38772.fb2 La verdadera historia de Mathilde K - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Emperador y autócrata de todas las Rusias

Así, cuando la emperatriz viuda encontró mi nombre en la lista especial de artistas imperiales destinados a actuar en la gala de coronación, aquella misma primavera de 1896, y dijo: «Sería un insulto que ella bailase ante la joven emperatriz», y cuando Niki se quedó allí de pie silenciosamente mientras ella decía tal cosa, yo actué. Seguramente Niki querría que yo estuviera en Moscú para que presenciase el momento en que colocaba la majestuosa corona de ceremonial de cuatro kilos de peso de Catalina la Grande en su propia cabeza. ¿Por qué no lo dijo cuando su madre quitó el capuchón a su pluma y trazó una línea tachando mi nombre? Porque contradecir a alguien era ser descortés, según creía el zar. Sus ministros nunca entendieron esa característica suya, y se asombraban siempre de que ese zar que parecía tan agradable no hiciera lo que le habían aconsejado que hiciese cuando les sonreía en un momento dado y pedía su dimisión al siguiente. Eso mismo le ocurrió al príncipe Volkonski, que sucedió a Vzevolozhski como director de los teatros y que, después de un contratiempo conmigo, le ofreció su dimisión a Niki. Este le pidió que lo reconsiderase, pero en cuanto Volkonski llegó a su casa, encontró una carta del zar aceptando su dimisión, que ya estaba en su escritorio. Ya les contaré algo de esto más tarde. Niki sabía perfectamente lo que quería, aunque sus ministros no lo sospecharan. Yo sí.

Aquella vez no acudí a Sergio en busca de ayuda, sino al gran duque Vladímir, que como jefe de la Academia Imperial de Bellas Artes era el árbitro supremo para todas las cosas relacionadas con el teatro y que como rugiente tío de Niki tenía a su joven sobrino en el bolsillo. Vladímir y sus hermanos fueron los que decretaron que Niki no podía casarse discretamente en Crimea, como él habría deseado, sino que debía esperar y celebrar una ceremonia de Estado formal en el Palacio de Invierno, en la capital. Fue Vladímir el que coreografió el funeral de Alejandro III, y él quien planeó aquella coronación. Yo también sabía ya que a Vladímir le gustaba mucho ejercer su poder, y como su hermano mayor el zar había muerto y su joven sobrino era un nuevo zar todavía muy bisoño, Vladímir disponía de una oportunidad espléndida para jugar a ser el zar durante un tiempo. Niki ya había tenido que reprenderle por usar el palco imperial del Mariinski sin el permiso explícito suyo. Podría haberme dirigido a Sergio para aquel tema, pero aquello no era cuestión de una actuación de un domingo por la noche, sino un asunto de Estado, y temía que la emperatriz viuda no escuchase a su sobrino nieto. No, el emperador Vladímir era una elección mejor, y de todos modos siempre es mejor tener dos aliados que uno, aparte de que yo estaba segura de que Vladímir me ayudaría a anular la orden de la emperatriz viuda sencillamente porque la odiaba y porque Alix había insultado a su esposa. Cuando Alix llegó a Petersburgo, Miechen trató de acogerla bajo sus alas. Después de todo, ambas eran esposas que habían llegado a Rusia desde pequeños principados alemanes, ambas mujeres tranquilas, amantes de los libros y poco preparadas para el espectáculo de la corte rusa. Cuando Miechen miraba a Alix se veía a sí misma hacía mucho tiempo, con una dote modesta y pocas gracias sociales, aunque Alix era una belleza de cuento de hadas, con su pelo de un rojo dorado, mientras que Miechen parecía más bien un bulldog. Pero como Miechen antes que ella, Alix no tenía a nadie que la guiase a través de las complejidades de la rebuscada corte rusa. La emperatriz viuda estaba muy ocupada ayudando a su hijo a elegir ministros y agarrarse a la corona, de modo que la astuta Miechen vio una oportunidad de meter la mano en el bolsillo de la nueva emperatriz. Pero Alix le dio un palmetazo. La puritana Alix encontraba a Miechen demasiado sofisticada, demasiado acomodada a la aristocracia rusa, amante de los lujos y sexualmente amoral, y por tanto, se granjeó la primera enemiga de las muchas que tendría en Peter.

No, la primera fui yo. Y yo era también la obediente douchka de Vladímir, que cerró la boca cuando se le dijo y que sin embargo «todavía» estaba siendo castigada. Y así, Vladímir habló por mí a Niki, que accedió y dijo que sí, que volvieran a poner mi nombre. ¡Quería que yo estuviera allí! ¡Lo sabía! Desgraciadamente, Petipa ya había creado un ballet llamado La Perle en honor a la ocasión.

La perla era la gema favorita de la emperatriz, como ya recordarán. Podía elegir las mejores de todas las obtenidas de las aguas heladas de Siberia por Fabergé, Bolin y Hahn, los mejores joyeros rusos. Y para complacer específicamente a Alix, Petipa diseñó aquel ballet que se representaría en una gala en el teatro Bolshói, uno de los muchos entretenimientos planeados para el nuevo zar y la nueva zarina. Aquel era el papel de Petipa como coreógrafo imperial: preparar piezas especiales para coronaciones, visitas oficiales, bodas reales, y si podía al mismo tiempo halagar a la corte, pues mucho mejor. Sus detractores decían que el viejo siempre había tenido un ojo en el escenario y el otro en el palco imperial. Pero ¿y quién no? La mayoría de los hombres clavaban los dos ojos en el zar, de modo que al menos Petipa se guardaba uno para mí. Petipa ya había imaginado unos divertissements para perlas rosas, blancas y negras, y de repente se veía obligado a crear nuevos pasos para una nueva y rara perla, una perla amarilla, y el señor Drigo tenía que componer para mí immediatement una nueva música. Madame Ofitserova tuvo que diseñar a toda prisa un tutú amarillo. Esos preparativos para mí, que no eran distintos de los hechos para todas las demás, pero realizados mucho después que los suyos, llamaron la atención de manera especial. Digamos que suscitaron algo de cólera. Cuánto revuelo por la Kschessinska, la ex concubina del zar. ¿Por qué es tan importante para el zar que se la incluya? Porque, por supuesto, todo el mundo sabía que el teatro no se habría tomado todas aquellas molestias de no ser por una orden directa del zar. Y así empezaron a correr los rumores de que a pesar de las atenciones que me prestaba Sergio Mijaílovich, Nicolás todavía acudía a mi lecho, rumores que yo no hice nada por desmentir. Incluso se comentó que yo le había dado un hijo al zar, y que ese hijo estaba oculto, disimulado entre nosotros, o no, enviado en secreto a París, pero sí que había un hijo, o incluso dos, y «aquel» era el misterio de la lealtad del zar hacia mí. ¿Cómo explicar si no que la Kschessinska todavía se aprovechase del monedero del emperador? Ojalá hubiera sido eso, pero la verdad es que la única explicación que yo podía encontrar era que el zar todavía me amaba. Estuve llena de felicidad durante todas aquellas semanas en que todo el mundo me odiaba. ¿No se forma una perla acaso por un grano de arena que irrita a una ostra?

Y por tanto me disponía a bailar La Verle en la gala de coronación de Nicolás II en el teatro Bolshói, que había sido renovado con grandes gastos para la ocasión: cincuenta mil rublos para las nuevas colgaduras de terciopelo rojo de los palcos y la nueva tapicería de las butacas, sesenta mil rublos para dorar de nuevo todo lo que brillaba como el oro y repintar el mural del techo, cincuenta mil rublos para reparar las arañas de cristal y sustituir la suntuosa alfombra roja. ¡Más rublos de los que se había gastado Niki en mí! La mitad más. Por supuesto, ahora él tenía acceso a mucho dinero. Yo no lo sabía aún, pero el ballet al final quedaría comprimido entre el primer y último acto de Una vida para el zar, un divertimento menor, y como tal no atraería la atención íntegra del público ni de Niki. Mientras su Perla Amarilla bailaba para él, él saludaba a algunos dignatarios en su palco, Alix a su lado con un vestido de brocado de plata. Resultó que no estaban ni furiosos ni irritados. La verdad es que no miraron al escenario siquiera, por enérgicos que fuesen mis giros. Ni una sola vez, mientras yo bailaba los pasos que Petipa había imaginado para mí, con la música que Drigo había compuesto para mí, con el traje que Ofitserova había confeccionado para mí, ninguno de ellos se fijó en la Pequeña K. La diminuta K. Un grano de arena.

Nicolás escribió en su diario de aquella noche que «La Perla es un precioso ballet nuevo». Leyendo esas líneas, setenta y cinco años después (porque yo releo sus diarios una y otra vez) todavía me enfurezco. Porque, la verdad, ¿cómo podía saberlo?

La coronación de un zar siempre tiene lugar en Moscú, no importa dónde dicten las circunstancias que realice su juramento inicial de fidelidad. Moscú es el enclave de nuestro origen eslavo como tributarios de los mongoles, antes de que separásemos nuestro destino del suyo… y antes de que Pedro el Grande desgajase la corte del corazón del país y le diese un giro mirando hacia Occidente, y Moscú es donde los nuevos zares deben formalizar su entrega al pueblo ruso. De modo que Niki fue a Moscú para ser coronado el 9 de mayo de 1896, después de concluir los doce meses de luto oficial por su padre. El plan de de coronación empezó en marzo del año anterior. Se construyeron maquetas a escala para que la catedral de la Asunción, de trescientos años de antigüedad, y las rutas procesionales que conducían a ella fuesen bien estudiadas por los tíos de Niki, Vladímir, Pablo, Sergio y Alexéi, que servían en la Comisión de la Coronación, de modo que cada paso dado por cada una de las personas implicadas en la celebración, que duraría tres semanas, estuviese cuidadosamente pensado. Todos los hoteles, palacios y alojamientos (los artistas imperiales se alojaban en el hotel Dresde) quedaron reservados, y todas las puertas, ventanas y tejados con vista a la ruta profesional se alquilaron por una fortuna durante aquel día. Se gastó casi un millón de rublos en remozar las calles de la ciudad que recorrería la comitiva. El único elemento que no estaba bajo la jurisdicción de la Comisión de la Coronación era el tiempo, y, por supuesto, no se portó bien. La semana antes de la ceremonia llovió cada día, y el tiempo fue tormentoso, ventoso, lúgubre; solo el día de la entrada de Niki en Moscú el sol hizo su aparición. Buen presagio. De modo que el 9 de mayo el zar y la corte recorrieron los seis kilómetros que iban desde el palacio Petrovski al Kremlin. Miembros de la Guardia Imperial, la Guardia de Dragones, los húsares y la Guardia de Lanceros, los granaderos y los regimientos de guardias ulanos estaban en filas de dos al fondo, los cosacos montados entre ellos, y la Policía de Moscú detrás, a los lados de la calle, todo el camino desde la puerta de Tver hasta el Nikolski, todos ellos encargados de proteger la vida del zar.

Durante la coronación de su padre la Policía descubrió varios intentos de asesinato, uno de ellos incluso con bombas escondidas en los gorros de los terroristas, de modo que se prohibió la tradición de arrojar la gorra al aire a medida que pasaba el soberano. Pero la coronación del padre de Niki había seguido al asesinato de su padre, y aquellos tiempos de inquietud ya estaban muy atrás para nosotros. Alejandro III había muerto sentado en un sillón, no en la calle. Las avenidas estaban adornadas con banderitas para darle la bienvenida, y cintas azules, blancas y rojas, de los colores de nuestra bandera, se secaban lentamente al sol en sus postes, en la plaza. Los edificios a lo largo de su ruta habían sido pintados de blanco especialmente para la ocasión, y se habían adornado con ramas de pino, para dar buena suerte, todas las puertas que daban a la calle, y su aroma picante, acre y fresco cosquilleaba la nariz de todos los que esperábamos, un millón, con banderas en las manos, para ver al nuevo zar y sentirnos transportados por su visión.

Sí, yo también estaba allí, asomándome desde la ventana de mi hotel, por encima de los rebaños de mujeres campesinas que llevaban sus pañuelos anudados por debajo de la barbilla, con telas amarillas o con estampados o rayas de colores intensos, por encima de las más guapas, que abrían sus sombrillas para protegerse del sol, por encima de las chicas de la ciudad, más a la moda, que vestían sombreros con cintas dispuestas para que formasen grandes lazos o brotes de flores (vi a una mujer con un sombrero puntiagudo, que le daba el aspecto de un Pierrot), todos emocionados como si estuvieran en un circo. ¿A quién no le gusta un circo?

Podíamos oír el gran desfile mucho antes de que llegara hasta nosotros: el saludo de veintiuna salvas que sonó al principio de la comitiva, el obligado repique de las campanas de la iglesia -cientos de campanas que repicaban al estilo ruso, llevando los badajos con cuerdas hacia la campana y no haciendo oscilar las campanas contra los badajos-, y luego los hurras de la multitud ante nosotros, el sonido de botas que pisaban, de caballos, las trompetas y tambores de la orquesta de la corte, que iba avanzando con sus hombres todos de uniforme. La Guardia Imperial fue la que llegó primero, con sus cascos dorados, luego los cosacos con sus sables, la nobleza de Moscú, con la orquesta tras ellos, el montero imperial, el caballerizo mayor y el maestro de los perros, los diversos regimientos de asiáticos con los uniformes y sus provincias sometidas -después de todo, somos un pueblo muy vasto, que llegamos desde muy al este hasta muy al oeste, muy al norte y muy al sur-, los lacayos de la corte con sus pelucas blancas empolvadas, los negros de la guardia abisinia con sus gorras adornadas con borlas y sus casacas bordadas, la corte imperial de Petersburgo con todos sus atavíos militares, viajando en coches o carruajes descubiertos, y luego Niki con su caballo gris, Normando, en cuyos cascos habían puesto herraduras de plata que, como mis zapatitos, ahora se encuentran en un museo de objetos históricos. Detrás de Niki avanzaban los grandes duques con sus carrozas doradas, Sergio entre ellos, y luego la carroza roja y dorada de Catalina la Grande, con una réplica de su corona montada encima, tirada por ocho caballos que transportaba a la emperatriz viuda, llorando porque solo trece años antes se había celebrado la coronación de su marido y la suya propia. Detrás de su carroza, otra: la dorada de la Verdadera Creyente Alexandra Fíodorovna, con la cara pétrea y sin sonreír, porque la multitud se quedaba silenciosa y suspicaz cuando ella pasaba. «Levanta la mano y saluda, idiota -pensé yo-. Sonríe.» ¿Pensaba que ella era la única que había tenido que actuar ante un público hostil? Con todas las intrigas del teatro y las claques de los balletómanos que vitoreaban a sus bailarinas favoritas y abucheaban al resto, yo había aprendido hacía mucho tiempo a sonreír ante el rostro de mis enemigos, a atraerlos hacia mi terreno. Si hubiera sido yo la que hubiese ido en aquella carroza, habría pegado mi cara al cristal, habría sacado los brazos por la ventanilla y les habría saludado. Pero Alix no había aprendido como yo, y cuando acabó la procesión a la plaza de la Catedral, cuando ella y Niki hicieron una reverencia a su pueblo tres veces en la Escalinata Roja, Sergio me dijo que lloraba abiertamente, la muy idiota. Detrás de ella venían las carrozas de las demás grandes duquesas, que sabían comportarse mejor, y luego los diversos príncipes extranjeros a lomos de sus caballos. «Una buena banda de príncipes», como los describe Niki en su diario, príncipes de Alemania, Inglaterra, Francia, Grecia, Italia, Dinamarca, Rumanía, Bulgaria, Japón, todos ellos para presenciar la que sería la coronación del último zar de Rusia.

Las procesiones las filmaron, como sabrán, por primera vez en la historia de Rusia, los hermanos Lumière de Lumière Cinematographe, moviendo a mano las manivelas de sus cámaras. Pero las películas y fotografías en blanco y negro de aquellos tiempos no pueden reflejar ese acontecimiento. Cualquier evento grandioso queda disminuido por una fotografía: todo en ella es pequeño, marrón y silencioso, pero no había nada marrón ni silencioso mientras los coches y las carrozas y los regimientos pasaban a nuestro lado en una vibrante ondulación de rojo, morado, verde, plata y oro, tanto oro que debió de ser como mirar embobado la corte de Luis XIV en Versalles. A veces me pregunto qué ocurrió con todos aquellos pasos, aquellos programas, aquellos trajes y todos esos discursos pronunciados por sacerdotes y soberanos. ¿Están en algún sitio guardados, apuntados, conservados? No importa. Ya no hacen falta. Aquel día las mujeres que estaban debajo de mí levantaron los brazos y vitorearon a Niki al pasar, y había hombres a lo largo de toda la ruta que caían de rodillas y exclamaban: «¡Moriríamos por nuestro zar!». Pensaban que él era uno de ellos, y su deseo de morir por él lo probaba. Pero yo le miré en silencio mientras pasaba junto a la ventana de mi hotel y era como un extraño para mí, mi rostro un primo pálido del suyo, aunque él no tenía ni idea de que flotaba por encima de él. Agarraba las riendas con la mano izquierda, la derecha permanentemente levantada saludando a todos y a nadie en particular. Para simbolizar su humildad al entrar en el Kremlin y empezar formalmente su reinado, llevaba su guerrera corriente del ejército. Podía jugar a ser humilde porque nadie ni nada más a su alrededor lo hacía, no fuera que alguien pudiese tomar la humildad del nuevo zar por debilidad. Pero iba cabalgando en medio de un espectáculo tan vasto, tan abigarrado y orgulloso, que me temo que una chispa debió de subir al cielo y metérsele a Dios en el ojo.

Sí, yo estuve en Moscú en la coronación del último zar, el último emperador y autócrata de todas las Rusias, zar de Moscú, Kiev, Vladímir, Novgorod, Kazán, Astrakán, Polonia, Siberia, el Quersoneso Táurico, Georgia, señor de Pskov, gran duque de Smolensko, de Lituania, Volinia, Podolia y Finlandia, príncipe de Estonia, Livonia, Curlandia y Semigalia, Samogotia, Bialystok, Karelia, Tver, Yuguria, Perm, Viatka, Bulgaria, señor y gran duque de Novgorod inferior, de Chernigov, Riazan, Polotsk, Rostov, Yaroslav, Belozero, Udoria, Obdoria, Condia, Vitebsk, Mstislav y toda la región del norte, señor y soberano de los países de Iveria, Cartalinia, Kabardinia y las provincias de Armenia, soberano de los príncipes circasianos y los príncipes de la Montaña, señor del Turquestán, heredero de Noruega, duque de Schleswig-Holstein, de Storman, de los Ditmars y de Oldenburg.

Habría sido más fácil hacer una lista de lo que no era emperador.

Por supuesto, yo no estaba entre los dos mil invitados a la catedral de la Asunción para la propia coronación, ni tampoco estaba en la lista de invitados para ninguno de los desayunos o almuerzos o cenas o revistas militares o bailes. No, yo vi las procesiones con la gente común y con ellos corrí al Gran Palacio del Kremlin para ver el espectáculo de luces de aquella noche. Grandes proyectores enviaban rayos de luz blanca hacia el cielo y a través del balcón que dominaba la orilla izquierda del río Moskova, y allí Niki y Alix salieron, así iluminados, a saludar a la multitud. El alcalde de la ciudad entregó un ramo de flores en una bandeja de plata a la nueva emperatriz, y cuando ella cogió la bandeja de manos de él, un interruptor oculto envió su mensaje a la central eléctrica de Moscú, que a su vez envió la corriente necesaria de vuelta para iluminar todas las pequeñas bombillitas rojas, verdes, azules y moradas que se habían colgado a lo largo de la aguja de San Juan el Grande, y todas las cúpulas, tejados y antepechos de las iglesias y todos los árboles de los patios y todos los edificios altos dentro del Kremlin. Yo respingué igual que todos los demás, pero en realidad era un truco muy viejo. En Pascua, los sacerdotes de San Isaac tendían una larga cuerda aceitada a través de la parte superior de las velas votivas apagadas que llenaban las cornisas y rodeaban la cúpula de la catedral, muy por encima de la congregación. A medianoche, la cuerda se encendía por una punta y una llama corría por toda la iglesia, iluminando las mechas de todas y cada una de las velas por turno, en un eco del milagro de la Resurrección. ¿Por qué se había dispuesto que Alix realizase un milagro similar? Pues para hacerla divina ante un pueblo que deseaba creer que ella lo era, para hacer que pareciese que era su voluntad que la ciudad resplandeciese, que solo de su mano surgía el polvo mágico que convertía Moscú en un cuento de hadas. Y ¿qué pensaría aquella princesa alemana al mirar la antigua capital iluminada desde arriba, desde la cual los primeros príncipes rusos gobernaban aquella parte del mundo? ¿Se creería entonces una verdadera rusa? Porque nunca lo sería.

Ya me imaginaba cómo se sentía en aquel momento, sin embargo, al ser objeto de tantos miramientos. Después de todo, el teatro era mi medio, y yo misma, personalmente, había sido objeto de miramientos y proveedora de tales técnicas escénicas. Es difícil olvidar, cuando estás ahí de pie, resplandeciente, que no eres tú la maga que ha obrado semejantes milagros, aunque has procurado que el público pensara eso, boquiabierto, asombrado por ti. Sí, como Alix, yo también había disfrutado de momentos semejantes. Justo dos meses después de la coronación yo estaba en Peterhof en una pequeña gruta en la isla de Olga, llamada así por la hermana favorita de Nicolás I, donde se había construido un escenario en el lago y los invitados eran conducidos en pequeños botes a sus asientos en unas gradas construidas en la isla, donde se habían colgado unas luces eléctricas por encima, en los árboles. Cuando empezó el ballet, yo salí de mi pequeña gruta a un espejo, que flotaba en el lago, apoyado en unos pontones, y los tramoyistas tiraron de las poleas que me llevaban hacia el escenario. Era como la reika, una pequeña plataforma en un largo carril construida en un principio para el ballet Cascanueces, en la cual el Hada de Azúcar permanece erguida haciendo arabescos, con su mano apoyada en la del príncipe, mientras los tramoyistas van tirando del alambre para moverla por el escenario, y el hada se desliza sobre este como por arte de magia. Para los reunidos allí, parecía como si yo fuese andando por el agua, y sus «ooohs» y «aaahs» venían flotando hasta mí. Yo caminaba por encima del agua, Alix iluminaba una ciudad entera con sus dedos. Pero su actuación impresionó a mucha más gente que la mía.

Las semanas de la coronación, aunque estuvieron llenas de milagros, no carecieron tampoco de bajas. Dieciocho personas murieron en el tumulto que se produjo cuando unos heraldos con sus túnicas doradas y sus sombreros con plumas negras y rojas distribuyeron pergaminos de recuerdo anunciando la fecha de la coronación. El carruaje en el que iban fue asaltado por un mar de cuerpos y despojado de sus emblemas imperiales, que se convirtieron también en recuerdos, supongo. Pero eso no fue nada comparado con los dos mil campesinos que murieron aplastados en el campo de Jodynka, a las afueras de Moscú, donde cuatro días después de la coronación, según la tradición, se daría de comer a los campesinos y se abrirían barriles de cerveza, llenando unas copas rojas, azules y blancas esmaltadas que llevaban estampadas las iniciales del zar, en cirílico H II, con la imagen de la corona por encima y la fecha 1896 debajo. Aunque parezca increíble, las tiendas y las mesas se habían colocado en un campo lleno de agujeros, zanjas y trincheras, donde hacía las maniobras la guarnición de Moscú. ¿Quién cometió aquella imbecilidad? Tiendas y mesas balanceándose en un suelo plagado de huecos… Ya en la coronación de Alejandro II un puñado de campesinos murieron pisoteados allí, pero aquel año había quinientas mil personas en aquel prado, y cuando algo (un rumor, un grito, el desmayo de una mujer) encendió el pánico, la multitud empezó a empujar. Algunos quedaron asfixiados de pie, otros cayeron en las zanjas, donde fueron pisoteados y sus caras, ojos y bocas abiertas quedaron cubiertas de barro. Los cuerpos aplastados, con los brazos como si fueran los brazos de papel de unas muñecas sobresaliendo de los troncos aplastados, yacían como una lona que protegiera encima del campo las zanjas y baches que los habían matado. El caos fue filmado por los horrorizados hermanos Lumière, que estaban allí para rodar el banquete, pero la policía les confiscó la película. Tuvieron tiempo de pensar en ello mientras ellos y los cosacos colocaban los cadáveres en sábanas, y cuando ya no hubo más sábanas, en el mismo suelo. Y luego ya ni siquiera hicieron eso, se limitaron a esperar a que llegasen los carros de los campesinos, llenos de paja, para poder limpiar el campo antes de que empezase el baile organizado por el embajador francés aquella noche en el palacio Sheremetev, en la ciudad. Los carruajes de los asistentes a la fiesta tendrían que pasar por aquel campo de camino hacia Moscú.

La emperatriz viuda dijo a Niki que cancelase el baile de aquella noche, pero los tíos de Niki insistieron y él y Alix asistieron mientras los cadáveres yacían apilados en morgues improvisadas, o bien en el mismo lugar donde habían quedado asfixiados, los que no pudieron ser trasladados a tiempo, debajo de las gradas del campo imperial. La madre de Niki tenía un olfato político agudo (teníamos eso en común, yo me habría llevado muy bien con ella), pero los tíos decían que sus invitados franceses habían traído tapices, candelabros y fuentes y bandejas de oro para el acontecimiento, y que Francia era el aliado más importante de Rusia, y que el sentimentalismo era algo inútil. En aquel momento de su reinado, llevando solo diecisiete meses como zar, Niki era todavía el sobrino obediente que hacía caso de los tíos que llevaban más tiempo sirviendo al imperio del que él mismo llevaba vivo. Su padre los hubiese considerado unos idiotas incompetentes, pero Niki sentía que no había nadie menos competente ni menos tonto que él. Le aterrorizaba cometer un error. Todos los nombramientos burocráticos o ministeriales que le sugería el ministro del Interior de su padre (y suyo por tanto), Sergéi Witte, recibían la misma respuesta: «Se lo preguntaré a mi madre», cosa que hacía que el señor Witte se riera disimuladamente de Niki. Pero decidir algo y decidirlo mal era una humillación mucho peor. Era muy joven, tan joven que deberíamos perdonarle. Ni siquiera en el propio baile, donde Sergio Mijaílovich y sus hermanos apartaron a Niki y le pidieron que saliera un momento con ellos, diciéndole que todavía no era demasiado tarde para cancelar todos los bailes y actuaciones y revistas y en lugar de ello celebrar un servicio religioso, Niki, espiando las pétreas caras de sus tíos Vladímir, Pablo, Alexéi y Sergio Alexándrovich, fue capaz de decidir lo que le dictaba su propia conciencia. Los del Club de la Patata menos uno, irascibles, salieron en masa, creando un revuelo del que Niki temía formar parte, ya que los tíos iban susurrando detrás de los jóvenes: «Traidores». Sergio le abandonó a aquellos tíos, cuyas políticas conservadoras Niki seguiría para perjuicio suyo durante las dos décadas siguientes. Habría sido mejor que Sergio hubiese caminado del brazo de Niki, razonando con él de la misma manera suave que razonaba conmigo cuando yo me ponía testaruda. Pero no, Sergio le abandonó, y Niki se quedó bailando aquella noche tres horas en el vestíbulo del palacio de Sheremetev, endulzado por el aroma de cien mil rosas que procedían del sur de Francia. Al día siguiente celebró una comida en el palacio Petrovski. Asistió a una cena de Estado aquella noche en la sala de la orden de San Alejandro Nevsky. Bailó de nuevo en el baile del gobernador general. Y luego dirigió la revista militar de sesenta mil hombres de la caballería, artillería e infantería. La revista se llevó a cabo en el campo Jodynka.

Nicolás había deseado imitar a su zar favorito, Alexéi I, Alexéi el Pacífico. Pero cuando volvió a Petersburgo, el pueblo ya le llamaba Nicolás el Sangriento.

¿Han visto el huevo de Pascua de la coronación que hizo Fabergé aquel año para la esposa de Nicolás el Sangriento? Es una cáscara de oro envuelta en red de oro que se abre, y una miniatura de carroza imperial roja y dorada sale suavemente de su nido de terciopelo dorado. Fabergé fabricó cincuenta y seis huevos de Pascua para los zares antes de huir de Rusia en 1918. Alejandro III encargó uno cada año para su emperatriz, empezando en 1884, y después de su muerte Niki encargó dos al año, uno para su madre y otro para Alix, cada huevo reflejando una ocasión gozosa de su reinado (una coronación, la canonización de un santo, la finalización del ferrocarril siberiano, el Tricentenario de los Románov), y si no había gran acontecimiento que celebrar, entonces era un huevo lleno de fantasía y deleite. El huevo de Pascua de 1916 durante la guerra parecía de muerte: la cáscara gris, más granada que huevo, se elevaba mediante cuatro balas, y el brillo del huevo se había embellecido con un águila de doble cabeza de oro, con la corona del zar en forma de mitra fijada encima, donde se encontraba la anilla de la granada. En el interior, un retrato en miniatura sobre un caballete en miniatura representaba al zar y el zarevich en el frente consultando con los comandantes del ejército, un árbol sombrío sin hojas al fondo, el cielo gris y nublado. Los huevos de Pascua que Fabergé hizo para el año 1917 no los pudo entregar: por entonces Niki había abdicado y estaba prisionero con su familia en Tsarskoye Seló. Pero aun así Fabergé le mandó la factura.

Sé que sueño con una Rusia que ha desaparecido, una Rusia que «no existe en el mapa, ni tampoco en el espacio», como escribió Marina Tsvetaeva en su exilio aquí, prominente poeta en Moscú pero que, como yo, perdió tanto su país como su público después de la Revolución. La vi por última vez en el funeral por el príncipe Volkonski, en 1938, en la iglesia ortodoxa de la calle François Gérard, de pie a un lado. No habló con nadie, nadie habló con ella. Se había unido al gobierno provisional que depuso al zar y ningún monárquico de París lo olvidaría jamás. Después, ella acabaría por volver con su familia a Moscú. Algunos de los nuestros hicieron lo mismo, aquellos a los que parecían tan grandes nuestra pérdida de objetivos y de lugar aquí que superaron el miedo y desconfianza hacia una Rusia con Lenin o Stalin. Sí, ella volvió, como otros (el compositor Prokófiev, el escritor Gorki). Stalin adoraba a esos artistas, les dio apartamentos, dachas, premios: el premio Stalin… Pero Tsvetaeva allí era como una paria, su poesía simpatizaba demasiado con el antiguo régimen y con el gobierno provisional que lo había reemplazado brevemente. Era como si se hubiese visto mancillada también por el tiempo que pasó en Occidente. Sin el abrazo protector de Stalin, la gente tenía miedo de ser vista con ella, de hablar con ella incluso. Su marido, que había luchado con los blancos, fue arrestado y fusilado poco después de su regreso, bajo sospecha de ser espía de Occidente. Su hija, Alya, fue enviada a servir siete años en un campo de trabajo por el mismo motivo. Al final Tsvetaeva se ahorcó. Había encontrado la respuesta a su única pregunta, la que hacía en «Poemas a un hijo»: ¿Se puede volver a una casa que ha sido arrasada?

No, no se puede volver, excepto en los sueños o en los recuerdos.

Así que volvamos mediante los recuerdos.