su madre y su padre, sus hermanos y hermanas. Una tos que los médicos no podían curar, debilidad y dolor en los riñones, que hacían que el zar no pudiese permanecer de pie, trajeron consigo una preocupación por la sucesión, e hicieron urgente algo que hasta entonces se había dejado a un lado: el tema de una boda adecuada para Niki. Cuántas veces no habré pensado (como todos los rusos) que si el zar no se hubiese puesto enfermo y hubiese muerto a la edad de cuarenta y nueve años, el futuro habría sido muy distinto. Si hubiéramos estado un año más juntos, pensaba entonces, como una verdadera idiota, quizá Niki habría dado mi nombre al zar, en lugar del de Alix. Los médicos habían diagnosticado a Alejandro III una nefritis, provocada por las heridas sufridas en aquel accidente de tren seis años antes, aquel que casi hizo acceder al trono a su hermano Vladímir y que puso a la vieja esposa de Vladímir «tan cerca, tan cerca». Alejandro III, como Atlas, había sujetado el mundo, o en ese caso el pesado techo del vagón restaurante, para evitar que aplastara a sus hijos, y ahora pagaba el precio de su mortal intento de hacer la tarea de un titán.
Parecía que incluso los días se acortaban debido al duelo. Recuerdo que, a una hora determinada, las sombras parecían correr por las calles y los canales hacia mi casa y devorarla. Todos los suaves pedúnculos blancos de las flores y las hojas verdes habían caído ya de las hayas hacía mucho tiempo, y yacían pisoteados y podridos bajo la nieve. Las pesadas ramas blancas de los árboles se acercaban tanto a la ventana de mi dormitorio que sus puntas rascaban el cristal, como si una mujer estuviera asomada allí, arañándolos para intentar entrar. Una noche que esperaba al zarevich yo estaba sentada a la mesa, en el largo y estrecho comedor, y miraba los paneles de roble que iban desde el suelo hasta el techo. Las muescas y vetas de la madera parecían unirse y formar los rasgos del rostro de mi padre, y en cuanto hube visto aquello ya no pude dejar de verlo, no podía deshacer aquel parecido de las estrías de la madera. Me puse de pie, pero aún seguía viéndolo. Me moví a derecha e izquierda y sus ojos me seguían, y entonces, allí de pie en la puerta del comedor, me pareció que la figura entera de mi padre emergía del muro forrado de madera, y veteado igual que la madera, pero transparente, estaba allí de pie, mirándome con tristeza. Pero cuando me acerqué de un salto a tocarle, pasando las manos por la superficie, no pude encontrar su silueta… todo era liso.
Aquello fue la noche que Niki me dijo que se iba a Coburgo en lugar de su padre para la boda del hermano de Alix, Ernesto, el gran duque de Hesse-Darmstadt, y que allí le iba a proponer matrimonio de nuevo a Alix. Su posición le obligaba a tomar una consorte de una casa real, y los Románov llevaban un siglo buscando novia entre los principados germanos: Leuchtenberg, Wurtemburg, Saxe-Attenberg, Oldenburg, Mecklenburg, Hesse-Darmstadt… Dijo que se ocuparía de mí, pero que debía comprender que nosotros nunca podríamos casarnos. Alix era una princesa, era la hermana de la mujer de su tío, conocía un poco Rusia a través de su hermana, y ahí fue donde yo exclamé:
– ¡Ni siquiera sabe decir «sí» en ruso!
Sus padres habían accedido al enlace. Así que el padre de Niki se había ablandado por el sufrimiento tanto como para consentir en el deseo de Niki de casarse con aquella princesa alemana de segunda fila, obstinada, que se aferraba a su religión protestante como si fuera un amante. Yo había perdido a mi aliado, y me dio la sensación de que podía perder a Niki, que aquella vez parecía decidido a que Alix aceptase su propuesta.
– Te rechazará -le dije, y él negó con la cabeza y sonrió. Yo me puse las manos en las caderas, pero no pude reunir la energía suficiente para un ataque de «Indignación Imperial».
Veía muy claro que lo que Niki deseaba a los dieciséis, a los veintiuno y a los veintiséis, seguía deseándolo aún, y que ese algo no era yo. Yo no era solemne y reservada, yo no era educada, yo hablaba solo ruso, una versión infantil del polaco y unas nociones rudimentarias de términos franceses de ballet, y ninguna de esas lenguas era la de la corte. Yo había leído muy pocos libros, mi religión me importaba bien poco, era trivial, adoraba los juegos de cartas y las fiestas, y lo peor de todo, aparecía medio desnuda en escena. Todo lo mío era erróneo, todo aquello de lo que carecía, él lo deseaba. Lo que para mí fue una pasión para él había sido una diversión, o peor aún, un ensayo general. Mi cuerpo no había hecho más que fortalecer aún más su deseo por Alix, la del pelo dorado, la de la piel pálida y los dedos largos y bien arreglados; el cuerpo de Alix, con su aroma propio y especial que esperaba ser descubierto, con su llanto propio y especial esperando a ser provocado. Yo no quería ser razonable, no quería que nos comportásemos, como decía él, «como dos adultos».
– Ella no le gusta a nadie aquí -le dije a Niki. Y también-: Tú serás su único amigo.
Y como esas advertencias no parecieron conmoverle, empecé a buscar el anillo del conde Krassinski que le había pedido a mi padre y había guardado luego como una tonta. Quizá no fuese demasiado tarde para contarle a Niki la historia que había tras él. Niki me miró un rato, perplejo y preocupado, mientras yo hurgaba cajón tras cajón y metía las manos en ellos rogándole: «Espera, espera». Y él esperó hasta que yo dejé de buscar y me quedé un poco perdida, como una muñeca arrojada a mitad del juego por su propietaria enajenada. Luego, finalmente, bajó su omnipresente cigarrillo y me dijo:
– Siempre estarás entre los recuerdos más felices de mi juventud.
Y yo le dije:
– Vete, entonces, vete con tu despreciable Alix.
Y esas fueron las últimas palabras que le dije antes de su compromiso.
Era marzo y nevaba en Rusia cuando Niki se fue a Coburgo. Mi vida, a los veintiún años, había acabado. Yacía como un cadáver helado en mi cama aquella semana, viendo el borrón blanco que formaba el viento junto a la ventana de mi oscura habitación, con el anillo del conde Krassinski, que había encontrado demasiado tarde, como un diminuto fragmento de hielo en mi mano. En Alemania, aquel año, sin embargo, marzo trajo consigo una primavera precoz, llena de lilas colgantes y pesadas, formando suaves arcos morados, mientras Niki paseaba a través del parque de palacio con su consorte Alix del brazo.
Aquel mismo mes de marzo Niki despachó a su primo Sergio, uno de los primos Mijaílovich, a mi casa para decirme que Alix al fin había aceptado su propuesta. Niki había escrito a toda la familia desde Alemania lleno de júbilo al ver que sus plegarias habían sido escuchadas, y contaba que Alix lloró durante tres días, diciendo: «No puedo, no puedo», hasta que al final accedió y dijo: «Sí, me casaré contigo». Si hubiera estado allí la habría abofeteado. ¿A qué venían tantas dudas? No es que yo lamentara que hubiese dudado. Pero, al parecer, según Sergio, solo cuando Alix comprendió que la reciente esposa de su hermano la reemplazaría como primera dama de Hesse-Darmstadt y que ella se convertiría en la cuñada solterona cambió de opinión. ¿Qué mejor forma de eclipsar a la novia, Victoria Melita…? Pero, ah, esto tengo que contárselo, esta no fue la novia durante mucho tiempo, porque más tarde se divorció del hermano de Alix y se casó con uno de los hijos de Vladímir y Miechen (increíble, ¿verdad?). ¿Qué mejor forma de eclipsar a la novia que convertirse en futura emperatriz de todas las Rusias? El compromiso de Niki y Alix, me dijo Sergio, inmediatamente se convirtió en la comidilla de todo Coburgo. Hasta la madre de Niki escribió a la «querida Alix» para preguntarle si prefería diamantes, zafiros o esmeraldas. A Alix le gustaban los diamantes, los zafiros, las esmeraldas y también las perlas, al parecer. Para hacer honor a su compromiso, Nicolás le regaló un anillo y collar a juego con perlas rosas, una esmeralda del tamaño de un huevo que colgaba de una pulsera, un broche de zafiros y diamantes y un sautoire creado por Fabergé con tantas hileras de perlas que Alix podía envolverse en ellas desde el escote hasta el dobladillo del vestido. Niki no podía pagar todo aquello… nada de aquello. Esta última pieza sola costaba 250.000 rublos. El dinero tenía que proceder de su padre. El primero de los muchos rublos imperiales gastados en Alix de Hesse.
Yo recorría las habitaciones de mi casa de Petersburgo, la casa que ahora odiaba, y mientras andaba oía los sonidos como disparos de pistola del hielo del Neva que crujía y se rompía. Pronto el agua fría volvería a moverse de nuevo, bloques de hielo irían flotando por la corriente y traerían con ellos a Alix de Hesse-Darmstadt. Sergio me seguía algo violento con sus botas muy brillantes, con su voz que se iba dispersando como una estela, las sílabas separándose en cuanto pronunciaba una palabra. Puf. Pobre Sergio, siguiendo a una loca a través de su casa de alquiler, intentando razonar con ella. Yo no quería que razonaran conmigo. Creo que hasta me tiraba de los pelos de verdad. Recorrí las severas salas de recepción, con sus mesas octogonales bordeadas de oro, sus sofás rellenos de plumas, sus sillas de madera oscura seudorrococó, con el respaldo como unas astas entrelazadas, todos los artefactos de la ambición de aquel viejo gran duque y los artefactos de la mía, y luego volví a las habitaciones privadas, las habitaciones rusas, con sus paredes color mostaza y verde lima, sus alfombras orientales de un rojo sangre, y las fotos enmarcadas de mis padres, que me habían advertido que no los abandonara. Sergio me iba siguiendo todo el rato con su alta y ancha frente fruncida y sus amables ojos llenos de compasión… ¡en aquellos momentos no podía hacer bromas! No, por el contrario, intentó explicarme que Niki planeaba darme cien mil rublos y la casa de la Perspectiva Inglesa. Yo sabía que el zarevich no tenía fondos ilimitados. Los cien mil rublos representaban todo su appanage para un año, el único dinero por el cual no tenía que rendir cuentas. La casa misma, por cuatrocientos mil rublos, la compraría para mí, según averigüé más tarde, el Club de la Patata, porque los primos de Niki tenían un appanage ducal de doscientos mil rublos al año cada uno, así como ingresos propios y de las enormes propiedades de su padre. Sí, Niki era el hijastro, en comparación, como zarevich, de modo que en un acto de hermandad para ayudar al zarevich a librarse de mí, el Club de la Patata aportó grandes sumas de dinero. Al parecer, el zar Alejandro III, que fue quien me sentó junto a Niki el día de mi graduación, y que ahora envolvía a Alix con hileras de perlas, no puso ni un solo kopek para pagar a la putita polaca de Niki.
Mientras yo me sentaba inmóvil en una silla, Sergio sacó un fajo de documentos de una carpeta de cuero y empezó a explicármelo. Lo único que tenía que hacer, dijo, era firmar unos pocos documentos transfiriendo el título y accediendo al arreglo. ¿No me parecía bien? ¿No estaba bien? Así de bien. Escupí en los documentos como una campesina de Borjomi y él los dobló de inmediato y se disculpó. La cosa podía esperar unos días, dijo. ¿Unos días? ¡Qué rápido querían saldar cuentas! ¿Realmente esperaban que capitulase así de deprisa? Quizás esperaban dejarme anonadada con su generosidad. Después de todo no era una suma pequeña, aunque aquel día hubiese escupido en ella. Tenía que confesar que mientras escupía sentí un cierto orgullo al ver cuál era la cantidad. Mi salario en el teatro era de mil rublos al año, de modo que Niki pensaba que yo valía cien años, quinientos si se contaba la casa. Pero si firmaba aquel acuerdo, sabía que nunca más volvería a ver a Nicolás a solas, y eso no podía soportarlo. Y por eso no firmé. Pero hasta que Sergio no me hizo de nuevo una reverencia y salió, yo no encontré las lágrimas de autocompasión que antes había sido incapaz de hallar.
A través de Sergio conseguí arrancarle a Nicolás una última reunión. Como Niki ahora estaba comprometido, no hubiera sido adecuado reunirnos en la casa donde habíamos llevado a cabo nuestra aventura, pero aun así Niki quiso que fuera secreta. Ahora veo, por supuesto, que él no quería encontrarse conmigo, pero la cortesía era una virtud cardinal para él, de modo que accedió a mi petición y Sergio nos arregló una cita junto a un antiguo granero, saliendo de la carretera general de Volkonski, a mitad de camino entre Petersburgo y Peterhof, aquel enorme retiro que había construido Catalina la Grande imitando Versalles. Por entonces era mayo, la época en la que el Neva se había declarado ya abierto para la navegación y la familia imperial tradicionalmente dejaba la ciudad y se iba al campo. La carretera general permitía ver a lo lejos el mar, entre los árboles, y de vez en cuando esos árboles clareaban y revelaban unos campos donde vagaban las vacas, rumiando. La carretera general terminaba en el Gran Palacio, con su cúpula dorada rematada por un águila de tres cabezas coronadas, de modo que desde cada ángulo el ave tenía dos cabezas. Pero yo no iba a viajar tan lejos. Fui en mi carruaje con el mismo cochero ruso que me había llevado dos años antes en mis paseos vespertinos por la Perspectiva Nevsky y el bulevar Konnogvardeisky, haciendo círculos por Petersburgo en mi desesperación por encontrar al zarevich en su carruaje. Yo estudiaba la espalda del historiado uniforme que llevaban desde hacía cien años todos los conductores rusos, la blusa verde cerrada por unos botones plateados bajo el brazo izquierdo, el cinturón bordado con hilo de oro del cual colgaba una daga de caza, el sombrero bajo con un ala larga que protegía la nuca del sol. ¿Qué pensaría aquel hombre de mí, de aquella niña que se había arrojado a sí misma como una salpicadura de barro al zarevich y que ahora este se iba a rascar con la uña? ¿Que había tenido suerte por volar tan alto o que ya era hora de que me enterase de cuál era mi sitio? La sociedad podía estar muy dividida: algunos me compadecerían, otros se derretirían de placer. Pero ya nadie volvería a envidiar nunca a Mathilde María Félixnova Kschessinska, a menos que pudiera dar un golpe maestro. Toqué las orquídeas que me había puesto en el pelo y repasé lo que iba a decir. Tenía un plan, tramado en aquellos dos largos meses durante los cuales Alix empezó a estudiar la lengua rusa y a prepararse para su conversión a la Iglesia ortodoxa, y durante los cuales yo oscilé entre la histeria y la desesperación. Mi conducta aterrorizó a mi familia… y luego, cuando se me ocurrió la idea, me calmé de repente… cosa que les preocupó más aún. Me rogaron que volviese a la casa, a la Perspectiva Liteini, y que reanudase mi antigua vida con ellos, con mi hermana, pero yo sabía que si lo hacía, al cabo de unos pocos meses el consuelo que me podía proporcionar el hogar se habría disipado y yo estaría consumida por la nostalgia, por Niki, por el mundo de los Románov, una pizca de cuya vida era mucho más sabrosa en todos los sentidos que la existencia de cualquier otra persona sobre la tierra. Yo quería seguir comiendo en sus platos de oro. Así que me proponía convencer a Niki de que me conservase como amante tras su matrimonio; después de todo, su abuelo las tenía a las dos, la esposa María Alexándrovna y la amante Ekaterina Dolgoruki. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo Niki? No se me ocurría razón alguna para que no lo hiciera, y en cuanto se lo sugiriese estaba segura de que se daría una palmada en la frente y diría: «Mala, ¡tendría que habérseme ocurrido a mí!».
Yo llegué primera al granero justo al borde de la carretera general, y por tanto pude ver la figura de Nicolás mientras se iba aproximando lentamente… al principio como una manchita, luego un borrón, una silueta, un centauro, un soberano a caballo. Parecía tan duro, tan inmutable como la estatua ecuestre de su padre que descubriría un día en la plaza Vosstaniya y sobre la cual correría esta cancioncilla, haciendo reír a todo el mundo:
Zdes soit komod
Na komode begemot
Na begemote sidit idiot
Aquí tenemos una cómoda,
en la cómoda un hipopótamo,
y en el hipopótamo, sentado, un idiota
Pero Niki no era ningún idiota. Su rostro aparecía cauteloso y serio, porque había acudido allí a su pesar para oír los problemas que yo estaba a punto de causarle. Estaba en guardia contra mí, pero no tenía que haberse preocupado, porque una vez desmontó, yo me quedé sin voz. No podía hacer nada, no podía ni moverme. Él se dio cuenta y la mirada cuidadosa y educada abandonó su rostro y se vio reemplazada por otra de compasión, y me ofreció su brazo. Caminamos en silencio un poco en torno al granero, la madera caliente y astillosa contra mi palma, justo fuera de la vista de mi cochero. Mis zapatos, que no estaban hechos para caminar sobre la hierba, hundían sus tacones aquí y allá, pero el zarevich, con sus botas militares hasta las rodillas, caminaba con toda facilidad por encima del prado que escondía los capullos incipientes de las flores silvestres, y me fue ayudando con amabilidad. Si aquella hierba durase para siempre, si pudiéramos caminar sin parar… Yo me cogí a su brazo, la tela de su uniforme de verano estaba terriblemente almidonada, era casi crujiente, la habría mordido. «Que la hierba se convierta en tierra, que este granero nunca se acabe.» Pero se acabó. Y entonces fue cuando Niki dijo:
– Llevas una flor muy bonita en el pelo, Mala. -Me sonrió-. Estás muy guapa hoy.
¡Estoy guapa hoy! Después de todo, parece que no tendría que decirle nada. Él pensaba lo mismo que pensaba yo, y lo único que tuve que hacer fue decir:
– Sí, eso parece.
Él soltó mis dedos de su manga y me besó la palma, luego cogió mi otra mano y besó la palma también. Así es como nosotros, los rusos, firmamos nuestras cartas a amigos y familiares: beso tus manos, una frase llena de amor y fidelidad. El sol se volvió tan radiante a mi alrededor que sentí que marcaba a fuego mi silueta en la pared del granero. Cerré los ojos. Lo próximo que sentiría serían sus labios sobre los míos. Pero Niki me soltó las manos. Abrí los ojos para ver por qué. De un bolsillo de su uniforme blanco sacó los documentos que Sergio me había enseñado en marzo, abril y mayo. Y Nicolás dijo:
– Mala, necesito que me firmes esto.
Me tendió a continuación una pluma, una pluma estilográfica esmaltada en azul y oro, de esas que se acababan de inventar recientemente, y desenroscó el capuchón. Mientras sujetaba un papel y luego otro contra la burda pared del granero, yo firmé con mi nombre una vez, dos veces. Mathilde-Marie Kschessinska. Recuerdo que pensé lo extraño que era que unas marcas de tinta en un papel propusieran la disolución de un vínculo humano. Cien mil rublos y la casa de la Perspectiva Inglesa eran míos, y Niki se volvió cabalgando hacia Peterhof.
Pensarán que yo tuve el buen sentido de ceder al fin. Pero no fue así. Perdí todos los sentidos. El dolor me los arrebató.
Debo decirles que yo no había sido la primera de las amantes del zarevich procedente del Ballet Imperial. Hubo otra antes que yo: María Labunskaya, con el pelo largo y rubio, a determinada luz demasiado pálido incluso para ser llamado rubio, largas piernas, el rostro de una aristócrata rusa, no de una campesina. Aquellos amplios rostros orientales de fuertes huesos, gruesos labios y ojos almendrados no eran tan apreciados en la corte; se preferían los rasgos noreuropeos, mucho más delicados. Los primeros eslavos, no sé si lo saben, se mezclaron con los normandos cuando bajaron de Escandinavia a Rusia, y así Ingwarr al final se convirtió en Ígor, y Waldemar se convirtió en Vladímir, y el legendario príncipe escandinavo Hroerekr se convirtió en el primer gobernante ruso, Riúrik, en las crónicas históricas del siglo IX. Todavía aparecen rastros de esa herencia del norte en nuestros rostros, como en María Labunskaya. Cuando el consejero del zar, Konstantín Pobondonostov, sugirió al soberano que debían buscarle a Nicolás alguien adecuado para que disfrutase antes de los rigores del matrimonio, el jefe de policía, buen amigo del zar, señaló con su grueso dedo a María en el corps de ballet, y le dijo al zar que ella sería perfecta. Ya les he contado que los hombres venían al ballet a buscar amantes. Traían sus carruajes justo hasta la entrada privada del teatro Mariinski, reservada para la familia imperial, ante las ventanas bajas de nuestros camerinos, para que pudiéramos asomarnos y charlar con ellos antes de las representaciones. Éramos su harén. María Labunskaya iba unos pocos años por delante de mí en la escuela, y estaba comprometida con un oficial de la guardia, pero sus nuevos deberes horrorizaron tanto a su futura suegra que los planes de matrimonio se fueron por la borda. ¿En qué posición se hallaba María para decir que no al soberano? Se le pagaron dieciocho mil rublos al año del bolsillo del zar para que estuviera siempre disponible cuando la llamaran a palacio. Pero Nicolás, con su carita de niño y su principio de bigote, prefería dibujar escenas campestres a aquella violenta asignación de un par de piernas pagadas por su padre. Dos años más tarde ella seguía todavía en la nómina real, y Nicolás todavía no la había llamado… porque, en efecto, había empezado a flirtear conmigo.
Pero ¿por qué me llamaba el zarevich a mí, cuando la hermosa María Labunskaya levantaba sus blancos brazos en el escenario del Mariinski?
¿Ya les he dicho que yo no era hermosa?
En el teatro empecé a propalar rumores sobre ella. Que la Labunskaya había dicho que el zarevich era sifilítico, el emperador un fraude, la emperatriz una puta por haberse comprometido primero con el hermano del emperador… Al cabo de unos meses, la Labunskaya fue exiliada de Rusia y despedida del Ballet Imperial.
Y por eso pensé que quizá los mismos conjuros que usé para apartar a María del zarevich en 1892 repelerían ahora a Alix de su lado. ¿Qué se puede hacer en una competición de belleza en la cual la belleza propia es menor, sino disminuir la belleza de la rival?
Yo no estaba lo suficientemente cerca de Alix para susurrar mis difamaciones acerca de Niki y dejar que fueran zumbando y aleteando por el aire con sus alas negras hasta su oído, de modo que escribí los hechizos con mi propia y diminuta mano (sí, ya sé que tenía ya veintiún años), sellé los documentos con lacre y se los envié a ella a Coburgo. ¡Niki no era el único que tenía documentos! Dije cosas tan terribles que Alix seguramente ya no le amaría más, y cuando ella abriese mi carta, las páginas escupirían sus calumnias y ella se apartaría de Nicolás igual que los petersburgueses se habían apartado en tiempos de las deformidades del museo científico de Pedro el Grande: un hombre con dos dedos, un hermafrodita, un feto con dos cabezas. Yo le escribí que su prometido había arrebatado la virginidad a una jovencita y luego la había despreciado, que no se podía confiar en él, que toda la capital decía que el zarevich era un vividor, un libertino, un fornicador, que tendría una suerte terrible si se casaba con un hombre con un alma tan negra, y que su matrimonio estaría maldito de principio a fin. «Apártate -acababa yo-. ¡Apártate de Rusia!» Pero Alix entonces todavía era una persona muy práctica, no se había vuelto aún una rusa supersticiosa, no era todavía de los nuestros, con nuestros iconos, velas y acrósticos con los que formamos nuestros nombres, buscando presagios, aunque luego recuperaría el tiempo perdido y nos sobrepasaría. No hubo emperatriz más medieval que ella, al final. Pero por entonces, cuando vio mi letra infantil en aquel papel, le enseñó mi carta a Nicolás, que había vuelto a visitarla, y él inmediatamente reconoció aquella letra como mía. ¿No le había escrito yo bastantes cartas quejosas en aquel mismo papel, con aquella misma letra? «Me aburro terriblemente si no te veo. El tiempo se arrastra interminablemente. ¿A quién mirabas tanto tiempo en el patio de butacas?»
Fue Sergio quien me dijo lo furioso que se había puesto Niki con mi carta, y yo me encogí al imaginarle leyéndola. En mi imaginación (en una escena no demasiado bien pensada) sería Alix sola quien leería mi carta, que se desmayaría llena de despecho y luego, al recobrar el sentido, empezaría a redactar una carta a Niki a su vez, expresándole su disgusto. «Tu vida -escribiría ella- es lamentablemente viciosa. Aquí te envío los diamantes, esmeraldas y perlas para que se las entregues a otra chica que las merezca más. Seguramente debes de conocer alguna.» Algo por el estilo. Pero no fue eso lo que ocurrió. Por el contrario, ella le enseñó la carta, otra posible situación, por supuesto, y Niki, que no tenía en su alma lugar para la mentira, se vio obligado a contarle a Alix lo de su amante bailarina del demi-monde, abrirle las páginas de su diario un poco antes de su noche de bodas para mostrarle todas las anotaciones sobre la Pequeña K igual que me había enseñado a mí una vez todas las anotaciones sobre Alix. Y a todo esto, ella escribió en el margen de sus anotaciones: «Te amo mucho más desde que me has contado esta pequeña historia».
A eso quedaba reducida yo. A una pequeña historia.
Pero yo no había experimentado aún todo mi cupo de humillación. Tan segura estaba de que aquel truco funcionaría que estúpidamente, ridículamente, la «pequeña historia» empezó a pavonearse por el teatro y a fanfarronear: «Veremos quién gana, si Alix o yo», y las demás bailarinas se reían de ella y al mismo tiempo se escabullían para no oír aquellos comentarios sediciosos. Sí, hice comentarios indiscretos. «Ya veremos quién gana», gritaba yo, y los bailarines apartaban la vista, avergonzados. Mi padre al final envió a mi hermano a la Perspectiva Inglesa a reñirme, a recordarme que era una Kschessinski, y no la hija de una lavandera ni una fregona. ¿Dónde estaba mi dignidad? Pero yo no tenía dignidad. Si no sabía comportarme, le dijo a mi hermano, se me llevarían a casa a la fuerza. Pero ellos eran gente del teatro, bailarines, no se habían movido en los mismos círculos que yo, de modo que, ¿cómo podían entender lo que había perdido? Sí, yo me había convertido en la chica pobre de todos los ballets, la histérica campesina derrotada por una princesa, la histérica bayadère del templo pisoteada por una princesa, la histérica chica gitana desbancada por una princesa. Y peor aún, me había convertido en asunto de Estado. Finalmente Pólvstov, miembro del Consejo de Estado, recibió órdenes de parte del director de los Teatros Imperiales, Vzcevolozhsky, de abandonar sus exquisitos modales dieciochescos y hacer un informe sobre mí, sobre mis molestos exabruptos en los ensayos y en los salones, y Pólvstov fue a ver a su vez al gran duque Vladímir, ministro de los Teatros Imperiales y por tanto ministro mío, que me ordenó acudir al muelle de Dvortsovaya, a su meticulosa imitación de un palazzo florentino con trescientas sesenta y cinco habitaciones, una para cada día del año. Su larga fachada daba al Neva y el agua iluminada por la luz del sol hacía que los ladrillos dorados brillasen como si fuesen el rostro de Dios. Una góndola flotaba en el embarcadero. Un carruaje dorado esperaba en la calle. Nadie vivía más cerca del Palacio de Invierno que el gran duque. Yo me quedé en la entrada con pórtico durante unos momentos, disfrutando de su pequeña protección, e hice bien, porque la sobria fachada no me preparó para la conmoción del interior. El vestíbulo de entrada se alzaba a varios pisos de altura a mi alrededor, con unas paredes color escarlata y oro, y cada arco, cornisa y hornacina estaba tan pesadamente dorado y ornamentado que yo pensé que había entrado en una iglesia. Me quedé con la boca abierta. Dos osos gigantes, disecados y erguidos, flanqueaban la gran escalera curva, empequeñeciéndome aún más, un oso ofreciendo una bandeja con sal, y el otro una bandeja con pan, una antigua costumbre rusa de bienvenida. Sin embargo, yo no me sentí bienvenida. Tenía problemas. Los sirvientes del gran duque vestían libreas escarlatas y los gorros cuadrados de las cortes renacentistas, y llevaban espadas y mazas, cosa que me hizo pensar que me entregaba a Vladímir una guardia armada. Estaba en un palacio que evocaba tanto Oriente como Occidente, pero hablaba con la única voz del poder y la ambición de los Vladimírovich. Yo tenía la ambición, pero no el poder. Seguí mansamente a un criado con librea hacia la biblioteca, una sala de dos pisos con estanterías de cerezo, con el techo en forma de cúpula como una pajarera, con libros por todas partes, arriba y abajo, en lugar de jaulas de alondras primaverales y pinzones invernales, y en la gran mesa situada en el centro de la habitación, presidiendo toda aquella madera y papel, estaba el gran duque, el «emperador Vladímir», con sus patillas de hacha y su voz retumbante.
Su palacio ahora es la Casa de los Científicos de Leningrado. Sus huesos yacen en Rusia; los de su esposa e hijos están repartidos por Francia.
Pero aquel día era el amo de la casa, mi amo también, y me hizo sentar ante la enorme mesa en una silla de cuero frente a él, de modo que mis pies apenas rozaban el suelo. Si me hubiese chupado el dedo no habría parecido más joven. Vladímir me miró con mucha seriedad, con las blancas patillas erizadas, alarmado. Por aquel entonces su barba también era blanca, aunque su bigote todavía tenía algo de color, y su rostro había adelgazado como les ocurre a los ancianos a medida que la vida empieza a abandonarles. De joven el gran duque tenía el cuerpo carnoso, el rostro pleno y voluptuoso, pero al ir envejeciendo su rostro se volvió casi elegante: mejillas hundidas, las patillas grises y luego blancas, y se convirtió en un rostro inteligente; ya no era la cara de un rijoso borracho. Parecía un asceta, pero no lo era: todavía le encantaban la comida y el teatro, el poder y las mujeres, y gracias a Dios yo era una linda jovencita. Mis actos estaban preocupando al zarevich, me dijo, y amenazando la seguridad de su nueva prometida, ¿lo comprendía? Nicolás y Alexandra serían un día el padre y la madre de la nación, butushka y matushka de Rusia. Yo no podía ir por ahí chillando de aquella manera y calumniando a Niki en cartas a Alix. Escondí mi cara entre las manos. Sí, dijo, sabía lo de las cartas. Es más, yo tenía que aceptar que Niki debía casarse. ¿Acaso no había arreglado las cosas adecuadamente conmigo? Yo asentí. Entonces, ¿por qué seguía armando tanto escándalo? El secretario de Estado quería que me expulsaran de la capital, con una asignación mensual, y que fuese detenida si alguna vez volvía, me dijo. ¿Era eso lo que quería? Yo sacudí la cabeza negativamente. Y entonces lo sentí: el gran puño patriarcal que me estrujaba y me quitaba el aliento, como los corsés con ballenas con los que bailaba. Yo podía ser otra María Labunskaya, despedida del Ballet Imperial y enviada a París, la ciudad donde, durante décadas, los zares habían exiliado a los miembros descarriados de su familia. No quería estar tan lejos de casa. No quería bailar como había tenido que hacer María, en el teatro Parisian Gaite-Lyrique. Yo era una de las bailarinas imperiales del zar, no una animadora vulgar y corriente.
De modo que sonreí. Con dos dedos temblorosos me sequé las lágrimas. Accedí a dejar de armar escándalo. Y el gran duque me llamó douchka (gracias a Dios yo había sido su douchka) y me besó encima de la cabeza. Buena chica.
Y hubo algo más. El gran duque me prometió que si me portaba bien, sería nombrada prima ballerina assoluta del Ballet Imperial. De modo que mi histeria me consiguió algún beneficio, después de todo. Y para la envidia de todos a mi alrededor, la que era el hazmerreír fue ascendida. Así de sencillo.