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Sí, el mecenazgo tenía sus ventajas, y la carencia de él sus inconvenientes. Mis cien mil rublos de Niki y el Club de la Patata no me permitían vivir como una Románov. El dinero estaba destinado solamente, según comprendí, a que me las arreglara hasta que la suerte me deparase un nuevo protector. En el teatro, si no lo tenía, acabaría sujeta finalmente a los caprichos de la administración, o quizás eclipsada por mi rival, Olga Preobrazhénskaya, que a pesar de su modestia y falta de astucia, iba ascendiendo justo por detrás de mí, dándome patadas con sus piernas musculosas y asomando su rostro vulgar justo al lado del mío. Y ambas pronto nos veríamos pisoteadas por las chicas más jóvenes, las que se graduaban en la escuela cada año y llenaban el escenario del Mariinski. No, yo necesitaba un protector con vínculos con la corte para que me ayudase a mantenerme bien agarrada en el centro de aquel escenario tan resbaladizo. Vladímir, como hermano del zar, era quizá demasiado viejo para mí… aunque lo pensé, esa es la verdad. Pero no estaba aún en unas circunstancias tan apuradas como para tener que llevar a mi lecho a un abuelo de barba blanca. Sergio Mijaílovich, sin embargo, que ya hacía visitas regulares a mi casa siguiendo instrucciones de Niki, podía valer. Cuando un amo se cansaba de su amante sierva, le daba una dote y la casaba con uno de sus siervos cazadores, uno de la élite de los siervos de la propiedad. Y eso, en esencia, era lo que Niki estaba haciendo conmigo, lo que me daba. Bueno, no era una dote exactamente, sino unos fondos, y los enviaba con su representante, el siervo Sergio Mijaílovich, que era, como general de artillería, un cazador de hombres. Estaba claro que Niki quería que Sergio, en quien confiaba por encima de todos los demás, me cuidase, y quizá también Niki había intuido como yo que los sentimientos de Sergio por mí, en silencio, iban en paralelo a los suyos propios. De modo que no era una mala elección. Su padre era hermano de un zar y tío de otro, y como tal, Miguel Nikoláievich recibía uno de los appanages más generosos del Tesoro; poseía tierras y propiedades en toda Rusia, de las cuales eran herederos sus hijos. Algún día Sergio sería uno de los hombres más ricos del imperio, y ahora mismo ya era bastante rico, ciertamente. Y como estaba tan unido al zarevich, en las visitas que me hiciera podía informarme del idilio veraniego de Niki con Alix en Inglaterra, de sus lecciones con el padre Yanishev, del servicio de Niki y Alix como padrinos del primer hijo de su primo inglés George, el de las castañas y las piñas, y de su esposa May, y de cómo el bebé no fue sumergido en la pila bautismal como era la costumbre sino solo salpicado con unas gotitas de agua bendita. ¡Qué europeo se estaba volviendo Niki! Sí, Sergio lo sabía todo de las vacaciones de Niki y Alix en Osbourne, en la isla de Wight, donde Niki se remangaba los pantalones y andaba por el césped de palacio hasta la playa arenosa para contar las velas blancas de los barcos que podía ver en el mar. En compañía de Sergio yo nunca estaría lejos de Niki. Además, me gustaba Sergio. Él me enseñó a fumar esos cigarrillos pequeños y amarillos que fumaban en la corte entre plato y plato de la comida, me enseñó a montar en bicicleta, y me había prometido que cuando tuviese que viajar a Krasnoye Seló en julio me dejaría usar su vagón privado de tren. Qué mejor manera de convencer a Niki de que ya no pensaba más en él de lo que él en mí que meter rápidamente a Sergio en mi cama. A fin de cuentas, siempre existía la posibilidad de que Niki se pusiera celoso.
Tramé todo aquello mientras Niki estaba en el Polar Star en el mar Báltico, navegando de vuelta a Rusia para la boda de su hermana Xenia con el hermano de Sergio, Sandro, que no hacía demasiado feliz a la familia real, ya que era uno de esos Románov del Cáucaso. Sí, yo conspiraba mientras Niki estaba en el agua, lejos de Alix pero soñando con ella, estoy segura, probablemente leyendo las notas de su diario que hablaban de mí («cuando somos jóvenes, no siempre podemos apartarnos de la tentación»), como si yo fuera la propia serpiente y Niki un ser inocente. Y me preocupaba que Niki, a su regreso, me pudiese rechazar de alguna manera por mi carta, quizás enviándome una nota: «Querida Mala -diría-, demonio vengativo, oscura mientras Alix es luminosa, turbulenta mientras ella es suave, mancillada, mientras ella es pura». ¡Mancillada por él! Así, como estaba ya mancillada no había motivo alguno para que no pudiese aceptar las atenciones y la protección de Niki ofrecida por Sergio. Pero ¿y si Niki estaba tan enfadado después de mi carta que apartaba de mí a Sergio? ¿Dónde quedaría yo entonces?
Y de ese modo, el 5 de julio Xenia se casó con el hermano de Sergio y este dijo adiós a los sueños que tenía con ella, y el 28 de julio yo actué en la gala en honor de los novios en el antiguo teatro Peterhof Palace, renovado para la ocasión, con las galerías llenas de plantas tropicales y tanto el teatro como el largo paseo que conducía hasta él desde el Gran Palacio iluminado con luces eléctricas. El zarevich estaba sentado con su familia en la gradería imperial, que parecía una enorme tienda de terciopelo rojo, soportada por columnas y vigas de oro y rematada con una corona, y no se acercó a felicitarme después de Le Réveíl de Flore, como era la costumbre. Supe entonces que no solo los sueños de Sergéi pertenecían al pasado, sino también los míos. De modo que mientras las doncellas de Xenia guardaban su vestido de novia y mientras Niki se sentía inspirado para escribir a Alix «tú me tienes enteramente y para siempre, alma y espíritu, cuerpo y corazón, todo es tuyo, tuyo», Sergio estaba de pie detrás de mí en mi casa de Petersburgo y me quitaba las horquillas y cintas del pelo como si fuera una niña pequeña a la que hay que acostar, y luego empezó a peinarme el pelo con sus dedos, y a enrollar sus largos y rizados mechones entre sus palmas. No dijo nada y yo tampoco. Era tarde ya, las once de la noche, y el sol se acababa de poner, de modo que el aire de la casa era suave y aterciopelado y nos dirigimos hacia uno de los dormitorios, no el que había compartido yo con Niki. Nos costó algo de tiempo quitarnos toda la ropa, porque entonces íbamos vestidos, vestidos de verdad, y no como ahora, que solo se llevan dos o tres prendas. Yo llevaba una falda que hacía juego con la sobrefalda, una blusa con volantes, una enagua con aros y una más suave de algodón, una almohadilla de tela acolchada que acababa de reemplazar recientemente al polisón y cuando se desataba revelaba un corsé en forma de ese y su cubrecorsé, una camisa bordada con rosas diminutas, unos calzones con volantitos que se ataban por delante con dos lazos de raso y me llegaban a las rodillas y por debajo unas medias largas. Sí, llevaba todo eso en julio. Era suficiente para hacer una pausa, dar una oportunidad para reconsiderarlo, pero nosotros no lo reconsideramos. Sergio me bajó los calzones e hizo algo muy suave con el dedo hasta que yo grité tanto preguntando cómo y por qué que finalmente Sergio se detuvo, riéndose de mí, y me preguntó:
– Pero ¿qué te ha estado haciendo Niki todo este tiempo?
Tengo que decir que Sergio y su hermano Sandro eran conocidos como los dos mayores calaveras de Petersburgo, y ahora entendía el porqué. Y cuando le dije: «Nada parecido a esto», creo que para él el fantasma de Niki salió volando por la ventana, donde quedó saturado con el aroma de la hierba y ahogado por el rocío, porque estaba clarísimo que Sergio ganaba por la mano a Niki en asuntos de cama, si no en asuntos del corazón. Tant pis. Peor para Sergio, que empezó a amarme de verdad, aunque yo no le correspondía, y que toda su vida buscaría ese amor, el amor de una mujer. Aunque yo no lo sabía todavía, junto a su lecho en el palacio Mijáilovich guardaba un retrato enmarcado de sí mismo cuando era un bebé de pie encima del regazo de su madre, con su vestidito de invierno lleno de anchos galones, la cabeza de ella inclinada hacia él, de modo que la mejilla de la mujer tocaba apenas su pelo. Aunque lo sujetó bien durante aquellos minutos ante la cámara, no le mimaba mucho, estaba demasiado ocupada para hacer caso a sus hijos. Era muy estricta y además tenía una lengua muy afilada, y Sergio por tanto se resignó a una perpetua privación de afecto. Ahora, conmigo, pensó que había encontrado la felicidad y eso le hizo expansivo. Tant pis. Peor para él.
Poco después de nuestra primera noche juntos, abrió su abultada bolsa y me compró una dacha en Strelna, en el golfo, en la Berezoviya Alleya número 2, donde veraneaba la nobleza. Mi propiedad estaba justo al lado del palacio Konstantín, separada de sus establos solo por un pequeño canal. Mi casa, con su torrecilla de madera, se encontraba en un bosquecillo de abedules; un camino privado llevaba a mi propia playa. Unas puertas de hierro forjado ornamental, con setos a ambos lados, guardaban la entrada a mi parque. Un cerdo de piedra, una rana de piedra y un conejo de piedra parecían querer beber de una fuente que había en el césped de atrás. Mi jardín se extendía hasta el golfo, con árboles que tocaban el cielo en el borde y se agitaban como plumas negras con el viento nocturno. Al final yo acabaría teniendo una galería cubierta, un almacén para el hielo, un invernadero, un granero y un muelle para mi propio bote. Mejor que un collar de diamantes, ¿no? Porque en Strelna podía ir enhebrando Románov todo el verano. El gran duque Constantino Konstantínovich, el primo de Niki, más tarde me puso en uno de sus poemas, tanto llegué a congraciarme con ellos, subiendo y bajando en bicicleta por las avenidas de sus diversos palacios, aprendiendo, con lo que ellos pensaban que era su ayuda, a hacer bonitas figuras de ocho con mi bicicleta, celebrando recepciones y fiestas a las que empezaron a asistir los grandes duques sin sus esposas, porque, como mi padre, yo sabía recibir muy bien y podía hacerlo con el dinero de Sergio. Sí, K. R., hizo un homenaje a una de esas tardes de fiesta:
Un arroyo cae desde la colina
agitando los pétalos de un tulipán con sus aguas,
y allí Bayaderka entre las flores
baila apasionada al son de las panderetas.
Esa bayaderka era yo en Strelna, en mi dacha, bajando la colina desde su palacio. Sí, Sergio, vencido por el amor, dejó que los rublos de sus bolsillos llovieran encima de mí.
Como muestra de gratitud diseñé un medallón de oro para Sergio con un retrato mío y grabada en torno a mi rostro la inscripción 21 DE AGOSTO – MALA – 25 DE SEPTIEMBRE, en memoria de nuestros primeros y felices días en la dacha que me había comprado. Al medallón le añadí una moneda de diez kopeks del año del nacimiento de Sergio, 1869. Era solo tres años mayor que yo, pero en sus manos acumulaba mucho poder. Y en mis manos yo tenía su corazón. Él llevaría aquel pequeño medallón durante el resto de su vida.
¿Tendría que sentirme culpable? ¿Por qué? El amor, aunque sea no correspondido, es un regalo. ¿Quién lo sabe mejor que yo?
¿Recuerdan a la reina en su castillo junto al río Terek, de la canción georgiana que Sergio y sus hermanos solían cantar, aquella que seducía a sus amantes y luego los echaba por la ventana de su dormitorio? Si sobrevivían a la caída, las rocas bajo aquel río que corría veloz cortaban sus cuerpos al verse arrastrados por la corriente. Aquellas rocas, para Sergio, eran sin duda el purgatorio de nuestras conversaciones, que a menudo trataban de Niki, o de Niki y Alix, conversaciones que al principio eran charlas ociosas de amantes entre nosotros, pero que se convirtieron, para disgusto de Sergio, en algo obligatorio antes de acostarse conmigo. Pero si él era el pretendiente, yo era la reina del río, porque yo tenía unido a mí, igual que ella, el peso de una espantosa reputación. Ahora ya no era sino una amante degradada más de un Románov, y las madres advertían a sus hijas de que no hablasen conmigo. Aquel otoño vi a un pequeño grupo de estudiantes de la escuela de ballet caminando torpemente con sus pingüinos en el aire frío, hice que se detuviera mi conductor para recogerlas y las llamé: «Chicas, chicas, venid aquí conmigo». Pero ellas no quisieron subir a mi carruaje, ni siquiera para recorrer unos pocos cientos de metros por la calle del Teatro. Menearon la cabeza y dijeron «spasibo», pero no quisieron subir a la calidez perfumada, no quisieron acomodarse conmigo bajo mi manta de marta cibelina. «¡Es una perdida!», le oí decir a una de ellas al rendirme y cerrar la puerta de mi coche. Perdida.
Luego, la enfermedad que había debilitado al gran zar a principios de 1894, y que le había puesto más enfermo aún en el verano, acabó con él en el frío del otoño. Murió en Livadia, en Crimea, en la parte más lejana del país, junto al mar Negro, que no era negro ni nada, sino de un azul brillante, con rosas silvestres y madreselva por todas partes en las pendientes que bajaban hacia él. Tantas variedades de flores crecían en Crimea que eran enviadas por tren todo el invierno a Petersburgo para decorar los grandes salones de baile del Palacio de Invierno, el palacio Vladímir, el palacio Mijáilovich, el palacio Sheremetev. Pero el antiguo palacio de madera de Livadia donde murió el gran zar, con sus balcones de madera y sus galerías como las de los palacios de los antiguos kans de Crimea, no era grandioso, sino oscuro y húmedo. Yo lo vi solo cuando ya estaba abandonado. Había una cruz blanca pintada en el suelo del salón del emperador Alejandro, donde sufrió, sentado en su butaca, y donde exhaló el último aliento. Una hora después, en el jardín del palacio, un sacerdote tomó el juramento de fidelidad al nuevo zar, Nicolás II, mientras el antiguo zar recibía la última salva de los cañones de los buques de guerra que se encontraban en la bahía de Yalta. Los médicos de Alejandro habían querido que fuese al extranjero, al aire seco de Egipto, pero el zar solo accedió a dirigirse al sur, a Crimea, porque sabía que se estaba muriendo y porque el zar debe morir en Rusia. Un zar debe morir en Rusia, y el lugar donde murió debe quedar marcado, como el suelo de Livadia. La silla en la que murió el zar y los objetos que le rodeaban fueron tratados como reliquias, piezas de la divinidad. Lo mismo ocurría con todos los zares. El dormitorio donde murió el abuelo de Niki, en el Palacio de Invierno, quedó como en su última hora: con una colilla de cigarrillo en un cenicero, pañuelos encima de las mesas y sillas al alcance de la mano, las sábanas manchadas sin cambiar bajo la colcha. En Gatchina, detrás de una puerta sellada, se ocultaba el ensangrentado lecho del palacio Mijáilovich en el cual el cuerpo de Pablo I, asesinado por sus guardias y funcionarios, yació en tiempos. Niki me dijo una vez que su hermana Olga solía ver al fantasma de Pablo, que pasaba parpadeando por las ventanas del Mijáilovich, buscando su cama. Yo me preguntaba qué haría cuando la encontrase. ¿Echarse en ella? ¿Podría descansar al fin? Pero nunca la encontró, y por eso seguía sellada, como una reliquia que nadie quiere venerar, un mal que nadie quiere ver siquiera. La Casa del Propósito Especial en Ekaterinburgo donde Niki fue asesinado sigue vacía, según me han dicho, e intacta; los muros del sótano, perforados por las balas, no han vuelto a recibir enlucido alguno.
Cuando ahora sueño con Nicolás, a veces le veo con el aspecto que supongo que tenía el día de su muerte, con la cara envejecida, grandes arrugas en las mejillas que desaparecían en la barba, los ojos azules subrayados por unas bolsas carnosas. Su casaca color caqui está llena de balazos, destrozada por docenas de agujeros, con los bordes quemados y desgarrados, pero el rostro y los miembros están intactos. En mi sueño, Niki está de pie ante mí con los ojos muy tristes y levanta la mano hacia mí. «¿Qué? ¿Qué quieres?», le pregunto yo. ¿Qué podría darle yo ahora que no le hubiera ofrecido cuando estaba vivo? Pero él no habla, simplemente me ofrece la mano. ¿Qué otra cosa podría ofrecer que esa mano, la mano de un muerto?
¿Les he contado que en Londres, en Buckingham Palace, cuando llegó Xenia, la hermana de Niki, después de su huida de la Rusia revolucionaria, los criados cayeron de rodillas al ver al rey Jorge? Ellos contemplaban lo que pensaban que era la figura resurrecta de su zar.
Es que se parecía mucho a Niki, ¿saben?
Pero estaba hablando de la muerte de su padre.
Como Alejandro III murió muy lejos de Petersburgo, su cuerpo viajó en tren por última vez a través de la Rusia que había gobernado: tres mil millas hacia el norte desde la estación de Sebastopol, en Crimea, hasta la estación Nikolaievski en Petersburgo, y luego hacia arriba por Ucrania hasta Moscú y desde el noroeste hasta Petersburgo, a través del campo donde los barones y los caballeros vivían en casas solariegas que al cabo de veinte años serían arrasadas hasta los cimientos, despojadas de todo bien por los campesinos, incluyendo los marcos de puertas y ventanas, de modo que las paredes se quedaron con la boca abierta, custodiando la nada. Pero en 1894 el antiguo orden todavía estaba intacto, y los campesinos se agolpaban a los lados de las vías para ver el cadáver de su zar que volvía a la capital.
En Moscú, el cuerpo permaneció en el Kremlin toda la noche, como si descansara antes de emprender el largo viaje a Peter. Una alfombra negra cubría el andén de la estación donde un catafalco albergaba el ataúd, con sus columnas envueltas en telas negras, y los caballos que lo llevaban también iban engualdrapados de negro. Hasta los carruajes de la corte se habían cubierto de negro: nada de rojo y oro para aquella ocasión. Se tardó cuatro horas en transportar a la familia, vivos y muertos, a través de Petersburgo, a través de la Perspectiva Nevsky, donde se alineaban cientos de miles de guardias, estos y los asistentes al duelo llenando la calle, todos en silencio. Los únicos sonidos eran los de las ruedas de los coches, las campanas de las iglesias que tañían en contrapunto -de esa forma especial que tocan las campanas rusas-, los cañones de la fortaleza disparando cada vez que pasaba un minuto en el reloj, las herraduras de los caballos resonando en las calles fangosas, las ruedas que emitían un hondo traqueteo al atravesar la empedrada plaza del Palacio.
A todos los zares se les dedicaba una semana de misas antes de su entierro. Cuando murió el abuelo de Niki, los embalsamadores no pudieron reunir bien todos los fragmentos en los que se había disgregado debido a la fuerza de la granada que le arrojaron a los pies: ambas piernas quedaron destrozadas, el abdomen abierto, el anillo de boda roto en astillas de oro y clavado en la carne de su mano derecha… De modo que lo disimularon como pudieron. En su foto mortuoria, una de esas fotos de los zares que se publican en los periódicos o se reproducen en las litografías, coloreadas a mano y vendidas como mementi mori, viste su uniforme con charreteras, pero la cara parece demacrada, tiene la boca abierta, las patillas frondosas secas como si fueran de paja, y la mano destrozada está bajo la izquierda, intacta. En el funeral su cuerpo se cubrió hasta el pecho con un manto de armiño y oro, y el rostro estuvo tapado con un velo hasta el momento en que la tapa del ataúd, cubierta de flores y con la espada y el casco del zar, fue colocada encima. En cuanto al padre de Nicolás, cuando llegó su momento fue mutilado no por la muerte sino por los embalsamadores, que calcularon mal los productos químicos e impusieron al emperador la vergüenza de pudrirse ante los ojos de sus súbditos. Pasó casi un mes desde el día en que Alejandro murió hasta que fue enterrado por fin. Cuando su cuerpo llegó a la fortaleza, su rostro se había ennegrecido, la cabeza se había encogido y ninguna flor podía enmascarar el olor que desprendía. La familia por costumbre besaba aquel rostro al entrar y salir de la iglesia, cada uno de los siete días en que se decía misa -«Venid, todos aquellos que me amabais, y dadme el beso final»-, hasta que incluso su mujer dijo: «Ya basta, ya basta». Imagínense que le ocurra algo semejante a un gran hombre… y al padre que Niki adoraba y temía.
Al pensar en todo aquello yo apretaba la mano de mi padre mientras caminábamos con mi madre y mis hermanos por aquellas tranquilas y fangosas calles de Santa Catalina, nuestra propia parroquia, en la Perspectiva Nevsky, donde los católicos celebrábamos nuestro culto y donde estaba enterrado el último rey de Polonia; aquí, en el país que le arrebató el suyo y lo convirtió en un ducado. La asistencia al funeral en la fortaleza de Pedro y Pablo, en la isla de la Liebre, era solo para la familia imperial, la corte y sus diplomáticos, y sin embargo, la multitud que había viajado por encima del puente para quedarse respetuosamente de pie en las calles junto a la catedral color mostaza era tan enorme que oí decir que el príncipe Dolgoruki apenas pudo abrir un camino para que entrasen sus majestades. La ciudad, que normalmente estaba tan animada, ahora parecía poblada solo por los muertos que, inertes, arrastraban los pies mientras seguían el cadáver de su rey.
Él era el único zar que yo había conocido. Mis padres tenían su efigie en casa, y sus retratos colgaban en la escuela de ballet y en el teatro. En mi primer año en la escuela yo solía santiguarme cuando pasaba junto al mismo, en un marco tan pesado que podía matar a un niño si se caía de la pared. En mi mente mezclaba al zar con Dios, y sus ojos que me miraban desde arriba, desde el lienzo, parecían conocerme por completo. Recuerdo aquel día en Santa Catalina, atestada de abrigos y vestidos negros, sombreros negros y velos negros. Mi madre lloró aquella tarde, igual que yo, pero como pueden ustedes sospechar, no gimoteaba por Alejandro III, sino por mí misma, por Niki, que ahora estaba tan cargado con los deberes del imperio que tendría poco tiempo para pensar en mí. Cuando Sergéi trajo el programa del funeral para que yo lo viera (el águila imperial de plata estampada en el centro de la carpeta negra y lisa, muy digna), parpadeé al ver que se referían a Niki como el emperador. El emperador. ¡A los veintiséis años! Con cuánta rapidez mi Niki del año anterior no era ya mi Niki. Y, por supuesto, Alix sería pronto su emperatriz. ¡Y no yo! Porque ella ya estaba allí también, aunque como prometida del nuevo emperador todavía no tenía lugar oficial, ni deberes oficiales funerarios que cumplir, igual que Niki. Porque después de que los ocho generales mayores del séquito de Alejandro levantaran el manto funerario, nos informaba el programa, «Su Majestad el Emperador se acercará al ataúd y doblará el manto imperial sobre los restos mortales». Su Majestad el Emperador. El retrato de Niki pronto sustituiría al de su padre en la escuela, en el teatro, en el rublo, y aquella cara de papel sería lo único que vería yo. Lo poco que me decía de él Sergéi no me servía para nada, y a causa de los protocolos del duelo, Niki no volvería al teatro aquel invierno. Así que yo lloraba como una loca, junto con el resto de mis compañeros polacos, y mi padre me lanzaba miradas de sorpresa al ver la vehemencia de mi pena, mientras al otro lado del Neva, en la fortaleza de Pedro y Pablo, la corte se preparaba para inhumar el cuerpo de Alejandro III en la pequeña catedral donde estaban enterrados todos los zares Románov desde Pedro el Grande. Alejandro III sería el último zar enterrado allí.
Alix se arrodilló junto al féretro, besó el rostro del zar con un último beso, presenció incluso las últimas horas del zar. Esto último lo supimos por Sandro, ya con Xenia y la familia en Crimea aquel otoño para el velatorio, y fue él quien nos explicó a Sergio y a mí los detalles de la agonía del enfermo, el pánico de Niki al pensar en el trono, sus ruegos a su padre para que le permitiera abdicar, igual que los hermanos de Alejandro I, los grandes duques Constantino y Nicolás, intentaron abdicar también antes de que Nicolás I finalmente aceptase la corona y se convirtiera en el Zar de Hierro. El padre de Niki se negó a considerar siquiera la abdicación de Niki. Su hijo quizá fuese un imbecile, pero el hermano del zarevich, Miguel, era un idiota mayor aún, y Niki tenía a su madre para que le guiara. Y así Niki inclinó la cabeza, pero Alix, insistió, debía tener a Alix. De modo que le permitieron que la enviara a buscar a Darmstadt. Y él fue a la estación de ferrocarril de Simferopol en persona para recibirla, y al final de su viaje de cuatro horas desde la estación al palacio de Livadia, su carruaje desbordante de limones y naranjas, rosas, lilas y adelfas ofrecidas como tributo por los campesinos tártaros a lo largo de su ruta, el asiento de su coche era como un tálamo nupcial, repleto de símbolos de fertilidad. Aunque quizás ella trajese de Alemania el coraje necesario para Niki, también trajo consigo la muerte: después de su llegada, el emperador solo vivió diez días. El cortejo funerario de Alejandro sería el primer momento en que Petersburgo vería a Alix. En la procesión, ella iba sola en su propio coche, detrás del resto de la familia, ya que su lugar todavía era dudoso, y las mujeres de la calle se santiguaban al pasar su coche como para protegerse de la mala suerte. «Ha venido a nosotros detrás de un ataúd.» Si Alejandro no hubiese muerto tan joven, Niki no se habría casado tan deprisa con Alix, y quién sabe si esos meses de retraso no hubieran tenido como efecto un cambio de opinión. ¡No era justo! Pero Nicolás, en su primer decreto como zar, nombró a su prometida Alix «la verdadera creyente Gran Duquesa Alexandra Fíodorovna». Y en el segundo declaró que su matrimonio con la Verdadera Creyente Gran Duquesa tendría lugar una semana después del funeral de su padre. Como dicen los campesinos «hay que subir mucho para llegar hasta el zar», y Niki había volado tan lejos de mí que supongo que solo su gran duquesa podía alcanzarle a tanta altura.
Los detalles de la boda no pude evitar sonsacárselos a Sergio, que como era uno de los cuatro padrinos de Niki tenía, por así decirlo, vistas desde el palco imperial, los mejores asientos de la casa. Pero él no quiso contármelos y así contribuir a mi agonía. Tuve que besarle para sacarle cada palabra.
– ¿Y qué llevaba ella?
Un traje plateado y una capa dorada.
– ¿Y en la cabeza?
Un diamante kokoshnik.
– ¿Y sus joyas?
Perlas. El diamante imperial Rivière de 475 quilates.
– ¿Y el ramo?
Rosas blancas y mirto.
– ¿Y la cola?
Ribeteada de armiño. La llevaban cuatro pajes.
– ¿Y con qué fue a palacio?
En un coche dorado.
– ¿Y Nicolás dónde estaba?
En la capilla de palacio, vestido con su uniforme de húsar y con botas.
– ¿Y qué llevaban?
Una vela cada uno.
– ¿Y los votos?
Niki se atascó un poco, necesitó que le apuntaran.
– ¿Y luego?
Los sacerdotes bendijeron a la feliz pareja, que besó la cruz dorada.
– ¿Y así acabó todo?
Justo antes de la una.
– ¿Y cuándo dejaron el palacio en su carroza?
La multitud de la Perspectiva Nevsky lanzó vítores.
Cuánto teatro, ¿no?
Yo me regodeé con esto: en la recepción, Alix se encontró prácticamente sola en una de las habitaciones de la larga enfilade, abandonada en la confusión por sus jóvenes pajes de la escuela militar, el Cuerpo de Pajes, que tenían el deber de llevar la cola de la nueva zarina y perdieron tanto la cola como a la emperatriz. Allí, con su pesado traje cortesano, con sus faldas y sus sobrefaldas, sus gruesas mangas y su larga cola, con el pesado kokoshnik y el collar con el diamante de 475 quilates y los pendientes de diamantes tan cargados de piedras que tuvieron que sujetárselos con alambres para que no le desgarraran los lóbulos, Alix se dio cuenta de que no se podía mover. Y por tanto se quedó allí, paralizada, en aquel salón de alto techo. Me pregunto en qué pensaba, allí perdida, en aquel palacio de un país tan extraño para ella que nunca llegaría a entenderlo del todo. Si yo hubiese estado allí, habría susurrado a su oído: «¡Vete a casa!», y le habría dado un empujón hacia Occidente. Pero al final su hermano Ernest se dio cuenta de que ella no estaba y fue a buscarla. Su hermano, ¿se dan cuenta? No Niki.
Aquella noche lloré como solo una jovencita alimentada cada día de teatro podría llorar. Y Sergio, cuya familia había empezado a llamarle mi «perrito faldero», no encontraba truco alguno con el cual distraerme. Y eso que lo intentó.
Yo misma no haría el papel de novia hasta los cuarenta y nueve años. No hubo kokoshnik para mí, ni traje de plata, ni capa de oro, ni vítores en la Perspectiva Nevsky. Petersburgo era solo una ciudad fantasma cuando yo me casé, en 1921. Ninguna carroza de oro recorría las calles. No había emblemas imperiales en las fachadas del Palacio de Invierno; los habían roto y tirado en la plaza del Palacio como ángeles de piedra caídos de los cielos. Tres cuartas partes de las casas estaban vacías. Caballos muertos yacían en las calles. La basura flotaba en los canales. Cuando yo me casé, estaba ya con un pie en el umbral de la ancianidad. Mis labios habían empezado a arrugarse. La piel de mis brazos estaba llena de arrugas y blanda. Tenía que teñirme el pelo de negro. Como novia, yo era Petersburgo.
Les he contado que ahora vivo en París, ataviado para la Navidad este mes, con las luces como dientes de una horca subiendo por los costados de los árboles de los Campos Elíseos, el gran abeto lleno de bombillitas de colores y campanas en Notre-Dame, los puestecitos de madera del mercado navideño llenos de ramas y luces que me recuerdan mucho a los mercados Shrovetide del Campo de Marte, donde los campesinos vendían su artesanía navideña y sus juguetes. Llevo cincuenta años viviendo en Francia, pero esta época es solo como una fina capa de chapa encima de mi carpintería auténtica. De día hablo francés cuando debo hacerlo, pero no en famille, y por la noche sueño en ruso. Me establecí en París antes que en Berlín, adonde huyeron tantos escritores, artistas y músicos después de la Revolución, atraídos por el marco, que estaba barato, y los grandes apartamentos como los que habíamos tenido en otros tiempos en Petersburgo (ahora atestados de familias trabajadoras y campesinas, una familia en cada habitación), todos esos apartamentos de las afueras suroccidentales de Berlín que dejó vacíos la clase media repentinamente indigente, cuyas se vieron completamente destruidas por la Segunda Guerra Mundial. Pero los Románov, o lo que quedaba de ellos, se trasladaron en su mayoría a Francia, a sus villas de la Riviera, y por tanto yo también lo hice, y desde allí, a medida que nuestra situación económica iba declinando más y más, a París, donde la luz, las plazas y los bulevares de la ciudad antigua eran tan parecidos a los de Petersburgo. París en invierno huele a castañas asadas al carbón; las calles de Petersburgo en invierno estaban salpicadas de hogueras, no para cocinar, sino sencillamente para caldear el aire. En París, los oficiales del Ejército Blanco trabajaban como taxistas y chóferes; los hombres de negocios como trabajadores de las fábricas; los condes y los barones, de camareros. Y los bailarines del Ballet Imperial abrieron academias de danza. Yo di clases en la avenida Vion-Whitcomb durante treinta y cinco años en mi propio estudio, el Estudio de la Princesa Krassinski. Cerré la academia en 1964. Ya tenía noventa y dos años. Di unas pocas clases a la gran Margot Fonteyn, seguro que la conocen, y a Pamela May, ambas del Vic-Wells. Enseñé a Mia Slavenska y a Tatiana Riabochinska, la última de una gran familia de banqueros rusos, y ambas se convirtieron en estrellas del Ballet Russe de Montecarlo, esa compañía que recogió lo que quedaba de Les Ballets Russes después de la temprana muerte de Diághilev. Enseñé El lago de los cisnes a Alicia Markova, una chica inglesa llamada Alice Marks que se disfrazó con un bonito nombre ruso porque, gracias a los zares, Rusia era sinónimo de ballet; ¿qué bailarina que valiese la pena no era rusa? Y yo, que en tiempos fui la mejor bailarina imperial, ahora vivo de la caridad de viejos amigos y de mis antiguas estudiantes. Sí, yo, la Kschessinska, vivo de la caridad.
En mi cómoda, junto con los pocos francos que tengo, conservo un recibo por once cajas de plata y oro depositadas en 1917 en las bóvedas del Banco de Azor y Don de Petersburgo. Once cajas ahora vacías. En 1920 Lenin liquidó los bancos, cogió todo lo que estaba en ellos y que no le pertenecía para apuntalar su tambaleante régimen. ¿Saben qué más tengo en mi cómoda? Dinero viejo, papel moneda, rublos impresos con el águila imperial o con la cara del zar, la cara de Niki. La gente acumulaba esos billetes durante la Revolución, gastaban los rublos del gobierno provisional y no estos, o más tarde, sus rublos bolcheviques con sus hoces, martillos o la cara de Lenin, como si escondiendo el dinero del zar pudieran protegerle a él, al régimen y a sí mismos.
Los sacerdotes ortodoxos aquí en París no darán su bendición a mi deseo de contactar con mis muertos a través de un médium, y tengo tantos muertos… A la iglesia nunca le gustaron las sesiones que hacían furor durante el reinado de Niki en Petersburgo, con las mesas que temblaban y los espíritus que daban golpes en las paredes y hacían que los relojes dieran la hora a destiempo. La emperatriz viuda abría su Biblia al azar y las palabras que encontraba en aquella página las veía como una profecía. ¿Acaso es muy diferente de una sesión de espiritismo? No, la nobleza no era tan distinta de los campesinos, con sus domovoy, los picaros espíritus domésticos a los que se echaba la culpa de cualquier percance en la cocina. Los campesinos dejaban tortitas para ellos en los alféizares de sus ventanas en carnaval. Nosotros nos sentábamos en salones oscuros vestidos de sedas y pieles e invocábamos los nombres de nuestros muertos. Los sacerdotes están celosos de su forma de viajar al cielo y más allá aún, de modo que aun ahora me dicen que tal esfuerzo alteraría sus almas, cosa que dudo, de todos modos, porque son muy pacíficos. ¿Qué se imaginaban los sacerdotes? ¿Qué el alma se extiende como un cirro blanco por encima del cuerpo en su cripta de piedra? ¿O que se sienta en una butaca en el cielo, vestida con carne de fantasma y con ropas fantasma, inmóvil, y que el zarcillo de mi añoranza podría percibirse allí como si les picase o les pinchase algo?
Pero volvamos a lo nuestro.
En 1896 la corte acabó el año de duelo por Alejandro III y la familia imperial volvió al teatro, y yo también. Durante aquella temporada truncada de 1894-1895 en el Mariinski, mi familia se propuso distraerme. Mi hermano me llevó con él a Montecarlo para que actuase ante aquellos miembros de la familia imperial que pasaban las vacaciones en la Riviera, escapando de los rigores del duelo que imponía la corte rusa. Después, mi padre me llevó a Varsovia, al Gran Teatro, donde bailamos juntos las czardas y la mazurca, la especialidad de mi padre, aunque ya tenía setenta y cuatro años. Estuve tanto tiempo ausente de Petersburgo que empezaron a correr rumores de que había muerto con el corazón roto, ese mismo corazón roto que mi familia tanto intentaba volver a coser. Dado que Niki se había casado ya y la rutina de las funciones teatrales se había restaurado, yo esperaba recuperar el buen humor y la exuberancia de la Maletchka que habían conocido antes. Pero la rutina del teatro no era exactamente la misma. Niki ya no visitaba la escuela, ni aplaudía los espectáculos de graduación anuales de los estudiantes; el gran duque Vladímir era quien se encargaba de esa responsabilidad. Alix, parece ser, no quería que Niki volviese a estar nunca tan cerca del harén o de mí. Y aunque Niki seguía asistiendo al teatro, pronto dejó de asistir las noches que yo actuaba. Esta parecía ser la nueva orden, tan permanente como un decreto del zar, tan permanente como el centinela que puso Catalina la Grande en el Jardín de Verano cuando, adelantándose a sus hermanas, vio una flor solitaria que surgía entre la nieve. Puso un soldado en el jardín aquel día para que apartase cualquier copo de nieve que pudiese caer en los pétalos de aquella flor, y como Catalina nunca revocó la orden, todos los días, durante años, se enviaba un guardia a aquel preciso lugar; con lluvia, nieve o calor, allí estaba. Así que imagínense la orden de Alix como algo igual de absoluto.
Sí, eso fue en 1896. Volví al teatro después de la Navidad rusa, que nunca cae el mismo día que la occidental, sino dos semanas después, ni tampoco nuestra Pascua coincide con el día en que Occidente celebra la Resurrección de Nuestro Señor. Nos regíamos por el calendario juliano hasta la Revolución, como sabrán. En 1918 el 31 de enero vino seguido al día siguiente por el 14 de febrero, de acuerdo con el calendario gregoriano que se usaba en la Europa occidental. Pero la iglesia no lo cambió nunca. Así que, ¿quién tiene razón? En 1896, después de la Navidad rusa, yo interpreté un papel nuevo, el de Nikiya, una bayadère o bailarina del templo en el ballet La Bayadère, otro de los cuentos de hadas de Petipa, esta vez con pulseras y saris, bananos y los montes del Himalaya con sus velos enlutados de nieve plateada. Una bailarina de un templo hindú se enamora de un príncipe guerrero, un kshatriya que, ay, ya está prometido con la hija de un rajá. Tanto este como su hija conspiran para librarse de la bayadère, de modo que ella recibe una cesta de flores con un áspid escondido entre sus tallos y pétalos, que salta de repente y le hunde los colmillos en el pecho. Después de su muerte, su Sombra ronda primero los sueños opiáceos del príncipe y luego su boda, inquietando a los novios.
Antes de que la ceremonia se pueda completar, truenos, relámpagos y terremotos destruyen el gran salón del palacio del rajá y entierran entre sus ruinas a todos los participantes. Una venganza perfecta. Curioso, ¿no les parece?, que yo interpretase el papel de una meretriz y bailarina que acaba por arruinar la felicidad nupcial de la joven pareja. Quizá Vzevolozhski, que no había conseguido librarse de mí chismorreando con Polovstov y el gran duque Vladímir, pensó intentarlo otra vez adjudicándome un papel destinado a recordar a Niki y Alix mi pasado con aquel y mi presente como jovencita cuyo fantasma rondaba sus dormitorios, al igual que el fantasma de Alix había rondado en tiempos el mío.
En realidad el plan de Vzevolozhski casi tuvo éxito. Completamente inocente, yo representé el ballet un domingo, 29 de enero. Recuerdo la fecha porque fue el último domingo que bailé casi en todo el año entero. No era difícil ver a la familia imperial aquella noche, situada en su palco, que estaba a la derecha del escenario y no demasiado por encima de este. Había que pedirles permiso para interpretar un bis, que el miembro de más alto rango de la familia concedía con una leve inclinación de cabeza, de modo que teníamos que verlos. Sus rostros aparecían tan claros ante mí como los rostros de los bailarines que representaban a mi enamorado, el príncipe Solor, al rajá y a su hija Hamsatti. Aún me parece ver a Niki con su casaca roja, el fajín, los galones y las medallas, todas de oro; a su madre, con el pelo peinado hacia arriba y cargado con unas joyas que las convenciones dictaban que debían haber ido a parar a Alix, la emperatriz reinante, pero a las que, según me dijo Sergio, María Fíodorovna no había podido soportar renunciar, habiendo renunciado a tantas cosas el año anterior. Y luego estaba la propia Alix. Era la primera vez que yo la veía, y sentí… sentí frío, como si me hubiese bebido una jarra entera de agua helada entre bastidores y esta me hubiese congelado los miembros, en lugar del vientre. Ella era, con aquel cabello de un rojo dorado, exactamente como las princesas alemanas e inglesas del libro de cuentos que mi hermana solía leerme cuando tenía cuatro años. Mi hermana leía mientras yo examinaba las ilustraciones a todo color de la princesa en la torre, la princesa dormida en los bosques, la princesa probándose un zapatito, la princesa soltando perlas y flores al abrir la boca. Alix llevaba un vestido de brocado de plata que confería a su piel un blanco luminoso, y la tiara de perlas y diamantes que llevaba sujeta en su cabello rizado debía de habérsela arrebatado a su suegra tirándose del moño en una riña palaciega. Y yo estaba de pie ante ellas con unos ridículos pantalones bombachos, copiados exactamente de un grabado en el Illustrated London News que documentaba el viaje del príncipe de Gales a la India en 1876, con los brazos cubiertos de pulseras, la piel teñida de marrón como si fuera una taza de té antigua y, en torno al cuello, como una provocación deliberada, el collar del zar. Lo admito: no era totalmente inocente. Quizá no hubiese reconocido el eco de nuestras propias vidas en el ballet, pero ciertamente supe reconocer una oportunidad de irritar a Alix y al nuevo zar. Y les irrité, realmente. Yo no había visto la cara de Niki desde aquella gala para la boda de su hermana, y él no parecía nada feliz de verme. Me miraba desde su palco con expresión seria y recelosa. Sergio me había dicho que Niki estaba disgustado conmigo, y yo no me había percatado de hasta qué punto era así. Había sido un error, quizá mucho mayor de lo que yo creía, organizar accesos de llanto en los ensayos, haber escrito aquellas cartas a Alix, haberme puesto el collar aquella noche. Y al percatarme de todo aquello, mientras el agua helada que chapoteaba en torno a mis miembros se volvía sólida, tuve que arrástrame, levantar brazos y piernas y hacer todos los movimientos del primer acto. Suponía que él no me haría señal alguna para que bailase un bis.
Gracias a Dios, gran parte del primer acto es mímica -mi horror ante la declaración de amor del gran brahmán hacia mí, yo llenando un vaso de agua para ofrecérselo a las demás bailarinas del templo y a los fakirs, los hombres que saltan por encima del fuego y agitan dagas y cuchillos en pleno éxtasis religioso, mi conversación con Solor, en la cual ambos nos declaramos nuestro amor-, porque no creo que hubiese podido bailar. Pero de algún modo conseguí mover los brazos. Nuestra pantomima teatral era tan rebuscada que los balletómanos de la corle recibían clases para comprender qué era lo que gesticulábamos en el escenario. Sí, durante uno de esos larguísimos interludios de mímica yo miré por encima de los hombros de mi amado Solor y presencié una pequeña conmoción en el palco imperial. Unas enormes manchas enrojecían el rostro de Alix, que respiraba tan pesadamente como si hubiese sido ella la que bailaba en el escenario, y no yo. Se inclinó hacia Niki, hizo un gesto de angustia, a cuya señal él se puso en pie de inmediato y apartó la silla de ella hacia la oscuridad del palco… hacia su propio Reino de las Sombras. Que se quedara allí; no me importaba nada si Niki reaparecía. Pero él no volvió. El plan de Vzevolozhski había tenido éxito, aunque no de la manera que él se proponía. Había librado al teatro de emperador y emperatriz, y no de mi presencia. Después de aquello, los soberanos y yo compartimos el Mariinski. Se procuraba siempre que yo bailase entre semana, los miércoles, un día poco de moda, las noches que la familia imperial no asistía al Mariinski, mientras que Pierina Legnani, el pichoncito italiano, bajita, recia, fea de cara, realizaba sus truquitos cada domingo para el zar.
Me habían nombrado prima ballerina assoluta de los Teatros Imperiales, pero nunca volvería a actuar ante los soberanos. Era como estar muerta.
Cuando bailaba el segundo acto de La Bayadère, mis miércoles, después de la gran procesión de la Badrinata dejaba mi guitarrita y cogía una cesta de flores de cera. Entre los recovecos del mimbre se encontraba no la serpiente de goma de atrezzo, sino una viva, drogada, y esa era la que me arrojaba al pecho para simular que me mordía. Siempre he sido muy intrépida en escena (nadie viene al teatro a ver a un actor que se contiene), y allí nunca me he contenido; fuera de escena tampoco mucho, a decir verdad. Las demás bailarinas se echaban atrás cuando, con la serpiente retorciéndose entre mis brazos, yo daba la vuelta al escenario para mostrarles mi herida y mi destino inevitable. Algunas noches, bajo los focos calientes que me deslumbraban y el colorido endemoniado de bombachos y saris y tocados con velo, deseaba que aquella serpiente se despertase y, llena de confusión, me mordiese… y entonces, como la famosa cantante gitana Varya Panina, que una noche, viendo a su antiguo amante entre el público, le dedicó una canción de amor frustrado y se bebió un vaso de veneno, yo también moriría allí mismo, en el escenario. Era mejor convertirse en leyenda que ser conocida como una amante despechada que bailaba ante un palco imperial vacío las noches de los miércoles.
A finales de año supe con deleite que me habían dado un domingo para que bailase… pero luego supe que Vzevolozhski había convencido al zar de que fuese a ver una obra francesa aquella noche en el Mijáilovich.
Cuando me enteré de esto, mi deleite se convirtió en una amargura tan intensa que iba rabiando por mi casa, rabiando a toda máquina, como las hélices del yate imperial, el Standart. No consentiría en verme burlada de esa manera. No quería que me sepultaran en el teatro como un escenario antiguo o un trasto de atrezzo decrépito. Me senté a mi buró y escribí una carta a Niki con una letra histérica, tan grande como un armario, y al final firmé con mi nombre con una enorme y floreada M. Escribí en ruso, y cuando Sergio llegase aquella noche, como era su costumbre cuando su deber no le requería, pensaba suplicarle que tradujera aquella carta al francés, que luego copiaría en limpio con mi letra más pequeñita y preciosa. Yo no había recibido demasiada formación, como ya saben (el aspecto académico de las Escuelas del Teatro Imperial era ridículo; hasta Vaslav Nijinski, un auténtico imbécil en el aula, aunque un genio en el escenario, consiguió graduarse), pero era importante para mí escribir la copia final en francés, la lengua de la corte, ya que aquella era la carta formal de un súbdito tratado injustamente por su zar, no una cartita de amor de una petite danseuse. Escribí que si había perdido el privilegio de bailar para el emperador, no deseaba bailar más, y que si no bailaba, entonces ya no tenía nada, ni a él ni mi arte; que aceptaba el castigo de no verle privadamente, pero que no se me podía castigar doblemente no viéndole tampoco en el teatro. ¿Era yo su prima ballerina assoluta o no? Y como tal, ¿no era mi talento el que debía aplaudirse, y no el de alguna albóndiga italiana importada?
Sergio aquella noche leyó mi carta, que yo había puesto en sus manos después de correr al vestíbulo principal, como un niño que entrega un juguete roto a su padre para que se lo arregle, y cuando acabó, dijo:
– Entonces, Mala, ¿le estás planteando un ultimátum a nuestro zar? ¿Estás segura de que quieres hacer esto?
Yo asentí, aunque a decir verdad no había pensado demasiado, aparte de que Niki leyera mi lamento gitano. ¿Y si su irritación conmigo era tan grande que me decía: «De acuerdo, pues deja los teatros»? Pero mi deseo de hacer que comprendiese la injusticia que se me hacía era mayor que mi interés en el resultado. Y de ese modo, a regañadientes, Sergio tradujo mi carta después de que yo le cubriese de besos, y a la mañana siguiente se la llevó en el bolsillo para entregársela al zar, porque aquel día servía como edecán de Niki, un privilegio que los grandes duques se iban turnando entre ellos. ¿Quién si no podría haber entregado a Niki una carta semejante, o de qué otro podía haberla aceptado Niki? Una vez estuviera en sus manos, yo sabía que la leería, no solo porque la había escrito yo, sino porque en los inicios de su reinado había mostrado que se complacía tratando los asuntos pequeños: el presupuesto de una escuela de provincias, la petición de unos campesinos que deseaban cambiar oficialmente sus nombres, que procedían de los groseros apodos que les habían adjudicado en el pueblo, como Feo o Apestoso (hasta el notorio nombre de Rasputín procedía de un apodo, Rasputinyi, que quería decir «disoluto»), una petición que requirió la atención del zar. Bueno, pues ahí estaba mi petición.
Aquel domingo me preparé como solía hacer los días de representación: me quedé en la cama todo el día, comí solo unas cucharadas de caviar a mediodía, me negué a beber una sola gota de líquido, ni agua siquiera, y llegué al teatro dos horas antes para calentar. Ese hábito de llegar temprano al teatro lo tenía desde que era pequeña. Debido a la posición de mi padre, cuando en el teatro se necesitaba alguna niña para que sacase el anillo de la zarina doncella de la boca del pez en el último fragmento de El caballito jorobado, me elegían a mí… y aunque no pusiera el pie en el escenario hasta casi el final del ballet, yo insistía en que mi padre me llevara con él al teatro una hora antes de alzar el telón. En el escenario de aquella noche, detrás del telón bajado, los demás bailarines refunfuñaban como de costumbre por tener que bailar conmigo, sabiendo que mi presencia garantizaba la ausencia del emperador. Si el zar y su séquito no estaban en el teatro, también el público se veía afectado, porque la corte iba al teatro tanto para ver al zar como para vernos a nosotros. Y a nosotros, los artistas, nos gustaba mucho ser vistos por él, también. No puedo explicar esto… su poder nos confería una sensibilidad agudizada, como ocurre con el amor.
Yo no había recibido contestación a mi carta, y Sergio no había visto a Niki leerla, y de ese modo, yo solo podía rezar para que aquello que tenía tanta importancia para mí tuviera el poder de conmoverle un poquito. Iba andando simulando despreocupación por entre los árboles del bosque, los bananos, amras y madhavis, con sus ramas entremezcladas, y junto a la pagoda de Megatshada, porque bailaba una vez más, la suerte lo había querido así, La Bayadère. Tenía una escenografía muy recargada, porque a la corte le encantaba ver un escenario lujosamente adornado y le gustaba también la maquinaria: figuras voladoras, apariciones, torbellinos, trampillas, fuentes y cascadas, misteriosas telarañas y matorrales, grandes castillos que se derrumbaban… Vzevolozhski destinaba gran parte del presupuesto del año a la ópera, pero procuraba que quedase suficiente espectáculo para el ballet. Yo avancé por el escenario hasta la mirilla que había en el telón de terciopelo azul.
El palco imperial estaba desierto. A Vzevolzhsky no lo veía por ninguna parte. Era trabajo suyo recibir al emperador en la entrada privada, y con su paso peculiar, pues tenía la espalda encorvada, o quizá doblada de tantos años de hacer reverencias a los soberanos, escoltarle por el vestíbulo privado y el salón hasta su palco. Quizá Niki hubiese acudido al Mijáilovich después de todo, a ver la obra francesa. Vzevolozhski estaría allí para recibirle. Metí el dedo por la mirilla como si doblándolo pudiera atraer a Niki hacia mí. «Ven aquí, ven aquí.»
En el foso de la orquesta los músicos afinaban sus instrumentos, y fragmentos rotos de diversas melodías de la partitura venían flotando desde abajo: ahora el turti, ahora el vina, las gaitas y la pequeña guitarrita de la danza de la bayadère, ahora el violín usado en el segundo acto en el Reino de las Sombras… El palco imperial todavía seguía oscuro, con la cortina corrida en el fondo, y sentí que me encogía y que las pulseras se caían de mis muñecas. Mientras me inclinaba a recogerlas oí a mi alrededor, compitiendo con la orquesta, una enorme algarabía que expandía la noticia desde el público hasta los bastidores y el escenario: «El zar está aquí. El emperador está aquí». Era como la farsa francesa que después de todo el emperador no vería aquella noche: los administradores del teatro tropezando unos con otros en su precipitación por telefonear al teatro Mijáilovich y hacer que Vzevolozhski, con su casaca azul de gala con la estrella de Vladímir sujeta en la solapa izquierda, corriera hacia al Mariinski para saludar a Niki, y sus esfuerzos por llegar a la entrada privada para saludar a sus soberanos ellos mismos si el director no podía llegar con la suficiente rapidez. ¿Qué le habría dicho Niki a Alix para explicar ese cambio de planes? ¿Sabía ella lo que yo le había escrito? Mi sonrisa, al volverme desde la mirilla, era triunfante. «Sabía que él vendría -le dije a la corte del rajá Dugmanta, ahora reunida y en sus puestos para iniciar el primer acto-. Estaba mirando por el telón para verle.» Y dejé a un lado mi pobre y somnoliento reptil y en su lugar cogí el de goma del armario de atrezzo. Ya bailaba de nuevo los domingos.
Fue una noche grandiosa, porque supe que todavía tenía algún poder, por pequeño que fuese, sobre su majestad el emperador. ¿Y qué haría yo con ese poder?