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El vestido era horrible. Victoria se movió sin ganas delante del espejo intentando encontrarse favorecida con aquella especie de saco que parecía cortado por alguien que abominaba del sexo femenino y quería cobrarse la venganza en forma de trajecito espantoso. Era de algodón, o al menos eso ponía en la etiqueta, pero a Victoria empezaba a picarle como si estuviese hecho de arpillera. Tenía un recatadísimo escote en pico de solterona vocacional -una especie de quiero y no puedo- y el largo anodino que aprobaría la superiora de un colegio de monjas de hace cincuenta años: seis dedos por debajo de la rodilla. Las mangas llegaban casi hasta el codo, en un intento fallido de afrancesar el conjunto, y el talle alto acababa de rematar el efecto perverso. El vestido -que, decididamente, picaba más de lo tolerable- era un verdadero antídoto contra la lujuria.
Junto a Victoria, con una sonrisa profesional, la dependienta intentaba ver la botella medio llena.
– Es su talla. No hay que hacerle ni un arreglo…
No, claro que no. Aquel vestido horrible se ajustaba a su cuerpo como lo hubiese hecho un guante lleno de agujeros y de mugre a la mano de la reina de Inglaterra. La vendedora, que era tan consciente de la fealdad de la prenda como la propia Victoria, se justificaba por no poder enseñarle nada más.
– En negro es lo único que nos queda… en verano… Bueno, ya sabe, no suelen enviar gran cosa en colores oscuros. A principio de temporada hubiésemos podido encontrar algo, pero a estas alturas…
Victoria la dejó hablar frunciendo el ceño y sin apartar los ojos de su propia silueta -una talla 38, que cualquiera consideraría dignísima teniendo en cuenta que acababa de cumplir los cuarenta y seis-, embutida a la fuerza en aquel engendro que se le antojaba más y más espantoso.
– ¿Está segura de que no quiere ver algún modelo en otro tono? En la 38 nos quedan dos que son preciosos. Cualquiera le sentará muy bien. Este es original, pero un poco… no sé…
«¿Feo? ¿Ridículo?»
Ni siquiera la esperanza de una comisión por la venta animaba a aquella buena chica a endosarle semejante adefesio. Victoria movió la cabeza como quien se ha resignado a lo inevitable.
– Me temo que lo necesito en negro.
Eso era lo malo, que no se trataba tanto de elegir un vestido como de encontrar algo de ese maldito color que en verano parece no existir. Habría sido más fácil en invierno, claro, cuando las tiendas se atiborran de los archifamosos petites robes noire y, en el peor de los casos, uno puede apañarse con un jersey de cuello vuelto y una falda cualquiera. Victoria recordó con disgusto las dos prendas que había dejado en su armario, a siete horas de avión: un vestido de seda plisada y un sastre de corte lápiz, elegante y sobrio, en negro los dos. Cualquiera hubiese servido para la ocasión. Pero hacer una maleta en estado de shock no es demasiado fácil, y menos cuando se tiene el tiempo justo para salir hacia el aeropuerto a tomar un avión, en el que, por cierto, sólo quedan libres dos milagrosas y carísimas plazas. No quiso ni saber lo que habían costado, como tampoco ahora quería recordar qué demonios había metido exactamente en su maleta de piel. Sólo estaba segura de que los dos vestidos que hubiera podido ponerse estaban a buen recaudo en su apartamento de Manhattan.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que había dejado funcionando el aire acondicionado. Quizá Herder se hubiese acordado de apagarlo, pero él no solía preocuparse de esas cosas. Si no tomaba cartas en el asunto, a su regreso iba a encontrar su bonito piso convertido en una nevera, amén de una estratosférica factura de luz. Suspiró antes de mirar a la vendedora con aire de súplica.
– ¿Me permite un momento? Tengo que hacer una llamada.
– Desde luego.
Aquella chica tan agradable se alejó unos metros, convencida de que estaba buscando una especie de moratoria para decidirse o no por aquel vestido horrendo cuya sisa le estaba provocando un sarpullido. Se rascó con disimulo mientras buscaba el móvil en el bolso.
– Mmm… Hi…
La voz pastosa de Herder indicaba que dormía. Presumía de no sufrir los efectos del jet lag, pero cuando llegaban de viaje siempre necesitaba echarse durante diez horas para ponerse a tono con el nuevo horario. «Si eso no es jet lag que venga Dios y lo vea», pensó Victoria.
– ¿Vicky? ¿Eres tú?
– Sí. Oye, siento despertarte, pero creo que nos hemos dejado encendido el aire acondicionado. Habría que llamar al portero para que subiese a apagarlo.
Hubo unos segundos de silencio. Herder debía de estar intentando regresar al planeta Tierra desde el feliz mundo de los sueños.
– No te preocupes. Estoy seguro de que lo desconecté al salir.
Milagro, milagro. Herder asumiendo un compromiso doméstico. Deberían apuntar la fecha para conmemorarla anualmente. Y hacer camisetas y gorras alusivas al acontecimiento.
– ¿Dónde demonios estás?
– En una tienda. Necesitaba un vestido.
– ¿Un vestido? ¿Ahora? Vicky, por Dios… Hemos aterrizado de madrugada ¿y tú te vas de compras a las… a las diez menos cuarto de la mañana?
Victoria tragó saliva. Sin saber por qué, aquella voz desabrida había multiplicado por mil el cansancio y la tristeza infinita que había acumulado durante las últimas quince horas.
– Necesito un vestido negro -dijo, y colgó.
Luego, como si la conversación la hubiese dejado sin fuerza, se sentó en la butaca que había en el probador. El espejo le devolvió su imagen desmadejada, tan poco atractiva gracias a las circunstancias, el agotamiento… Y, por supuesto, al vestido espeluznante que llevaba puesto. Miró la etiqueta: costaba trescientos euros. Se le escapó un silbido adolescente. Trescientos euros. Casi cuatrocientos dólares en un trapo feísimo que sólo iba a ponerse una vez. A Jan le daría un ataque si supiese que había gastado aquel dineral en una prenda que ni siquiera le gustaba.
Jan…
La falta de sueño, la diferencia horaria, la tristeza, la soledad, el cansancio y el desaliento se le vinieron encima como un alud. Se sintió arrastrada hacia la tierra prometida de las lágrimas y dejó de oponer resistencia. Apoyó la cabeza en las manos y se echó a llorar.
¿Qué diría Jan si la viese en aquel estado, sollozando a solas en una butaca de terciopelo color melocotón dentro del probador de la única tienda de la calle de Serrano que estaba abierta a las nueve y media de la mañana un sábado del mes de agosto?
Probablemente le diría «ya era hora, chica». Porque aquél era un llanto que había estado aplazando sin necesidad. No había llorado al hablar con Marga, ni al colgar el teléfono, ni había llorado al hacer la maleta en un estado cercano a la catatonía, ni mientras iban en un taxi hacia el aeropuerto, ni durante las siete horas de viaje en avión, que invirtió en ver dos películas y seis episodios de «Frasier» en la pantalla privada de su asiento de bussiness mientras comía compulsivamente aperitivos japoneses, ni al aterrizar en Madrid después de tres años de ausencia.
Sí, chica, ya era hora de que te concedieses un respiro. Llora todo lo que te dé la gana.
– Oh, perdóneme… no sabía…
La dependienta había entrado en el probador sujetando tres perchas de las que pendían otros tantos vestidos. Victoria los miró a través de las lágrimas. El primero era precioso y tenía un suave color café con leche, un tono que siempre le había sentado bien.
– Le he traído estos otros… Pensé que ya habría acabado de hablar. -Colocó las prendas en los ganchos de las paredes y la miró con una expresión desolada-. Lo siento mucho, no debería haber entrado sin pedir permiso.
– No se preocupe, es culpa mía.
– Tenga, coja uno… -La chica le tendió una caja de kleenex que había sobre la mesita. Victoria pensó que había visto pañuelos de papel en las consultas de los psiquiatras, pero nunca en una tienda de ropa.
– ¿Les pasa a menudo? Que las clientas se echen a llorar, quiero decir. Como están tan bien preparados…
– ¿Qué? Ah, no… Es por el maquillaje, para proteger las prendas… Algunas señoras se pintan como puertas y tienen muy poco cuidado al ponerse y quitarse la ropa, así que usamos esto.
Agitó la caja en un gesto infantil. Qué agradable resultaba aquella dependienta. Era muy joven, casi una adolescente. Victoria pensó que no era una buena idea tener a una chica de esa edad en una tienda de señoras. A partir de los treinta y cinco, ver unas piernas perfectamente torneadas, una cintura estrecha y un cutis luminoso y libre de arrugas produce cierto desánimo. Se preguntó cuántas dientas se habrían marchado de la tienda sin comprar sintiéndose difusamente insultadas por la juventud de aquella muchacha tan servicial y tan amable.
– Quiero que vea éstos, por si decide cambiar de opinión. -Ladeó la cabeza-. Son muy bonitos, y tienen un buen descuento.
Victoria echó una mirada a aquellos trajes. Eran preciosos, en efecto. El de color café con leche marcaba ciento ochenta euros. La muchacha le dirigió una sonrisa cómplice cuando vio que miraba la etiqueta.
– Costaba quinientos a principio de temporada. Lino cien por cien. Es el único que queda. ¿Por qué no se lo prueba?
Sí, eso: ¿por qué no? Victoria se dio cuenta de que la llantina le había inyectado una pequeña dosis de ánimo, así que se despojó encantada del colgajo negro y se puso el otro vestido, que parecía hecho para ella.
– Es como si lo hubiesen cosido encima de usted. Fíjese en los hombros. Y en la cintura. El negro le ajustaba bien, pero éste es mucho más elegante… y más barato.
El vestido negro esperaba, como desmayado, encima de la butaca de terciopelo. Victoria le dirigió una última mirada de desprecio. Trescientos euros por aquella basura. Jan la maldeciría eternamente si se gastaba tanto dinero en semejante birria. A él le hubiese encantado el otro vestido. Un vestido que le sentaba bien, un vestido bonito que la hacía parecer más delgada y resaltaba el bronceado de su piel. Y pensar que había estado a punto de llevarse aquel despojo que parecía hecho con los restos de un saco, a juzgar por cómo rascaba…
– Me lo quedo. Y búsqueme unos zapatos que le vayan bien. Del 39, por favor.
– ¿Herder?
– ¿Se puede saber dónde estabas? Te he llamado veinte veces.
– Ya te lo dije, haciendo unas compras.
Herder se puso de pie y meneó la cabeza con un ademán paciente que hubiese envidiado el mismísimo santo Job, como diciendo «he aquí a la loca de mi mujer, que se escapa de la cama para ir de tiendas». En ausencia de Victoria había pedido el desayuno y sobre la bandeja descansaban los restos del festín de bollos, huevos revueltos y pan con mantequilla. Al ver las sobras descubrió que estaba hambrienta, y picoteó con cierta avidez las migas del cruasán y las cortezas de las tostadas. Quiso servirse un café, pero la jarra estaba vacía
– Si quieres pedimos algo más.
– Déjalo, no vamos muy bien de tiempo. ¿Todavía no te has duchado? No puedo creer que…
Pero Herder cortó en seco los consiguientes reproches sobre su pachorra.
– Vicky, no empieces. Te largaste sin decir nada, luego me colgaste el teléfono y lo apagaste, así que llevo un buen rato preguntándome dónde diantres está mi mujer. Incluso pensé que te había pasado algo.
– Por favor… ¿Qué iba a pasarme? Estamos en el centro de Madrid, no en un suburbio de Caracas.
– Ya. Bueno, a ver… ¿Qué has comprado?
– Unos zapatos y un vestido.
– Negro…
– No. Marrón.
Sacó el vestido y lo extendió en la cama deshecha. Herder miró la prenda y luego la miró a ella de arriba abajo, como si no pudiese dar crédito: se había lanzado a la calle después de un agotador viaje porque necesitaba imperiosamente un vestido negro, y ahora volvía con algo que no era ni remotamente parecido a lo que había ido a buscar. Victoria se preparó para el contraataque, pero Herder estaba cansado y, en el fondo, le daba exactamente igual el color de la ropa de su mujer.
– Voy a darme una ducha.
Herder… Llevaban casados cinco años, y Victoria empezaba a reconocer ante sí misma que le habían sobrado por lo menos los dos últimos. Herder van Halen, profesor de Lengua y Literatura Hispánicas en la muy prestigiosa Universidad de Columbia. Políglota, gran docente, investigador destacado. Un tipo estupendo a decir de los que le conocían. «Un imbécil», pensaba su mujer, un ególatra con mayúsculas incapaz de preocuparse por nadie que no fuese él mismo. Un memo integral que la ignoraba y hasta la despreciaba, o al menos eso había llegado a creer en los últimos tiempos. Bueno, tal vez exageraba en lo del desprecio, pero, sea como fuere, el querido Herder había demostrado con creces que era un completo cretino lleno de manías, de prejuicios y de ideas absurdas. Alguien demasiado centrado en mirarse el ombligo como para dedicar siquiera unos segundos a ponerse en el pellejo de otros, no digamos ya en el de su mujer. Un superficial, un cínico de libro, que, además de tener una elevadísima opinión de su persona, consideraba que el resto de la humanidad no estaba en absoluto a su altura, lo cual se traducía en una perenne actitud suficiente que sacaba de quicio a quienes la detectaban, que dicho sea de paso eran muy pocos.
Casi todo el mundo consideraba al profesor Van Halen como un milagro de la naturaleza, una prodigiosa conjunción de virtudes intelectuales y físicas, un crisol de bondad, inteligencia, belleza y talento. Pero, bajo esa gruesa capa de felices atributos, Herder era un tipo muy difícil de soportar. Lo malo -o tal vez lo bueno- era que casi nadie se daba cuenta.
No siempre había sido así, se repetía Victoria, aunque cada vez con menos convicción. Cuando empezó el desencanto -es decir, cuando comenzó a entender cómo era en realidad el hombre del que se había enamorado y con quien se había casado-, le gustaba recordar que había habido una época en la que Herder van Halen parecía una persona divertida, alegre, afectuosa y entregada. Al ir descubriendo al hombre malencarado, egoísta e impaciente que era en realidad su marido, intentó definir en qué momento había empezado a gestarse aquella amarga metamorfosis -la mariposa convertida en oruga-, o quién había lanzado la maldición capaz de convertir en sapo al príncipe encantador. Intentó culpar al entorno de Herder, a su insoportable familia de Nueva Inglaterra, a los compañeros de trabajo en la universidad, incluso a su legión de amigos -una cohorte de aduladores que parecían estar en el mundo con el propósito de besar por donde pisaba Herder y, básicamente, para lamerle el culo a todas horas- y al final tuvo que rendirse ante la evidencia: Herder van Halen había sido siempre la misma persona arrogante y vanidosa que ahora se le antojaba insufrible. Lo que pasaba era que, por alguna misteriosa razón que no lograba comprender, se había enamorado de él. Y desde tiempo inmemorial se sabe que el amor es capaz de cubrir con una pátina de virtudes imaginarias cada uno de los defectos del otro.
Lo que le había ocurrido no era nada original, desde luego: el mundo estaba lleno de personas que se habían casado con alguien que era en realidad una especie de amable monstruo de Frankenstein hecho de cosas buenas tomadas de aquí y de allá. Lo malo es que aquella criatura era parte de un hechizo con fecha de caducidad: la misma que tiene la pasión en estado puro o la soberana estupidez del amor verdadero. Luego, el personaje se desmorona y queda sólo un bicho sin alma. El moderno Prometeo encantado de hacer trizas un cuento de hadas que había surgido en la cabeza de alguien desesperado por encontrar al príncipe azul o a la princesa dormida. Pero, aunque Victoria se consolaba pensando que a otros les había pasado antes que a ella, cuando se despertaba por las mañanas y veía a su lado a Herder van Halen se detestaba a sí misma por haber caído en la trampa perversa del romanticismo. No es que el tipo adorable y tierno con el que se había casado se hubiese transmutado en un imbécil. Es que, simplemente, aquel hombre maravilloso no había existido nunca fuera de su cabeza flechada por un repelente angelito. Casi seis años después de la boda, Victoria, que se creía inmune a los cantos de sirena y presumía de ser capaz de detectar de un vistazo a los lobos con piel de cordero, tenía que reconocer que Herder van Halen se la había dado con queso.
Los problemas no empezaron enseguida, aunque Victoria era incapaz de precisar un punto en el mapa vital de ambos para indicar el lugar o el momento en que las cosas empezaron a torcerse. Quizá las primeras señales de alarma llegaron de la mano del sexo: la frecuencia de sus relaciones de cama empezó a disminuir de manera alarmante sin ninguna razón objetiva, y casi al mismo tiempo la calidad de aquellos encuentros empezó a dejar también mucho que desear. Como centenares de personas antes que ella, Victoria creó para sí misma media docena de buenas excusas para justificar lo evidente: que sus relaciones sexuales habían entrado en barrena. Al principio se consolaba pensando que de pronto el sexo no era bueno, pero tampoco era malo, y un buen día se encontró pensando que no era malo, pero tampoco era bueno. Fue también entonces cuando empezó a molestarle que Herder se retrasase a las horas de las comidas, que descuartizase el periódico para leerlo por secciones, que fuese capaz de hablar durante una hora de la reunión del claustro pero no disimulase su aburrimiento cuando ella pretendía comentar con él un artículo que estaba escribiendo, que pretendiese hacerla culpable de todos los pequeños desastres domésticos que se abatían sobre el apartamento -desde la baja del portero a las bombillas fundidas- o sus tendencias manirrotas. Oh, sí, al principio de su relación había confundido con generosidad chispeante esa afición de Herder por pagar las cuentas del restaurante, invitar a rondas en el bar del club a todos los gorrones que lo saludaban y enviar regalos a diestro y siniestro. Con el paso del tiempo se daba cuenta de que lo que había considerado una costumbre apreciable era otra de las estrategias de Herder para subrayar también su superioridad material: soy rico, chicos, y puedo ocuparme de vuestros gastos. Si años atrás la propia Victoria sonreía satisfecha cuando Herder se hacía cargo de la factura del almuerzo de un grupo de seis desconocidos, ahora le entraban ganas de estrangular a su marido cada vez que agasajaba a personas que, con toda seguridad, sólo esperaban a que se diese la vuelta para criticarlo por su gesto dispendioso. Cuando el profesor Van Halen enviaba un ramo de flores de trescientos dólares a la anfitriona de una cena, Victoria ya no pensaba que se había casado con un perfecto caballero, sino con un gilipollas ostentoso con maneras de jeque árabe.
Bien es verdad que nadie la obligaba a seguir con Herder. Era mayorcita para tomar sus propias decisiones, no tenían hijos y su escasísima familia no ejercía ninguna influencia sobre ella, por no decir que les importaba muy poco lo que Victoria hiciera o dejara de hacer. Así pues, no podía achacar su situación de mujer desencantada a las presiones del entorno o al chantaje sentimental de terceros. El problema era que, aunque lo llevaba bien escondido bajo una perfecta capa de seguridad en sí misma y de ansias de independencia, en los últimos años Victoria había acabado por desarrollar un miedo cerval a la soledad y necesitaba una pareja para sentir que su vida estaba completa. Se avergonzaba de esa necesidad como otros se avergüenzan de contraer una gonorrea. Aquel sentimiento era tan poco coherente con el resto de su forma de pensar, con su modo de vida, que le resultaba bochornosamente absurdo, incluso patético: en pleno siglo XXI, una mujer aún atractiva, económicamente independiente, que había bruñido a conciencia su propio brillo social y profesional, aterrada ante la idea de un divorcio… Aquello era demasiado estúpido para comentarlo con nadie, y ella, por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera lo había hablado con Jan.
Jan había sido el único de sus amigos a quien Herder no había logrado engatusar. Lo había conocido tres meses antes de la boda, cuando Victoria había organizado unas pequeñas vacaciones en España para presentar a los suyos al hombre con el que iba a casarse, aunque luego se dijo que la idea de reunir a su prometido y a sus amigos en una aparatosa fiesta en una terraza de Madrid -un remedo de las ridiculas celebraciones de compromiso que organizaban las familias pudientes de la Costa Este- había sido completamente inapropiada. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiado alcohol, demasiada música y demasiada expectación por conocer al futuro marido de la escurridiza Victoria, que había esperado a llegar a la frontera de los cuarenta para dar el sí quiero. Cuando vio juntas a todas aquellas personas -muchas de las cuales, dicho sea de paso, ni siquiera eran verdaderos amigos-, cuando empezaron a asediar a Herder para presentarse y hacerle contar, una y otra vez, cómo la había conocido, cuando comprobó que muchos de los invitados cuchicheaban con falso disimulo seguramente preguntándose cómo demonios había conseguido Victoria conquistar a un atractivo e inteligente millonario americano, se dio cuenta de que hubiese sido mucho mejor organizar una cena íntima con Herder y las tres o cuatro personas que la querían de veras… o, quizá, solamente con Herder y Jan. Porque, en el fondo, Jan era el único al que de verdad deseaba presentar a su prometido. Prometido… Cielos, qué rematadamente cursi sonaba aquello. Pero cuando uno ya casi peina canas decir novio suena igualmente ridículo.
– Así que Herder van Halen… Tiene nombre de fiordo noruego.
Jan se acercó en cuanto la vio sola por primera vez en toda la noche, tras sufrir los envites de amigas y antiguas compañeras que la felicitaban efusivamente por la pieza cobrada.
– ¿Noruego? No, señor listillo. Su familia proviene de Holanda.
– Peor me lo pones. ¿Qué pasa, que teniendo ese apellido no podían facilitarle las cosas llamándole Troy, o John, o Michael? Herder van Halen… ¡Por todos los santos, si parece un personaje de Edith Wharton!
– No seas repelente…
– No lo soy. Sólo tengo olfato para los malos nombres, y éste se lleva la palma. A ver, enséñame el anillo.
Con un mohín de hastío, alargó la mano sin ningún entusiasmo para que Jan pudiese admirar cómodamente la sortija de Tiffany's con un diamante montado en oro blanco. Victoria se había sentido un poco incómoda al ver aquel pedrusco desproporcionadamente grande -no le interesaban las joyas y, desde luego, no esperaba un anillo de compromiso digno de una princesa rusa- y su desconcierto creció al saber que lo había comprado la madre de Herder. Entonces recordó que su casi marido ya había estado casado antes, y seguramente su primera esposa habría recibido un regalo parecido. Es posible que Eunice van Halen no quisiese que su futura nuera se sintiese víctima de agravios comparativos… o tal vez era una costumbre de familia abrumar a la novia con regalos caros para que supiese qué significaba ingresar en la aristocrática tribu de los Van Halen de Holanda. El caso es que allí estaba ella, exhibiendo un diamante de dos quilates y medio en el dedo anular de su mano derecha.
– Parece una pista de patinaje. -Jan la miró y frunció el ceño-. Pensé que no te gustaban las piedras preciosas.
– ¿Por qué tienes que ser tan desagradable? ¿No puedes alegrarte por mí?
– Perdona… claro que me alegro. -La abrazó y la besó en el pelo-. El anillo es precioso y el señor del nombre raro tiene muy buena pinta. Pero, si quieres que te diga la verdad, esta boda no me hace ninguna gracia.
– ¿Por qué…?
– Pues porque ahora sí que ya no vas a volver a Madrid más que de visita.
– No pensaba hacerlo, ni con boda ni sin ella. Tengo una plaza fija en la Universidad de Grace, y me va bastante bien en Nueva York.
– Ya. Sea como sea, míster Fiordo acaba de matar mis últimas esperanzas de que regreses a casa. Estoy condenado a verte de siglo en siglo y a mandarte mails cuando quiera saber de ti. Confieso que siempre pensé que lo de Nueva York sería algo pasajero, pero el señor comosellame me ha aguado la fiesta. Por eso le odio con toda mi alma. A él y a sus enormes diamantes. Pero te veo contenta… y, además, estás muy guapa. Así que claro que me alegro por ti. No pongas esa cara, chica. Venga, vamos a tomar una copa.
Victoria había recordado muchas veces las palabras que Jan había dedicado a Herder. «Le odio con toda mi alma», había dicho, con la misma pasión burlona que imprimía a todas sus declaraciones. Siempre pensó que aquella deliberada exageración, aquella frase extrema pronunciada con un deje frivolo, escondía algo mucho más profundo que el rencor hacia el hombre que cortaba definitivamente sus amarras con Madrid. No, Jan era demasiado generoso, demasiado bueno, la quería demasiado como para pensar en sí mismo al evaluar la decisión que Victoria había tomado.
Supo que había algo que Jan no le estaba diciendo, algo que ni siquiera él era capaz de explicar. Quizá fue el único que, con sólo un apretón de manos, descubrió al estúpido que vivía dentro de Herder van Halen. Mientras el resto de conocidos y amigos caían rendidos bajo su influjo de americano guapo y distinguido -parece el Gran Gatsby, le había dicho alguien-, Jan había visto en Herder algo que no le gustaba. Exactamente lo mismo que Victoria había tardado años en descubrir. Ahora que lo había hecho, ahora que conocía al verdadero Herder, se preguntaba qué demonios venía a continuación, qué se hace cuando tu marido ya no te gusta y no te atreves a volver a empezar llevando sobre los hombros la conciencia de una relación fracasada, y sobre todo, cuando eres incapaz de enfrentar la incomodidad que supone un nuevo cambio de vida.
Sí, eso era: el matrimonio la hacía sentir muy cómoda. Había algo confortable en el hecho de ser una mujer casada -y podía decirlo bien alto, porque durante casi cuarenta años había sido soltera- y no estaba dispuesta a volver a convertirse en una cuarentona solitaria con un divorcio a sus espaldas y un futuro incierto delante de las narices. Sería distinto si se hubiese casado con Herder a los veintiocho años, y estuviese considerando la posibilidad de un divorcio desde la cómoda atalaya de los treinta y tantos. Entonces podría plantearse el asunto con más o menos tranquilidad. Pero cuando la próxima década es la de los cincuenta lanzarse de cabeza a lo desconocido evidencia una notable falta de sesera. Y Victoria no era lo que se dice una estúpida.
Por eso llevaba más tiempo del recomendable cocinándose a conciencia en su propio rencor, en una rabia sorda que con el paso de los meses iba haciéndose más y más ingobernable. A veces se preguntaba hasta dónde podía llegar aquella sensación de hastío, de pura incomodidad, que le provocaba la sola presencia de Herder. Y ése era el principal problema: la profunda antipatía que su marido despertaba en ella. Desalentada, se decía que había algo muy infantil en ese sentimiento tan primario. A veces hubiese preferido odiar a aquel hombre, detestarlo con cada una de las fibras de su cuerpo, que experimentar hacia él lo que podía ser una pura pulsión de desgana. No es que abominase de Herder. Simplemente, le caía fatal.
Victoria estaba segura de que Herder van Halen no tenía la menor idea de lo que ella sentía. En realidad, a Herder le preocupaba muy poco todo lo que no estuviese directamente relacionado consigo mismo: sus clases en la universidad, sus publicaciones, sus conferencias y sus veleidades arribistas. Quería entrar en política, y había empezado a preparar el desembarco multiplicando su actividad académica y su presencia en foros más bien populistas con acceso a los lobbies que crecían en Nueva York como las setas en otoño. Herder van Halen, descendiente de uno de los cuatrocientos de la señora Astor, caucasiano, rico por su casa y eminente profesor universitario, llevaba meses en feliz chalaneo con asociaciones de hispanos de la Costa Este, participando en campañas cívicas y promoviendo iniciativas vanguardistas -la última, conseguir que una marca de cereales pagase unas clases de inglés para inmigrantes adultos que seguían sin conocer la lengua de su patria adoptiva-, convencido de que si Chicago había sido capaz de lanzar a la Casa Blanca a un tipo negro, la población del estado de Nueva York bien podía dejarse conquistar por un aspirante a senador rubio y de ojos azules que abrazaba a líderes hispanos tras hablarles con soltura en su propia lengua, contaminada sólo por su ligero y musical acento de Nueva Inglaterra.
Herder pensaba presentarse a las siguientes elecciones al Senado con las bendiciones de su distinguida familia, que se había declarado dispuesta a apoquinar la pasta necesaria para conseguir la nominación. Los Van Halen estaban convencidos de que las ambiciones de Herder acabarían haciendo de ellos los próximos Kennedy, así que no importaba lo que tuviesen que invertir si el apellido Van Halen iba camino de convertirse en parte de la historia de la Gran Nación Americana. El jefe de campaña de Herder repetía media docena de veces al día que el aspirante a senador Van Halen era un candidato de ensueño: rubio, alto, guapo y atlético -más de lo que JFK había sido nunca, con sus eternos problemas de espalda y sus alergias a media docena de cosas-, cultísimo y millonario. Que además fuese profesor en una de las mejores universidades del país y hablase tres lenguas aparte de la suya añadía más puntos al marcador. Su paso por el ejército hubiese sido la guinda del pastel -ya se sabe lo mucho que encandila a los americanos la historia del héroe-, pero Herder nunca manifestó interés por la vida militar, y hasta había escrito artículos incendiarios en contra de la política de Bush en Iraq, así que nada había que hacer en ese sentido. Por fortuna, la Era Obama había inaugurado una nueva etapa en la que el antimilitarismo podía despertar la simpatía de los votantes, y a eso se agarraba Herder. Por lo demás, el cuadro de sus virtudes lo completaba una hermana homosexual con pareja estable -Victoria hubiese pagado cinco mil dólares por estar presente el día en que Berenice van Halen confesó a sus exquisitos papás que le iban las chicas-, la superación de una leucemia durante su primera juventud… y su esposa española. Victoria Suárez de Castro, con su sonoro apellido, su procedencia europea -sí, los americanos tenían claro por fin que España no limita con México- y su atractivo aspecto mediterráneo.
«Su esposa es una Jackie Bouvier del siglo XXI», había dicho a Herder uno de sus asesores para justificar lo esencial que sería la implicación de Victoria en la campaña. Ella había accedido a pedir un año de excedencia en la universidad de Grace -donde daba clase de Relaciones Internacionales- para ayudar a su marido a obtener la nominación. Todos aquellos tipos -publicistas, jefes de prensa y demás parafernalia preelectoral- decían que si Herder van Halen era el candidato perfecto, su esposa no se quedaba atrás: aquella distinguida morena de largas piernas, profesora en una universidad de menor prestigio que la de su marido que colaboraba como analista de temas internacionales en dos o tres publicaciones importantes, resultaría mucho menos agresiva para el votante medio que una abogada correosa o una barracuda de Wall Street que ganase más que Herder -durante la campaña de Obama, fue un problema publicar que el sueldo de Michelle era mejor que el de su marido-. Por otra parte, el modelo «matrona adorable entregada a su familia» había finiquitado con la mujer de George Bush, así que a nadie le preocupaba mucho que los Van Halen no tuvieran hijos. Herder sí los tenía: dos chicos y una chica de su primer matrimonio. Sólo habría que llamarlos de vez en cuando para las sesiones de fotos y sacarlos en alguno de los mítines de fin de campaña si su ex mujer no tenía inconveniente. Y, desde luego, mientras Herder fuese tan generoso con la pensión que le pasaba, no es fácil que la antigua señora Van Halen pusiese problemas a la hora de exhibir a su ejemplar descendencia.
A Victoria le importaba un bledo tener un marido senador. De hecho, le importaba un bledo a qué se dedicara Herder. La relación entre ambos había pasado de ser tensa a no ser. Cada uno tenía su vida, y su existencia común se limitaba al intercambio de palabras más o menos amables cuando coincidían, de milagro, en alguna de las siete habitaciones de su apartamento de la calle Setenta y dos. Victoria se sentía como un verdadero gusano cuando se enfrentaba al hecho de que aquel apartamento constituía otra razón para no divorciarse de Herder. Era el lugar más maravilloso del mundo, o al menos eso pensaba ella, con sus vistas a Central Park, su luminoso salón con chimenea y la terraza de veinte metros cuadrados con la pequeña fuente de piedra y las enredaderas frondosas que le daban el aire equívoco de un patio romano. Hubiese sido capaz de matar por aquella terraza, un jardín en miniatura en el Upper East Side. No, ni todos los Herder van Halen del mundo conseguirían que renunciase a aquel paraíso urbano. Además, gracias al ingente trabajo de precampaña, Herder estaba en casa mucho menos que antes, aunque ahora sus ausencias había que atribuirlas a las ansias de nominación y no a la amante de turno. De todos modos, pensaba Victoria, el señor Van Halen tendría que revisar su conducta sexual si pretendía zambullirse en las aguas procelosas y pacatas de la política norteamericana, donde las infidelidades y el puterío, por fino que sea, no están lo que se dice bien vistos. Por lo demás, para ella no había problema en seguir adelante con el pacto de no agresión que habían firmado hacía tiempo, e incluso estaba dispuesta a hacer su parte de trabajo, que hasta ahora se había limitado a unas cuantas meriendas con señoras, cenas con posibles donantes y dos o tres apariciones públicas en actos benéficos, donde entraba agarradita de la mano de Herder. Una mano, por cierto, que siempre estaba helada.
Herder salió de la ducha envuelto en una toalla, y Victoria tuvo que admitir que seguía siendo un hombre atractivo, aunque era incapaz de sentir por él ni una sombra de lo que pudiera confundirse con deseo físico. Por primera vez desde que salieran de Nueva York, se preguntó por qué demonios había insistido en acompañarla a Madrid. No era capaz de recordar la última vez que habían pasado juntos más de veinticuatro horas seguidas -y veinticuatro horas junto a Herder no eran fáciles de olvidar- y sin embargo se había empeñado en emprender con ella un largo y pesado viaje trasatlántico. Victoria estaba segura de que había gato encerrado tras tanta amabilidad, pero ahora no tenía tiempo ni ganas de investigar los motivos del lobo. Le había venido muy bien que la secretaria de Herder se ocupase de comprar los pasajes, pedir un coche para el aeropuerto y reservar un hotel en Madrid, así que eso era lo que ya había sacado de la compañía del profesor Van Halen: la perfecta logística de aquel viaje inesperado. Quizá debería haber pedido a esa Brittany, o comoquiera que se llamase, que le hiciera también el equipaje. Seguro que ella no se hubiese olvidado de meter en la maleta la ropa apropiada, pensó, e instintivamente miró el vestido que acababa de comprarse.
– Me voy a duchar.
– ¿A qué hora es eso?
Victoria cerró sin contestar la puerta del baño. Ése era el profesor Herder van Halen: un tipo capaz de llamar «eso» al funeral por la persona a la que más había querido su mujer en sus cuarenta y seis años de vida.
Llegaron al tanatorio al filo de las doce. Para sorpresa de Victoria, Herder la tomó de la mano al bajar del coche. Ella se dijo que era la costumbre: debía de creerse que estaban en alguno de sus dichosos actos de campaña. Se dio cuenta de que alguna gente los miraba y pensó desapasionadamente que formaban una pareja atractiva: Herder van Halen, alto y bien plantado, impecable en su traje oscuro, llevando de la mano a una mujer sofisticada y esbelta, que protegía el rostro bronceado detrás de unas enormes gafas de sol. Hubiesen quedado bien en una revista, se dijo amargamente Victoria.
– ¿Dónde es?
– En la sala cuarenta y dos. Escucha, Herder… eh… ¿Te importa si entro sola?
– Pero ¿por qué?
Herder parecía decepcionado, como si no quisiera renunciar a su parte del pastel. Como si ejercer de marido de Victoria fuese en esa ocasión un triunfo social. Victoria pensó que iba a tener que defender con uñas y dientes el deseo de prescindir de su compañía, pero Herder van Halen debió de recordar de pronto que allí no había nadie a quien pedir el voto, ni tampoco fotógrafos ante los que hacer el paripé de matrimonio perfecto.
– Si es lo que prefieres… Debe de haber una cafetería por alguna parte, ¿no?
Ella se sintió vagamente agradecida. Notó un atisbo de ternura hacia él, y le besó en la mejilla.
– Seguro que sí. El funeral empieza en media hora. Te espero dentro.
Para su sorpresa, cuando Herder se alejó, notó algo parecido al pánico. Incluso tuvo la tentación de llamarlo, pero sabía que hubiese sido una claudicación. Después de todo, se dijo, incluso muerto Jan era cosa suya y no tenía nada que ver con Herder, ni con su matrimonio deficiente, ni con su soledad. Eran ella y Jan. «Yo sola, a partir de ahora», pensó, y notó un dolor agudo en el centro del pecho.
Avanzó hacia la sala. Vio algunas caras conocidas pero, afortunadamente, nadie pareció reparar en ella. Sí, era preferible haber dejado a Herder a buen recaudo: yendo con él no era fácil pasar desapercibida, y a Victoria no le apetecía pararse a saludar, ni intercambiar cortesías sociales en semejante escenario. Qué espantoso invento eran los tanatorios, pensó. Qué forma maquiavélica de colectivizar el dolor, de convertir la muerte en algo seriado. Por otro lado, aquella eficiente organización de los decesos -salas numeradas, pantallas que informaban de la ubicación de los cuerpos- podían entenderse como una forma de quitar hierro al drama, como si cada uno de los fallecidos y su corte de duelo fuesen parte de una cadena de montaje.
– ¡Victoria! ¡Oh, no sabes cuánto me alegro de verte!
Chloe. Rubia, alta, francesa, de ojos glaucos y piel traslúcida. Delgadísima, por supuesto. Victoria no pudo evitar echar un vistazo a su cintura de avispa ni a sus bien torneados brazos. Chloe siempre presumía de no necesitar gran cosa para conservar la línea de una veinteañera: «Es cuestión de comer equilibradamente y sentirse bien con una misma.» Victoria se había prometido estrangular a Chloe si alguna vez repetía en su presencia aquel puñetero mantra del bienestar interior como clave para estar estupenda. A partir de los cuarenta, la única forma de conservar la línea es matarse en el gimnasio, alimentarse de ensaladas sin aliñar y pasar las cenas a base de té verde con sacarina o, si hay suerte, un yogur desnatado. Además, sabía por Solange que Chloe se había sometido a dos o tres operaciones de estética que nada tenían que ver con la armonía interior, a no ser que el budismo diga algo del levantamiento quirúrgico de glúteos y la reducción de cartucheras mediante bisturí. Sea como fuere, allí estaba, espléndida desde su uno setenta y cinco sin tacones, luciendo un pantalón de lino crudo y una blusa negra de seda que era exactamente la indumentaria perfecta para su dudoso papel en aquella función indeseable: el de madre de la hija del muerto. Se había maquillado muy ligeramente, apenas un poco de base y algo de colorete sobre los pómulos marcados a cincel, y su cabello dorado tenía tan buen aspecto que parecía recién salida de un salón de belleza.
– Querida… Menos mal que has llegado. Solange no hacía más que preguntar por ti.
¡Oh, su irresistible acento francés! Hacía tanto tiempo que no hablaba con Chloe que había olvidado el toque final para todo su atractivo conjunto. No era de extrañar que volviese locos a los hombres. No era de extrañar que hubiese vuelto loco a Jan, aunque fuese por un corto espacio de tiempo. Chloe Deschamps, con su porte aristocrático, su hablar argénteo y aquellas piernas kilométricas que aún ahora, casi dieciocho años después, reclamaban un lugar de privilegio en el último capítulo de la vida de su mejor amigo.
– Es terrible, ¿verdad?
«Teguible, ¿vegdad?»
– Por fortuna, estaba en París cuando Solange me llamó. Se encontraba tan trastornada, la pobre… Me costó trabajo entender lo que decía. Tomé el primer avión, claro. Tuve que dejar una sesión a medias…
«Qué considerado por tu parte. Ve a pedir que te den una medalla por ocuparte de tu única hija.»
– No sabes el trabajo que dan las colecciones de otoño. Prefiero no imaginar lo que me espera cuando vuelva. Jean Claude se puso como una fiera cuando le dije que me marchaba, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Oh, me alegro tanto de verte. Deberías venir a visitarme cuando pase todo este lío. Podrías quedarte en casa, por supuesto. Hay sitio de sobra en el nuevo apartamento.
«¿Todo este lío? ¿El nuevo apartamento? ¿Y quién demonios era el tal Jean Claude que tanto se había enfadado cuando supo que Chloe acudía a consolar a su hija huérfana?» No era la primera vez que Victoria se preguntaba qué podía haber visto Jan en semejante descerebrada aparte de su figura de maniquí y su perfecto rostro de estatua griega.
Se habían conocido en Barcelona, en el verano del 92. Ella era fotógrafa y estaba trabajando para París Match durante las Olimpiadas. Es fácil adivinar que Jan cayó rendido a los pies de aquella deidad francesa -después de todo, si Chloe resultaba espectacular a los cuarenta y dos, a los veintipocos era una verdadera belleza- y cuando acabó el verano la siguió a París como un perrito faldero. Se vieron durante meses en un ir y venir complicado que culminó con la mudanza de Jan a la capital del Sena. La cosa no duró mucho: Jan tenía su carácter, y el que Chloe se considerase una especie de Nefertiti reencarnada no debió de ayudar demasiado a la convivencia. No había pasado más que medio año cuando Jan estaba de regreso en Madrid, cabreado como una mona y renegando del tiempo perdido junto a aquella preciosidad caprichosa y desconsiderada. Un mes después recibió una llamada llorosa desde la buhardilla que Chloe ocupaba en algún bonito edificio de Le Marais. Estaba embarazada, le dijo, y pensaba tener al niño.
A Jan le costó asimilarlo. Él, que no quería hijos todavía, iba a ser padre del bebé de una mujer a la que había llegado a detestar después de unos cuantos miserables meses de relación. Le dijo a Chloe que podía contar con él para todo, pero que ni en un millón de años iba a volver a su lado, así diese a luz a una carnada de cinco francesitos. Chloe le contestó que no tenía el menor interés en retomar la relación donde la habían dejado y Jan se ahorró dar detalles del tono displicente que imprimió a su voz para hacer esa declaración: «¿Qué te crees, muchacho, que eres el premio gordo de la lotería?» A pesar de todo, Chloe necesitaba saber que su hijo iba a tener un padre. Un padre y una pensión, para ser más exactos. Jan no puso objeciones: le daría la ayuda económica que necesitara. Ni siquiera se planteó -como sí habían hecho su familia y sus amigos- que el bebé que esperaba Chloe fuese en realidad hijo de otro tipo y ella hubiese preferido cargarle el muerto a él, pues a buen seguro era el menos indecente de todos los hombres con los que se había acostado en los últimos tiempos. Pero a Jan no se le ocurrió pedir una prueba de paternidad, y nadie se atrevió a sugerírselo, aunque Victoria tuvo la cuestión media docena de veces en la punta de la lengua. Jan era demasiado honesto como para elucubrar acerca de la mezquindad ajena, así que se limitó a echar cuentas con el fin de averiguar cuánto dinero necesitaba un niño para vivir holgadamente en el París de los años noventa.
Si Jan pensó que iba a solventar aquel cambio en el guión de su vida con una mensualidad generosa, se equivocó de medio a medio. Porque lo que nadie había previsto -y él menos que cualquiera- fue que iba a enamorarse de aquella criatura pringosa salida de las entrañas escuálidas de Chloe. Durante el resto de su vida, Jan contó a todo el que quiso oírlo que había empezado a amar a aquella niña en el preciso instante en que la vio, chiquita y amoratada, cubierta aún de restos de placenta y gritando como un becerro para anunciar al mundo que ya estaba allí y que había llegado para quedarse. Victoria decía que, de haberse atrevido, Jan habría agarrado a aquella ranita envuelta en gasas y se la hubiese llevado con él para pasar el resto de su vida escondido de todo aquel que pretendiera separarlo de su pequeño y precioso milagro.
Quizá hubiera sido mejor así. Si desde el primer momento Jan hubiese manifestado su interés por hacerse cargo de la niña, Chloe habría cedido sin grandes aspavientos. No tenía el más mínimo sentimiento maternal, y de la misma forma en que Jan se prendó del bebé nada más verlo, ella sintió nacer en su interior una rara corriente de rechazo hacia aquel bichejo ajeno. Para Chloe, la cría era sólo un engorro, una carga de tres escasos kilos de peso que le impediría llevar la vida envidiable de la que había gozado hasta entonces. Era algo en lo que no había pensado cuando decidió seguir adelante con el embarazo: no ya en la interminable lista de grandes renuncias que implicaba un hijo, sino también en cada una de las pequeñas dificultades que trae consigo convertirse en madre.
Chloe había decidido tener al bebé no porque la maternidad le interesara, sino por lo mucho que le atraía el cliché de la madre soltera: le pareció divertido convertirse en la mujer coraje, capaz de sacar adelante sola a la personita que se había creado en su vientre. Bastó una noche sin dormir escuchando los berridos de la pequeña Solange, el primer pañal manchado de heces líquidas y un doloroso pellizco en el pezón cuando intentaba darle de mamar, para que Chloe se sintiese prematuramente harta de aquel renacuajo insomne y voraz, que olía a leche agria y tenía cera en el ralo cabello oscuro. No tardó ni veinticuatro horas en arrepentirse de su decisión de tener el bebé. Si al menos hubiese albergado algún interés en conservar a Jan, podría haberle servido para atornillarlo de por vida, pero aquel español guapo había sido para Chloe sólo un entretenimiento de temporada. Así que, se mirase por donde se mirase, todo aquello había sido un mal negocio. Un gigantesco error.
Fue una pena, pensaba Victoria, que uno y otro no hubiesen optado por poner las cartas boca arriba desde el primer momento. De haber dicho Chloe «no tengo ningún interés en quedarme con la niña» y de haber contestado Jan «perfecto, entonces me la llevo yo», se hubiesen ahorrado el caos extraordinario en que se convirtió la vida de todos en los meses siguientes. Porque el padre primerizo -que estaba más dispuesto a separarse del brazo derecho que de su niña del alma- regresó a París y se instaló en un apartamento diminuto no lejano de la buhardilla de Chloe, y allí se convirtió en una especie de canguro de guardia que estaba disponible las veinticuatro horas. Chloe lo llamaba no ya cuando tenía sesiones de fotos o le surgía un viaje inesperado, sino también cuando la invitaban a una fiesta, quería ir de compras o le apetecía tirarse al novio de turno libre de la presencia poco alentadora de un bebé llorón.
A Jan no le importaba. Adoraba a Solange, y consideraba una bendición cada minuto pasado junto a ella, pero inevitablemente su trabajo se resintió. Había conseguido la corresponsalía de un periódico y colaboraba también con dos revistas y una cadena de radio, pero no es fácil mantener cierto nivel de actividad cuando el teléfono suena a las siete de la mañana y en media hora te han dejado en la puerta a una cría de cinco meses a la que le está saliendo un diente o llora sin parar porque tiene cólicos. Jan se las veía y se las deseaba para hacer a la vez de periodista y de padre, de avezado corresponsal y de niñera, y un día se sorprendió a sí mismo en una rueda de prensa llevando en su mochila no una cámara de fotos ni media docena de cuadernos, sino a una dormida Solange que acababa de conciliar el sueño después de una noche infernal.
Nunca pensó que aquella situación no podía dilatarse eternamente, ni siquiera cuando prescindieron de su colaboración en el periódico y dejaron de hacerle encargos en una de las revistas, tras un rosario de informalidades inauditas en el siempre puntilloso Javier Alonso Nance. Fue Victoria, que tuvo noticias de su despido en el diario gracias a un amigo común, la que puso las cosas en su sitio. Tomó un avión a París en un día del mes de mayo, y aterrizó en el Charles de Gaulle para darse de bruces con una lluvia tenaz y la temperatura desabrida de la falsa primavera parisina. Ni siquiera perdió el tiempo buscando una chaqueta en el desastre de su bolsa de viajera desordenada. Tiritando en una camisa de manga corta, empapados los mocasines de piel en el primer charco que pisó a la salida del aeropuerto, tomó un taxi y se fue directamente al apartamento de Jan. Allí encontró exactamente lo que esperaba: el paradigma de una revolución doméstica -ropa tendida aquí y allá, platos sucios por todas partes, un fregadero atascado y un horno que no funcionaba- y a Jan intentando inducir al sueño a una Solange especialmente llorona.
– Le está saliendo otro diente -dijo en susurros y a modo de saludo. Victoria agradeció que no le preguntase qué estaba haciendo allí. Eso facilitaba las cosas, pensó, y le arrancó a Solange de los brazos.
– Trae. ¿Cuánto tiempo llevas acunándola?
– Ni idea, pero tengo medio dormido el brazo derecho -la besó en la mejilla-. ¿Quieres café?
En aquel momento, Victoria ya estaba embobada con la carita de Solange, que empezaba a relajarse después de la rabieta
– ¡Qué linda es!
– Mírala bien. ¿No encuentras que tiene la misma nariz que yo?
Victoria no contestó. Siempre le había parecido del género tonto buscar parecidos a los bebés. En ese momento, se dio cuenta de que Solange se había dormido. Dejó a la niña en la cuna -cuyas sábanas estaban sólo pasablemente limpias- y se volvió hacia Jan.
– Tenemos que hablar
– Me lo temía. Deja que me tome el café primero, ¿vale? No me he metido nada en el estómago desde ayer. La niña no ha pegado ojo y me he pasado horas paseando por el piso con ella en brazos.
– ¿Y Chloe?
– Haciendo fotos.
– ¿Desde ayer por la noche?
– Vic…
Se oyó el pitido de la cafetera. Había llegado el momento de una pequeña tregua. Jan sirvió las tazas, abrió una lata de galletas danesas y se comió media docena. Victoria se dijo que parecía un náufrago, con la barba de tres días, las ojeras y aquella avidez por unos dulces de supermercado.
– Jan… no he venido para tomar café contigo. Esto no puede seguir así. Ha llegado el momento de que te conviertas en un padre a tiempo parcial. Vuelve a Madrid y visita a tu hija un fin de semana de cada dos, en Navidad y en verano, como hacen miles de tipos del mundo entero.
– ¿A Madrid? Ni lo sueñes. No me fío de Chloe. Dejaría sola a la niña para irse de compras, o se largaría días enteros dejándole abierto un suministro de potitos. Si no estuviese yo cerca, Solange acabaría metiendo los dedos en un enchufe o bebiéndose una botella de lejía.
Era un argumento indiscutible con el que Victoria ya contaba.
– Bueno, pues hagámoslo al revés. Vente con ella a España. A Chloe le parecerá de perlas, te lo digo yo.
– ¿Y crees que eso cambiará las cosas? La niña no va a necesitarme menos allí que aquí.
– Jan, aquí estás más solo que la una. En Madrid estoy yo. Y están otros amigos. Por no hablar de tu madre.
– Olvídala. No me habla desde que le dije que no pensaba casarme con Chloe. Ni siquiera ha venido a conocer a la niña.
– ¿De verdad te dejas impresionar por esos golpes de efecto? Tu madre sólo está cabreada. En cuanto te vea entrar por la puerta con esta monada entre los brazos, se le derretirá el corazón y te pedirá disculpas llorando a lágrima viva. En serio, Jan… esto está durando demasiado. No creo que puedas aguantar mucho más. Tu vida laboral está a punto de saltar por los aires. Otro artículo más entregado fuera de tiempo, otra excusa barata para saltarte una rueda de prensa en el Elíseo y no habrá quien quiera darte trabajo ni para cortar teletipos. Y ya no tienes edad de ser becario.
Por la forma en que Jan se puso de pie y se pasó la mano por el pelo -demasiado largo y demasiado grasiento-, Victoria supo que había empezado a ganar la partida.
– Habla con Chloe. Apuesto a que para ella no va a ser un problema que te lleves a Solange contigo.
Hacía frío en el apartamento. Hacía frío en París. Jan vio que Victoria se estremecía en su camiseta sin mangas y le frotó los brazos.
– Voy a buscarte un jersey.
Dos días más tarde, Jan y Victoria volaban rumbo a Madrid. En el aeropuerto, Chloe había derramado algunas lágrimas de cocodrilo -después de todo, era lo menos que podía hacer-, pero, aparte de eso, repitió media docena de veces que le parecía muy legítimo que el querido Jan recuperase su vida, su trabajo y sus amigos sin renunciar a su hija, y que ella había sido muy egoísta al haberlo retenido en París tanto tiempo. Mientras gorjeaba con su delicioso acento de Saint-Germain-des-Prés, acariciaba la cabecita de la pequeña Solange con el mismo interés desapasionado que hubiese puesto al tocar el morro de un caballo de carreras. Prometió ir a Madrid «en dos o tres semanas». Victoria apostó contra sí misma que pasarían más de seis meses. Se equivocó en cuestión de días.
Desde entonces, Solange vivía con Jan. No había sido fácil, pero en conjunto ambos lo habían hecho bastante bien. En cuanto a Chloe, limitó sus responsabilidades maternas a unas cuantas visitas intempestivas -generalmente, cuando acababa de romper con su último amante o si había alguna apetecible sesión de fotos que disparar en Madrid- y se ocupó de las vacaciones de la niña del mismo modo desordenado que lo hacía todo. Un año se la quiso llevar a un largo viaje por las islas griegas, y sólo dos días antes de partir anuló el crucero pretextando unas anginas. Una vez, cuando Solange tenía ocho años, le propuso pasar con ella toda la Semana Santa, y elaboró un atractivo plan de excursiones a Eurodisney, paseos en bateau mouche y meriendas en Versalles. La cría sólo estuvo en París dos días: hubo que mandarla de vuelta a España en un avión con el cartelito de «niño a bordo» colgado del pescuezo porque a su madre le había salido un trabajo en Isla Mauricio y sólo tuvo tiempo para dejarla en manos de una azafata que a duras penas pudo disimular su indignación ante la chiquilla llorosa que clamaba por sus fotos soñadas con la Bella Durmiente.
Hubo una época en que a Chloe debió de remorderle la conciencia y propuso a Jan compartir la custodia de Solange. La niña viviría en París durante el curso, y él la tendría durante las vacaciones escolares. Por fortuna, no hubo que discutir aquel plan descabellado -que, con los antecedentes de Chloe, estaba destinado a acabar como el rosario de la aurora-, porque para entonces Solange era ya una terca preadolescente de doce años que había heredado parte del carácter de ambos, lo que se traducía en una tozudez a prueba de bala (regalo de bienvenida de Jan) y nada desdeñables dosis de egoísmo (aportadas por mamá). Solange puso el grito en el cielo al enterarse de los planes de su madre, y declaró que necesitarían a un ejército bien entrenado para llevársela a París. Si Chloe quería verla -jamás la llamaba mamá-, que tomase un avión o que se la llevase en verano a la Riviera con el novio de turno. Jan conocía demasiado bien a su hija como para no tomar en serio su determinación, así que habló con Chloe y le explicó que «de momento» Solange no tenía muchas ganas de mudarse. Chloe hizo pucheros -lo mismo que cada vez que alguien le llevaba la contraria- y luego lo superó, diciéndose quizá que sería mejor así. Solange y ella hubiesen chocado a las primeras de cambio. Aquella hija suya no era lo que se dice una jovencita dócil.
Victoria sospechaba que era precisamente su carácter indómito lo que más gustaba a Jan de su chiquilla. Quizá de haber sido una criatura manejable y dulce, no hubiese sentido por ella semejante pasión. ¿A quién se parecía en ese aspecto? No a Jan, desde luego, que era más bien conciliador y obsequioso. En cuanto a Chloe, la madre de la criatura era la diplomacia en persona, y no podía acusársela de envenenar los genes de su hija con algún instinto rebelde ni con el espíritu desabrido tan propio de Solange. Victoria no quería pensarlo, pero alguna vez se le había pasado por la cabeza que, mucho más que a sus padres biológicos, aquella niña se parecía a ella cuando tenía su edad. Lo cual venía a demostrar que la genética no es una ciencia exacta. Y, al fin y al cabo, echando cuentas estrictas, posiblemente Solange había pasado con ella mucho más tiempo que con la propia Chloe.
– ¡Tía Vi!
Solange apareció como un ciclón para echarse a llorar en los brazos de Victoria, que tuvo la sensación de que aquella niña había estado esperando su llegada para dar rienda suelta a toda su legítima pena. Conocía bien a Solange. Probablemente había estado haciéndose la fuerte delante de Chloe y de los otros. Pero la persona que sollozaba en su hombro tenía sólo dieciséis años, y era una niña. Una niña sin padre, posiblemente destrozada, posiblemente muerta de miedo, triste como nunca en su vida, desorientada. Y muy sola. Victoria no sabía qué decirle, así que la dejó llorar sobre el lino color café con leche de su vestido nuevo mientras le acariciaba el pelo, hasta que fue ella quien se separó.
Victoria pudo verla entonces por primera vez en dos años, y a punto estuvo de lanzar un grito. La niña a la que había despedido en el JFK con un aparato corrector en los dientes, la piel moteada por el acné y la espalda encorvada de patito feo había regresado envuelta en lágrimas, pero también convertida en una belleza deslumbrante. Tenía la misma piel transparente de su madre, y el pelo lacio, heredado de Jan, enmarcaba una prodigiosa mezcla de las atractivas facciones de ambos. Tenía los ojos grises y los labios gruesos, el cuello digno de una reina masái y unos pómulos por los que hubiese matado cualquier fabricante de cosméticos. Su figura espigada y quebradiza -había crecido mucho y estaba delgada como un junco- hacía recordar a aquellas modelos del heroin chic, tan en boga durante los primeros noventa, pero, a pesar incluso de su aspecto demacrado por la tristeza, había en el rostro de Solange algo saludable y fresco. Podía ser lo que en ella quedaba de la niña que había sido… o tal vez, quizá, la marca indeleble de su padre, que era uno de esos hombres que, pase lo que pase, conservan un aura de limpieza, como si siempre acabasen de salir de la ducha.
– Menos mal que has llegado -dijo-. Ya no podía más.
Se echó a llorar otra vez. Victoria hubiese preferido no oír aquellas palabras. Estaba sucediendo lo que más se temía: que esperasen de ella mucho más de lo que podía dar. Después de todo, ¿qué iba a resolver con su presencia en Madrid? No podía cambiar lo inevitable. Jan había muerto. Notó que algo se retorcía dentro de ella. Era el dolor en estado puro. Un dolor palpable, físico, asombrosamente real.
– ¿Dónde está Marga? -preguntó, reprochándose no haberse interesado antes por ella.
– La han llevado a tomar el aire. Se mareó -Victoria advirtió un mohín de burla en la cara perfecta de Solange.
– Hace mucho calor aquí.
– Hace mucho calor en todas partes. Mírala, ahí viene.
Había un matiz de desprecio en su tono de voz. Una alarma saltó en el interior de Victoria, pero prefirió no hacerle caso. Apretó la mano de Solange antes de soltarla, y la joven se alejó sin mirar siquiera a Marga. Las alarmas volvieron a sonar, y esta vez se escuchaban sorprendentemente cerca.
– Ay, Victoria…
La voz de Marga se ahogó en un gemido y no pudo decir nada más. Se abrazó a ella del mismo modo que Solange, como buscando un refugio, pero Marga parecía mucho más pequeña y más indefensa. Victoria tuvo la sensación de que estaba sosteniendo a una persona diminuta, toda piel y huesos, próxima a desvanecerse o a desaparecer convertida en polvo. Era como sujetar a un náufrago a punto de hundirse. Victoria se preguntó si era ella la más adecuada para hacerlo. Si de verdad estaba en condiciones de impedir que la corriente de la desgracia se llevase para siempre a aquella mujer que balbuceaba su nombre entre sollozos que le agitaban el pecho.
– No sé qué voy a hacer sin él.
A Victoria le hubiera gustado contestar «yo tampoco», pero sabía que no hubiera sido justo. Apartó a Marga suavemente y le pasó la mano por la cara.
– Ya lo supongo. Pero no tienes que pensar en eso ahora.
Se arrepintió de inmediato de aquella frase dicha con una voz que ni siquiera le pareció suya. Eso era lo peor: que a Marga le quedaba mucho tiempo para hacerse aquella pregunta.
– ¿Quieres entrar a verlo?
Al escuchar el ofrecimiento, Victoria sintió que algo se encogía en su interior. ¿Entrar a verlo? ¿A ver qué? ¿Una caja? ¿Un cuerpo yacente, una cara cerúlea, unas manos sin vida? No, muchas gracias. Para ella, Jan ya no estaba allí.
– No, Marga.
No quiso explicar más. Quizá debió decir aquella frase manida de «prefiero recordarlo vivo». En realidad, era algo más complicado. Para Victoria, lo que quiera que hubiese allí dentro era una funda. El mero recipiente de algo que ya no existía. De buena gana hubiese reñido a Marga por exhibir los restos de Jan a la curiosidad ajena. A él le hubiese espantado la sola idea de su cuerpo en exposición, sometido a las miradas de terceros, algunos de los cuales a lo mejor ni siquiera habían sido amigos suyos. Victoria se dijo que aquello parecía una feria: había gente entrando y saliendo de la cámara mortuoria, charlando, fumando, saludándose incluso con sonrisas y abrazos -uno no puede evitar alegrarse al encontrar a un amigo-, hablando por el móvil. Victoria se felicitó una vez más por haber obviado el vestido negro que tan importante se le había antojado al aterrizar en Madrid. Aparecer en el tanatorio vestida de luto hubiese sido una forma de participar voluntariamente en aquel vodevil detestable. Ahora encontraba absurdas sus prisas por llegar al funeral, la veloz carrera en dirección al aeropuerto de Nueva York, el avión tomado casi al vuelo. ¿A qué venían las urgencias? ¿Qué importancia tenía estar presente o no en una ceremonia estúpida cuyo paso lo marcaban las reglas sociales? Le quedaba toda la vida para llorar por Jan, así que no tenía mucho sentido hacerlo allí. Debería marcharse, se dijo, escapar de aquel circo. Sería lo que Jan hubiese hecho: largarse. Ahí os quedáis todos. Que os aproveche la fiesta.
Jan…
Alguien tomó a Marga del brazo.
– Tienes que entrar. Van a cerrar la caja -le dijo en un susurro. Ella bajó la cabeza, como rindiéndose, y se dejó conducir hacia dentro. De pronto se dio la vuelta y cogió a Victoria de la mano.
– Vendrás luego a casa, ¿verdad?
Victoria hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se quedó allí, de pie, viendo cómo una mujer a la que no conocía se llevaba a Marga. Pensó que sería una de esas personas que aparecen como por sorpresa en los momentos de crisis y dirigen con diabólica eficacia toda la orquesta del dolor. Alguien lo suficientemente ajeno al drama como para tomar decisiones útiles, desde redactar una necrológica a pedir un coche fúnebre. Victoria se dijo que posiblemente aquella mujer ni siquiera conocía a Jan, y eso le daba un puñado de puntos de ventaja a la hora de resultar eficiente. Pensó que era una suerte vivir en el otro extremo del mundo: de lo contrario, Marga hubiese delegado en ella la miserable burocracia que sucede a una muerte. Confiaba demasiado en su buen juicio. En realidad, Victoria no hubiese resultado demasiado útil en una circunstancia así. Resulta sencillo ser eficaz cuando puedes aislarte del drama, vivir la tragedia desde la periferia y evaluarla a distancia. Pero no era el caso, no señor. De ninguna forma quería comparar su pérdida con la de Marga, ni por supuesto con la de Solange… pero la muerte de Jan también le dolía.
Le dolía más de lo que era capaz de explicar. Mucho más de lo que nadie sería capaz de comprender. Sólo Jan lo hubiese entendido. Pero Jan estaba muerto.
Volvió a sentir otra sacudida. Si Jan ya no estaba para comprenderlo todo, para ponderarlo todo, ¿qué iba a hacer ella a partir de entonces? La idea de saber que Jan se encontraba al otro lado del teléfono, conectado a su correo electrónico, presente siempre a muchas millas de distancia, a siete horas de avión era suficiente para hacerla sentir protegida y segura. Jan hubiese sido capaz de salir corriendo desde el último rincón del mundo de habérselo pedido Victoria. Habría atendido sus llamadas en mitad de la noche, y dejado cualquier cosa empantanada para acudir en su ayuda. Es cierto que nunca había necesitado tal cosa, que siempre telefoneaba a Jan a horas civilizadas, que nunca había reclamado su presencia urgente al otro lado del charco. Sin embargo, le bastaba con saber que él estaba allí incondicionalmente, a su eterna disposición, a su servicio. Por eso se sentía capaz de hacer frente a cualquier catástrofe: cuando los malos tiempos llegasen iba a vivirlos de la mano de Jan. Pero ahora él se había ido a un lugar donde no había móviles, ni cuentas de correo electrónico. A un lugar del que no se regresa ni siquiera para ayudar a una amiga. ¿Qué iba a hacer a partir de entonces? ¿Qué iba a hacer sin Jan?
– Dicen que va a empezar el oficio…
Herder apareció como por arte de magia. Victoria tuvo que reconocer que tenía una pinta estupenda. Ni siquiera sudaba dentro de su sobrio traje oscuro. Debía de ser el único: a su alrededor había una docena de tipos con humedad en el labio superior y las pecheras de las camisas empapadas. Cogió el brazo que él le ofreció y, como le pasaba siempre, se sintió vagamente protegida por la contundente presencia del profesor Van Halen.
Entraron en la capilla, pero se quedaron detrás. Todos los asientos estaban ocupados por parientes y amigos llorosos, y Victoria prefirió no mezclarse con ellos. Después de todo, el suyo era un caso aparte. Reconoció que, quizá de forma inconsciente, estaba tan convencida de la exclusividad de su relación con Jan que rechazaba la idea de mezclarse con el duelo oficial. Así que dejó que los supuestos lugares de privilegio los ocuparan otros. Delante, separadas entre sí por alguien a quien no supo identificar, se sentaron Solange y Marga.
Marga… Aun ahora, doce años después, Victoria no podía creer que había sido culpa suya que Jan la conociera. Fue por casualidad, como suceden casi todas las cosas importantes. Ella y Jan estaban esperando mesa en la barra de un restaurante, y una joven se le acercó para felicitarla por una conferencia que había dado en la Universidad. Era algo sobre Gadafi, aunque ya no lo recordaba muy bien. Victoria la atendió con aquella amable displicencia con la que estaba convencida de que había que tratar a los desconocidos. Fue simpática pero distante. Agradeció los comentarios y los elogios sin perder la sonrisa, pero evitó dibujar un gesto que diese a entender que tenía algún interés en profundizar en la charla, menos aún en alargarla. Muchos admiraban su habilidad para mostrarse encantadora y al mismo tiempo no ceder ni un centímetro de su territorio. Sabía medir los tiempos, y detectar cuándo había llegado el momento de precipitar una despedida con una frase que no admitiese réplica. Con aquella chica había llegado el momento de hacerlo, y ya estaba buscando las palabras precisas cuando la pelmaza inoportuna pareció reparar en Jan.
– Perdone… ¿Es usted Javier Alonso?
Coincidencia por coincidencia, resultaba que aquella apasionada de los dictadores libios trabajaba como correctora en la editorial que estaba a punto de publicar un libro de Jan, y lo había reconocido por la foto de la cubierta.
– Es increíble… -Le estrechó la mano con el fanatismo de una groupie-. No suelo tener oportunidad de saludar a los autores, ¿sabe? Creo que su libro es estupendo.
– ¿Te interesa la cuestión de Chechenia?
Victoria estaba convencida de que Jan sólo pretendía ser cortés, pero era un error dar cuerda a aquella pesada.
– Bueno, me interesa la política internacional…
Genial. Les estaba estropeando el aperitivo una pardilla con ínfulas culturetas que saltaba ágilmente de Muamar el Gadafi al conflicto de las repúblicas ex soviéticas mientras corregía pruebas de imprenta.
– Me llamo Marga Solano. -Volvió a estrecharle la mano-. Perdonen, no quería interrumpirlos. Ya me voy. Me ha encantado el libro… Y la conferencia, claro. Enhorabuena. A los dos…
– Muchas gracias. Hasta la vista.
Victoria ni siquiera comentó con Jan la interrupción. Muchos años después se atrevería a reconocer que había olvidado a aquella chica en el mismo momento en que se despidió de ellos para alejarse en dirección a una mesa, donde daría cuenta en soledad del menú del día. Si se la hubiese encontrado en la calle al día siguiente, ni siquiera habría sido capaz de recordarla. Y, desde luego, nunca pensó que Jan pudiera haberse fijado en ella. Era tan evidentemente vulgar que la descartó de inmediato de los gustos de su amigo, que siempre se había inclinado por mujeres de fuste, altas, delgadas, llamativas. Mujeres bellas, mujeres que despiertan la envidia de otras mujeres y la admiración de todos los hombres, especialmente si es otro quien las lleva al lado. Mujeres interesantes, seductoras, deseables, diferentes. Marga no era así. Su mediocridad resultaba tan notable que hasta la novia más celosa hubiese permitido a su pareja emprender junto a ella un largo viaje alrededor del mundo. No parecía alguien que se debiera tener en cuenta, o eso fue lo que Victoria pensó. Y se equivocó, claro. De medio a medio. Porque aquella veinteañera insignificante, tan escasamente atractiva, que no era alta ni baja, delgada ni gruesa, rubia ni morena, que no era lista, ni chispeante, ni simpática, ni tenía una personalidad arrolladora ni una inteligencia fuera de lo común, consiguió lo que ninguna mujer había logrado en treinta y tantos años: que Jan se enamorara de ella.
Volvieron a verse unas semanas después de aquel encuentro casual, en la presentación del libro que Jan había escrito y que Marga Solano había corregido diligentemente hasta liberarlo de erratas y comas mal puestas. Cuando la reconoció -después de que Marga la saludase efusivamente-, Victoria tuvo un arranque de maldad, y se preguntó desde cuándo las editoriales invitaban a las presentaciones al personal subordinado. Se arrepintió de inmediato de su propia crueldad, y se impuso la penitencia de ofrecer a Marga un sitio a su lado. Ella la siguió como un perrito faldero, o como una chiquilla feúcha a quien ha convocado a una fiesta la más popular del instituto.
– Muchas gracias, de verdad. Me siento un poco fuera de lugar aquí. Como no conozco a nadie… Me enteré de la presentación por el periódico, y como el señor Alonso fue tan amable conmigo el otro día, pensé ¿y por qué no? Cualquier momento es bueno para aprender algo nuevo, ¿no le parece?
– Trátame de tú -le dijo, más que nada para esquivar la pregunta absurda que acababa de hacerle-. No soy tan vieja.
– Oh, no, desde luego que no… No es por eso… es que… No sé cómo decirlo, las personas como usted, bueno, como tú… me imponen respeto, ¿sabes? Viajan por el mundo contando lo que saben, la gente las escucha y todo eso. Entiende que es muy difícil no sentirse un poco intimidado cuando se es alguien como yo.
«Alguien como yo.» Eso había dicho. Aquella declaración de humildad -o, para ser más exactos, de voluntaria humillación- provocó en Victoria una rara mezcla de ternura y desprecio. Quizá eso es la compasión, pensó, y se sintió profundamente mezquina porque, al fin y al cabo, lo que Marga Solano pensaba de sí misma era a grandes rasgos lo mismo que pensaba ella. Sintiéndose magnánima, cambió de tema y le contó alguna frivolidad sobre el presentador del libro -un ex ministro reciclado en analista político e impuesto por la editorial (era igual de malo como analista que como ministro)-, que Marga escuchó con los ojos muy abiertos y la sonrisa incrédula del que ha sido transportado muy cerca del nirvana de las revelaciones y los chismes del mundo intelectual. Fue la propia Victoria quien insistió en que se quedara al cóctel posterior: «Así podrás saludar a Jan», dijo, y Marga obedeció agradecida, y compró un ejemplar del libro para pedir que se lo firmara.
Tomaron juntas una copa de un vino áspero y barato -Victoria tuvo que recordarse que, después de todo, Jan no era un autor de bestseller-, y a Marga se le soltó un poco la lengua. Era licenciada en Filología Inglesa, y llevaba años saltando de un empleo precario a otro esperando la convocatoria de unas oposiciones que no llegaban nunca. Daba clases de inglés a domicilio, corregía textos para las editoriales y los fines de semana hacía turnos de doce horas en una librería. Victoria volvió a sentir una ráfaga de vergüenza al recordar su poca piedad catalogando a aquella chica. Cuando llegó Jan, le dio la mano con menos energía que la otra vez, y le tendió tímidamente el libro con intención evidente mientras susurraba su nombre, «Marga», dando por hecho que no había motivo para que lo recordara. Alguien reclamó a Jan antes de que pudiese rubricar la primera página, y Victoria volvió a quedarse sola con ella.
– ¿Hace mucho que estáis juntos? -preguntó.
– ¿Quiénes? Jan y yo? No estamos juntos… Bueno, no en ese sentido. Somos amigos desde hace siglos.
– Ah. Oh. Lo siento…
– ¿El qué? ¿Qué no estemos juntos?
– No -se rió-. Haberlo preguntado. Es una impertinencia. Y, además, tampoco es asunto mío.
«Tienes razón, no lo es», fue la respuesta que tuvo Victoria en la punta de la lengua, pero luego recordó los fines de semana haciendo horas extras en una librería y las correcciones mal pagadas.
– No te preocupes. Le pasa a mucha gente.
Era verdad. Victoria, igual que el propio Jan, llevaba años respondiendo a ese tipo de inquisiciones. A pesar de todo, no se había acostumbrado a ellas, y todavía le molestaban, pero la pobre chica no tenía la culpa. Volvió a imaginarla dejándose los ojos sobre galeradas llenas de erratas para completar su magro sueldo de vendedora de libros, y decidió que al menos aquel día la señorita Marga Solano iba a tener un lugar de privilegio en el espectáculo que se había resignado a ver de lejos. Pasó la siguiente media hora paseando con ella de grupo en grupo, presentándole a un crítico de cine, a una actriz, al conductor de un informativo de televisión, a dos o tres escritores en el umbral de la fama… Definitivamente, la chica estaba pasando una tarde memorable, y Victoria se sintió bien consigo misma por habérsela proporcionado. Después de todo, era bastante simpática y menos simple de lo que le había parecido la primera vez.
– Ya estoy de vuelta. -Jan cogió una cerveza prácticamente al vuelo.
– A saber por cuánto tiempo. Marga, que te firme el libro antes de que alguien vuelva a llevárselo.
– Victoria, Victoria, Victoria… Sabía que iba a verte por aquí.
Era Jaime Alguero, director de un periódico de tirada nacional, y últimamente perejil de todas las salsas que se cocinaban en Madrid. Victoria siempre se preguntaba de dónde sacaba el tiempo para participar en una tertulia radiofónica, escribir dos artículos semanales, intervenir en programas de televisión y de paso dirigir un diario. Aquel tipo no le caía bien, pero era una de esas personas con las que es mejor mantener una relación cordial, así que le dedicó una sonrisa y un apretón en el brazo.
– Cuánto tiempo, Jaime.
– Vamos a tomar una copa. El hombre del día está bien acompañado, y yo tengo que hablar contigo.
Y, con las mismas, se la llevó a una esquina. Mientras sorbía sin ningún interés la segunda copa de aquel vino horrible y escuchaba la proposición de Alguero para escribir una columna en las páginas de opinión, pudo ver a Marga riéndose de algo que Jan había dicho. Tenía una risa preciosa, sonora y frágil. Una risa de cristal. De pronto le pareció mucho menos vulgar. Aquellas carcajadas nada escandalosas habían obrado una especie de prodigio. Jan seguía hablando, como si pretendiese azuzar el grato concierto de buen humor, y Marga le miraba con la expresión radiante de una quinceañera que acaba de aceptar una primera cita con el guapo de la clase. Victoria no supo por qué se notaba tan rara. De pronto, Marga le recordó a aquella Eva Harrington de la película de Cukor, y se avergonzó al reconocer que empezaba a sentirse como la mismísima Margo Channing.
Después de aquella tarde, y durante mucho tiempo, Victoria se preguntó cómo habrían sido las cosas de no haberse empeñado en pagar con amabilidad una absurda penitencia por su actitud supuestamente arrogante. Si hubiese contenido sus instintos piadosos, si no se hubiera empeñado en jugar al hada madrina. Si aquella tarde se hubiese limitado a saludar a Marga Solano en lugar de pasearse con ella por la fiesta, introduciéndola en todos los grupos como si se tratase de su mejor amiga o de su hermana menor de vacaciones en la ciudad. Llevaba siglos sin pensar en ello, pero ahora volvió a hacerlo, y se preguntó una vez más qué grado de responsabilidad tenía en el nacimiento de un romance sin pies ni cabeza. Porque aquella tarde el querido Javier Alonso Nance, famoso periodista y reputado politólogo, se colgó de una mujercita insignificante que ni siquiera estaba en su misma órbita. De alguien que, de haber seguido girando el mundo en la dirección adecuada, se hubiese contentado con suspirar por él desde la otra orilla de la contraportada de un libro. Y de pronto allí estaba Jan, telefoneando a Marga, invitando a Marga, yendo a buscar a Marga a la puerta de la librería mientras sus compañeras vigilaban entre risitas la llegada de aquella conquista de primer nivel. Y lo peor es que Victoria no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que el propio Jan le confesó que iba a pedirle a Marga que se casara con él. A la inexistente, a la gris Marga Solano. Victoria prefería no darle demasiadas vueltas, pero íntimamente la elección de Jan había provocado en ella algo parecido a la decepción, y le dieron ganas de decirle: ¿y para esto has esperado tanto?
De todas formas, se alegró. Oh, claro que lo hizo. Por Jan. Y, sobre todo, por Solange. La niña se estaba criando en un afectuoso desorden de padre solícito, abuela amorosa y amiga bien predispuesta, pero no estaría de más que tuviese cerca algo parecido a una madre -ya que no se podía contar con Chloe para llevar con soltura semejante título-, y ésa era una necesidad que iría creciendo a medida que Solange lo hiciera. Sólo por eso, la noticia de la boda de Jan era ya algo digno de ser celebrado. Por otro lado, pensaba Victoria, un alto porcentaje de mujeres hubiesen considerado amenazante la presencia de una niñita de cinco años que iba en el lote del Príncipe Azul.
Sabía bien lo que significaba aquello, pues en su momento había sido una pequeña cenicienta cuando su padre viudo se casó por segunda vez. Es cierto que su madrastra no era la del cuento -jamás la obligó a levantarse al amanecer para fregar los suelos, ni a comer las sobras de la cocina-, pero siempre se las arregló para hacerle saber que estaba de más. La llegada al hogar de los gemelos -dos príncipes guapos y rubios que hubiesen complacido la imaginación del propio Andersen- la relegó definitivamente a un segundo plano. Fue entonces cuando la situación se complicó. La Reina Mala sugirió que, ya que los niños daban tanto trabajo y le absorbían todo el tiempo que no pasaba preguntando al espejo quién era la más hermosa del reino, ¿no sería preferible enviar a Victoria a un internado donde pudiera completar su educación? (Su educación. ¡Ja! Si estaba en mitad de la EGB, por el amor de Dios.) El caso es que el Rey Padre pasó por el aro. Superado el primer disgusto, Victoria se dijo que había tenido suerte: a otra huerfanita menos afortunada la habían enviado al bosque para que se la cargara un cazador, y acabó haciendo de criada para siete enanos mineros. Al menos, a ella la habían facturado a un distinguido colegio de Cornualles.
Volvía a casa de su padre tres veces al año: en Navidad, durante las vacaciones de Pascua y quince días en verano (el resto lo aprovechaba para aprender francés en Normandía). Las visitas a aquella casa se le antojaban a Victoria demasiado largas. Por supuesto que no había discusiones, ni malas caras ni escenas desagradables, pero ella se sentía como un bicho raro, y le costaba trabajo recordar que tres de aquellos seres compartían su ADN. No llevaba ni una hora en la casa familiar cuando ya estaba preguntándose qué demonios pintaba allí mientras su madrastra acababa de poner la mesa sin aceptar su ayuda y sus hermanos le enseñaban sus juguetes. En cuanto a su padre, le ofrecía refrescos y bombones con la solicitud obsequiosa que la gente bien educada reserva a los extraños. Si hubiese sido una invitada ajena a toda aquella grey compacta -el papá, la mamá, los dos guapos pequeñajos-, el trato que le dispensaban no hubiese sido muy distinto. Todos eran tan amables que Victoria recordaba a cada segundo que estaba allí de prestado. Por eso, cuando acabó los estudios secundarios, se matriculó en la universidad que quiso y se buscó una plaza en un colegio mayor sin consultar la opinión de nadie. Aquellos años le habían servido para aprender inglés, francés… y a apañárselas sola.
Ahora mantenía con todos una civilizada relación en la distancia. Su padre y su madrastra pasaban su jubilación en Mallorca. Sus dos medio hermanos vivían en Barcelona, pero hacía seis o siete años que no se veían. Tiempo atrás, cuando acababa de casarse, uno de ellos la había llamado porque pensaba viajar a Nueva York y necesitaba alojamiento. Victoria le facilitó el nombre de tres hoteles, pero en ningún momento le ofreció su casa y ni siquiera se sintió mal por ello. No creía en la voz de la sangre, y por eso le daba exactamente igual que alguien que llevase la suya se viese obligado a dormir bajo el puente de Brooklyn.
Cuando Jan empezó a salir con Marga, Victoria se conjuró consigo misma para evitar que Solange pudiese vivir una situación ni remotamente parecida a la suya. Era difícil imaginar que la historia se repitiera -Jan no tenía nada que ver con el calzonazos insensible que había demostrado ser su padre-, pero por si acaso decidió estar alerta ante cualquier signo sospechoso. Por fortuna, tardó poco en darse cuenta de que no había nada de qué preocuparse: Marga se rindió a Solange de la misma forma apasionada y sin condiciones con que se había rendido al propio Jan. Su amor por la niña no era parte de una estrategia de seducción ni una forma de trágala. La quería de verdad, sin fisuras de ningún tipo, y estaba dispuesta a cuidarla, a protegerla y a amarla de la misma forma que lo hubiera hecho con sus propios hijos de haberlos tenido. Claro que eso no sucedió. Jan decía que ninguno de los dos deseaba descendencia, pero Victoria siempre sospechó que aquélla era una verdad a medias. Hubiese apostado la mano derecha a que la buena de Marga había sublimado sus deseos de maternidad en beneficio de la aversión de Jan a aumentar la familia.
Una vez, cuando llevaba un tiempo casado, Jan habló del asunto con Victoria. No quería más hijos, dijo. Se sentía incapaz de multiplicar voluntariamente el inmenso caudal de preocupaciones, inestabilidades y miedos que había sentido al criar a Solange. Amaba a aquella niña mil veces más que a su propia vida, y aquel amor traía de la mano una insoportable fuente de inquietudes, de responsabilidades ante el presente y el futuro. Le contó que tras nacer la pequeña había desarrollado un miedo cerval a viajar en avión, porque por primera vez en su vida tenía motivos para temer a la muerte, y cuando superó aquella fobia se sorprendió a sí mismo levantándose media docena de veces cada noche para comprobar que la niña seguía respirando. Cuando iba con ella por la calle se le pasaban por la cabeza todo tipo de horrendas eventualidades -un perro rabioso que la mordiera, un coche fuera de control que se la llevara por delante, un ladrillo desprendido que le abriese la cabeza-, así que tardó siglos en dar con Solange un paseo mínimamente relajado. Aunque había ido sobrellevando y hasta venciendo toda aquella legión de paranoias, aún experimentaba una indeseable inquietud cuando se separaba de Solange más de unas horas. Se angustiaba cuando tenía fiebre, pensaba que podía sufrir de meningitis si vomitaba y cada vez que la chiquilla decía estar cansada empezaba a ver la amenaza de un ELA o una esclerosis múltiple. La había llevado a urgencias tantas veces que en el Hospital del Niño Jesús Jan era una especie de leyenda urbana entre los médicos de guardia, los enfermeros y hasta los celadores: el padre pirado que llegaba al borde del colapso nervioso cuando su hija tosía tres veces seguidas. No, en modo alguno sería capaz de pasar por lo mismo con otra criatura.
– Así que, básicamente, el problema es que eres un neurótico.
– Llámalo como quieras. No pienso tener más hijos y se acabó.
– ¿Y qué dice Marga?
– Marga está de acuerdo. Nunca le hizo ilusión ser madre y además, desde el punto de vista práctico, es como si Solange fuese suya, pero sin haber tenido que pasar por el embarazo, el parto y todo eso de las estrías.
Victoria se encogió de hombros. Tampoco era la más indicada para hablar de las bondades de la familia -ella sí que no tenía ningún interés en aumentar la población mundial-, pero pensó que Jan no había considerado la cuestión desde todos los ángulos. En su opinión, su amigo adoptaba la postura más cómoda al no analizar detenidamente la aquiescencia de Marga, que a buen seguro era consecuencia de su docilidad y sus deseos de besar el suelo que Jan pisaba. Si Jan no quería hijos, no habría hijos. Pero las cosas no eran tan sencillas. Nunca lo son, y menos en ese tipo de asuntos.
Para Victoria, la adoración que Marga sentía por Jan era toda un arma de doble filo. Por un lado, la tranquilizaba saber que su amigo iba a pasarse la vida al lado de una mujer cuyo único objetivo era hacerle sentir el rey del universo. Alguien dispuesto a cuidarlo, mimarlo, quererlo sin ambages, entenderlo hasta en sus mayores rarezas. Lo de Marga con Jan era idolatría en estado puro. Pero, por otra parte, Victoria no podía evitar sentir una sombra de desprecio hacia una mujer tan dispuesta a renunciar voluntariamente a sí misma en beneficio de otro, ni siquiera aunque el otro fuera Jan. Y eso complicó sutilmente la relación de ambas.
A Victoria nunca se le ocultó que él hubiese dado la mitad de su reino a cambio de que entre ella y Marga naciese esa lúcida amistad que surge a veces entre las mujeres (Jan siempre insistía en que, pese a la leyenda negra de rivalidades y celos, cuando alcanzaban la madurez, resultaban mucho mejores amigas que los hombres), y sabiendo lo importante que era para Jan, Victoria lo intentó con toda el alma. Pero no dio resultado, y bien sabe Dios que no por culpa de Marga, que seguro que ponía toda la carne en el asador para alcanzar el objetivo soñado. Pero no era una cuestión de buena voluntad, sino de algo más difícil.
En el fondo, a Victoria, Marga nunca le gustó del todo. Le molestaba el evidente sentimiento de inseguridad que transmitía, esa sensación que emanaba de estar de más en todas partes, incluso aquel embobamiento infantil que demostraba con respecto a Jan. Y, por supuesto, su conciencia de ser inferior a cualquier persona que se cruzase en su camino. En cuanto pudo conocerla mejor, catalogó a Marga como una de esas mujeres desconfiadas que nunca encuentran nada bueno en las rebajas, pues creen que cualquier prenda de saldo oculta una tara, que todos los descuentos están ahí para disfrazar botones rotos, bolsillos descosidos y mangas contrahechas. Las personas así piensan que sólo los candidatos al timo pueden pretender comprar algo con un descuento del setenta por ciento, y se pierden las gangas de la misma forma que se pierden muchas otras cosas, por estar siempre buscando tres pies al gato. Jamás se lo dijo a Jan, pero Victoria estaba segura de que, en lo más profundo de su corazón, Marga no se fiaba de ella, de la misma forma que no se fiaba de las ofertas de los grandes almacenes.
Así que aquella amistad con la que Jan había soñado quedó transformada en una especie de sucedáneo del cariño, en un afecto superficial que era preferible no poner a prueba. Por suerte, tanto Marga como Victoria habían aprendido a disimular. A ojos de un tercero, cualquiera hubiese podido pensar que eran las mejores amigas del mundo, y quizá ambas estaban orgullosas de haber sabido construir esa fachada de cartón piedra. Un decorado endeble de amor simulado que podría venirse abajo en cualquier momento de no estar allí Jan para reforzarlo de forma constante. Fue entonces cuando Victoria recordó que Jan ya no estaría nunca más, y se preguntó qué pasaría entre ellas a partir de entonces. Aunque, sin Jan, ¿qué más daba ya lo que pudiese pasar con Marga?
Victoria soportó el funeral sorprendentemente bien. De hecho, lo pasó casi sin enterarse, ensimismada como estaba en sus propias elucubraciones. Se fijó en que Solange y Marga tenían los ojos clavados en el féretro. Ella ni siquiera miró la caja. Jan se había marchado, y su cuerpo no estaba en ningún sitio. Al acabar la ceremonia, salió sólidamente protegida por Herder. Todo el que lo viera junto a ella, seguro y firme, grave y entero, pensaría a buen seguro que aquel hombre era algo así como una sólida roca, una playa avistada en medio de un naufragio, un saliente al que aferrarse para evitar una caída. No supo explicarlo, pero se alegró de pensar que juntos provocaban esa sensación. Quizá ése era su principal problema: lo mucho que en el fondo le importaba la opinión de los demás. Saber que todos la consideraban afortunada por llevar al lado a Herder van Halen no le dejaba tiempo para reconocer que quizá sería mejor estar sola.
Se escabulló buscando un taxi antes de que alguien la reconociera entre la gente. Por fortuna, los amigos más cercanos habían entrado en la capilla, y sólo quienes estaban en el tanatorio por puro compromiso habían consentido ocupar la última fila. Allí no había ningún rostro familiar, y Victoria se sintió aliviada. No le apetecía hablar con nadie.
Se acomodó en el taxi junto a Herder, que dio al conductor la dirección del hotel. Recordó la invitación de Marga para reunirse con ella y con Solange en la casa familiar, pero dudó unos segundos sobre la conveniencia de ir. De hecho, a esas alturas estaba ya solemnemente arrepentida de haber cedido al impulso de viajar a España. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿De qué servía su presencia en una ceremonia absurda a la que el propio Jan había sido ajeno? ¿Por qué había tenido que montar el numerito de la fiel amiga que pierde el bofe por acudir a un funeral? Jan ya estaba muerto así que… ¿Qué más daba que ella estuviese en Madrid o en Kuala Lumpur? Se quitó las gafas negras y se secó el sudor de las aletas de la nariz.
– Tengo que ir a la embajada.
La voz de Herder la sacó de sus cavilaciones.
– ¿Por qué?
– Hay un nuevo embajador. Le conozco, fuimos compañeros en un seminario en Brown. Quiere saludarme. Me ha invitado a comer.
Así que era eso. La solicitud de Herder, su atenta gestión de la crisis, su disponibilidad, escondían simplemente una ocasión de mantener un encuentro con un diplomático en un país extranjero.
– No creo que se alargue mucho. Espérame en el hotel. Duerme una siesta o… o date un baño.
«Qué considerado de tu parte organizarme la agenda.»
– De acuerdo. Que el taxi te deje en la embajada, nos queda de camino. Luego sigo yo al hotel. Te espero allí… o tal vez salga a comer fuera, ya veremos.
– ¿Qué tal estás?
Ella no contestó. Hizo con los hombros un gesto que podía entenderse como de resignación, aunque alguien más interesado en el comportamiento ajeno que el aspirante a senador Herder van Halen lo hubiese interpretado de otra forma. Lo que Victoria quería darle a entender es que no pensaba perder el tiempo en explicarle cómo se sentía, entre otras cosas porque tampoco lo iba a entender. Si en siete años había sido incapaz de comprender su relación con Jan, ¿cómo iba a hacerse una idea de lo que para ella significaba su desaparición definitiva?
El coche se detuvo frente a la puerta de la embajada. Un edificio horrible, pensó Victoria, y sintió cierto placer al compartir su impresión con su marido patriota y chauvinista.
– Debe de ser la embajada más fea de todo Madrid -le dijo al despedirse.
– Es por seguridad. -La besó levemente en los labios-. Procura descansar. Luego te veo.
El aire ardiente del mes de agosto entró por la puerta abierta. Victoria se reclinó en el asiento buscando la protección del aire acondicionado.
– ¿En qué hotel me dijo que se alojaban? -preguntó el taxista.
Victoria lo pensó un momento. Era lo más sensato que podía hacer: regresar a su habitación climatizada, pedir un almuerzo rápido al servicio de habitaciones, dormir una larga siesta, meterse en el jacuzzi. Luego, hacer el equipaje, llamar a la secretaria de Herder y pedirle que reservase dos pasajes de vuelta en el primer avión que saliese al día siguiente con destino a cualquier lugar de Estados Unidos. Poner tierra de por medio entre ella y los restos del desastre. Alejarse de Madrid, de su pasado, de su vida anterior. De todo lo que quedaba de Jan, y que, al no estar él, debería dejar de tener sentido cuanto antes.
Tomó aire unos segundos.
¿A quién quería engañar?
– En realidad, no voy a ir al hotel. Lléveme a la calle Recoletos. Me están esperando allí.
La casa de Jan. También era la de Marga, por supuesto, y obviamente la de Solange, pero había sido de Jan antes que de nadie, y a Victoria le gustaba pensar que también era un poco suya. Después de todo, ella le había ayudado a encontrarla, igual que ayudó a hacer la reforma, y a comprar los muebles y a dar de alta la luz, y el agua, y el teléfono. Era un piso precioso. Ciento ochenta metros cuadrados en pleno centro de Madrid, cinco balcones a la calle Recoletos, un salón inmenso y una cocina llena de luz. Había sido una ocasión de oro. Noventa millones de pesetas en 1996. Eso sí, estaba hecho una pena y hubo que gastar un disparate en arreglarlo. Pero por aquel entonces Jan estaba obsesionado con la idea de que necesitaba comprar una casa después de vivir durante toda la vida en distintos apartamentos de alquiler que habían pasado por todos los grados de habitabilidad que oscilan entre el lujo y la cochambre, siempre en función de la fase económica que atravesara. Sus trabajos irregulares le obligaban a adaptarse a las circunstancias, así que no le parecía ningún drama vivir en un apartamento de diseño y tener que dejarlo para instalarse en un estudio que hubiese podido ser calificado de pocilga. Pero luego llegó Solange, y en un par de años Jan asumió que no podía someter a una criatura a aquel ir y venir demencial. Era el momento de elegir un hogar definitivo, de decorar una habitación con nubecitas azules y lunares de color rosa.
Desde el punto de vista económico, era el mejor momento para dar el salto a la categoría de propietario. En aquella época Jan había empezado a jugar en Bolsa -a Victoria le daba miedo aquella forma de referirse al ejercicio bursátil, jugar, como si las subidas y bajadas fuesen en el fondo una partida de póquer-, y se le habían dado bien las inversiones. Era un tipo con suerte, reconocía él, aunque tampoco ocultaba a nadie que dedicaba dos horas al día a estudiar los movimientos precisos de aquel particular ajedrez. No se había hecho rico, por supuesto, pero sí ganado lo suficiente como para comprar aquella casa y convertirla en un lugar para vivir, lo cual no había sido nada fácil. Vic y Jan pasaron horas hablando con proveedores, lidiando con obreros informales, con vendedores de azulejos, instaladores de parquet y demás fauna y flora del acondicionamiento de viviendas.
Todos pensaban que eran un matrimonio, y la mayoría de las veces no se preocupaban por sacar a ninguno de su error. Al fin y al cabo, no era fácil que volviesen a ver al fontanero, al carpintero o a los pintores y, como Jan se encargaba de recordar, todos serían más escrupulosos en el trabajo si estaban convencidos de que había una mujer al mando de la flota. Así que jugaron a ser esposo y esposa delante de aquellos desconocidos, y Victoria encontraba secretamente divertido ejercer de adusta señora de la casa y protestar por la altura del rodapié o llamar la atención sobre una puerta mal lijada. Luego, cuando Jan se casó, Victoria supo que se había quedado sin derecho alguno sobre aquella casa que había considerado una posesión lejana, y le fastidió sentirse levemente rabiosa. Las broncas con los obreros, los presupuestos retocados, las informalidades del calefactor, toda la pequeña colección de miserias que trae consigo una casa nueva deberían haber sido cosa de Marga, que iba a comerse toda la miel sin recibir previamente ni el amago del aguijonazo de una de las abejas.
Fue Solange quien le abrió la puerta.
– ¿Dónde te habías metido? Te busqué a la salida del funeral. Pensé que te habías marchado… yo…
Se echó a llorar otra vez. Victoria le pasó la mano por el cabello, un cabello algo aceitoso, tan parecido al de Jan, aunque tal vez el exceso de grasa fuese cosa de la adolescencia
– Herder tenía prisa. -Le encantaba echarle la culpa de todo.
Besó a Solange en la frente y volvió a mirarla. Estaba guapísima incluso así, con la cara hinchada de tanto llorar. Llevaba puestos unos pantalones pitillo de color gris oscuro, unas bailarinas negras y una camiseta de algodón larga hasta las rodillas y estampada con una enorme calavera. Una camiseta horrible que sólo alguien como Solange podía llevar encima y seguir pareciendo lista para ocupar la portada de una publicación de moda para adolescentes.
– ¿Hay mucha gente ahí dentro?
Solange negó con la cabeza. Iba a hacer la enumeración, pero Chloe apareció por el pasillo. Dichosa Chloe, que parecía tener el don de la ubicuidad.
– Hola de nuevo, Victoria. Me alegro de que hayas llegado. Ahí dentro todos preguntan por ti. No sabían que habías venido desde América.
Estupendo. Así que ahora iba a convertirse en la estrella invitada. Detectó cierto retintín en la declaración de Chloe. A lo mejor pensaba que aquel papel le correspondía a ella y que iba a serle usurpado. Le dieron ganas de decirle que no tenía ninguna intención de relegarla al puesto de segunda vedette. «Quédate con los aplausos, Chloe. Quédate con la atención del público, quédate con todo lo que tú quieras.»
– Solange, querida, descansa un poco. -Se volvió hacia Victoria como buscando una aliada-. Lleva casi dos días sin dormir. Yo creo que debería echarse.
«Yo cgeo que debeguía echagse.» Vic decidió que en aquella ocasión era preferible ponerse del lado del más fuerte.
– Tu madre tiene razón. Duerme un rato. Te… te veré luego y hablaremos.
Error. No debería haberse comprometido a esa futura charla. Además, ¿de qué se suponía que iban a hablar? Con esas promesas, parecía estar dejando una puerta abierta a las expectativas de los otros. «Menos mal que has venido.» «Gracias a Dios que estás aquí.» Como si ella pudiese ser la panacea de todos los males. Como si su caro bolso de piel llevase oculta una varita mágica capaz de resolver los problemas. Quizá en una época había sido así, pero ya no. Tenía otra vida lejos de Madrid. Lejos de Solange, de Marga. Lejos de Jan. Más lejos que nunca, a partir de ahora.
– Está bien. -Solange la besó, y luego se volvió hacia su madre-: Tú te vas ya, ¿no?
– Sí. Mi vuelo sale dentro de dos horas. Estaré un rato con Marga, y luego tomaré un taxi para el aeropuerto.
Aquella mujer era increíble. Iba a largarse así, dejando a su hija huérfana. Claro que ése era el modus operandi de Chloe: salir pitando de todas partes donde hubiese un atisbo de conflicto. Besó a su hija y la abrazó teatralmente con sus hermosos y blancos remos de cuarentona sofisticada.
– Sé fuerte, mi amor. Te llamaré esta noche, ¿de acuerdo?
Solange ni siquiera contestó. Se alejó por el pasillo, dando pasos rápidos con sus elegantes zapatos de ballet. Chloe no se movió del vestíbulo. Dedicó a Victoria una mirada de resignación, y ella supo que había llegado el momento de las confidencias. O, al menos, del remedo de ellas.
«Vamos, Chloe, juguemos a ser amigas. Cuéntame algo que no sepa. Pídeme un consejo, ayuda, consuelo… Es lo que toca, ¿verdad?»
– ¿Qué me dices de la camiseta? ¿Tú crees que se puede andar por ahí con esa cosa larga y estirada? Le dije que se pusiera una blusa con los leggins grises, pero ni caso. Es testaruda como ella sola.
Victoria sólo pudo componer una mueca desmayada. Lo último que esperaba era que Chloe sacase a colación el asunto de la indumentaria de su hija. Por fortuna, enseguida cambió el tercio para meterse en la piel de la madre preocupada.
– Está destrozada, la pobre. Adoraba a Javier… Pero eso tú ya lo sabes. Más adelante me gustaría que se viniese conmigo a París. Cuando acabe todo este lío de las colecciones. Diciembre es un buen mes, aunque hace tanto frío…
Estupendo. Chloe iba a aplazar cuatro o cinco meses la visita de su hija sin padre. ¿De qué demonios estaba hecha por dentro aquella mujer?
– La verdad es que Solange y yo no nos conocemos mucho. -Había un tono desapasionado en su confesión-. Yo era tan joven cuando nació… Supongo que no me ocupé mucho de ella. Y luego estaba Javier, claro. Me lo puso demasiado fácil llevándosela enseguida.
Así que ahora la culpa de que Chloe fuese una madre horrible era sólo de Jan. Victoria sintió deseos de pegarle. ¿Y si lo hiciera? ¿Se sentiría mejor si fuese capaz de dar una bofetada a Chloe? Una bofetada sonora, con la mano abierta y el factor sorpresa multiplicando su efecto humillante. Cualquier cosa antes de seguir allí de pie, en el recibidor, escuchando obviedades.
– Victoria… Me dijeron que estabas aquí.
Tardó unos segundos en reconocer la voz de Santiago Lema. Llevaban seis o siete años sin verse, y le sorprendió encontrarlo distinto, aunque no era capaz de explicar en qué había cambiado. Estaba más delgado, sí. Y a lo mejor también tenía menos pelo. En definitiva, el tiempo también había pasado para él. Como para todos. Santiago le tendió la mano, y a ella le pareció absurda la formalidad del gesto, así que lo besó en las mejillas. Junto a ellos, Chloe no perdía ripio. Victoria sospechaba que se sabía la historia. O, al menos, una parte. Quizá Jan se la había contado.
– Chloe, ¿nos dejas un momento?
Santiago, tan poco amigo de formalidades y ceremonias. Tan directo, tan escasamente diplomático cuando era necesario.
– Oh, claro que sí. Tendréis cosas de que hablar.
«Tendgeis cosas de que hablag.» Maldito Jan. Nunca había sabido cerrar la boca. Por fortuna, Chloe se alejó meneando su privilegiado esqueleto, su culo respingón protegido por un pantalón de diseño.
– ¿Cómo estás?
Qué pregunta tan torpe, pensó Victoria. Sonrió y se encogió de hombros.
– Intentando hacerme a la idea, supongo. -Se dio cuenta de pronto de que hacía mucho calor en aquel vestíbulo-. Oye, ¿qué pasó exactamente? Marga no me explicó nada. Y tampoco iba a preguntarle a ella, o a Solange.
– No hay mucho que contar. Fue un infarto. Se desplomó en la calle. Llegó muerto al hospital. Ni siquiera se dio cuenta.
«Y tú qué sabes. Qué sabemos nosotros de lo que pasa en esos segundos previos a la muerte. Cuánta conciencia, cuánta lucidez hay en ese último instante.»
– No estaba seguro de que fueras a venir. Marga no se enteró muy bien de lo que le contestaste.
– Si te digo la verdad, yo tampoco sé lo que le dije… ni lo que me dijo ella. Me vine casi a ciegas, fíjate.
– ¿Por qué no me llamaste?
Eso, ¿por qué?
– No tengo tu número. -Era una forma elegante de responder «porque llevo siglos sin hablar contigo y no eras la persona con la que me apetecía comunicarme en ese momento».
– El caso es que yo sí iba a llamarte porque… Bueno, hay algo de lo que deberíamos hablar. Se trata de Jan.
Un pinchazo en el estómago. Victoria se preguntó si, de ahora en adelante, iba a sentirse así cada vez que oyese aquel nombre.
– Tú dirás…
– Ahora no, Victoria. Es largo de explicar y no estamos en el sitio más adecuado. Éste es el número de mi despacho. Llámame mañana, a la hora que tú quieras, y nos vemos un momento.
Guardó la tarjeta justo cuando Marga apareció por el vestíbulo.
– Victoria… Te estamos esperando para comer algo. Ven tú también, Santiago.
– No, gracias, tengo que marcharme. -La besó tras estrecharla unos segundos en un abrazo-. Te llamo después, ¿vale? Y no te preocupes por nada. Yo me encargo de lo que haga falta.
Santiago Lema, el eficiente abogado. Qué amable de su parte ofrecerse para todo. Victoria pensó si también iba a abrazarla a ella para despedirse, pero no lo hizo.
– Hasta mañana, Vic.
En el salón, alguien había dispuesto una mesa de bufé tan bien surtida que parecía un bodegón de Arcimboldo.
Victoria se dio cuenta de que tenía hambre. Llevaba casi un día sin comer, a excepción de los aperitivos del avión y las sobras de los bollos en el hotel. De buena gana se hubiese colocado en el mejor sitio junto a la comida para dar cuenta de la tortilla de patata, las empanadas chilenas y la fuente de embutidos, pero, como bien había advertido Marga, había demasiada gente esperando por ella. La noticia de su presencia había corrido como la pólvora entre los asistentes al funeral. Victoria está aquí. Victoria. Sí, la que vive en América, la que se casó con un ricachón. La amiga de Jan. La amiga de Jan. La amiga de Jan. Y, a continuación, las dobles miradas, las sonrisas maliciosas, las mismas expresiones irónicas que le resultaban tan familiares desde hacía casi treinta años. ¿Y si se marchaba ahora, antes de dar a las fieras su diaria ración de carnaza? ¿Y si los dejaba a todos con un palmo de narices, hurtándoles la oportunidad de escrutarla, de analizarla, de hacer elucubraciones malignas sobre su estado de ánimo? Debían de estar encantados con el espectáculo: ella y Marga bajo el mismo techo, listas para echar de menos a Jan, consolándose mutuamente, compitiendo quizá en el dolor por la pérdida.
Conocía a la mayoría de la gente -aunque había olvidado casi todos sus nombres-, pero también había personas extrañas a las que un alma caritativa habría puesto en antecedentes de la situación. Victoria comprobó, consternada, que unos y otros tenían intención de ofrecerle sus condolencias, de convertirla en merecedora de una atención especial. Los mismos que habían dado el pésame a Solange y a Marga pretendían otorgarle el mismo tratamiento supuestamente afectuoso que a la viuda y a la hija de Jan. Y se propuso firmemente hacerles fracasar. Supo poner distancia. Dar a aquellos abrazos, a aquellos besos, la frialdad recíproca de un saludo social. No lloró, no se le quebró la voz, y por supuesto no dio las gracias a los que querían confortarla. Cuando alguien le decía «lo siento mucho», ella contestaba «yo también», colocando así al otro al mismo nivel de pesar. Tras terminar los saludos se sintió agotada. Hubiese sido capaz de dormirse allí mismo, sentada en la silla incómoda que alguien le había ofrecido, y que rechazó para acercarse a hablar un rato con Marga. Asumiendo que no habría fuegos artificiales, decepcionados tal vez por la insultante normalidad que se respiraba allí, los asistentes se dedicaron a la comida. Victoria se sirvió un emparedado. Marga dijo que no tenía apetito.
– Lo siento, pero no me entra nada en el cuerpo. ¿Ya has visto a Solange? -preguntó.
– Sí. Chloe la mandó a echarse un rato. Le vendrá bien descansar. ¿Cómo está?
– No lo sé. -Dibujó una sonrisa desangelada-. Ni siquiera sé cómo estoy yo. Ha sido tan inesperado que…
– Pero ¿Jan estaba mal? ¿Tenía problemas de corazón?
Victoria no conocía de nada a la mujer que acababa de plantarse entre ambas con la pregunta impertinente, pero de muy buena gana le hubiese propinado un empujón. ¿Por qué tenía la gente esa manía de investigar en las razones de una muerte? Y, sobre todo, ¿no habría nadie mejor a quien preguntar que a una viuda?
– No. No que yo sepa -balbuceó Marga.
Victoria supo que iba a echarse a llorar otra vez e, instintivamente, le pasó la mano por encima de los hombros y la atrajo hacia sí. Todas las miradas se volvieron hacia ellas. «Qué gran momento», pensó Victoria.
Por fortuna, Chloe entró en ese instante.
– Bueno, yo tengo que irme.
– ¿Tan… tan pronto? Solange se llevará un disgusto al saber que no vas a quedarte. ¿No puedes retrasar el regreso un par de días?
– Ah, no… Estoy hasta arriba de trabajo. Ya ha sido una locura dejar París en este momento. Acabo de hablar con Jean Claude y dice que no puede prescindir de mí ni un día más.
«Y dale con el dichoso Jean Claude.»
– Pero es que la pobre Solange… No sé, creo que para ella sería de mucha ayuda que estuvieses por aquí.
Victoria notó que le sudaban las palmas de las manos. La insistencia de Marga empezaba a incomodar a Chloe, no porque le importase mucho lo que le estaba diciendo, sino porque gracias a sus súplicas había una veintena de personas pensando al mismo tiempo que era una pésima madre.
– Mira, Marga, ya hablaré con Solange por teléfono. Esta misma noche la llamaré desde casa… Pero no puedo quedarme en Madrid de ninguna de las maneras.
Marga se echó a llorar otra vez, y el gesto de fastidio de Chloe se convirtió en una mueca de desprecio. Suspiró poniendo los ojos en blanco, y luego cambió con Victoria una mirada que quería ser de complicidad, aunque no encontró respuesta. Le dedicó una sonrisa seca antes de abrazarla.
– Siempre le decía que hubiera hecho mejor casándose contigo -susurró, a modo de despedida.
Victoria sólo pudo desear que nadie más hubiese oído aquellas palabras que, como todo lo que venía de Chloe, estaban cargadas del peor de los venenos.
Herder se había empeñado en almorzar con un antiguo compañero de hermandad. Siempre que viajaban, aparecía algún viejo colega del Lambda Kappa Omega (o algo por el estilo) con el que había que comer mientras se recordaban batallitas que tenían como escenario las verdes praderas de la Universidad de Brown. Victoria se preguntaba cuántos miembros tendría la dichosa fraternity de su marido (cientos, a juzgar por su facilidad para materializarse en cualquier sitio), y si éstos andaban diseminados por el mundo como una secta de pelmas empeñados en recordar su alegre pasado universitario delante de terceros. Porque, claro, para la sesión rememorativa los simpáticos muchachos de Lambdaloquefuera necesitaban público. Así que Victoria se había convertido en una experta en el arte de escuchar con una sonrisa mientras pensaba en sus propios asuntos todo el repertorio de las tontas barrabasadas que un puñado de gamberros hijos de papá perpetraban con el fin de divertirse. Le ayudaba pensar que al menos no estaba sola en el suplicio, pues todos los miembros de la fraternidad que había conocido estaban casados, de forma que entre sus mujeres solía establecerse cierta complicidad resignada que resultaba un consuelo mínimo. Mal de muchos… Pero, en aquella ocasión, las cosas se torcieron. Porque Lauren, la esposa de Frank Wilson, no podía ser, como ella, una simple espectadora del show. También era miembro de una fraternidad femenina de Brown -la muy enrollada Alpha Pi-, y había conocido a su marido y al propio Herder en aquella época de desenfreno postadolescente. De modo que Victoria se quedó sola ante el peligro mientras aquellos tres se acordaban de la noche en que habían asaltado la piscina del campus para darse un baño desnudos o de aquel estudiante húngaro que se partió la crisma intentando entrar por un balcón en el cuarto de su novia americana. La conversación no fue más allá del profuso intercambio de anécdotas -la mayoría de ellas ya rememoradas en otras reuniones- y Victoria nunca supo qué demonios estaban haciendo en Madrid los señores Wilson.
Por fortuna, la reunión se disolvió temprano. A las cuatro. Y sin demasiadas contemplaciones, Frank Wilson declaró que tenía que descansar un poco.
– ¿Cuándo volvéis a Nueva York?
Herder miró brevemente a Victoria.
– Mañana por la tarde.
Ella se sintió confortada. Así que ya había fecha para el regreso. Se alegró. No le quedaba nada que hacer en Madrid. Sólo ver a Santiago y escuchar lo que tuviera que decirle. Y eso ocurriría en cuestión de una hora. Se despidió de Frank y de su mujer -a él, por cierto, se le empezaban a cerrar los ojos-, y escuchó cómo Herder y Lauren hacían votos por no perder el contacto antes de arrancarse a cantar por lo bajini una bochornosa cancioncita de su época dorada. Frank no les siguió al estribillo. Se había quedado dormido en su cómodo sillón de mimbre y ni siquiera aquella muestra de nostalgia en versión musical fue capaz de despertarlo.
Cuando se bajó del taxi, Victoria pudo sentir en el rostro una ráfaga de calor seco, y aquella sensación sirvió para acentuar su desánimo. Se había dado cuenta de que no tenía ganas de ver a Santiago. Incluso habría preferido regresar junto a los señores Wilson para seguir escuchando historietas de hermandad, siempre y cuando Frank hubiese vuelto ya del mundo de los sueños. Además, le resultaba difícil pensar que ella y Santi tuviesen algo que decirse después de tantos años y de tantas cosas que habían pasado. «Se trata de Jan», le había dicho, pero Victoria pensó que podría ser una argucia para proponer una cita que, en otro caso, ella probablemente no hubiera aceptado.
Habían quedado en una pastelería de la calle Serrano. Fue ella quien propuso el sitio, aduciendo que estaba cerca de su hotel, pero en realidad lo eligió porque se le antojaba un lugar impersonal y vacío de todo significado. El mejor territorio para reencontrarse con un tipo al que había amado desesperadamente durante más tiempo del que quería reconocer.
– Hola, Vic.
– Hola…
Le dio un beso en la cara, y una vez más se preguntó cómo era posible que Santiago pudiese provocar en ella semejante indiferencia si hubo un tiempo en que temblaba como una hoja sólo con que la mirase durante más de un segundo. Claro que de eso hacía más de un siglo.
– ¿Qué quieres tomar?
– Un té. Con hielo y limón.
Pidió lo mismo para él, y luego se sentó.
– Tengo que darte una cosa…
– ¿A mí?
– Sí. Es de Jan.
Perfecto. Santiago la había llevado a aquella cita en tierra de nadie para entregarle alguna tontería que había pertenecido a su amigo. Era el numerito sentimental que le faltaba para completar el cuadro. Se preguntó qué demonios le iba a dar. ¿Una corbata vieja? ¿Una de aquellas largas y feas bufandas de lana que a Jan le gustaba usar? ¿La pulsera de cuero que llevó durante algún tiempo? ¡Oh, qué absurda esa manía de convertir los objetos en símbolo de los buenos recuerdos, de los tiempos perdidos! Jan no era el tipo de persona que hace eso. Santiago sí. De él habría sido la absurda idea de convertirla en emocionada depositaría de algún cachivache mugriento que Jan ni siquiera recordaría.
– Toma.
No era un pañuelo usado, ni un mechero, ni ninguna otra cosa que hubiera podido imaginarse. Era un sobre sin abrir.
– ¿Qué es?
– ¿A ti qué te parece? Es una carta, Victoria. Una carta de Jan.
Parecía incómodo. Dejó el sobre encima de la mesa, y durante unos segundos Victoria pensó que iba a marcharse. No lo hizo. Se reacomodó en la silla y la miró de frente antes de seguir hablando.
Fue hace unas semanas. Llegó al despacho y me dijo que te diese esto si a él le pasaba algo.
– Pero ¿qué pensaba que le podía pasar?
– Pues eso le pregunté yo, pero ya sabes cómo era Jan cuando no quería dar explicaciones: «Tú guarda la carta y punto, y si dentro de cincuenta años no me he muerto, puedes usarla para limpiarte el culo». Eso fue lo que me dijo.
Cogió el sobre de la mesa. Victoria ni siquiera lo había tocado, pero de vez en cuando lo miraba de reojo, como si temiese que se pudiera evaporar. Santiago se dio cuenta de que tenía los labios tan blancos como el papel. En realidad, toda la piel de Victoria tenía la palidez cenicienta que deja la tristeza. Hubiese querido tomarla de la mano, pero no se atrevió. En lugar de eso le tendió la carta.
– Mira, reconozco que esto tiene un punto morboso. Pero sea lo que sea lo que hay dentro de este sobre, Jan quería que lo tuvieses tú.
– Oh, por favor…
La voz de Victoria se entrecortó en un sollozo. Santi no se sorprendió. De hecho, pensaba que había tardado demasiado en echarse a llorar. Pero no lo hizo. Se pasó la mano por los ojos y los clavó en él con cierta fiereza.
– ¿Y no insististe para que Jan te explicara a qué venía tanto misterio?
– Pues no, Victoria. Sabes mejor que nadie que Jan tenía sus rarezas, y pensé que ésta era una de ellas. Metí la carta en un cajón… Y, para ser sincero, no volví a acordarme de ella.
Victoria se dijo que aún no había acabado con Santiago.
– ¿Por qué no me la diste antes?
– ¿Antes? ¿Antes de qué?
– Antes… No sé… Llevo en Madrid dos días. Pudiste llamarme para decir que tenías la carta y entregármela en cuanto llegué. Antes del funeral… O justo después. ¿Por qué esperaste tanto? Yo no…
– Victoria, por todos los… No empieces con tus cosas, ¿vale?
– ¿Con mis cosas? ¿Qué quieres decir?
– Que estás deseando poder enfadarte con alguien. Si Jan hubiese tenido un accidente de tráfico, dirigirías tus iras hacia el conductor del otro coche o hacia los dueños de la BMW. Si se hubiese caído por la terraza, echarías sapos y culebras contra Marga por no asegurar los barrotes del balcón, y si le hubiese abierto la cabeza una maldita teja mientras paseaba por la calle, arremeterías contra el alcalde o… o contra el Ministerio de Fomento. Pero resulta que Jan se murió de un infarto que lo dejó en el sitio, y como no puedes echarle la culpa a nadie, andas buscando a cualquiera que haya hecho algo para empeorar lo que ha ocurrido, como si no fuese ya suficientemente malo.
Victoria miró a Santiago intentando parecer ofendida, pero en realidad había dado en el clavo. Desde que supo que Jan había muerto había estado buscando a quien responsabilizar para poder diluir la tristeza en cualquiera de las múltiples formas del rencor. Aunque a regañadientes, reconocía como natural ese comportamiento suyo, pues desde niña, y ante cualquier contratiempo, se sentía mucho mejor desplegando su rabia contra cualquiera que tuviese algo que ver en el asunto. Si en un examen caía un tema que no había estudiado, parte de la culpa la tenía el imbécil al que había pedido los apuntes y que no lo había incluido en el temario. Si la lluvia arruinaba sus vacaciones, el responsable era Herder por haber elegido la costa mexicana en lugar de los Hamptons. Si se le quemaba una hornada de galletas, era a causa de la llamada telefónica de un colega que la había distraído de su quehacer en la cocina. Una vez, cuando tenía catorce años, se rompió un dedo del pie al tropezar con una silla, y no paró hasta averiguar cuál de sus hermanos había sido el último en sentarse en ella y dejarla mal colocada. Aún ahora, treinta años después, recordaba perfectamente la diatriba feroz que había dedicado a Sergio, a quien hizo sentirse como un verdadero criminal por no haber arrimado la silla unos centímetros más hacia el oeste. Lo más curioso de todo, pensaba, es que a pesar del dedo roto y el dolor sordo que le martilleaba desde la uña, aquello la hizo sentirse un poco mejor. Y, sí, Santi tenía razón al decir que estaba buscando algún culpable, por lejano que fuese, del desconsuelo que había venido a invadir su vida.
– No quería decir eso… Es que estoy sorprendida, nada más.
Antes muerta que reconocer una debilidad de carácter, un defecto innegable, un borrón en su expediente de persona perfecta. Por fortuna, Santiago no tenía intención de hurgar en la herida. Tomó el sobre de la mesa y se lo tendió. Victoria tardó unos segundos en cogerlo, y cuando lo hizo lo guardó en el bolso con la rapidez del rayo.
– Tengo que marcharme -le dijo Santiago-. Hay una reunión en el despacho y ya llego tarde.
– Vaya. Siento haberte entretenido.
– No pasa nada. ¿Cuándo vuelves a Nueva York?
– Mañana. La verdad es que ya no me queda gran cosa que hacer en Madrid.
Santiago la miró largamente, y Victoria tuvo la sensación de que iba a decirle algo, pero no fue así.
– ¿Tienes que ir a algún sitio? Puedo llevarte a donde quieras, tengo el coche ahí mismo. La única ventaja del verano en Madrid es que puedes aparcar en donde te venga mejor.
– No. Creo que voy a quedarme un rato. No estoy lo que se dice muy ocupada y me ha entrado un poco de hambre. Ya nos veremos.
– Lo veo difícil, si te vas mañana -le dio un beso rápido-. Hasta cuando sea.
– ¿Quiere algo más?
Victoria decidió no buscar señales de retintín en la pregunta supuestamente servicial de la camarera. Delante de sí tenía los restos de un cruasán relleno de chocolate, una magdalena de arándanos y una crepe con dulce de leche coronada con nata montada. Había acompañado la mezcla con una cocacola light, no como una forma de pitorreo hacia sí misma sino porque se había acostumbrado a los refrescos sin calorías. Frente a ella, la camarera contemplaba los restos del naufragio -virutas de chocolate derretidas que se habían pegado al fondo del plato, un puñado de migas amoratadas, nata deshecha y mezclada con el dulce de leche-, preguntándose seguramente qué clase de enferma era capaz de atracarse de esa manera y en qué momento aquella mujer iba a salir disparada a vomitar en el cuarto de baño para aliviar a la vez su estómago y su mala conciencia.
– Sí, gracias. Tráigame un té verde. Con sacarina, por favor.
Pedir edulcorante después de aquel festín constituía una última provocación. Nunca tomaba azúcar con el té, pero quería remachar la opinión que la camarera debía de haberse formado: era una completa chiflada que sufría ataques alternos de gula y sobriedad alimentaria.
Aquella chica, por lo demás tan profesional como escasamente simpática, no podía adivinar que desde tiempos inmemoriales Victoria necesitaba atiborrarse de cosas dulces antes de enfrentar una situación complicada. Cuando estaba en la universidad solía engullir tres bollos grasientos de la cafetería de la facul antes de mirar las notas de los exámenes de fin de curso, y veinte años después aún se daba un atracón de pasteles cuando iba a recoger los resultados de su chequeo anual a la consulta del ginecólogo. Y, desde luego, leer la carta postuma de Jan era algo mucho peor que enterarse de los pormenores de una citología o las calificaciones de una prueba. Se bebió el té a sorbitos, con la vaga esperanza de que la infusión pudiese absorber una pequeña parte del exceso de mantequilla del cruasán y del bollo con fruta, y luego tomó la decisión de leer la carta allí mismo, en la pastelería, donde posiblemente la camarera habría dado ya la voz de alarma y el resto del personal estaría pendiente de la bulímica de la mesa cuatro que se había zampado tres meriendas completas.
Se entretuvo unos segundos en mirar el sobre antes de abrirlo. Era blanco, de tamaño cuartilla, con su nombre escrito a máquina (Jan siempre había desconfiado en exceso de su caligrafía) y ninguna señal en el remite.
«¿A qué viene esto, Jan? ¿Qué sorpresa me has preparado?»
Dejar una carta postuma no era propio de Jan, no señor. Y por eso Victoria estaba aterrada. Porque sabía que cualquier cosa que contuviera aquel sobre tenía que ser más que importante. Estaba segura de que no iba a encontrar allí dentro una cálida declaración de amistad, ni una innecesaria revelación de afecto eterno más allá de la muerte. Jan jamás le hubiese legado nada parecido. Y por eso tenía miedo. Porque, sin ninguna duda, lo que había allí dentro iba a impedir que al día siguiente durmiese a pierna suelta en su asiento de primera clase de camino a Nueva York.
«¿A qué estás esperando, chica? Empieza de una vez.»
A Victoria le pareció escuchar la voz de Jan justo antes de rasgar con cuidado el lateral del sobre. Dentro había unos folios mecanografiados. Al verlos, ni siquiera se dio cuenta de que la camarera había dejado frente a ella un puñado de sobres de sacarina.
Vic:
Cuando leas esta carta creerás que tienes motivos para enfadarte conmigo. Así pues, empiezo suplicándote clemencia, y te pido que recuerdes que, después de todo, si estas páginas han llegado a tus manos es porque estoy muerto. Eso debería ser suficiente como para que me perdonases casi cualquier cosa.
Ayer estuve en el cardiólogo. Llevaba días sintiéndome raro, y ya imaginarás que para vencer la antipatía que tengo a los hospitales debí de encontrarme bastante mal, así que te ahorraré los detalles. Pedí una cita con el médico, que prescribió una batería de pruebas hasta acabar en un especialista. El caso es que aquel tipo de bata blanca me cobró un dineral por decir que voy a morirme en cuestión de meses. Al parecer, tengo una lesión incurable en no sé qué válvula del corazón. La cosa es grave, tanto que me han apuntado en la lista de trasplantes, pero ese médico tan caro me ha advertido de que no hay muchas posibilidades de encontrar un donante compatible conmigo. Mi grupo sanguíneo complica las cosas. Así que, después de dos horas y muchas pruebas, salí de la consulta con seis mil euros menos y la sentencia de muerte debajo del brazo. Todo un negocio, chica. ¿ Ves como tengo razón cuando digo que es preferible no ir al médico?
Después de pensarlo, he decidido no hablar del asunto a Marga, mucho menos a Solange. De hecho, no pienso contarle esto a nadie. Y eso, querida, te incluye a ti, que sabes de mí más que cualquiera. Espero que me perdones por no compartir contigo este secreto. Y ahí empieza, supongo, tu primer enfado. Antes de que crezca y se convierta en algo parecido a la cólera de los dioses, deja que me justifique: no vale de nada que tú sepas lo que me ocurre. No puedes ayudarme y, de todas formas, la única manera de guardar un secreto es no compartirlo con nadie. Así que tienes que entenderlo, porque no te queda otra. Y permite que vuelva a recordarte que estoy muerto.
Si las predicciones del matasanos atracabolsillos se cumplen al pie de la letra, todavía me quedan unas semanas para poner en orden algunas cosas materiales, que son las que están en mi mano. Aunque no voy a ocultar que la idea de morirme no me hace ninguna gracia, mi familia es en este momento mi mayor preocupación. Por supuesto, quiero que no les falte de nada, que puedan seguir viviendo más o menos como hasta ahora, y estoy haciendo lo posible para conseguirlo. Pero no es eso lo que me quita el sueño.
Vic, hace unos meses que Solange no se lleva bien con Marga. Siempre pensé que la actitud de mi hija en los últimos tiempos era cosa de la edad. A mí ya se me ha olvidado lo que es ser adolescente -quizá a ti no, siempre tuviste buena memoria- pero, en cualquier caso, recuerdo que puede ser una etapa complicada. Hasta ahora no había dado importancia a los constantes enfados de Solange con mi mujer. Estaba seguro de que con el tiempo las aguas volverían a su cauce y, en cualquier caso, ahí estaba yo para reconducir la situación y evitar que la sangre llegara al río. Siempre se me dio bien hacer de árbitro. Pero el destino ha hecho de las suyas, chica. Y yo ya no podré poner paz entre las dos.
Sería estupendo poder recurrir a Chloe. La madre de una cría de dieciséis años debería ser la persona más indicada para cuidarla y llevarla por el buen camino. Pero ¿ qué te voy a contar a ti de ella? No conoce a su hija, y, lo que es peor, eso es algo que no le importa. Hasta ahora me alegré. Alguien como Chloe no es la mejor influencia para una chica, así que estaba encantado de que siempre se hubiese mantenido al margen de Solange. Ahora pienso que todo sería más fácil si Chloe fuese una verdadera madre o, simplemente, una buena persona a la que se pudiese recurrir en un momento de crisis. Pero no es ni lo uno ni lo otro.
Una madre desconsiderada, una madrastra a la que no respeta, un padre muerto. Mi hija se queda sola en el mundo, Vic. La única forma de que salga adelante es que aprenda a entender a Marga. Que vuelva a quererla como la quería antes. Que la aprecie en lo que vale, que la escuche, que le permita ocuparse de ella. Que la respete, porque ahora no lo hace. Y es ahí donde entras tú.
Me ahorro las disculpas previas, porque sé que no te gustan y a mí no me salen, por eso no voy a escribir que no tengo ningún derecho a hacerte esto, etc., etc. Victoria, cuando haya muerto, necesito que tomes las riendas de mi familia. Que estés alerta para que la distancia que existe entre Marga y Solange no crezca hasta convertirse en insalvable. Que las vigiles a las dos, que medies, que intercedas. Solange te quiere con locura. En cuanto a Marga, te respeta demasiado como para no tener en cuenta cualquier cosa que propongas. Aceptará tu papel de rey Salomón, y escuchará tus opiniones como si vinieran de mí.
Siempre he creído que tú y ella no habéis llegado a conoceros bien, y la culpa es sólo mía por no haber sabido fomentar vuestro acercamiento. Siempre miraste a Marga como mi pareja. En cuanto a ella, desde el primer momento vio en ti a la mujer que había establecido conmigo una relación cuyo entendimiento se le escapaba. Así las cosas, ¿cómo ibais a crear vuestro propio territorio? Más de una vez, cuando el mundo estaba en su sitio y yo ni siquiera había pensado que podía morirme antes de cumplir los cincuenta, había dado vueltas a la forma de resolver esta situación. Y lo siento, chica, pero no se me ocurrió nada. A lo mejor es que siempre dejé el tema para más adelante. O es posible que la diplomacia no se me dé tan bien como yo creo. Pero ahora, Vic, Marga y tú estáis condenadas a entenderos, siempre y cuando aceptes cumplir mi última voluntad (qué horrible suena eso) o, más sencillamente, que me hagas el favor que voy a pedirte.
Sé que se avecina el tercer enfado: te estarás preguntando cómo demonios te las vas a ingeniar para cumplir con mis exigencias. La respuesta, Vic, no la tengo yo. Sé que sabrás arreglártelas. Siempre lo has hecho. Como cuando te las ingeniabas para conseguir los resúmenes del temario de una asignatura tres días antes del examen final. O como cuando fuiste capaz de salir adelante estando más sola que la una. Lo hiciste muy bien contigo misma, chica, así que no veo por qué no vas a ser capaz de repetir la jugada con mi gente. Te pido, te suplico, que impidas que mi familia salte por los aires, que me temo que es lo que puede ocurrir cuando yo no esté.
Vic, querida, estoy asustado. Saber que te tengo de mi parte es la única cosa que alivia un poco este miedo. Ojalá pudiese coger el teléfono ahora mismo, cuando deben de ser las cinco de la madrugada en la Costa Este, para despertarte en mitad de la noche y contarte lo que me está pasando. Pero, a pesar de lo mucho que me aliviaría compartir este secreto, a la larga sería peor. Y, perdona, pero no me refiero a ti, sino a mí. Necesito que nadie sepa lo que me ocurre para vivir lo que me queda con cierta normalidad, y poder hacerme la ilusión de que todo es como antes. Eso sería imposible si Marga y Solange estuviesen al tanto de mi enfermedad. Así pues, me aguanto las ganas de escuchar tu voz -y de provocar la indignación de Herder por no respetar la diferencia de horarios-y decido mantenerme en silencio. Sé que lo vas a entender, aunque de momento sólo tengas ganas de matarme. Pero, claro, no puedes… y no hace falta que te recuerde por qué.
Si tú y yo fuésemos de otra manera, habría llegado el momento de dedicarte unas líneas de despedida, unas frases sentimentales y con un punto cursi para recordar lo que significas en mi vida. Pero los dos somos como somos, y ni yo quiero escribir esas palabras ni tú querrías leerlas. Hace mucho tiempo que está todo dicho entre tú y yo, y no pienso estropearlo con sensiblerías que no nos van a ninguno de los dos.
Gracias por todo, chica.
– Por todos los…
El primer impulso de Victoria fue romper la carta. Hacer trizas aquellas tres páginas le hubiese sentado de maravilla porque, como Jan había predicho, se sentía fundamentalmente enfadada. Ni conmovida, ni emocionada, ni enternecida, sólo cabreada hasta la médula. Si hubiese tenido a Jan allí delante, habría sido un placer arrancarle la cabeza después de soltar a grito pelado una completa colección de insultos. Estar gravemente enfermo y no contárselo a nadie. Mejor dicho, estar enfermo y no contárselo a ella, porque le traía al fresco lo que Jan hiciera con los demás. Y luego, cuando ya estaba muerto, mandarle una cartita desde el más allá pidiéndole, exigiéndole más bien -porque así solicitaba Jan las cosas, con esa mansedumbre que en realidad encubría una férrea petición a la que no había forma de negarse- que se ocupase de una hija malcriada y una mujer inútil. Y se lo pedía precisamente a ella, Victoria, que vivía tan feliz a seis mil kilómetros de distancia. Bueno, tal vez no vivía feliz. Pero sí tranquila, y lejísimos. ¿En qué estaba pensando Jan cuando la eligió para dejar caer frente a ella semejante regalito?
La respuesta se le ocurrió en el mismo momento de formular la pregunta. ¿Y en quién iba a pensar? ¿Había alguien en la vida de Jan capaz de hacerse cargo de semejante embolado? Sólo Vic, claro.
«Lo siento mucho, chica, pero no tenía elección.»
Eso es lo que Jan diría si pudiese decir algo. Con esa frase se disculparía por ponerle sobre los hombros una carga tan grande como frágil. «Aquí, querida Vic, tienes la nutrida cristalería de Bohemia que dejo al morir. Hazte cargo de ella, por favor, y procura que todas las piezas lleguen sanas y salvas.» Y luego, adiós muy buenas. Un infarto, y punto final. Victoria se dijo que Jan había tenido buena puntería. Morirse cuando tu hogar empieza a parecerse a un polvorín es una de las cosas más inteligentes que puede hacerse.
Y luego, claro, el asunto de su dichoso corazón. ¿Se había cuidado Jan lo suficiente? La respuesta es no. La carta hablaba de una lesión cardiaca incurable, pero vete tú a saber. Seguro que, tras detectarle el problema, había seguido comiendo a dos carrillos, tomando las mismas copas y fumándose dos paquetes de cigarros cada tres días. Claro que de eso también tenía la culpa Marga, que jamás se metió en nada, que nunca quiso controlar sus comidas ni aconsejarle que redujese el consumo de alcohol, ni le daba la tabarra para que dejase de fumar. Estúpida Marga. «Quizá Jan hubiese vivido un poco más si tú no hubieses decidido respetar tanto sus malas costumbres. A lo mejor tu marido hubiese tardado un par de años en morir si, como hacen otras mujeres, hubieses impuesto en tu casa una mínima disciplina de vida sana. Pero no, claro, tú no eres de ésas. Es más cómodo hacerse la loca con respecto a los hábitos perniciosos. Disfrazar de respeto los gustos ajenos, lo que no es más que incapacidad para imponerse. Cobardía en estado puro. Dichosa imbécil.»
Y luego estaba Solange, joven e inexperta. Maleducada, egoísta, caprichosa. Un tesorito malcriado por Jan y por la inefable Marga, que había entrado en la edad de causar problemas. Por no hablar de la despreciable Chloe, con su culo operado y esa piel de nena, instalada en París y viviendo la vie en rose ajena a cuanto sucediese a su alrededor. Muerta por regresar al hogar dulce hogar soltándole un «ahí te pudras» a su hija huérfana. En eso tenía que haber pensado Jan, en ella cuando se atracaba de carne roja y se servía el cuarto single malt. Cuando fumaba como un carretero. En que tenía una hija que todavía era una niña y que iba a necesitarle durante muchos años. Pero, obviamente para Jan, era más fácil enterrar la cabeza en cualquier sitio, hacer lo que le pedía el cuerpo y dejar el muerto a la tía Vic, la amiga americana, la tonta del bote, la chica para todo.
«Maldito seas Jan. Tú, tu hija del alma y la boba de tu mujer. Por no hablar de la madre de la criatura, que es para echarle de comer aparte.»
Jan… La hija de Jan. La dulce, la hermosa Solange, a la que siempre habían tratado como a una princesa. Y eso es lo que parecía: una princesita adorable, tan guapa, con su pelo rubio y esos grandes ojos grises, siempre contemplada, adulada hasta el extremo por todos los que la rodeaban. Por todos menos por la propia Victoria. Con ella era distinto. Solange nunca supo a qué atenerse en lo que respecta a la mujer a la que siempre llamó «tía Vi». La niña era lista, y no se le escapaba que, a diferencia de los otros, Victoria no tenía ninguna obligación de quererla. Las carantoñas y los mimos llegarían en tanto en cuanto se los ganase, igual que los regalitos y las bolsas de caramelos. A Marga o a Jan supo siempre tenerlos en un puño. Sólo tenía que mirarlos con cara de pena y perdían el oremus por complacerla. Pero los pucheros y las sonrisas seductoras no valían de mucho cuando se trataba de tía Vi. A ella no le gustaban los niños, y Solange lo intuía. Estaba convencida de tener que pelear a pulso cada gesto de afecto. Por eso, cuando Victoria estaba delante, se obraba en Solange una metamorfosis milagrosa. Olvidaba su carácter dominante y sus modales despóticos para convertirse en una criatura dócil y bien educada. En presencia de Victoria no había pataleos, ni malas contestaciones, ni esos arrebatos de mal genio que tan bien toleraba Jan. Adorar a todo el que les demuestra indiferencia es propio de los niños excesivamente mimados, y Solange no fue una excepción. Por eso Victoria se esforzó en que no se le notase nunca lo mucho que la quería. Era mejor para las dos que la niña se convenciese de que la tía Vi era inmune al hechizo capaz de rendir al resto de los mortales, y que de nada iba a servir con ella todo el repertorio de monadas que constituían su inmenso poder de seducción. Para meterse en el bolsillo a la tía Vi, Solange no desplegaba su encanto, sino su capacidad para la obediencia y el buen comportamiento.
«Ay, Solange… Siempre supe que me traerías problemas.»
Volvió a leer la carta antes de guardarla. Pensó en pedir un pedazo de tarta de manzana, pero ni siquiera la perspectiva de una nueva ración de dulce fue capaz de distraer su preocupación, que en realidad era lo que buscaba al atracarse de pasteles.
Y ahora, ¿qué?
El móvil sonó justo en aquel momento. Era Herder. El futuro senador Van Halen, que debía de necesitarla para reunirse con otro miembro de su hermandad a la hora de la cena.
Victoria se había fijado en Jan en el primer día de clase. Hubiera sido imposible no hacerlo. Era demasiado guapo como para pasar desapercibido. Tenía el pelo castaño y mal peinado, los ojos grises, y una nariz y una boca tan bien proporcionadas que parecían fruto de un preciso cálculo geométrico. Era más alto que el resto de los chicos, y a diferencia de los otros, que arrastraban aún la torpeza de la adolescencia, él se sentaba erguido, en una postura propia de alguien mayor. Se había acomodado en una silla -uno de esos pupitres con escritorio incorporado que parecen un curioso híbrido de material escolar e instrumento de tortura-, y leía un periódico deportivo, indiferente al jaleo a su alrededor.
El curso en la Facultad de Políticas empezaba aquella misma mañana, y el aula estaba llena de chicos imberbes y alumnas recién salidas de la pubertad, que miraban en torno a ellos con un fondo de susto en los ojos inquietos. Se sabían en el tramo inicial de la vida adulta y, de una forma o de otra, estaban nerviosos. Todos, menos el chico de largas piernas y pelo revuelto, que no parecía dispuesto a dejarse intimidar por las novedades, las chanzas de los veteranos ni la inminente presencia del catedrático que iba a darles la primera clase universitaria de sus vidas. Mucho tiempo después, Victoria se dijo que, más que su sonrisa y su raro color de ojos, lo que le llamó la atención de Jan fue que en dos segundos había sido capaz de conquistar su propio espacio en un lugar donde los demás tenían la sensación de estar de prestado.
Aquella mañana, Victoria se descartó como el tipo de chica que hubiese podido interesar a alguien como Jan. Estaba convencida de que las personas atractivas tienen cierto instinto gregario, así que lo normal es que se agrupen entre ellas. De la misma forma que los gansos no suelen reclamar un sitio en las bandadas de cisnes, ella no pintaba nada junto al estudiante más guapo de la clase. Por aquel entonces, Victoria era una morena flacucha de pelo largo y pésimamente cortado, que se vestía sin ninguna gracia y llevaba unas horrendas gafas de concha que mermaban su único atractivo: unos profundos ojos pardos que a la luz adquirían un tono verdoso, como si la naturaleza hubiese querido darle ese premio de consolación. Pero, ay, una mirada más o menos bonita no es bastante. Victoria se sabía una chica del montón hacia abajo, y consecuentemente prefería apartarse del camino de quienes eran sus superiores en el triste escalafón de la belleza física. Según el orden natural de las cosas, aquel chico de ojos claros estaba destinado a convertirse en alguien a quien admirar desde la distancia y, con un poco de suerte, en un compañero que le desearía un feliz verano antes de empezar las vacaciones sin saber siquiera cómo se llamaba.
La primera vez que cruzaron una palabra más allá del saludo fue el día en que Victoria se olvidó en la residencia un ensayo que tenían que entregar al profesor de sociología. Cuando el catedrático se negó a ampliar el plazo de recogida -«llevo quince años dando clase, señorita, y la del despiste es la excusa menos original para justificar un retraso»-, Jan se ofreció a llevarla en coche a su colegio mayor para que pudiese recuperar el trabajo. Al salir de la facultad, iba estrujándose la cabeza para comprender qué desorden cósmico había incitado a aquel chico a salvar el pellejo a una compañera a la que ni siquiera conocía. Podría entenderlo si se hubiese tratado de uno de aquellos siniestros que pululaban por el campus intentando procurarse compañía femenina con cualquier excusa -ofrecer unos apuntes, un cigarro o cambio para la máquina de chocolatinas-, o si ella misma fuese una sirena curvilínea capaz de volver loco al otro sexo con un simple aleteo de pestañas. Pero ni Victoria era un ejemplar de belleza universitaria ni aquel chico un colgado con necesidad de ganar puntos entre las estudiantes.
Estaba tan preocupada por saber dónde estaba el truco que no se le ocurrió pensar que quizá no lo había. Jan era una de esas personas que hacen las cosas siguiendo los dictados de un particular sentido de la justicia. Echar un capote a aquella desconocida feúcha que acababa de caerse con todo el equipo delante de las barbas de uno de los profesores menos indulgentes de la facultad era una forma de dictar al mundo sus propias reglas. Mucho tiempo después, cuando ya eran amigos, Victoria comprendió que Jan no la había ayudado tanto por el placer de ejercer de buen samaritano como por el de dejar al catedrático con un palmo de narices: «Creías que ibas a suspender a esta pobre chica, ¿verdad? Pues te equivocaste, gilipollas.»
Victoria quiso dar las gracias a Jan invitándolo a comer. De aquel encuentro recordaba sobre todo la intensidad de la conversación, aunque no exactamente de qué habían hablado, y la mirada incrédula de dos compañeras del colegio mayor que entraron en la pizzería y la habían visto en animada charla con un chico que evidentemente pertenecía a un planeta distinto. Aquella noche, durante la cena, no se hablaba de otra cosa en la residencia: Victoria, que no era la más popular de las novatas, había sido avistada almorzando con uno de los guapos oficiales de la ciudad universitaria. Era difícil de entender. «Muy bien, desembucha -le había dicho su compañera de cuarto-, ¿cómo te las has apañado? ¿Es tu hermanito, o algo así?» Victoria se había limitado a encogerse de hombros. Quiso quitar importancia al encuentro delante de las otras chicas y, desde luego, no comentó con ninguna que aquella mañana, frente a una pizza familiar, había disfrutado de la mejor charla de toda su vida, hasta el punto de que había llegado a olvidar las cualidades físicas de su acompañante.
Al día siguiente, ella y Jan se sentaron juntos en clase, y compartieron mesa en la cafetería a la hora de comer. Fueron al cine ese mismo fin de semana, y el lunes siguiente, cuando el profesor de Estadística dijo que debían emparejase para hacer un trabajo, nadie en el aula dudó de que la compañera de Jan iba a ser aquella chica con gafas de culo de vaso a quien, a juzgar por su aspecto, debía de comprarle la ropa su abuela nonagenaria.
El desequilibrio físico entre Jan y Vic había sido una ventaja, sobre todo al principio de su amistad. Cuando alguien los veía juntos, nadie pensaba en dos estudiantes pelando la pava, sino en un guaperas dando conversación a su prima del pueblo o camelándose a una condiscípula birriosa para conseguir los apuntes del próximo parcial. Victoria se decía que su falta de atractivo era más bien un cómodo parapeto: le servía para saber que Jan no quería nada con ella y, sobre todo, para recordar continuamente que no tenía nada que hacer con Jan. Si él hubiese sido un chico menos guapo, o ella una muchacha un poco más interesante, es posible que uno u otro hubiesen empezado a llevar su amistad a la deriva. Pero era imposible que a Jan pudiese atraerle una insignificancia como Victoria, y no menos imposible que la inteligente Victoria se fuese a enamorar de alguien tan fuera de alcance.
– Te romperá el corazón. -Solé compartía habitación con ella, y eso le daba carta blanca para cantarle las verdades. Era canaria, tenía una maravillosa piel del color del caramelo y un sobrepeso que se negaba a combatir.- No quiero ser desagradable, pero no creo que ese Jan sea de la clase de tío que sale con chicas como nosotras.
A Victoria le hacía gracia la franqueza de Solé, y estuvo a punto de replicarle que tal vez, si dejara de atracarse de golosinas a todas horas, «sí» podría ser de la clase de chicas que salen con tipos como Jan.
– No compliques las cosas. A Jan le caigo bien y ya está.
– ¿Y vas a acostarte con él sólo por eso?
Victoria dio un respingo. ¿De qué demonios estaba hablando?
– ¿Por qué crees que quiere acostarse conmigo?
– Porque es lo que quieren todos. Contigo, con la del cuarto de al lado… Incluso conmigo. Así sobrevive la especie. Gracias a que los tíos están dispuestos a acostarse con cualquiera, las chicas como yo no nos morimos siendo vírgenes.
A juzgar por sus palabras, Solé se tenía por una especie de monstruo repulsivo. Sintió ganas de arrancarle de un manotazo la bolsa de galletas de la que se servía generosamente y llevarla a la fuerza ante el espejo: «¡Mírate! Eres guapísima. Si no te empeñaras en comer guarradas a todas horas, no tendrías la sensación de que sólo la biología te salva de la abstinencia.»
– Quiere acostarse contigo -Solé seguía a lo suyo-, y cuando lo haga te colgarás de él y él pasará de ti, porque una cosa es un rollo y otra ir en serio. Y conste que no digo que no le caigas bien. Eres supersimpática, y bastante lista, pero tenemos dieciocho años. Los chicos andan por ahí con las hormonas despendoladas, y no creo que el tal Jan sea una excepción.
Ella se echó a reír.
– Bueno, no me he preocupado nunca de las hormonas de Jan. Pero apostaría a que en mi presencia permanecen bastante tranquilas.
– Vale. ¿Y tú? ¿Qué hay de tus hormonas? Te pasas la vida con un tío que parece un modelo. ¿De verdad nunca piensas en…?
Hizo una señal explícita con los dedos. Solé sabía cómo resultar desagradable.
– No. Como bien has dicho, está fuera de mi alcance.
– Con cuatro copas encima, incluso yo puedo parecer un bombón.
Victoria meneó la cabeza. No se trataba de eso. Por supuesto que tener una aventura con alguien tan guapo constituiría una agradable experiencia, pero en aquel momento había cosas de Jan que le interesaban bastante más que apaciguar sus instintos. Lo pasaba bien con él, eso era todo. Nunca había estado tan a gusto hablando con alguien. Y eso era lo único que quería de Jan. Mantener con él una charla infinita. Tendría que estar completamente loca para poner en peligro sus planes por una noche de apetecible desahogo. Era algo que no podía explicar a Solé. Algo que sólo el propio Jan podría entender.
En su afán por protegerla de lo que consideraba una influencia perniciosa, Solé había llegado a dibujar el cataclismo que se abatiría sobre Victoria «cuando tu gran amigo tenga un rollo y te deje tirada». A ella le dio la risa. Desde que se conocían, Jan siempre estaba saliendo con alguien. Su amigo gustaba a las chicas -cómo no-, y se encontraba muy cómodo en el papel de seductor. Ligaba con unas y con otras, simultaneaba dos o tres romances al mismo tiempo, entraba y salía con sorprendente facilidad de las vidas de las jóvenes más guapas del campus. Victoria había llegado a conocer a más de una, y le divertía ser testigo del recelo con el que se le acercaban -hartas quizá de que Jan empezase todas las frases con «mi amiga Victoria dice»-, y su alegría al comprobar que no era en absoluto alguien de quien debieran preocuparse. Qué belleza en sus cabales vería una rival en una pobre chica desgarbada, que llevaba aquellas gafas enormes y ni siquiera era capaz de comprar con acierto unos pantalones vaqueros: todos se le escurrían a la altura de las nalgas. Cuando entendían que Victoria era una criatura inofensiva, cambiaban de estrategia y se acercaban a ella con la intención de agarrar al santo por la peana. Intentaban hacerse amigas suyas, la llamaban por teléfono, le proponían meriendas en el Vips y tardes de compras. Cualquier cosa con tal de poner de su parte a la persona que ocupaba un lugar preferente en la vida de Jan. Luego, cuando se producía la consabida ruptura -Jan no era capaz de mantener una relación mucho más allá de quince días-, aquellas preciosidades con el corazón destrozado llamaban a Victoria suplicando complicidad para recuperar al amor perdido, e incluso a veces pidiendo las explicaciones que jan no había sido capaz de darles para justificar el fin del romance. Ella había aprendido a consolarlas utilizando frases hechas -«es posible que sea lo mejor», «las cosas siempre pasan por algo», «quizá no estaba hecho para ti»-, y normalmente aquellas pobres chiquillas despechadas se quedaban casi satisfechas después de desahogarse con la amiga del pérfido Casanova. Sólo hubo una insensible a sus buenos consejos, que antes de colgar se revolvió diciéndole: «¿Y tú qué sabes? No conoces a Jan de esta manera.» Victoria se había quedado pensativa, con el teléfono en la mano, diciéndose que aquella chica tenía razón. No, «de esa manera» no conocía a Jan en absoluto. Y estaba segura de que era mucho mejor así.
Jan vivía con su madre y no tenía padre, o eso era lo que a él le gustaba decir. Al principio, Victoria pensó que el tipo se habría esfumado al saber que iba a tener un niño, pero luego, cuando conoció a la madre de Jan, se dijo que no tenía pinta de ser una de esas mujeres a las que un hombre abandona. No era sólo por su aspecto -era alta, delgada, distinguida, y tenía unos increíbles ojos cuyo color esquivo había legado generosamente a su único heredero-, sino porque poseía un carácter muy particular que no casaba en absoluto con el de la pobre novia repudiada. Fue la primera mujer interesante que había conocido Victoria, y la primera persona a la que hubiera querido parecerse. Jan la adoraba, y reconocía que la ausencia de un padre había servido para multiplicar aquel afecto. Estaban muy unidos pero, a pesar de ello, en cuanto Jan acabó la universidad y encontró su primer trabajo -un puesto como becario en la sección internacional de una agencia de noticias, que pese a lo sugerente de su nomenclatura era una condena a galeras para cortar teletipos durante nueve horas al día-, su madre prácticamente le obligó a marcharse de casa. Con el tiempo, Victoria entendió que aquella expulsión del vástago era más bien una generosa forma de renuncia: la madre de Jan acababa de cumplir sesenta y tres años, y no quería seguir envejeciendo junto a su hijo, pues a medida que pasase el tiempo él se sentiría más culpable por abandonarla. Así que buscó para su niño un pequeño estudio amueblado en una calle cercana a la que ella vivía y le cerró la puerta en las narices. Había llegado el momento de volar fuera del nido.
Victoria recordaba con nostalgia aquella primera etapa de independencia: acababan de licenciarse en Políticas, Jan a trancas y barrancas -a pesar de su inteligencia, era algo perezoso y tendía a dispersarse-, y Victoria con un Premio Extraordinario, que le valió una beca de investigación para doctorarse en Relaciones Internacionales. Dejó el colegio mayor y alquiló un apartamento en el mismo edificio que el de Jan, así que comenzó para ellos un feliz intercambio de idas y venidas entre un piso y otro, de puertas que se cerraban y se abrían a cualquier hora del día o de la noche, de experimentos culinarios con éxito discutible, de comida a domicilio encargada por teléfono y conversaciones hasta la madrugada. Su simbiosis degeneró en desorden. Los libros de uno aparecían en el apartamento del otro, lo mismo que los discos y las revistas de cine que compraban a medias. Decidieron compartir algunos útiles domésticos (¿para qué iban a tener dos tablas de planchar, dos tendederos, dos cubos con su correspondiente fregona?), y pagaron juntos los doce plazos de una lavadora que instalaron en el apartamento de Victoria, por ser algo más grande. Gracias a eso, la colada semanal se convirtió en un pequeño caos, y la ropa interior de Victoria se mezclaba con la de él mientras las camisas de Jan permanecían en el armario de su amiga mientras él las buscaba. Aquel amago de convivencia, que hubiese podido hacer saltar su amistad por los aires, sirvió para dar una nueva capa de cemento a una relación que, para entonces, era ya indestructible.
Quienes conocían a Jan y a Victoria contaban su historia a los extraños como quien relata una leyenda urbana: «Conozco a un tío y a una tía que llevan toda la vida siendo amigos y nunca se han acostado.» Algunos que escuchaban hablar de ellos por primera vez formulaban toda una batería de preguntas para llegar a entender el fenómeno. «¿Él es gay?» era la que más se repetía. La mayoría, sin embargo, se negaban a creer en aquella relación pura y limpia: aquellos dos estaban liados y, simplemente, no querían contárselo a nadie. No eran los extraños los únicos que desconfiaban, incluso personas que presumían de conocer a Jan y a Vic y que apreciaban a ambos sentían a veces la sensación de estar siendo víctimas de una monumental tomadura de pelo: los supuestos colegas eran en realidad apasionados amantes que preferían vivir lo suyo en una cómoda clandestinidad, quizá para echar pimienta al asunto.
Y es que los años y los cambios complicaban la teoría de la amistad cristalina. Resultaba más fácil creerse el cuento cuando Victoria era el callo malayo de los tiempos de la universidad. Pero el paso del tiempo había obrado el prodigio, y el torpe y tímido ganso del primer curso de carrera había llegado a convertirse en algo bien parecido a un cisne. Nadie sabía a ciencia cierta a qué o a quién se debía aquella milagrosa transformación (ahora sería fácil pensar que Vic había pasado por el quirófano, pero en los primeros noventa la cirugía estética inspiraba un miedo cerval a casi todo el mundo, y sólo se recurría a ella para tratar deformidades y complejos). La chiquilla esmirriada que arrastraba al andar unas eternas zapatillas de deporte y se dejaba cortar el pelo por algún enemigo dio paso a una mujer bien asentada que permitía augurar una madurez espléndida. Ya no llevaba gafas, sino unas lentillas que acentuaban el tono de sus ojos. Se había aclarado un poco el pelo, que había dejado de caer de cualquier forma por su espalda, y no usaba deportivas, sino elegantes zapatos a juego con su ropa. Había desterrado la costumbre de cargar los hombros al andar y de fijar la mirada en el suelo, se depilaba las cejas y se arreglaba las manos -unas manos recias y largas que siempre había considerado muy poco femeninas- en el mismo salón de belleza donde se ocupaban de cuidar su bonita melena cobriza. Así que la pobre Vic, la patosa Vic, la insignificante y prescindible Vic, aquella chica a la que nadie echaba de menos si se marchaba de la fiesta, había desaparecido para siempre dejando en su lugar a una apetecible mujer de veintitantos años.
Victoria reconoció siempre que el culpable de aquella oportuna metamorfosis había sido Santiago Lema y el deseo desesperado de convertirse por él -o más bien para él- en alguien a quien fuese difícil no desear. Por él empezó a usar ropa interior con encajes, por él se acostumbró a los zapatos con algo de tacón, por él se compró ropa nueva, por él se obligó a caminar erguida. Y, si no en otra cosa, al menos en eso había salido ganando. Desde entonces, cuando entraba con Jan en un restaurante, ya nadie se preguntaba qué demonios hacía aquel tipo acompañado de la fea de cuatro ojos. Ahora, quienes los veían juntos sólo pensaban en que la naturaleza hace bien las cosas al emparejar a los iguales para impulsar la mejora de la especie.
Una vez alcanzada una medida similar en la particular escala de Richter del atractivo físico, quizá había llegado el momento de que Victoria y Jan respondiesen a la expectativa de quienes los rodeaban y cayesen, por fin, el uno en brazos del otro. Pero era demasiado tarde para ambos: estaban tan acostumbrados a ignorarse físicamente que Jan fue el último en percibir que Victoria se había convertido en una mujer preciosa, de la misma forma que ella no sabía ya si Jan era guapo o era feo. Ya ninguno de los dos se le pasó por la cabeza cambiar las reglas que habían servido para hacerlos felices durante tantos años.
Vic leyó su tesis al mismo tiempo que Jan daba el salto definitivo en su vida profesional: la suerte quiso que estuviera en Moscú en el mes de agosto del 91, cuando se produjo el intento de golpe de Estado, y uno de los reportajes que envió desde allí obtuvo un premio que lo catapultó a algo muy parecido al estrellato. Victoria recordaría siempre aquel texto que sirvió a Jan para tocar la gloria. Ante la imposibilidad de acceder a un fax, él se lo había dictado por teléfono desde un hotel, y ella misma lo había llevado en mano a la agencia de noticias. Recordaba que hacía mucho calor en Madrid, que era de madrugada cuando llegó a la agencia y que desde la portería alguien avisó al redactor jefe de que estaba allí «la novia de Alonso Nance». Ella ni siquiera corrigió el error. Empezaba a darle igual lo que los demás pensaran, y ya no tenía tanta necesidad de deshacer el entuerto.
En aquella época, Jan acababa de romper con su última conquista: una pelirroja de origen americano que siempre guardó un rencor sordo a Victoria, a quien culpaba del abrupto final que había tenido su noviazgo. Si en la época universitaria las novias de Jan intentaban ganarse las simpatías de aquella muchacha sin sustancia y atraerla hacia su equipo para ganar puntos, las tornas cambiaron en cuanto Victoria también lo hizo. Cuando las mujeres que salían con Jan descubrían que su amiga era una mujer de ojos rasgados y el pelo del color del cobre antiguo, una real hembra alta y delgada, de cintura estrecha y piernas larguísimas (las mismas que durante su primera juventud la hacían parecer un ave zancuda), inmediatamente se ponían en guardia, seguras de que aquella víbora de ojos verdosos sólo jugaba las cartas de la amistad para saltar encima de su presa en el momento menos pensado.
Casi todas las parejas de Jan detestaron a Victoria más o menos abiertamente. En el fondo, a ella le hacía mucha gracia la animadversión que despertaba entre aquellas chicas desconcertadas, incapaces todas de aceptar que no tenían nada que temer de ella. Además, Victoria había decidido no interferir nunca en las relaciones de Jan, y ni siquiera demostraba sentimientos encontrados hacia aquellas mujeres que, por la razón que fuese, despertaban su antipatía. Como Chloe. Cuando Jan se la presentó, supo de inmediato que aquella francesa estirada iba a convertirse en un quebradero de cabeza para su amigo. Pero tuvo el buen gusto de guardar para sí sus reticencias. Si mademoiselle Deschamps era la chica del momento, mejor para ella. Jan era mayorcito, y tendría tiempo de sobra para arrepentirse de su error. Yvaya si lo hizo.
Pero si las otras chicas desaparecían del mapa en cuanto comprobaban que no había nada que hacer con Jan, Chloe dejó tras de sí algo tan pequeño como importante: a la pequeña Solange. Aquella niña de ojos de agua y sonrisa radiante, angelical y dulce, que se convirtió en la razón última de la vida de Jan, pero también en una rémora indudable para su trabajo. En cuanto se instaló en Madrid con ella, fue renunciando a los viajes, a las visitas a lugares de conflicto, a la cobertura de las reuniones al otro lado del mundo. El reportero intrépido se convirtió en un reposado analista de la actualidad internacional. Le ofrecieron un puesto como comentarista en un programa de televisión y otro en una tertulia de radio, y también empezó a escribir libros. Victoria pensaba, divertida, que quizá buena parte de aquellos ejemplares se vendían gracias a la foto de contraportada de Jan, quien, en el inicio de la madurez, había pasado de ser un chico guapo a convertirse en un hombre terriblemente interesante. Y, en consecuencia, incluso siendo padre soltero y arrastrando el estigma de una personita -circunstancia que no suele ayudar en el terreno de las relaciones sentimentales-, Jan continuó aumentando su lista de conquistas.
Victoria llegó a perder la cuenta de las mujeres a las que Jan le presentaba, siempre entusiasmado como un niño, siempre bajo el influjo de la serotonina del flechazo. Tardaba en desencantarse casi tan poco como en rendirse a los pies de aquellas mujeres que pasaban por su vida con la esperanza de ser las últimas en la cada vez más larga lista de víctimas del señor Alonso Nance. Eran todas muy parecidas entre sí: bellas, sofisticadas, seguras de sí mismas. Mujeres que van por el mundo pisando fuerte, siempre listas para matar. Cuando Jan acabó casándose con Marga -uno sesenta de estatura, cincuenta y cinco kilos que la dejaban al borde del sobrepeso, pacífica y vulgar como ella sola-, una corriente de incredulidad debió de recorrer aquel colectivo de ex novias despechadas. Todas pensaban que, si Jan había ido abandonándolas, era para dar la campanada emparejándose con alguien espectacular. Y resulta que el muy cretino se dejaba llevar ante el juez por una… una albondiguilla sin conversación ni estilo propio, que leía bestsellers y ganaba una miseria, que no tenía amistades, ni contactos, ni nada, y cuya vida social se reducía a tomar café con cuatro panolis mal vestidas como ella. Era para matarlo. Si al menos hubiese acabado con aquella dichosa Victoria Suárez, con su melena de vampiresa y sus piernas de infarto… Eso era lo que pensaban todas, que tarde o temprano Jan y su amiga se cansarían de jugar al gato y al ratón, y acabarían juntos. Lo curioso es que, para muchas de las mujeres que un día habían detestado a Vic, que Jan se hubiese casado con una librera del tres al cuarto era también un premio de consolación: a buen seguro la repelente Victoria se habría quedado con un palmo de narices al ver cómo una jugadora en comprobable inferioridad de condiciones había conseguido llevarse a casa el trofeo por el que llevaban años luchando una cantidad indeterminada de mujeres.
En contra de lo que todos imaginaban, la relación de Vic y Jan no varió de forma sustancial tras casarse él y mudarse ella a Nueva York. Cambiaron las charlas en cafés por largas conversaciones telefónicas, y la popularización del email facilitó las cosas. Se escribían media docena de veces al día -en ocasiones sólo intercambiaban preguntas o comentarios fugaces que no hubiesen tenido sentido en una carta tradicional- y también intentaban verse de vez en cuando. A pesar de que después de unirse a Marga Jan había renunciado definitivamente a los viajes largos, siempre encontraba el momento y la excusa para trasladarse unos días a Nueva York. En cuanto a Victoria, su trabajo estaba lo suficientemente bien pagado como para poder comprar un billete de avión cuando le venía en gana, como aquella vez que se presentó por sorpresa en Madrid para visitar a Jan, que había sido víctima de un ataque de ciática y llevaba días postrado en la cama, quejándose como un crío y de un humor de perros para el que la presencia de su mejor amiga se reveló como la única medicina.
Los cambios llegaron tras casarse Victoria. Para Herder no era tan fácil alejarse de la ciudad cuando le venía en gana, y en los primeros tiempos Vic prefería no viajar sin él. Cuando lo hacía, Herder se quedaba visiblemente mustio en su magnífico apartamento del Upper East Side, y ella se sentía vagamente culpable por abandonar su hogar y a su marido. Por su parte, Jan también redujo sus excursiones neoyorquinas. Herder no le caía especialmente bien, y no se le ocultaba que la falta de sintonía era mutua. Así que decidió no complicar las cosas, y limitó su contacto con Victoria a emails más largos y más frecuentes y prolongadas conversaciones telefónicas. Cuando las cosas con Herder empezaron a ir a peor, cuando a Victoria ya le daba exactamente igual la cara que él pusiera cuando se quedaba solo, no encontró la forma de volver a su rutina de viajes transoceánicos sin dar explicaciones sobre su tambaleante relación, así que siguió sin cruzar el charco a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. De irse a Madrid, llamar a Jan y contarle que su matrimonio era una mierda y que no se atrevía a romperlo porque no quería ser una divorciada, ni abandonar para siempre su castillo encantado de la calle 72.
Así las cosas, cuando Jan murió, él y su amiga del alma llevaban casi dos años sin verse. Y eso era algo que Victoria no podía perdonarse: haber permitido que el tiempo pasara de aquella forma, sin pararse a pensar que ella y Jan tenían tan contadas sus horas juntos.
«Qué mala pata, chica. Pero no es culpa tuya, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir?»
– ¿Que te quedas en Madrid? ¿Por qué?
Herder daba vueltas por la habitación llevando sólo un calzoncillo y una camisa blanca que acababan de traerle de la lavandería del hotel. Siempre enviaba todas sus prendas a planchar cuando estaba de viaje. La verdad, daba gusto verle, con la camisa de lino y sus bonitas piernas discretamente bronceadas. Cualquier otro hombre hubiese resultado ridículo con aquel atuendo -a medio vestir, a medio desnudar-, pero el señor Van Halen se las arreglaba para parecer siempre un residente de Martha's Vineyard.
– Ya te lo he dicho, Herder. Marga y Solange tienen algunas cosas que arreglar, y me gustaría echarles una mano…
– Muy bien. Pues tomémonos un par de días más. Le diré a Madison que cambie los billetes.
«¿Madison? Siempre había creído que la secretaria de Herder se llamaba Brittany…»
– Escucha, no sé si van a ser un par de días… A lo mejor necesito más tiempo y no creo que tenga sentido retenerte a ti. Tienes cosas que hacer en Nueva York. Apuesto a que el equipo de campaña estará subiéndose por las paredes mientras esperan a que vuelvas.
– Sí, Vicky, exactamente así es como están. Y cuando sepan que mi esposa se ha quedado en España tendrán que buscar un muro muy alto para trepar por él. Dentro de poco empezará el baile, y te necesitan en Nueva York.
– Herder… No saquemos las cosas de quicio. No hay actos de campaña hasta entrado septiembre, y estamos a seis de agosto. Así que bien podéis pasar sin mí unos y otros. Además, no es algo que podamos discutir. La familia de Jan me necesita.
– ¿Y qué hay de tu familia?
La estatua clásica de impecable camisa sin arrugas y piernas con la justa cantidad de vello se había plantado de frente, con los brazos cruzados sobre el pecho.
«Yo no tengo familia», pensaba Victoria, pero en lugar de eso sonrió y dio a su marido un beso en la mejilla.
– No exageres, Herder. Estaré de vuelta en unas semanas. En cuanto al equipo de campaña, si crees que es imprescindible, puedes decirles que tu abnegada esposa permanece en Europa cuidando de dos amigas que acaban de ser golpeadas por una desdicha. Quizá eso haga aumentar su consideración sobre mí. Y, en cualquier caso, esto es lo que hay. Me quedo en Madrid y volveré cuando haya arreglado un par de asuntos, pero ni un minuto antes.
Bueno, podía tachar la primera línea de la lista: hablar con Herder para participarle la feliz noticia: la mujer del candidato acababa de hacer un alegre corte de mangas a sus planes de campaña para las semanas siguientes. No había sido difícil, se dijo. A lo mejor es que Herder no era tan mal tipo, después de todo. Se había marchado un par de horas después, fresco y recién afeitado, con sus pantalones comprados en Sacks y su maleta de cuero oscuro. Cuando le vio salir -por fortuna, había rechazado su insincera oferta de acompañarlo al aeropuerto-, se sintió infinitamente triste, pero no por la marcha de Herder, sino precisamente porque no le importaba nada de lo que él hiciese, que llegara, que se fuera, que se quedara. Agradecía lo deportivamente que había encajado su decisión de no acompañarle, pero era por pura comodidad. Si Herder se hubiese puesto como una fiera al saber que no regresaba con él, le hubiese dado exactamente igual. Lo que pasara con Herder van Halen había dejado de dolerle, de preocuparle, de molestarle. Eso debe de ser lo que ocurre cuando ya no queda nada entre dos personas. Cuando el tiempo, o lo que sea, se lleva en un mal viento los últimos rastros de lo que un día fue cariño. O amor, incluso, aunque a Victoria cada vez se le antojaba más cursi aquella palabra.
A Herder lo había conocido cinco años después de su llegada a Nueva York. Fue el primer hombre con el que compartió una casa. Antes de él había habido una interminable legión de relaciones de irregular duración e intensidad, unas más apasionadas, otras más frivolas, excitantes, aburridas, peligrosas. Había salido con hombres de todo tipo, de su edad, algo mayores, incluso más jóvenes -aunque, desde luego, no pescaba amantes entre sus alumnos-, de cuatro religiones diferentes y de tres razas distintas… o quizá cuatro. Porque no recordaba muy bien cómo había acabado lo del chico indio. Estaba como una cuba cuando se fueron a casa, y él se había marchado antes de que Victoria se despertase con la peor resaca de su vida. Resumiendo, había sido una promiscua de libro, y no sentía el mínimo atisbo de culpabilidad. Lo pasaba bomba. Era feliz así. Y no hacía daño a nadie.
En realidad, y antes de Herder, Victoria sólo había estado enamorada una vez. Aquello había durado tanto -y, lo que era peor, había acabado tan mal- que necesitó muchos años y muchos amantes para reponerse de la primera y más dolorosa decepción de su vida. Conoció a Santiago Lema unos días después de cumplir los diecinueve años. Fue Jan quien los presentó -«debo de quererte mucho si te sigo hablando después de eso», decía ella-, y tuvo muchas ocasiones de arrepentirse, pero en aquel momento era imposible prever el cataclismo que se avecinaba. Antes de llegar a la universidad, Vic no sabía nada del sexo opuesto. El único hombre ajeno a su familia al que había conocido hasta entonces era el señor Langley, el profesor de música, que tenía sesenta años, la barba descuidada y un apestoso aliento a jerez barato. Su experiencia con los chicos se limitaba a unos cuantos escarceos en las fiestas universitarias y algunas citas que no acabaron de cuajar. Con Santiago fue distinto. Y catastrófico.
«Aléjate de él, Victoria. Te lo digo muy en serio.» La advertencia de Jan llegaba tarde. Bebió los vientos por aquel chico siete años enteros, durante los cuales Santiago Lema estuvo entrando y saliendo de su vida a voluntad, alternando épocas de calma con estrepitosas rupturas, reconciliaciones con infidelidades, peleas, abrazos, juramentos, traiciones… A Victoria le tocó la peor parte: ella estaba enamorada. Y mientras vivía pendiente de cada uno de sus movimientos, Santiago entraba y salía de su vida, desaparecía durante meses, aseguraba haberse enamorado de otras mujeres, y justo cuando Vic empezaba a pasar aquella página, y como si tuviese un radar para detectar la mínima señal del olvido, regresaba a su lado, le pedía una nueva oportunidad, y vuelta a empezar.
Jan recordaba como una pesadilla aquellos tiempos demenciales, con una Victoria eternamente triste, nerviosa y resentida, que había perdido completamente el control, que pasaba de la desesperación a la euforia tras recibir una miserable llamada de teléfono, que se ilusionaba como una niña ante la perspectiva de una cena a solas, para hundirse después en la tristeza absoluta cuando Santi telefoneaba a última hora para anular la cita. Jan perdió la cuenta de las veces que había tenido que acudir a consolar a Victoria, a animar a Victoria, a enfadarse con Victoria por no ser capaz de dar el cerrojazo definitivo a una historia que no le traía más que lágrimas y malos ratos a cambio de unas migajas de algo que, desde luego, no se parecía al amor. Vic recordaba todas aquellas noches que había pasado sollozando en los brazos pacientes de Jan, que le secaba las lágrimas mientras le recordaba que era ella la principal culpable de aquel desastre. Nunca se enfadó con Santiago. Nunca arremetió contra él. Estaba convencido de que cada cual es responsable de sus actos: si Victoria había querido rendirse a un conquistador como Santiago Lema, era problema suyo. Él estaba dispuesto a secarle las lágrimas, pero nada más. Santi era su amigo de la infancia, y Victoria una mujer adulta capaz de tomar sus propias decisiones.
Un día, sin saber por qué, Victoria se dijo que ya era suficiente. No fue por nada en especial: se levantó después de una noche casi en vela, se miró en el espejo y se asustó ante su propia imagen desfigurada por el llanto. Tenía veintiséis años y había pasado siete llorando por el mismo hombre. En aquel mismo momento decidió que se había acabado. Cogió el teléfono y llamó a Jan para decírselo. Y él la creyó.
De aquella relación descabellada a Victoria le quedó sólo una perenne desconfianza hacia el otro sexo, la voluntad de no volver a caer en los errores que la habían precipitado al vacío y un sordo rencor hacia Santiago, al que consideraba responsable de todos sus males. Una vez que superó su propia insensatez -pues eso era lo que había sido, una pobre insensata presta a fiarse del primero en llegar-, descartó la idea del amor eterno y se entregó alegremente a una irresponsable serie de romances sin consecuencias. Algunos, por supuesto, se prolongaban en el tiempo -salió durante más de un año con un cirujano muy atractivo, y tuvo una larga relación con un profesor de la Escuela Diplomática con el que acabó rompiendo-, pero por lo general Victoria encadenaba una relación con otra. Al llegar a Nueva York, se dio cuenta de que otra de las ventajas de la gran manzana era la deliciosa diversidad de sus habitantes. Además, las posibilidades de anonimato se multiplicaban, y nadie tenía por qué sospechar que la eficiente miss Suárez de Castro era una moderna versión de Mesalina. Jan estaba al tanto de sus aventuras, y a veces se las reprochaba por pura costumbre, pero en su fuero interno le tranquilizaba que su amiga hubiese encontrado la vacuna para un virus que la había infectado durante años. Aquellos hombres que pasaban por su vida y por su cama la mantenían lejos del único tipo por el que había perdido la cabeza. Y, desde luego, Jan prefería que Victoria se acostase con todos los funcionarios de Naciones Unidas antes de que volviese a hacerlo con Santiago.
Luego apareció Herder, guapo, atlético, distinguido, seguro de sí mismo, obsequioso, encantador, simpático: un crisol de todas las virtudes masculinas. Se habían conocido en una conferencia en la universidad de él. Victoria le había echado el ojo encima nada más entrar en el salón de actos, y cuando él se acercó a presentarse en la pausa para el café no tuvo ninguna duda de que iba a convertirse en su próximo entretenimiento. Pero las cosas no fueron como ella esperaba. En lugar de un amante apasionado se encontró con un caballero a la antigua usanza que le enviaba flores al trabajo y quería presentarle a su familia. Después de un par de meses de citas idílicas, cenas a la luz de las velas y un caudal de regalos románticos que iban de las rosas rojas a una docena de galletas decoradas con su nombre, Herder le propuso mudarse a su apartamento de la calle 72. Victoria estuvo a punto de darle largas, pero entonces recordó las vistas al parque, la fuente de la terraza y el portero con librea del vestíbulo, y se dijo ¿por qué no? Unos meses más tarde, Herder apareció con el anillo. A ella no se le ocurrió una forma mejor de pasar los próximos cincuenta años. Para entonces, hacía mucho tiempo que ni siquiera recordaba a Santiago Lema. Herder van Halen lo había borrado todo. Quizá sólo por eso, y a pesar de todo, ya había merecido la pena que se cruzara en su camino.
– ¡Victoria!
La propia Marga le abrió la puerta. No parecía haber nadie más en la casa, que flotaba en un silencio opresivo. Aquella paz ingrata, aquella ausencia de ruido, subrayaba definitivamente la ausencia de Jan, y Victoria la recibió con unas acuciantes ganas de huir.
– ¿Estás sola?
Muy mal. Esa frase no se le dice a una viuda reciente. De hecho, mejor no se le dice a nadie. Victoria abominó de su propia torpeza.
– Sí. Les… les he pedido a todos que se fueran. Tengo que empezar a acostumbrarme, ¿no?
Las lágrimas se le subieron a los ojos. Victoria le dio un abrazo breve y la empujó suavemente hacia el salón.
– Anda, vamos. No hemos tenido mucho tiempo de hablar…
– Claro. Me… me alegro de verte. No estaba segura de que estuvieses aún en Madrid. No sé ni lo que dijiste el otro día, pero me pareció entender que se trataba de un viaje relámpago.
En aquel momento se dio cuenta de que debería haber preparado mejor aquella escena. Qué error, qué gran error presentarse así en la casa de Marga sin llevar en la cabeza toda una batería de explicaciones que justificasen su permanencia en España. ¿Qué iba a decirle ahora? Pero ¿cómo podía ser tan estúpida? «Ay, Jan, buena la has hecho confiando en mí… ¡Y tú que pensabas que tu amiga era muy lista!»
– ¿Dónde está Herder?
«Bueno, pues nada, de cabeza a la piscina.»
– Se ha marchado hace tres horas.
– ¿A Nueva York?
«No. A las Bahamas, a pasar el resto del verano. Pero mira que es tonta esta pobre chica.» -Aja.
– ¿Y tú?
– Me quedo. Unos días. Para… para haceros compañía a Solange y a ti.
Marga enarcó las cejas. «Cuidado, Vic: no es tan estúpida.» ¿Hacerle compañía a ella cuando Jan acababa de morir? ¿Dejar partir solo a su marido para entretener a una persona que tampoco era lo que se dice su amiga del alma? Menudo desastre. Iba ya a calificar de fracaso total la primera parte de su misión cuando se le encendió una lucecita.
– No es sólo por eso… se trata de Herder.
– ¿Qué le pasa?
– Las cosas no marchan entre nosotros. Necesitamos algo de tiempo… Por eso he decidido quedarme en Madrid. Nos vendrá bien pasar unos días separados, y, por otro lado, me gustaría ayudarte un poco con Solange.
«Bueno, esto está mejor.» Una buena mentira es aquella que se parece mucho a la verdad, y no había nada falso en lo que acababa de decir a Marga.
– Pero Herder y tú… No sé, hacéis tan buena pareja…
«Ya estamos con la tontería de las parejas buenas y malas. La vida, querida Marga, no es una alfombra roja donde lo que de verdad importa es que dos personas que caminan juntas entre los flashes formen un conjunto ideal.»
– Ya, ya, pero… Bueno, las cosas no son tan fáciles… Y ahora, con todo lo de su campaña, Herder está muy susceptible.
Mentira cochina. Si alguna ventaja tenía el ingreso en política de Herder es que le quedaba más bien poco tiempo para meterle a ella el dedo en el ojo.
– En fin, que me vendrán bien unos días lejos de él, y qué mejor sitio que Madrid para… para reflexionar.
Marga la miró con simpatía antes de tomarla de la mano.
– Si eso es lo que has decidido, adelante. Espero que todo se arregle. Dicen que la primera crisis de pareja llega a los siete años. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos Herder y tú?
«Por favor. La puñetera teoría de los siete años…»
– Pues… no sé, seis y medio, más o menos. Pero, con un poco de suerte, arreglaremos las cosas. -Forzó una sonrisa.
– ¿Dónde vas a quedarte?
Mierda. Ni siquiera había pensado en eso…
– En el hotel, supongo.
– Pero eso es un disparate… Quiero decir que te va a costar una fortuna. -Se le iluminó la cara-. Oye, ¿por qué no te instalas aquí? Hay habitaciones libres, no tengo que decirte lo grande que es la casa.
– Oh, no, de ninguna manera. -«Ni muerta, vamos. En la casa de Jan, sin estar Jan, con Marga echando el moco por las esquinas y Solange peleándose con ella.»
– ¡Marga!
La voz cantarína de Solange tocada por un deje de aspereza, que Victoria intuyó era el que usaba hacía tiempo para dirigirse a su madrastra.
– ¡Sol, querida! Está aquí tu tía Victoria.
Solange entró como una centella y la abrazó.
– ¡Tía Vi! ¡Pensé que te habías ido!
– Hay novedades: va a quedarse en Madrid durante unos días. ¿Qué te parece? ¿A que es una gran noticia? ¿Estás contenta?
En ese momento, Victoria sintió un arrebato de piedad hacia Marga, que estaba dispuesta a cualquier cosa para ganarse a aquella cría. Solange ni siquiera miró a su madrastra en busca de una confirmación.
– Tía Vi… ¿Es cierto?
– Sí… Estoy de año sabático, y puedo tomarme unas semanas libres. Herder se ha ido esta mañana.
– Y aún hay más… Estoy convenciendo a Victoria para que se quede en casa.
Solange abrió mucho sus grandes ojos azules.
– ¿Aquí? ¿Con nosotras?
– Bueno, todavía no está decidido… -la voz de Victoria sonaba tan débil, tan poco convincente, que ella misma se dio cuenta de que había perdido aquella guerra sin empezar a librarla.
– Oh, tía Vi, por favor, por favor, por favor… Me gustaría tanto tenerte cerca… Estoy tan triste sin papá…
Dos lágrimas como garbanzos rodaron por aquel rostro blanquísimo. Solange ni siquiera hizo el ademán de enjugárselas. La pequeña manipuladora sabía sacar partido incluso de las desdichas.
– Bueno… No quiero molestarte, Marga.
– Pero si no es ninguna molestia. Hay sitio de sobra, ya lo sabes. -Marga le dio unas palmaditas en el brazo, y el gesto se le antojó propio de una anciana tía abuela-. ¿Qué ibas a hacer sola en un hotel, además de gastar dinero?
Era evidente que Marga pertenecía a ese nutrido grupo de personas que consideran terrible instalarse en un hotel, seguramente porque son incapaces de ver ventajas a las sábanas limpias, las toallas esponjosas y el orden artificial que llega de la mano de una camarera de planta. ¡Ay, esas habitaciones arrasadas por la mañana que al regresar a mediodía se encuentran en perfecto estado de revista! ¡Esos desayunos abundantes donde dar rienda suelta a los caprichos de la gula! ¡La posibilidad de pedir una taza de caldo a las tres de la madrugada, la pulcritud del servicio de tintorería, la eficiencia del conserje tomando los recados! Por lo visto, Marga le estaba ofreciendo su casa como una alternativa al infierno… En fin, después de todo quizá la misión sería más sencilla si llegaba a convivir con los dos elementos de la discordia.
«La misión… Jan, querido, me debes una.»
Claro que ya había perdido la cuenta de todas las que ella le debía a Jan.
– Entonces, decidido. Te instalas con nosotras. ¿A que será divertido, Sol?
– Sí, Marga, será muy divertido. Pero me llamo Solange. No sé qué manía te ha entrado con eso de acortarme el nombre, pero no me gusta un pelo. Tengo que salir otra vez. Tía Vi, me alegro de que te quedes. Me alegro mucho, mucho, mucho…
Le dio un achuchón, y Victoria estuvo segura de que el gesto afectuoso era una formar de subrayar su frialdad con la buena de Marga.
– ¿A qué hora vas a volver?
– Ya veremos.
– ¿Para la cena?
– Marga… ¿Qué parte del «ya veremos» no has entendido? He quedado con mis amigas y vendré en cuanto pueda. Y, por favor, no me llames al móvil media docena de veces. Necesito espacio ¿vale?
Impertinencia en estado puro. Victoria tuvo que morderse la lengua para no intervenir, pero se recordó a sí misma que no estaba allí para poner de manifiesto la torpeza de Marga, que debería haber parado los pies al caudal de insolencia de aquella adolescente.
– Es siempre así -confesó, cuando se oyó a lo lejos el crujido de la puerta al cerrarse-. Al menos conmigo. Está llena de pinchos, como un cactus. A veces pienso que me odia.
– No digas tonterías. Está en una edad horrible.
– Lo sé. Pero contigo es distinto.
Victoria se envalentonó.
– La mimasteis demasiado… Me refiero a Jan y a ti.
El nombre de Jan provocó en las dos un latigazo de dolor, como si escucharlo fuese una forma de hacer más presente su ausencia.
– Ya lo sé. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? La primera vez que la vi tenía cinco años. Era una pobre niña sin madre, y tan bonita… Perdí la cabeza por ella, Victoria. Me he pasado la vida queriéndola, cuidándola, consintiéndola… Creo que, en el fondo, quería hacerme perdonar que no fuese hija mía.
Victoria se sorprendió. Aquella frase era lo más inteligente que le había escuchado a Marga desde que se conocían. Pero no quería que su primera conversación se convirtiese en un rosario de disculpas, en un ejercicio de arrepentimiento por parte de Marga con respecto a la educación de su hija postiza. Había cosas más importantes que ventilar.
– Bueno, supongo que es normal. Sea como sea, Solange tiene un carácter fuerte, y la adolescencia no va a servir para facilitar las cosas. Por no hablar de la nueva situación.
Menudo eufemismo. «La nueva situación.»
– ¿Sabes, Victoria? Me temo que, ahora que su padre ha muerto, Solange no está dispuesta a quedarse conmigo.
– Pero…
– Me lo insinuó ayer. Se le ha metido en la cabeza ser diseñadora de moda y marcharse a París a vivir con su madre. Dice que aprendería mucho con ella. Está convencida de que Chloe es una especie de universidad del buen gusto.
Vaya. ¿Era una nota de sarcasmo lo que acababa de percibir? Caramba con Marga, estaba ganando algunos puntos.
– ¿Y tú qué opinas? ¿Quieres que Solange se vaya?
Se pasó la mano por los ojos y su voz sonó cansada.
– No. Ahora que Javier no está, se me parte el corazón sólo de pensar en perderla también a ella… Pero si es lo que quiere, no veo cómo voy a poder impedirlo. Por mucho que no ejerza, Chloe es su madre. Si Solange desea pasar un tiempo a su lado, adelante. Por mucha pena que me dé, quizá sea bueno para todos.
Muy razonable, sí señor. Sacar a Solange de escena durante un tiempo. Que disfrutase de su madre, de los encantos de París y del charme de la plaza Vendóme. Que le diese el aire de los Campos Elíseos, que tomase clases de dibujo y que asistiese junto a la sofisticada Chloe a los desfiles de alta costura. Ahora sólo había que convencer a la madre de la criatura de la conveniencia de abrirle las puertas de su casa y de su vida.
– ¿Has hablado con Chloe?
– ¿Estás de broma? Ni siquiera iba a escucharme. Lo mejor es que sea Solange quien le diga que desea vivir en París. A ella no se atreverá a decirle que no.
«Pero ¿qué clase de serrín tiene esta mujer en la cabeza? Retiro lo dicho: es completamente idiota. No me extraña que jan necesitase enviarle una niñera desde el más allá.»
– Marga… No creo que, siendo Chloe como es, le suponga algún problema desengañar a su hija. Imagina cómo se sentiría Solange oyendo decir a su madre que no la quiere con ella. Digas lo que digas, si existe alguna posibilidad de que las cosas salgan bien, es planteando esto con cierta frialdad, como… como si fuese una negociación.
Marga miraba a Victoria con los ojos enrojecidos por el llanto y una cierta expresión de interés.
– Es posible que tengas razón. -Suspiró brevemente-. Ay, Victoria, menos mal que estás tú… Al menos a ti Chloe te respeta. Hasta creo que le caes bien. ¿Por qué no la llamas ahora mismo? Cuanto antes sepamos a qué atenernos, mejor para todos. Además, si accede al traslado, será un aliciente para Solange. Seguro que estará de mejor humor sabiendo que el curso que viene vivirá en París con su madre.
Victoria iba a protestar, pero se dijo que no valdría de nada. Ella sólita se había metido en la boca del lobo. Además, si el plan funcionaba, su trabajo en Madrid habría acabado antes de lo previsto: con Solange en Francia, ya no habría paz que buscar entre la niña y su madrastra. Y apostaba cualquier cosa a que, después de pasar una temporada con su mamaíta, Solange iba a regresar más suave que la seda. Al fin y al cabo, para que una persona empiece a valorar a otra, puede venir bien una época de distanciamiento.
– Muy bien. Voy al otro cuarto a llamar a Chloe. Cruza los dedos, ¿quieres?
– Aló!
– Chloe… Soy Victoria.
– Ah, Victoria, querida. ¿Ya estás en Nueva York? Pensaba llamarte, voy a la ciudad dentro de unos días. Tengo que disparar allí una sesión estupenda…
La cortó antes de que se extendiese en detalles sobre el viaje y el fabuloso trabajo que iba a hacer con el fondo de los rascacielos.
– No, aún estoy en Madrid. No sé cuándo volveré. Estoy de año sabático en la universidad.
– Qué suerte tenéis los profesores, con tantas vacaciones.
«Un día de éstos, Chloe, voy a matarte.»
– Ya. Mira, necesito hablar contigo. Se trata de Solange.
– ¿Qué le pasa? ¿Está mal?
– No, no, está… está bastante bien, dadas las circunstancias. He estado cambiando impresiones con ella acerca de… de su futuro. -Pero qué condenadamente difícil era todo aquello, maldito Jan, maldito, maldito-. Y… bueno, no sé si te lo ha contado, pero dice que quiere estudiar diseño de moda.
– ¡Qué bien!
Victoria captó en el comentario el mismo entusiasmo que si le hubiese revelado que su hija quería ser astronauta o dueña de una gasolinera.
– Sí, bueno, a ver, porque los chicos, ya sabes, cambian de opinión y eso… Pero por lo pronto ella cree que… eh… que quizá no le vendría mal pasar una temporada en París. Ya sabes, la meca de la elegancia, el chic parisino, el glamour… Para… empaparse de buen gusto.
Pero qué estúpido le sonaba todo aquello, por Dios. Menudo argumentario: el chic, el glamour… sólo le faltaba nombrar a Cocó Chanel y Christian Dior para darse de bruces contra el tópico de supermercado. Por fortuna, la muy egotista Chloe se las había apañado para quedarse exclusivamente con la esencia de la conversación.
– ¿Una temporada? ¿En París?
– Sí… Está pensando en estudiar allí el próximo curso. Solange empieza este año el bachillerato español, y supongo que es el mejor momento para hacer un cambio de expediente.
– Pero, Victoria, ¿dónde va a quedarse?
«Bajo el puente del Alma. O en una banlieu, en alguna casa donde haya okupas españoles que la ayuden al principio. Eso si no puedes convencer a Carla Bruni para que le monte un apartamento en el Elíseo.»
– Chloe… Lo más lógico sería que viviese contigo.
– Ah, mais non… Eso es imposible. Estoy todo el día viajando de aquí para allá, y no paso en casa ni un minuto. ¿Cómo voy a ocuparme de ella?
– Bueno, Chloe, Solange ya no necesita a alguien que la cuide las veinticuatro horas. Es una chica lista y bastante independiente, así que tampoco va a hacer falta que tú…
– Lo mejor sería buscarle un buen colegio. Un internado, una casa de estudiantes. Claro que puede pasar conmigo algún fin de semana, cuando yo esté en París.
– Ya, pero ella quiere vivir con su madre.
– Pues, querida, yo no estoy en condiciones de vivir con mi hija. Pero le encontraré un buen sitio, un pensionado agradable, donde pueda conocer gente y sentirse como en un hogar.
Había llegado el momento de poner las cartas boca arriba. Victoria notó cómo se le aceleraba el ritmo cardiaco, y tuvo que reconocer que llevaba muchos años esperando el momento para atacar a Chloe con toda la artillería.
– Chloe, si quisiese enviar a Solange a un pensionado, a una residencia de señoritas o a un reformatorio no te habría llamado a ti. Acaba de perder a su padre, y por muy difícil que me resulte entenderlo, quiere vivir contigo durante un tiempo. No creo que sea tan terrible compartir tu casa durante un curso con una cría que da la casualidad de que es tu hija, y que hasta ahora no puede decirse que te haya dado demasiados problemas.
Hubo un silencio. En un alarde de ingenuidad impropio de ella, Victoria se dijo que a lo mejor Chloe estaba reflexionando. ¿De verdad iba a reconsiderar su postura?
– Victoria, querida… -su voz sonaba ahora lejana y dulce-, las cosas no son tan fáciles, ¿sabes? Hace… hace unos meses que salgo con alguien. Es un buen tipo. Más joven que yo. Me ha costado mucho trabajo convencerle de que debíamos vivir juntos. ¿Cómo crees que reaccionará si le digo que mi hija adolescente va a trasladarse a mi casa? ¿Piensas que se va a poner muy contento de poder jugar a las familias? ¿O crees, como yo, que no tardará ni un segundo en coger sus cosas y largarse? Me hago mayor, Victoria. Tú también, pero supongo que no le das tantas vueltas porque estás casada con un hombre rico y guapo. El asunto es que no quiero quedarme sola y ésta puede ser mi última oportunidad.
Ahora fue Victoria quien no supo qué decir. Con esto no contabas, chica. Chloe siguió hablando.
– Sé que no te gusto. Oh, no te molestes en negarlo. Siempre has pensado lo peor de mí, y supongo que tienes motivos. Soy una persona muy egoísta, sobre todo si se me compara contigo, con Jan o con esa santurrona que se casó con él y crió a mi hija. Marga me parece una idiota, pero sé que tengo muchas cosas que agradecerle. Ha hecho un buen trabajo con Solange. Y, si yo fuese como ella, o incluso como tú, entendería que es mi turno y traería a mi hija a vivir conmigo. Pero no lo soy, Victoria. Si no me sacrifiqué por Solange cuando tenía veintitantos años y toda la vida por delante, ¿cómo voy a hacerlo ahora, que tengo cuarenta y dos y empiezo a sentirme vieja? Lo siento, pero soy así. Y me sorprende que tú, siendo tan lista, no te hayas dado cuenta.
Desde el otro lado de la línea, Victoria seguía paralizada por aquel brutal ataque de sinceridad… o de cinismo en estado puro. Sí, conocía perfectamente a Chloe. Sí, sabía qué esperar de ella -la naturaleza del escorpión, no lo olvidemos-, pero, aunque había previsto una negativa, no esperaba escuchar semejante declaración de principios. Se sentía profundamente tonta. Intentó recuperar un poco del terreno perdido.
– Había imaginado que dirías que no. Pero Solange está tan empeñada en vivir contigo que no quería negarle la posibilidad sin que hablásemos de ello. No te preocupes, tu hija se quedará en Madrid.
– Recuerda que puedo encontrarle una plaza en un buen internado…
– Déjate de gilipolleces, Chloe -le pareció que soltar una grosería era una forma de volver a tomar la delantera-. Meter a la niña en una residencia cuando su madre vive en la misma ciudad sería como restregarle por las narices el hecho evidente de que es una molestia. No creo que sea una buena idea que se entere de que su madre pasa de ella justo después de quedarse huérfana. Que acabe el bachillerato español, y cuando empiece la universidad ya veremos qué quiere hacer con su vida.
¿Por qué estaba dando tantas explicaciones si estaba claro que a Chloe no le importaba nada el futuro de Solante? En el fondo, se dijo abochornada, le encantaba demostrar al mundo que tenía todo bajo control, que era capaz de enderezar el rumbo de cualquier cosa en el último momento. «No tienes remedio, Vic…»
– Una cosa, Victoria… Deberíamos hablar de dinero.
– ¿Cómo dices?
– Sí. No sé si lo sabes, pero Jan se ocupaba enteramente de las necesidades de Solange. Ahora que él ha muerto, no es justo que sea Marga quien cargue con todo. Las cosas me han ido bien en los últimos años, y estoy en condiciones de colaborar en los gastos de mi hija.
Otra sorpresa. Chloe sacando a pasear su pequeñísimo sentido de la equidad.
– Había pensado en enviar mil euros al mes.
– Háblalo con Marga.
– Oh, no, no, no. Esa tonta testaruda querrá que las cosas continúen como cuando Jan vivía y rechazará el dinero, sin caer en la cuenta de que todo ha cambiado mucho. No sé cuál es su situación, pero apostaría a que Jan no ha dejado precisamente una fortuna, y no creo que ese negocio que tiene sea un pozo de petróleo. Voy a abrir una cuenta a nombre de Solange en un banco español. Te incluiré a ti como firma autorizada e ingresaré el dinero todos los meses. Úsalo como quieras: para comprar ropa, para pagar sus matrículas y sus libros, para que pueda hacer un viaje…
Una vez más, Victoria no sabía qué decir. Tenía que reconocer que la propuesta era sensata. Era posible que Marga tuviese algunos problemas económicos a partir de entonces Y, en el mejor de los casos, ese dinero podría servir más adelante para financiar los estudios universitarios de Solange, así que «de lo perdido, saca lo que puedas».
– Muy bien. Te mandaré un correo con mis datos para que puedas hacer el papeleo.
– Gracias por todo, Victoria. Te lo digo de corazón.
«Te lo digo de corazón.»
– Ya. Adiós, Chloe.
Colgó, y se quedó un buen rato mirando a la pared.
«Estupendo. Todo un éxito, sí señor.»
Marga recibió la noticia como Victoria esperaba, con un nuevo acceso de llanto. Ni siquiera sabía por qué lloraba, por Solange o por ella misma. Aunque, seguramente, llorase por Jan, y todas las pequeñas calamidades que se abatían sobre ella no hacían sino avivar la única razón para el llanto: Jan no estaba.
Victoria se ofreció a hablar con Solange para hacerle saber que su viaje a París quedaba cancelado. Marga, cómo no, se lo agradeció llorando. Así, al menos, no podría adjudicarle a ella el papel de aguafiestas. Victoria tuvo que reconocer que eso era precisamente lo que Solange hubiese hecho de ser la buena de Marga la portadora de las malas nuevas. Aquella misma noche, antes de cenar, pidió a Solange que la acompañara al hotel para recoger sus cosas, aunque no tenía nada más que una maleta medio vacía, y tras recomponer el magro equipaje le propuso tomar un refresco en el bar del vestíbulo.
– Bueno, tú dirás…
– ¿Cómo?
– Tía Vi… Que no soy tonta… Me has traído hasta aquí para hablar conmigo lejos de Marga. Así que dime lo que quieras. Te escucho.
He aquí una adolescente que sobrevalora su inteligencia: no sólo se cree muy lista, sino que está convencida de que todos los demás son idiotas. Esa desenvoltura, esa suficiencia, ese tono de superioridad… Victoria sonrió con indulgencia. Ella había sido igual, y tuvo sobradas ocasiones para corregirse. Ya te darás de bruces con la dura realidad, querida niña.
– Muy bien. Pues entonces, vayamos al grano. Antes de entrar en materia, una petición. Me gustaría que corrigieses tu modo de tratar a Marga.
– ¿Y cómo la trato?
– Solange… Lo sabes muy bien. Me temo que tu forma de dirigirte a ella sólo puede calificarse de grosera. Y eso no me gusta. Al margen de que no creo que Marga lo merezca.
Solange dio un sorbito a su cocacola light antes de atusarse la melena y seguir hablando.
– Mira, ya sé que vas a empezar con lo de que Marga es un ángel y todas esas cosas. Y yo no digo que sea mala, que conste. Entre otras cosas porque para eso hay que ser bastante más lista de lo que ella es…
Crueldad adolescente. Victoria supuso que la tristeza de Solange estaba multiplicando sus efectos.
– … pero, a pesar de que sea una santa, no la soporto. Cuando papá vivía era distinto, ¿sabes? Me limitaba a no hacerle mucho caso. Pero ahora… En fin, qué te voy a contar. La voy a tener siempre encima, mirándome, vigilándome. A veces me recuerda a un búho.
– Te quiere mucho…
– Pues peor para ella. Además, no estoy diciendo que no la quiera. Pero no me apetece vivir a su lado. No sin estar papá. Quiero irme a París, con Chloe. Me he dado cuenta de que apenas conozco a mi madre…
«¡Ay, Solange! Me temo que tu madre no tiene gran interés en que la conozcas. Y, además, si llegaras a hacerlo, no creo que te gustara mucho.»
– No me parece lógico que te marches ahora. Tienes dieciséis años. No es la mejor edad para cambios radicales, teniendo en cuenta además que atraviesas un momento delicado.
– Pues precisamente por eso me quiero marchar. Me… me estoy haciendo adulta, y no quiero crecer junto a Marga.
– ¿Por qué?
– Porque no.
A Victoria le gustó la respuesta infantil. Abría una nueva vía de ataque. Lo malo era que Solange ya estaba embalada.
– Además, ¿qué va a aportarme ella? ¿Crees que puede enseñarme algo? Es una persona tan gris… Siempre está triste, siempre está asustada, como si tuviese miedo de su propia sombra. Y luego, su abandono personal. ¿No te has fijado en cómo se peina? ¿En cómo se viste?
Solange no se dio cuenta de que Victoria había fruncido el ceño y, además, le temblaba la barbilla. Ante esos síntomas, Jan hubiese interrumpido la conversación para reconducirla, pero Solange no conocía a Victoria, y de todos modos estaba demasiado enredada en su diatriba como para reparar en cualquier otra cosa.
– Cualquiera con un poco de sentido la tomaría por una homeless. ¿Por qué no puede vestirse como tú? ¿O como Chloe? Quiero ser diseñadora, tía Vi… Tengo que convivir con alguien de quien pueda asimilar cierto buen gusto. Si paso mucho más tiempo con Marga, acabaré convirtiéndome en una hortera. Con mi madre no…
– ¡Se acabó!
Los ojos acuosos de Solange se agrandaron un poco. El palmetazo que había dado Victoria sobre la mesa tuvo el efecto deseado para subrayar el grito de interrupción.
– Pero, tía Vi…
– Ni tía Vi ni nada. ¿De verdad te has escuchado? ¿Quién te has creído que eres, Solange? ¿París Hilton? Porque lo que estás diciendo parece sacado de un libro de estilo para descerebradas. Pensaba que eras una buena chica, pero veo que te has convertido en una mocosa egoísta… una chiquilla malcriada sin consideración ni respeto. ¿Cómo puedes hablar así de Marga? ¿Despreciar de esa forma a una mujer que te ha tratado siempre como si fueses su hija?
– Vi, pero es que ella no es mi madre…
– Oh, claro que no lo es. Por eso tiene más mérito todo lo que ha hecho por ti. Todo lo que está dispuesta a hacer a partir de ahora. Me decepcionas, Solange. Y si pudiera escucharte ahora, también tu padre se sentiría decepcionado.
Aquella frase tuvo un efecto inmediato. Solange se echó a llorar. Victoria sintió la tentación de abrazarla. Después de todo, era sólo una pobre niña confundida. Una niña sin padre que aún no había aprendido a dirigir sus afectos en la dirección correcta. Pero no era el momento de prodigarle gestos de cariño. Tenía que darse cuenta, siquiera por unos segundos, de lo terrible que es llorar sin que nadie te consuele, que era lo que acabaría haciendo si dejaba a Marga. Supo que era el momento de entrar a matar. Solange estaba ya contra las cuerdas, y nada de lo que le dijera iba a hacer que se sintiese peor.
– Sol… lo siento, pero tienes que madurar. No puedes irte a París. Ni instalarte con tu madre, que tiene una vida de locos y no está en condiciones de ocuparse de ti.
– Esto es cosa de Marga, ¿verdad?
– No, Solange. Te doy mi palabra. Ella estaba dispuesta a dejarte marchar. Pero tu madre y yo tuvimos una larga conversación esta tarde, y hemos decidido que lo mejor es que permanezcas en Madrid hasta acabar el bachillerato. Luego, cuando llegue el momento de ingresar en la universidad, podrás decidir lo que prefieres hacer, dónde quieres vivir y cómo quieres organizarte. Entretanto, tu sitio está aquí.
– Así que no puedo elegir.
– Eso me temo -le dedicó una sonrisa-. Si te sirve de consuelo, es lo que pasa a tu edad: siempre hay alguien que escoge por ti.
– Es que echo tanto de menos a papá que me parece imposible vivir en esa casa sin él… y con Marga…
«No eres la única.»
– Solange… Marga puede tener muchos defectos, pero es una persona honesta que te quiere mucho. Tardarás en darte cuenta, pero lo que ahora necesitas es tener cerca a alguien como ella, generosa, amable, y buena hasta decir basta. No me digas que no hay cosas que aprender de alguien así. Y, además, también estoy yo… Te conozco desde que naciste, así que puedo servirte de ayuda en caso de emergencia.
– Júralo.
«Como si hiciese falta que te lo jurase a ti, querida. Como si tu padre no se te hubiese adelantado exigiendo compromisos postumos.»
– Lo juro. Y ahora, deja de gimotear y ve a lavarte la cara. No quiero que Marga te vea así. Bastante tiene ella con lo que tiene. ¿Estamos? Recuerda que no eres la única que lo está pasando mal. Volvamos a casa. Es tardísimo…
Las recibió un suave olor a mantequilla derretida. Desde la cocina llegaba un confuso concierto de chisporroteos y cacerolas que chocaban. Solange puso los ojos en blanco.
– Ya estamos…
– ¿Qué pasa?
– Le ha dado por guisar con mantequilla.
– ¿Desde cuándo?
– Yo qué sé. Un par de meses, creo. Fue a un curso de gastronomía francesa o algo así.
– Bueno, no te quejes. Marga cocina de miedo…
– Sí, gracias a Dios. Si voy a ponerme como una vaca, al menos que sea por comer cosas ricas. Pero preferiría que volviese al aceite de oliva. Ahí está.
Marga se acercaba envuelta en un enorme delantal de rayas azules y blancas que le llegaba hasta los pies. Se había recogido el pelo bajo un gorrito elástico y llevaba en la mano una cuchara de madera. Muy a su pesar, Victoria reconoció que ofrecía un aspecto más bien ridículo.
– La cena estará en unos minutos.
– Ah… Qué bien… ¿Quieres que ponga la mesa?
– Ya lo he hecho yo.
Solange buscó refugio en su cuarto, y Victoria siguió a Marga a la cocina. Allí reinaba un desorden de considerables proporciones y el olor a mantequilla se volvía casi insoportable. Victoria tragó saliva, pensando angustiada en la inminencia del festín. Tres años antes había tomado la decisión de no cenar para conservar la línea, y hacía muy raras excepciones a aquella regla de oro: a partir de las ocho de la tarde, sólo una ensalada o un yogur. Pero no parecía que fuera eso lo que Marga iba a servirles.
– Bueno, ¿cómo ha ido?
Ya había repensado en edulcorar la charla, así que no le costó ningún trabajo.
– Bastante bien. Le he dicho que cuando acabe el bachillerato podrá hacer lo que le apetezca, pero que mientras tanto tiene que quedarse en Madrid.
– ¿Y se ha disgustado? ¿Está enfadada conmigo?
– Marga… No le des más vueltas. Solange se queda, y no está enfadada con nadie. No podemos dar tanta trascendencia a cada cosa que haga o diga una quinceañera. Bueno, ¿qué has preparado para cenar?
– Ya lo verás… Vamos a sentarnos. Llama a Solange.
Al entrar en el comedor, Victoria no pudo evitar una sonrisa conmovida, pues Marga había dispuesto la mesa como si fuesen a celebrar una cena de gala. Jan solía meterse con su mujer diciéndole que en su anterior reencarnación debía de haber sido una aristócrata polaca… o el mayordomo de Los restos del día, a juzgar por su obsesión en materia de menaje y lencería de casa. Había comprado dos cristalerías completas, tres vajillas preciosas y otras tantas cuberterías muy diferentes entre sí (aquella noche había elegido una de inspiración colonial cuyos cubiertos tenían el mango de asta rematado por una fina línea de bronce), y tantas mantelerías como podían albergar los armarios de la casa. Jan estaba encantado, pues tenía un gusto exquisito y le hacía feliz rodearse de cosas bellas, pero también era desordenado y con cierta tendencia al caos, así que compraba aquello que le gustaba sin orden ni concierto: una sopera antigua, un mantel de hilo al que le faltaban las servilletas, un juego de café que era una ganga porque la mitad de los platillos estaban rotos… Además, le aburría ir de compras. Una cosa era encontrar piezas raras en el rastro, y otra pasarse la tarde en un almacén de loza o una tienda de tejidos.
En ese sentido, Marga le vino como anillo al dedo. Empezó a corregir las compras, a hacer adquisiciones sensatas, a proveerse de todo lo que necesitaban realmente para dar rienda suelta al hedonismo de Jan, a quien hacía feliz la visión de una mesa bien puesta como anticipo al placer de la comida. Marga colocaba los salvamanteles de pizarra, llenaba de flores frescas las jarras de plata, encontraba un primoroso pañuelo de encaje para la panera, un extraño juego de pinzas para el marisco, una salsera de porcelana para la mayonesa… Victoria suponía que también de esa forma había conquistado a Jan: rodeando su vida de exquisiteces tan gratas como prescindibles, y se preguntaba si Marga era también así, si realmente valoraba los manteles bordados y las copas de cristal checo, o participaba en el juego sólo para complacer a Jan. A veces tenía la sensación de que aquella mujercita hubiese sido igualmente feliz con un mantel de hule y un juego de vasos de Duralex, y sólo por Jan había aprendido a convertir su comedor en una pieza digna de cualquier novela de Henry James. Victoria miró con nostalgia el primoroso servicio para la sal y la pimienta -dos guerreros orientales con los escudos invertidos-, las blancas servilletas almidonadas y los bajoplatos rematados en oro y se dijo que Jan hubiese aprobado todo aquel despliegue de buen gusto, aunque estuviese destinado a tres mujeres tristes.
Como se temía Victoria, Marga había preparado un pequeño festín: primero, un aperitivo de bruschetta -de ahí el olor a mantequilla frita- y anchoas en salmuera. Luego, una sopera de ajoblanco. El plato fuerte era un salmón relleno de marisco y hecho en el horno bajo una costrada crujiente de hojaldre tostado. Victoria miró con desmayo la empanada de salmón y a la anfitriona. Para ella, la bruschettay la sopa constituían ya una cena contundente.
– Te has pasado, Marga… No era necesario este despliegue…
– Claro que sí. Hay que celebrar que estés con nosotras, ¿verdad, Solange?
Solange contestó con una media sonrisa y un gruñido que podría querer decir cualquier cosa.
– … además, tampoco es para tanto. Tenía el pescado en el congelador, así que sólo tuve que ponerlo a calentar con el hojaldre. Y el ajoblanco es muy fácil de hacer.
– Tendremos comida para varios días -dijo Solange, y Victoria no supo precisar si aquella frase escondía alguna crítica o era sólo una forma de encontrar ventajas a la laboriosidad de Marga. Decidió no darle más vueltas, tenía que relajarse un poco. Después de todo, para ser el primer día, no había ido tan mal.
La cena fue tranquila, y la conversación insustancial, lo mejor que podría pasar dadas las circunstancias. Eran las once cuando Solange dijo que estaba cansada y se fue a su habitación, aunque a buen seguro no tenía ninguna intención de acostarse; tal vez encendería el ordenador para conectarse a alguna de esas redes sociales que hacen furor entre los adolescentes. Cuando oía hablar de ellas, Victoria se alegraba de no tener hijos por los que angustiarse ante los múltiples peligros de Facebook, Tuenti y demás inventos 2.0. Los chicos y las chicas competían por el número de amigos que lograban incluir en sus listas de contactos, sin sospechar que aquellos perfiles inocentes podían ocultar a desaprensivos, estafadores y delincuentes sexuales. Y a ver cómo se para eso, se decía. A ver cómo le explicas a tu hijo de dieciséis años que no puede tener una cuenta en Twitter o comoquiera que se llame esa mandanga que sustituye a la plaza del pueblo o al patio del recreo en el inmenso páramo del tiempo libre de los jóvenes del siglo XXI. Ella y Jan habían hablado de eso la última vez, pues su amigo acababa de claudicar en su campaña en contra de las redes. Así que, después de muchos ruegos y muchas súplicas, Solange se había salido con la suya y tenía su hermoso perfil a merced del mundo entero.
– ¿No estás cansada? -la voz de Marga la devolvió al mundo. Había estado ayudándola a recoger los restos de la cena y a poner a buen recaudo lo que había sobrado.
– Un poco… ¿Y tú?
– Agotada… Pero no tengo sueño. Me siento como si me hubiesen dado una paliza, pero no soy capaz de dormir. Y eso me da pánico, ¿sabes? Meterme en la cama y quedarme despierta durante horas mirando al techo.
Se le saltaron las lágrimas.
– Es normal. Deberías tomar algo que te ayudara…
– Eso dicen todos. Pero las pastillas no me sientan bien. Parece que tengo la cabeza llena de corcho. -Se secó las lágrimas con un trozo de papel de cocina y metió en un recipiente los restos del ajoblanco-. Acuéstate si quieres, Victoria… Ya acabo yo con esto.
Qué tentación. Estar sola un rato. Pensar en lo que le apeteciese sin interrumpir sus divagaciones. Llorar por Jan, si le apetecía. Añorar su casa, su ciudad. El tráfico de Nueva York. La vista sobre el parque. Su vida, tal como era hasta que una llamada en plena noche había interrumpido la placidez de su rutina. Oh, sí, la suya podía ser una existencia mediocre, pero era la que ella había elegido.
– No. Prefiero esperar un poco. Si me duermo ahora, estaré despierta a las seis de la mañana. Deja eso, ¿quieres? -Detestaba el trabajo doméstico, por nimio que fuera, pero no hubiera estado bien escaquearse si Marga seguía de fregoteo-. Charlemos un poco. Voy a preparar unas infusiones.
– ¿Qué crees que tengo que hacer?
Marga sorbía sin ganas su menta con limón.
– ¿A qué te refieres?
– A todo, Victoria. A esta casa. Al negocio… Sin Javier estoy completamente perdida.
Al referirse a Jan, Marga siempre le llamaba por su nombre de pila. Victoria entendía el gesto como una modesta claudicación: no aspiraba a formar parte de esa vida en la que Jan era Jan, ni tampoco pedía un lugar en ese particular universo. Aunque también podría verse de otro modo. Quizá el renunciar voluntariamente al nombre que Victoria le daba era para Marga una forma de marcar distancias: puedes quedarte con Jan. Es Javier quien me interesa.
– Necesitas unos días para aterrizar… En cualquier caso, lo mejor es que no tomes ninguna decisión hasta que haya pasado algo de tiempo. ¿Qué tal va la librería?
– Como siempre. Aguantando el tirón. Pero no me quejo. Hay negocios que marchan peor. Tengo mi clientela fija. Y septiembre es una buena época. Los libros de texto y eso…
– Estupendo. -Victoria dio a Marga un pellizco que quería ser amistoso, pero el gesto le salió algo torpe y le pareció que pegaba un respingo. Se dio cuenta de que, a diferencia de Marga, que estaba siempre toqueteando, dando palmaditas, achuchones y caricias breves, ella solía eludir cualquier contacto físico. Quiso desviar la atención-. ¿Cómo te has apañado estos días? ¿Tienes a alguien en la tienda o…?
– No. Hace tiempo que estoy sola. Para reducir gastos. Javier me ayudaba a veces -la voz se le quebró un poco, pero se rehízo-. Ahora había cerrado hasta finales de agosto. El barrio está desierto, así que…
– Ya.
– ¿Sabes qué? Me angustia la idea de abrir otra vez. De que la librería se llene de gente que quiera darme el pésame, o me pregunte por Javier… No sé cómo voy a soportarlo.
Victoria no dijo nada, pero pensó que esas cosas -las condolencias, todas las meteduras de pata de aquellos que entrarían en la tienda creyendo que Jan aún estaba vivo- eran sólo un mísero atrezo de la verdadera tragedia. «Lo malo, Marga, es que Jan está muerto, no que un cliente te pregunte por él.»
– Bueno, en eso puedo echarte una mano. Sí… si quieres, iré contigo el día que abras. Tú te quedas en la trastienda organizando cosas, y yo atenderé a la gente y daré todas las explicaciones que haga falta.
– Ya veremos. En cualquier caso, y aunque no abra al público, tengo que ir por allí cuanto antes. La sección de cine va a darme mucho trabajo.
– ¿La qué?
– Fue una idea de Javier. Dijo que el futuro de las pequeñas librerías estaba en la especialización, y que no había forma de encontrar libros de cine en un kilómetro a la redonda. Yo estaba algo preocupada. Es un tema del que no tengo ni idea, así que ya me dirás cómo iba a seleccionar títulos… Pero Javier me prometió que él se encargaría de todo. Compró algunos libros de importación y de segunda mano, y un par de carteles de películas antiguas. Ninotchka, Metrópolis… las que a él le gustaban.
Ahora, las lágrimas corrían libremente por el rostro de Marga, y Victoria tuvo que hacer un esfuerzo supremo por contener sus propias ganas de llorar. Necesitaba bloquear la evocación común de Jan colocando aquellos carteles en las paredes de la librería, embelesado ante la imagen de Greta Garbo. Intentó desviar la atención.
– ¿Y qué tal han ido las ventas? En lo del cine, digo.
– Bueno, es que pensaba empezar en septiembre. A Javier se le ocurrió hace cosa de un mes. Eso sí, en dos días había preparado el catálogo y contactado con los distribuidores. Le hacía mucha ilusión. Como le gustaba tanto el cine… Incluso compró por eBay unos cuantos cachivaches para dar ambiente. Decía que más adelante podríamos incluir una videoteca con títulos clásicos. Ya sabes cómo era cuando se le metía algo en la cabeza. -Se pasó la mano por la frente y tomó aire-. ¿Te fijas? Ya estoy hablando de él en pasado. Es increíble que pueda hacerlo tan pronto. Me pregunto si le ocurrirá igual a todos los que pierden a un ser querido…
Pero Victoria había dejado de escuchar a Marga. Jan había puesto en marcha la sección de cine cuando ya sabía que iba a morir… Entonces, ¿a qué venía aquel empeño en echar a andar algo que Marga no estaba en condiciones de sostener? ¿O es que la dichosa sección cinematográfica formaba parte de la herencia que Jan había tenido a bien dejarle a ella, puesto que ambos compartían la cinefilia y el amor por Jean Renoir y por Fritz Lang? No, Jan no sería capaz de semejante exceso. Una cosa era pedirle que velase por la paz familiar y otra muy distinta cargarla con el muerto de una fracción del negocio. Entonces, ¿a qué había venido esa locura de hacer cambios en la librería cuando ya tenía en el bolsillo su sentencia de muerte? Intentó retomar la conversación, pero no pudo quitarse de la cabeza aquella pregunta durante el resto de la noche. Al final, cuando se retiró, rendida a su propio cansancio, se dijo que sin duda Marga estaba haciéndose un lío con las fechas. Jan no era tan descerebrado como para haber organizado semejante follón a unas semanas de su muerte sólo para vender unos cuantos libros baratos y media docena de viejos fotogramas. Y pensando en eso se quedó relativamente tranquila y entró en el mundo de los sueños.
– ¿Qué tal has dormido?
– Regular. Pero al menos he descansado un poco.
– Hay café en esa jarra. He hecho tostadas, aunque no encuentro la mantequilla.
– Seguro que se acabó ayer con la bruschetta. -Solange acababa de entrar en la cocina-. Tenía suficiente grasa como para embotar las arterias de todo el edificio.
– Y, hablando de la bruschetta, ¿qué queréis comer hoy? Había pensado en pasar por el mercado y comprar alguna cosa. Quizá una aleta de carne para rellenar.
Victoria y Solange cambiaron una mirada de auxilio mutuo. Otro despliegue de pitanza no, por favor.
– Marga, precisamente de eso quería hablarte. -Victoria decidió adelantarse a la futura impertinencia de Solange-. Prefiero que no te compliques tanto. Yo… bueno, no estoy acostumbrada a comer de esa manera. Las sobras de ayer son más que suficientes. Si mal no recuerdo, el salmón ni se tocó.
– Ah. -Parecía decepcionada-. Bueno, creí que después de tanto tiempo en América tendrías ganas de comida casera
Comida casera… Paradójicamente, no era algo que Victoria añorase. Todo el mundo estaba empeñado en que debía de sentir nostalgia al recordar la fabada, la paella y la tortilla de patata, pero nunca le había dado por ahí. Además, le encantaba lo que comía la gente en Nueva York: las hamburguesas grasientas, la pizza recalentada, los pretzels que vendían por la calle, los perritos calientes… Y, por supuesto, toda la legión de golosinas que constituían la principal tentación de su dieta estricta: los brownies con helado, las galletas de nueces, la tarta de chocolate y el pastel de queso de Dean and Deluca. Aunque de ordinario seguía unas pautas alimentarias más bien saludables -verduras hervidas, carne magra a la plancha, ensaladas y nada de fritos-, había decidido recompensar su fuerza de voluntad tomándose al mes un día libre de control alimentario. Durante esa jornada -que solía hacer coincidir con un sábado-, las horas se convertían en una orgía feliz de gofres con nata, magdalenas de colores y tortitas bañadas en sirope de arce. Durante todo el día no comía nada que no fuese dulce, y por la noche, cuando se metía en la cama en medio del subidón de azúcar, se sentía colmada y dichosa y dispuesta a regresar a la alimentación espartana que constituía el pan nuestro de cada día y el precio que pagaba por seguir conservando la figura. ¿Y ahora Marga pretendía dinamitar su disciplina cocinando carne en rollo con puré de patatas y cremas de marisco rebosantes de nata? Ni de broma.
– Aunque te sorprenda, la comida americana me gusta bastante. Y, de todos modos, intento comer lo justo para sobrevivir. Eso significa que me alimento de ensaladas y pescado hervido. Lo de ayer fue una excepción, pero prefiero que no se repita con demasiada frecuencia. No te preocupes por mí. Me arreglo con cualquier cosa.
– De acuerdo. -Parecía levemente ofendida. «Oh, Marga, vete a la mierda, no puedo andar de puntillas sobre todos vuestros caprichos»-. ¿Solange?
– Me apunto a lo del pescado hervido -Victoria abrió mucho los ojos. «No te pases»-. Es broma, Marga. Pero creo que deberíamos acabar con las sobras antes de que cocines nada más. Necesitaremos una nevera industrial si sigues guisando a ese ritmo.
– El caso es que me relaja mucho… Cuando estoy metida en la cocina, dejo la mente en blanco.
– Prueba con el yoga. También tranquiliza y no hay peligro de que nos pongamos como focas.
Solange había resistido demasiado sin lanzar una pulla. Por fortuna, el timbre de la puerta sonó antes de que Marga pudiese acusar el golpe.
– ¿Quién será a estas horas?
– El de correos con más telegramas…
Pero no era el cartero precisamente sino, como se dijo Victoria en cuanto abrió la puerta, una nueva fuente de problemas.
– ¡Sorpresa!
– ¡Señora Solano!
– ¡Shirley!
– ¡Mamá!
Victoria habría dado cualquier cosa por saber a ciencia cierta qué había pensado de Shirley la madre de Jan la primera vez que se vieron. Ella y Mischa se parecían tanto como un huevo a una castaña. Si una era excesiva, la otra pecaba de prudente. El mal gusto de una era sofisticación en la otra. Mischa era callada y discreta, Shirley hablaba por los codos y un par de tonos más alto de lo deseable. Si Shirley usaba jerséis apretados, faldas ceñidas y una cien de sujetador, Mischa parecía volar en sus lánguidos vestidos de seda, y tenía las caderas estrechas, el vientre liso y el pecho plano. Shirley, ama de casa y mamá gallina. Mischa, actriz frustrada y madre moderna, que hablaba de tú a tú con su hijo sin padre. Shirley y Mischa. Según Jan, se habían llevado estupendamente, pero a buen seguro fue porque ambas amaban tanto a sus criaturas respectivas que se sabían condenadas a entenderse. Si se hubiesen conocido en cualquier otra circunstancia, habrían estado encantadas de ignorarse, cuando no de despedazarse vivas.
La adorable Mischa. Su verdadero nombre era Micaela, pero un representante la convenció de que debía cambiarlo, y la rebautizó como Mischa Laurentin. Había intentado abrirse camino en España. Había hecho dos películas que nunca llegaron a estrenarse y tuvo una fugaz aparición en un filme de Sáenz de Heredia. Alguien le dijo que el futuro estaba en Francia, así que se fue a vivir a París a los veintisiete años, llevando bajo el brazo un montón de promesas difusas y diez mil pesetas que le había dado su padre para consolarse pensando que, al menos, la niña no se moriría de hambre. Allí llegó un nuevo nombre más adecuado para los carteles, y un remedo de la vida con que la recién nacida Mischa había soñado: compañías de teatro independiente, papeles mínimos en aburridas películas de la nouvelle vague, fugaces encuentros con directores famosos que le hablaban de un futuro brillante que no llegaba nunca, y muchas decepciones que echaban por tierra el castillo de naipes que Mischa Laurentin levantaba cada día.
Cuando regresó a Madrid, sin haber conseguido triunfar en el teatro y embarazada de un tipo cuya identidad no quiso revelar, se quedó con su nombre artístico como único recuerdo de aquella vida pasada. Tenía treinta y nueve años y la ingrata sensación de que el tiempo pasa mucho más rápido de lo que a cualquiera le gustaría. Sus padres -a los que aún les costaba superar la vergüenza de tener una hija titiritera con el nombre cambiado- la recibieron con la misma sorpresa con que la habían visto marchar doce años atrás, resignados ante su estado de gravidez y aliviados por saberla sana y salva después de haber pasado por el lugar de perdición que era el París de hace medio siglo. Cuando nació Jan -que fue Javier durante mucho tiempo-, cuidaron a ambos con el mismo amor y la misma entrega, sin recordar jamás a Mischa que tenía cuarenta años, un hijo sin padre y ningún futuro.
A pesar de todo, salió adelante. Olvidó sus veleidades de actriz y encontró trabajo en una perfumería. Pasó de vivir en la bohemia a recomendar fragancias a las señoras bien del barrio de Salamanca, y aseguraba que la estancia en París le había servido al menos para pronunciar como nadie los nombres de los productos de Chanel, de Dior y de Madame Rochas. Se instaló en la casa de sus padres, y luego, cuando ellos murieron, alquiló un pequeño apartamento para ella y para el niño, que tenía once años y ya había empezado a llamarse Jan. Fue entonces cuando empezó a sentir nostalgia de la escena, y quizá para combatirla comenzó a escribir piezas teatrales. Tras acabar su primera comedia, la envió a un antiguo amigo que seguía en el negocio y, como la suerte tiene sus propias reglas, la obra llegó a manos de un empresario que la encontró brillante y quiso producirla. Y Mischa Laurentin, actriz fracasada, madre soltera y vendedora sin vocación obtuvo un discreto éxito como autora teatral. Un año más tarde dejó definitivamente la perfumería para dedicarse a escribir.
Mischa no era una mujer hermosa, pero todo el mundo la encontraba deslumbrante. Tenía la piel delicada, los ojos tristes bajo las pestañas más largas del mundo y la figura de una maniquí de alta costura. Su imagen lánguida y esquiva, aquellos huesos largos, los ojos grises -tan parecidos, ay, a los ojos de Solange- le habían servido para apuntalar su personaje de escritora, siempre vestida de negro y gris, con accesorios imposibles comprados en las tiendas del rastro y que sobre su cuerpo parecían las joyas de una reina egipcia. Había en ella algo lejano que la envolvía en un aura de misterio. Era eso lo que volvía locos a los hombres que se la encontraban en las tertulias del Comercial o del Gijón, fumando aquellos cigarros finísimos que habían acabado por dar a su voz un tono grave y severo. Mischa se había convertido en una figura indispensable para la vida social de un Madrid que se había propuesto dar cerrojazo a los años olvidables de la dictadura. En aquellos años recibió media docena de proposiciones de matrimonio, pero no aceptó ninguna. No necesitaba a nadie. Ya tenía a Jan.
Para Mischa, lo más importante de su nueva vida era la estabilidad económica que había llegado para ella y su hijo. Nunca le había preocupado pasar penurias mientras estaba sola -en la etapa de París había cumplido fielmente todos los tópicos de la artista maldita-, pero un niño era harina de otro costal. La bonanza que trajo consigo su nueva vida de dramaturga le importó sólo en tanto en cuanto le permitió rodear a Jan de todas las cosas materiales que consideraba importantes. El resto -el amor, el cariño, la confianza en los demás- eran cosa de ella, y se las había proporcionado desde su primer aliento en el mundo.
Le había dado todo a aquel niño, a aquel adolescente, a aquel muchacho. Sólo le negó el nombre de su padre. Nunca quiso compartir con nadie su secreto. Durante muchos años, Jan la había bombardeado con preguntas directas que no encontraban respuesta. Luego decidió indagar por su cuenta, sin entender que ciertos episodios del pasado de su madre estaban metidos en una caja blindada. Una vez, cuando Jan tenía quince años, Mischa lo descubrió mirando y remirando sus fotos antiguas, escudriñando cada rostro de sus compañeros de entonces para encontrar las huellas lejanas de un parecido -la forma de las manos, la mirada, la mínima expresión-, y quiso frenar cuanto antes cualquier esperanza.
– No lo busques. No está ahí.
No dijo nada más. Y, de alguna forma, Jan entendió por fin que aquél era un misterio que jamás iba a serle revelado. Hizo caso a Mischa y dejó de investigar, intuyendo que si su madre no le confesaba el nombre de su padre era, a lo mejor, porque tampoco ella lo sabía. Intentó no volver a pensar en ello, y casi lo consiguió. Cuando conoció a Victoria tenía tan bien asimilada su condición de hijo de padre desconocido que casi le sorprendía que la mayoría de sus amigos tuviesen en el libro de familia el nombre de dos personas distintas.
Mischa adoraba a Victoria, a quien tenía fascinada con su chic intemporal, sus clavículas ejemplares y aquellos ojos espléndidos. La acogió en su casa y le dio el mismo afecto que prodigaba a su hijo. Cocinaba para aquella chica -bastante mal, por cierto, guisar no era lo suyo-, la acompañaba a comprar zapatos, le arreglaba los bajos de los vestidos. Fue Mischa quien convenció a Victoria de que debía ponerse lentillas para desterrar de por vida aquellas gafas espantosas, quien le enseñó a vestirse, quien corrigió sus andares de pato. La muchacha solitaria e insegura encontró en ella una especie de sucedáneo maternal: Victoria, que no tenía familia, había hallado en Mischa a una curiosa mezcla de amiga, madre y abuela.
Como tantos otros, Mischa había deseado ardientemente que la amistad de Victoria y Jan se metamorfoseara en algo que -sí, ella también- consideraba más sólido y más importante que el sentimiento amistoso. Hubo una época en la que no se resignó a ver en ellos a dos camaradas. De las indirectas pasó a los consejos, de la insinuación a la pura injerencia. Victoria ignoró sus comentarios, pero Jan le paró los pies sin muchos miramientos.
– No te metas.
– Nunca lo hago. Pero estáis cometiendo el peor error de vuestras vidas al dejar pasar la ocasión…
– ¿La ocasión? ¿De qué?
– De comprometeros. De actuar como un hombre y una mujer que se quieren. Ahora no os dais cuenta, porque sois muy jóvenes. Pero pasará el tiempo y os haréis falta. Y a saber dónde estaréis los dos. O con quién…
Fue la única ocasión en la que Mischa Laurentin hizo algo fuera de lugar. El resto de su vida fue un ejemplo de corrección, de prudencia, de saber estar en su sitio. Victoria la recordaría eternamente como la primera vez que la vio, a los cincuenta y ocho años, con la figura de una adolescente, siempre con sus jerséis de cuello vuelto, sus faldas largas, sus zapatos planos de profesora de ballet y sus largos colgantes. Mischa y su hermoso pelo de plata cortado a la altura de las mejillas, sus bien llevadas arrugas, sus hombros de estatua. Querida, querida Mischa… Había muerto cinco años antes. Ahora, Victoria se alegraba de que se hubiese ido a tiempo, porque aquella madre no hubiese soportado sobrevivir a Jan. Mischa, que amaba a su hijo por encima de todas las cosas. Mischa, que desde que Jan había nacido no había vuelto a pensar en otra cosa que en la felicidad de su niño. Mischa, que al andar flotaba un par de centímetros por encima del suelo. Se le antojaba imposible hacerla encajar con Shirley, quien siempre parecía arrastrar sus pies hinchados sobre la pura y dura realidad. Y sin embargo lo habían hecho. Y ésa, pensaba Victoria, tenía que ser otra demostración de amor por parte de aquellas madres tan distintas que sólo tenían en común la desmedida devoción por sus dos niños. Si éstos habían decidido unir sus destinos -en mala hora, pensaban secretamente ambas-, lo único que podían hacer ellas era adaptarse a la nueva situación y no pensar jamás en que, si las circunstancias hubiesen sido otras, habrían disfrutado detestándose.
Shirley Saunders observaba a las tres mujeres desde el quicio de la puerta con una media sonrisa, evidentemente satisfecha del efecto que había provocado su llegada. Era una persona de tendencias teatrales, y le encantaba sentirse protagonista de cada pequeño acontecimiento. Paseó su mirada de una a otra con un aleteo de pestañas, preparada para recibir el aplauso final. De pronto, como si hubiese recordado bruscamente para qué estaba allí, su sonrisa se convirtió en una mueca contrita y se lanzó a los brazos de Marga.
– Mi niña… Mi pequeña… Tendría que haber llegado antes para poder despedir a Javier… Tendría que haber estado contigo, querida mía.
Victoria y Solange se miraron incómodas. Hubiesen preferido ahorrarse la condición de testigos de aquella escandalosa exhibición de afecto materno, pero Marga y Shirley bloqueaban la puerta de la cocina y el único recurso habría sido salir al descansillo de la escalera, lo cual tampoco tenía demasiado sentido. Así que se quedaron allí, de pie, fingiendo que no estaban enterándose de nada mientras Shirley besuqueaba a su hija.
– Mama. -A Vic le pareció que Marga estaba deseando desasirse del abrazo materno-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Que qué estoy haciendo aquí? ¿Te parece una buena pregunta? ¿Tienes una ligera idea de lo que me ha costado subirme a ese avión? Y, además, permite que te diga que sólo quedaban billetes en primera clase. He pagado setecientas libras por el pasaje. Ochocientos euros por un gin-tonic con cacahuetes. Es un escándalo, pero ¿qué voy a hacer si mi hija me necesita?
Imprimió a la pregunta un dramatismo innecesario, pero nadie se sorprendió porque Shirley adoraba el drama, y qué mejor circunstancia que aquélla para dar rienda suelta a sus instintos. Victoria se dijo que había sido una tonta pensando que Shirley iba a renunciar a la fastuosa oportunidad que se le presentaba, pero -igual que su propia hija- creyó que su fobia a volar y el hecho de que viviera en una isla era suficiente para ponerlas a salvo de su presencia.
– Quería venir desde el primer momento, querida, y espero que lo sepas. Pero no ha sido fácil, no señor. Por eso he tardado tanto. Tuve que hacer un trabajo intensivo con mi terapeuta, y convencer al psiquiatra para que me diera una receta de sus pildoras mágicas… que, dicho sea de paso, son una verdadera maravilla. Lo importante es que ya estoy aquí contigo, para cuidarte y ocuparme de todo.
– Mamá… -Marga se pasó una mano por la cabeza en un gesto que cualquiera menos Shirley hubiese identificado con la desesperación en estado puro-. Te agradezco mucho tu esfuerzo y todo eso, pero no era necesario que te sometieses a… a tanta presión… Lo de tu miedo a volar y tal. Estoy perfectamente, de verdad… Solange y Victoria me ayudan en todo. Y, para ser sincera, no hay mucho que nadie pueda hacer con respecto a lo que realmente me tiene hecha polvo. Javier está muerto y eso no hay quien lo arregle.
Victoria pensó que iba a añadir «y mucho menos tú», pero no lo hizo. Shirley la miró de arriba abajo con los brazos en jarras.
– Bueno, éste sí que es un gran recibimiento para una neurótica que se ha pasado dos horas y media en una verdadera celda de tortura empastillada hasta las cejas. He venido para ocuparme de ti, y voy a hacerlo tanto si te gusta como si no.
La frase no sonó a oferta generosa, sino a amenaza en toda regla. Al verla allí plantada, con aquel ademán tan poco amistoso, Victoria pensó -y no era la primera vez- que Shirley era un verdadero personaje de película. La había visto en tres o cuatro ocasiones, y siempre se le había antojado una mujer maravillosamente rara. Se preguntó qué edad tendría, pero estaba segura de que no mucho más de sesenta y cinco años: Jan le había dicho que Marga había nacido cuando su madre era muy joven. Trató de imaginar a Shirley con cuarenta años menos, pero desistió. Imposible concebir semejante caudal de energía multiplicado por la propia de la juventud. En aquella época, Shirley hubiera podido encender bombillas a su paso. Es posible que fuese eso lo que enamorara al padre de Marga, que a decir de Jan era muy parecido a su hija: reposado, taciturno incluso, discreto y nada vehemente. Lo más emocionante que había hecho en la vida era casarse con una inglesita chiflada a la que había conocido en un verano mientras ella hacía un curso de español.
Shirley. Se había instalado en España con su esposo, había tenido a su hija y se había consagrado a su familia -o eso aseguraba ella, aunque a Victoria le costaba imaginar a Shirley consagrada a nadie-, y luego, al morir su marido, decidió regresar a Bournemough para pasar allí su viudedad.
A Marga le pareció de perlas que su madre pusiese un mar entre ambas. Shirley era una persona tan intensa que resultaba difícil establecer con ella una convivencia en términos razonables. Cuando un buen día su madre la llamó para confesarle que, tras decenas de viajes entre varios países, había desarrollado un contumaz miedo a los aviones, se sintió en la gloria. A partir de entonces, estaría en su mano el verla. Y, para ser franca, no era algo que necesitase hacer muy a menudo. Shirley podía volver tarumba a cualquiera, pero especialmente a su única hija. Así que ésta la llamaba un par de veces por semana y tranquilizaba su conciencia escribiéndole casi a diario largos correos electrónicos. Desde el traslado de Shirley al sur de Inglaterra, sólo había ido a verla en dos ocasiones. Y había sido más que suficiente.
En una sola palabra, Shirley era demasiado. Demasiado todo. Demasiado habladora, demasiado activa, demasiado alegre, demasiado exigente, demasiado implacable.
Juzgaba sin piedad todo lo que se le ponía por delante -ya fuese la calidad de las chuletas en la carnicería o la política económica del gobierno de turno-, y, sobre todo, no daba un respiro a su hija, a la que había llegado a asfixiar a fuerza de adorarla. Creía que el mundo entero era poco para ella. Su marido, su trabajo, su casa, su rutina constituían sólo una pequeña porción de lo que Marga merecía y, aunque en los últimos años se había guardado muy mucho de gritarlo a los cuatro vientos, seguía íntimamente convencida de que su hija se había ganado mucho más que lo que la vida le había puesto en bandeja. Un marido guapo, un piso en el centro de Madrid, un pequeño negocio eran sólo una ínfima parte de lo que la niña debería haber tenido si el mundo fuese un lugar medianamente justo.
La propia Marga se preguntaba si alguna vez su madre había intentado quitarse aquella enojosa venda, aquel filtro de color de rosa que le hacía ver a su hija como no había sido nunca. Hubiese estado bien que en algún momento se enfrentase a la realidad: había engendrado a una mujer corriente y moliente, simplemente vulgar, que debería darse con un canto en los dientes por disfrutar del destino que le había tocado en suerte. Eso era lo que Marga hacía: dar gracias a diario por las cartas magistrales que le habían salido en la partida. Pero Shirley no. Estaba demasiado ocupada lamentando que su hija no llevase de mano los cuatro ases como para apreciar cualquier otra forma de triunfo.
Según el Particular Ideario de Shirley, Marga había tenido muy poca fortuna casándose con Jan, un tipo sin un trabajo estable que, encima de no tener una nómina, llevaba adosada una hija pequeña. Ahí es nada. La querida Marga unida a un padre soltero que soportaba sobre los hombros el peso invencible de una criaturita. Shirley nunca se preocupó mucho de disimular que detestaba a Jan, a quien consideraba, con toda razón, culpable último de no poder disfrutar de sus propios nietos: como ya tenía a la niña de sus ojos, para qué traer al mundo más renacuajos. Al principio, él lo intentó todo para ganarse el afecto de su suegra, pero al comprobar que Shirley era raramente invulnerable a su encanto, aprendió a ignorarla. Esa fue la única forma de llegar con ella a una entente cordiale. Si Jan no hubiese adoptado esa actitud casi zen, habría acabado por responder a alguna de sus provocaciones, y ahí se hubiese generado el verdadero conflicto. Pero incluso para Shirley resultaba difícil armar gresca con alguien que actuaba como si no existiera.
En cuanto a Solange, Shirley también la odiaba. Aquella mocosa mimada, tan sonriente y tan linda, le recordaba a diario que su hija no era madre, y la culpaba a ella de la renuncia de Marga a tener su propia prole. Había intentado compartir con Marga sus negros pensamientos, pero ella había puesto coto a toda forma de diatriba. «No voy a consentir esto, mamá. Si vuelves a nombrar a Solange para algo que no sea alabar su color de pelo, seré yo quien no vuelva a hablarte.» Shirley sabía que era muy capaz. La desalmada de su hija, tan dócil con el dichoso Javier y su niña consentida, se revolvía como una gata furiosa contra su propia madre. Así pues, aprendió a morderse la lengua y se guardaba para sí sus opiniones acerca de la pésima educación de Solange, los modales de Solange o las manías de Solange. La cual, por cierto, encontraba simpatiquísima a la madre de Marga: el espíritu de contradicción que la poseía y la obligaba a venerar a quienes no le profesaban consideración la lanzó de bruces contra aquel torbellino llamado Shirley Saunders. Enseguida la catalogó como una persona diferente a todas. La creía original, divertida, única, con aquella ropa apretada, el pelo cardado y los labios pintados de rojo, y el falso lunar que a veces se dibujaba sobre el labio superior. Sí, Solange hubiese hecho cualquier cosa por camelarse a la madre de Marga… pero ella no estaba por la labor.
En la lista de antipatías de la señora Saunders también estaba Victoria. Ella lo entendía. Al fin y al cabo, Shirley venía de una generación donde la amistad entre un hombre y una mujer era algo oscuro y hasta sucio, una caja cerrada que escondía terribles secretos. Nunca se creyó que entre los dos no hubiese nada más que afecto puro y duro, y se encendía como una vela cada vez que veía a Victoria cerca de la familia de su hija. Las escasas veces que coincidían, Shirley dedicaba a Victoria torvas miradas que hubiesen podido fulminarla.
Vic evaluó rápidamente la situación. Allí estaban las cuatro: Shirley, que la odiaba a ella y odiaba a Solange, pero amaba a Marga; Solange, que adoraba a su tía y admiraba a la loca de Shirley, pero a Marga no la podía ni ver; la buena de Marga, que llevaba casi cuarenta años intentando querer a todo el mundo; y ella, que de buena gana hubiese cogido la puerta y las hubiese dejado a las tres bien provistas de cuchillos para que resolviesen sus diferencias con acero y sangre. Porque si la situación en la casa era ya lo suficientemente tensa, la llegada de Shirley iba a multiplicar los problemas. ¿Por qué demonios no podría haberse quedado en Bournemouth, alimentando sus paranoias y su miedo a volar? «Jan, cabronazo, al hacerme el encarguito, ¿no pensaste que tu suegra podía aparecer en escena para acabar de complicarlo todo?»
Vic miró a Shirley con disimulo mientras ésta se servía un café poniendo cara de mártir y mascullaba algo sobre las hijas desagradecidas incapaces de valorar el amor de las madres. Había engordado desde la última vez que la viera, hacía ya cuatro o cinco años, en el entierro de la madre de Jan, y su pelo castaño había adquirido una extraña tonalidad a medio camino entre el rubio ceniciento y el gris platino. Llevaba las manos llenas de sortijas y… ¿qué era aquello que se había puesto en el tobillo? Dios santo, eran dos pulseras, una metálica y cargada de colgantes, y otra de cuerda, una de esas pulseritas de colores rematadas en una cruz. Vic no pudo evitar sonreír al imaginarse el paso de Shirley por el detector de metales del aeropuerto. Seguro que había armado un buen jaleo. Shirley, con el ceño fruncido para evidenciar su enfado, se afanaba en untar de mermelada una magdalena mientras mantenía su expresión de suprema dignidad. Una vez más, Vic se dijo que aquella mujer le gustaba bastante más de lo que quería reconocer. Le gustaba porque iba a su aire, porque era apasionada y vitalista, dramática y extrema, y sobre todo le gustaba por el amor que sentía por su hija y la forma absurda en que intentaba protegerla de todos los males. Vic, que por haber perdido a su madre siendo una niña no había sabido nunca lo que es ese amor descontrolado, envidiaba la devoción sin fisuras que Shirley profesaba a su hija, y la conmovía la forma en que el sentimiento maternal convertía a la frágil Marga en una supermujer ante los ojos inquietos de su extravagante madre.
– Bueno, cuéntame… -Shirley la emprendió con la segunda magdalena embadurnada de jalea de fresa. Unas cuantas migas se derramaron generosamente por su camiseta, de un tono rosa oscuro.
– No hay mucho que contar, mamá… Javier tuvo un infarto, llegó muerto al hospital y lo enterramos hace dos días.
– Sí, eso ya me lo dijiste por teléfono. -De pronto, pareció reparar en Victoria por primera vez-: Perdona, ¿tú no vives en Nueva York?
– Sí… Vine al entierro y me quedo unos días en Madrid.
– Bueno, es que siempre que visito a mi hija te encuentro por aquí… Debe de ser una casualidad.
Marga se vio en la necesidad de intervenir.
– No, madre, no es una casualidad. Victoria es como de la familia. Si Javier hubiese tenido una hermana, también te la encontrarías continuamente cerca de nosotros.
Una buena respuesta, sí señor. Vic dirigió a Marga lo que quería ser una mirada de gratitud, pero ella tenía los ojos fieramente puestos en su madre. Shirley, por su parte, sí miró a Victoria de arriba abajo.
– Una hermana… ya… No sé qué tal te hubiese sentado tener una cuñada. Yo me llevaba fatal con las mías.
– ¿Por qué no me sorprende en absoluto? -Marga cerró el bote de la mermelada y lo guardó en la nevera, como si privar a su madre del dulce fuese una tímida forma de triunfo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que se te da muy bien llevarte mal con la gente.
– Tú, sin embargo, eres la paloma de la paz…
Y dirigió a Victoria otra mirada de reprobación. En una esquina, Solange asistía divertida al intercambio de frases lapidarias. Esta vez, Marga no contestó. Recogió los restos del desayuno y fregó las tazas con cierta ferocidad.
– Victoria, ¿puedes acompañarme a la librería?
– Claro. ¿Estás segura de que quieres abrir hoy?
Ella tardó unos segundos en contestar.
– Sí. De todas formas, va a ser horrible, así que cuanto antes mejor.
– Pero Marga… ¿No crees que es demasiado pronto? -Shirley se colocaba la camiseta por dentro de los pantalones y se limpiaba de la generosa pechera los restos del bollito. Victoria se fijó en que llevaba las uñas pintadas de un luminoso color azul.
– No, mamá. Además, me dará un ataque si me quedo un minuto más en esta casa…
«… contigo», así acaba la frase, pensó Victoria.
– Bueno, yo puedo acompañarte si quieres.
– No. Tú descansa un poco. Estoy segura de que esas pastillas mágicas acabarán por pasarte factura. Puedes usar a habitación del fondo. Victoria duerme en la otra.
– ¿En la otra?
– Sí, mamá. Está viviendo aquí. Voy a darme una ducha. Tú échate una siesta hasta la hora de la comida… o haz o que quieras. Yo tengo muchas cosas de que ocuparme.
Jan y Marga habían abierto la librería dos o tres años después de su boda. Jan decía que siempre había soñado con tener un negocio de ese tipo, y Victoria dio por buena la explicación, aunque sabía que la verdad era otra: lo que su amigo quería era proporcionar a Marga un trabajo fijo. A pesar de todo, los dos estaban igualmente ilusionados con la aventura, en la que invirtieron todos los ahorros de él. Victoria sospechaba que Marga no había llegado a saber que Jan había recurrido a ella cuando los gastos de acondicionamiento del local se dispararon diez mil euros por encima del presupuesto. Para Vic fue un placer enviar a su amigo la transferencia que iba a salvarle de un problema después de que el banco les cerrara el grifo. Jan le había devuelto la cantidad con tanto celo como si le hubiese pedido prestado al mismísimo señor Scrooge, y jamás hablaron de aquel dinero delante de Marga. La librería se llamaba La tempestad. Todo el mundo pensaba que era un homenaje a la obra de Shakespeare, pero el nombre estaba tomado de parte del título de una novela de Robertson Davies que Victoria había regalado a Jan en su veinte cumpleaños. Así que el pequeño refugio de libros y material de oficina encerraba en realidad un par de secretos compartidos entre su amigo y ella. Y eso era suficiente para que, a pesar de no haberla visitado más allá de unas cuantas veces, Victoria amase también aquella librería.
Intentó no pensar en ello cuando la verja que protegía el escaparate se abrió con un chirrido ingrato. Marga y Victoria entraron sin hablar y tragando saliva. Había algo de polvo en el ambiente, y Vic sintió ganas de estornudar. Se preguntó quién diría la primera palabra, y miró a Marga, que paseaba por entre las mesas de libros mirándolo todo como si fuese la primera vez que estaba allí. Y así era, después de todo. Nunca antes se había adentrado en la librería sabiendo que Jan había muerto, y esa certeza convertía el mundo en un lugar inhóspito. Aquella tienda de libros, aquellas estanterías cuidadosamente organizadas, la enorme escalera para llegar a las baldas más altas, el mostrador, la caja registradora -un modelo antiguo comprado en un anticuario-, los expositores de material de oficina y artículos de escritorio eran sólo una pequeña parte de la vida después de Jan. Marga dirigió su mirada hacia una esquina: dos estanterías metalizadas -bien distintas del resto, que estaban hechas de madera oscura- parecían definir la frontera hacia otro espacio. Del techo, armados en un cartón pluma, pendían un cartel de Metrópolis y otro de Greta Garbo convertida en Ninotchka. En la pared, un enorme fotograma de Testigo de cargo con los ojos velados de Marlene Dietrich compartía espacio con la silueta inconfundible de Alfred Hitchcock rodeado por media docena de pájaros amenazantes. Sobre la estantería descansaban algunas figuras de papel maché que representaban a Humphrey Bogart en El sueño eterno, La Reina de Africa y Casablanca, y una colección de troquelados de Grace Kelly vestida con trajes largos y vaporosos. Un Fellini de cartón a tamaño natural lo miraba todo desde el suelo. Aunque era lo último que deseaba, Victoria imaginó a Jan colocando aquellas figuritas, haciendo descender desde el techo los carteles de las películas, intentando prestar equilibrio a un director de cine gordo y genial. Tenía que decir algo inmediatamente. Algo que normalizase aquella escena, que ayudase a desvanecer el recuerdo de Jan, que por primera vez en aquellos días se le antojaba palpable y presente. Notó que la garganta se le atenazaba, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para que su voz sonara cordial y tranquila.
– Vaya… Pues ha quedado muy bien… ¿De dónde habéis sacado esa figura, la de Fellini? Hace siglos quise comprar una igual -mintió- y no hubo forma de encontrarla…
Marga quiso contestar, pero las palabras se le quebraron en un sollozo. Victoria pensó que nunca había sentido tanta piedad por nadie, y se acercó a ella.
– Vamos, Marga… Marga, por favor…
La abrazó, y no pudo evitar que se le escaparan las lágrimas a ella también. De pronto se dio cuenta de que por primera vez desde que recibiera aquella llamada en mitad de la noche no estaba llorando por Jan, ni siquiera por sí misma.
Estaba llorando por Marga.
Hubiesen estado así mucho tiempo de no haber notado la campanilla de la entrada. Victoria estuvo a punto de aullar «¡está cerrado!», pero se dio cuenta de que no era un cliente quien esperaba en la puerta sino un hombrecillo vestido con el mono de una empresa de transportes que llevaba en la mano un paquete casi más grande que él.
– Perdonen -la voz hacía juego con su aspecto esmirriado-, es que tengo una entrega… Y es la tercera vez que vengo… ¿Alguna de ustedes es la dueña?
Marga se limpió las lágrimas y trató de componer una sonrisa. Evidentemente, sólo le salió una mueca más bien rara, pero al menos había dejado de llorar.
– Soy yo. Es que hemos tenido la tienda cerrada durante estos días.
– Ah. Bueno. Pues… nada, que aquí le dejo esto.
– ¿Tengo que pagar algo?
– No, no, está abonado en origen. Espere, yo la ayudo.
Dejó el bulto en el mostrador y tendió a Marga una libreta.
– Si me firma aquí… Eso es, muchas gracias… Buenos días y que lo suyo no sea nada, ¿eh?
Al escuchar aquella despedida, Victoria estuvo a punto de echarse a reír. Por fortuna, Marga no pareció darse cuenta. La puerta volvió a cerrarse.
– ¿Qué será?
– A lo mejor más libros…
– No, no lo creo. Qué raro, no viene dirección del remitente…
Era un paquete grande y compacto, de aspecto informe, cuyo interior había sido protegido por un montón de papel de embalar. Tuvieron que separar varias capas hasta que descubrieron lo que había dentro: dos latas para guardar películas, grandes y roñosas, como si quisiesen evidenciar su procedencia de otra época.
– ¿Y esto?
– Ya… ya sé. Javier dijo algo de que había encontrado en eBay unos estuches antiguos… Decía que eran perfectos para acabar de decorar la sección.
– ¿Estas dos birrias? Pues no veo yo que vayan a dar mucho ambiente. Tienen óxido como para parar un tren. El que se las vendió debía de ser un sinvergüenza o uno de esos que llama antigüedad a cualquier cosa vieja que encuentre por su casa. -Victoria toqueteaba las cajas de lata, sin dejar de pensar que a Jan le hubiesen encantado aun teniendo tan mal aspecto-. Y una pesa bastante…
Por puro instinto manipuló el cierre, evidentemente corroído, que desprendió un poco de cardenillo antes de ceder. Dentro de aquel estuche había un rollo de película.
– ¿Qué es?
– Yo creo que está claro.
Sacaron la cinta con cuidado, tocándola apenas. Intentaron volver hacia la luz el extremo de la bobina para distinguir alguna figura en los fotogramas, pero no se veía nada. Sólo el bosquejo de algunas figuras sobre el gris propio del nitrato de plata, difuminado por una pátina de polvo.
– Bueno, esto sí que tiene gracia… Resulta que la lata tenía una sorpresa.
Marga esbozó una sonrisa triste.
– Podemos colgar la cinta en trozos desde el techo… como si fueran serpentinas.
«Serpentinas. Pero mira que es cursi.»
– ¿No piensas que habría que echarle un vistazo a la película antes de hacerla trizas?
Marga la miró con el habitual aire de desamparo, ahora acentuado por la sorpresa.
– ¿Crees que puede tener algo que merezca la pena?
Victoria se encogió de hombros y cerró la caja.
– Sinceramente, no. Lo más probable es que esté completamente quemada.
El resto de la mañana transcurrió con cierta tranquilidad. Los temores de Marga resultaron infundados: nadie preguntó por Jan. En la librería entraron sólo tres o cuatro desconocidos que se limitaron a echar un vistazo, comprar lo que querían y marcharse. A las dos en punto echaron el cierre y regresaron a casa bajo la canícula del mediodía.
Shirley las recibió con la mesa puesta en la cocina. Si alguna vez supo que su hija detestaba comer allí, lo olvidó o decidió ignorarlo. Había colocado un feo mantel de hule, destinado en realidad a proteger la mesa, y servido la crema de puerros en el mismo recipiente de plástico en el que Marga lo había guardado la noche anterior. «Excelente, Shirley. Si quieres que tu hija se enfade, vas por muy buen camino.»
– Hola, hola, hola. Ya está aquí mi chica -Victoria tuvo ganas de agitar la mano para recordar su presencia-. Sentaos, ya sirvo yo. ¡Solange! A la mesa. Vamos a comer.
Solange hizo su aparición luciendo unos vaqueros desgastados y una camiseta lencera con el inequívoco aspecto de una prenda interior. Shirley la miró de arriba abajo.
– ¿Qué es eso que llevas puesto?
La sorpresa de Solange fue legítima. No sabía a qué se refería. Shirley debió de notarlo.
– Es que, nena, esa especie de… de combinación… No sé… Mi madre tenía una parecidísima… Claro que ella se la ponía por debajo del vestido.
– Mamá, la abuela Maggie pesaba casi cien kilos y no me la puedo imaginar llevando nada parecido a la blusa de Solange, entre otras cosas porque no creo que en los cincuenta fabricasen lencería fina de su talla.
– Bueno, bueno, no te creas… En aquella época, el mercado de ropa interior había evolucionado en Inglaterra mucho más que en España.
– Ya. Pues, de todas formas, lo que lleva Solange no es ropa interior, ¿estamos?
«Oh, por Dios, otra bronca madre-hija no. ¿De verdad piensan pelearse cada dos por tres?» Victoria decidió intervenir para cambiar de tema.
– ¿Sabéis lo que han traído hoy a la librería? Unas latas de película. Jan las había comprado para adornar la sección de cine, pero resulta que una de las cajas contenía una cinta. Nos hemos quedado de piedra.
– ¿Por qué?
Como siempre, Shirley la miraba con muy poca simpatía. Victoria hubiese querido no despertar sentimientos tan poco agradables en aquella mujer, pero estaba harta de intentarlo, así que ni siquiera la miró para responder, aunque se aseguró de imprimir a su voz un tono pausado que dijese: «Shirley, tu sarcasmo me importa una mierda.»
– Porque no es una cinta virgen. Tiene algo filmado.
– Pues sólo faltaría que fuese una película porno. -Shirley se levantó bruscamente y abrió la puerta del horno para sacar la empanada de salmón, que dejó sobre la mesa con muy poco cuidado.
– Sería estupendo si se tratase de una de las de Alfonso XIII.
– ¿Cómo? -Solange parecía interesada.
– Bueno, al parecer el hombre era aficionado a la pornografía, y se llegaron a filmar algunas cintas especialmente para él -explicó Victoria.
– Me parece algo de muy mal gusto -apostilló Shirley.
– A mí también. -Esta vez, la mirada fulminante partió de la propia Victoria-. No me interesa ese tipo de cine. Pero es historia.
Marga, que no había abierto la boca salvo para dar mordisquitos ridículos a la costrada de pescado, tomó aire y miró a Shirley.
– Mamá… ¿Querrías venir conmigo al salón para ayudarme?
Shirley enarcó las cejas perfectamente delineadas.
– Pero…
– Ahora. Por favor.
Solange miró a Victoria como diciendo «se va a armar». Parecía divertida. Las dos mujeres salieron de la cocina, Marga marcando el paso, Shirley insistiendo en que no veía la necesidad de levantarse de la mesa cuando estaban empezando a comer. Se perdieron por algún rincón de la casa. Afortunadamente, Jan había tenido el buen juicio de comprar un piso grande. Las discusiones en los apartamentos modernos suelen ser menos discretas. Victoria y Solange siguieron comiendo en silencio. Victoria porque no tenía ganas de hablar, Solange con la esperanza evidente de oír algo de la conversación que tenía lugar en el otro extremo de la casa. La entrevista no duró demasiado. Marga volvió a entrar en la cocina seguida por su madre que, con las mejillas enrojecidas y la cabeza gacha, parecía haber perdido buena parte de su aplomo.
– Victoria… Solange… Os pido perdón a ambas si de verdad he estado tan impertinente como dice mi hija. En mi descargo, tened en cuenta que todo esto también es muy difícil para mí. -Parpadeó, y sus espesas pestañas evidenciaron la presencia de un rímel cuidadosamente aplicado-. Y que, a mi manera por supuesto, también estoy sufriendo.
Victoria estaba a punto de soltar una carcajada. Tuvo que vencer los deseos de dar un abrazo a Shirley. Aquella mujer era formidable, incluso en su exhibición de caradura. La miró sonriendo, como quien no quiere dar mucha importancia a lo que acaba de oír. En cuanto a Solange, se encogió de hombros.
– No sé de qué va esto, pero a mí no me has molestado para nada.
– Muy buena la empanada, Marga. -Victoria no quería volver al punto de partida-. En serio, me recordó a una que probé una vez en un restaurante ruso.
El semblante de Marga pareció animarse levemente.
– Gracias… Es la primera vez que la hago.
– Mi hija es una gran cocinera -remachó Shirley, sin dirigirse a nadie en particular.
Marga sirvió algo de fruta y recogió la mesa.
– ¿Hago café?
– No… Espera un poco. Va a venir Santiago a tomarlo con nosotros y prefiero prepararlo cuando esté aquí.
Santiago. Otra vez. Victoria se dio cuenta de que su expresión se había ensombrecido, y se enfadó consigo misma por seguir sintiéndose incómoda nada más oír aquel nombre. Hacía muchísimo tiempo que ella había pasado página sobre lo que quiera que hubiese ocurrido entre Santi y ella. Entonces, ¿por qué reaccionaba tan mal? ¿Por qué torcía al gesto cuando alguien mencionaba a un hombre al que estaba más que segura de haber olvidado? ¿Era rencor, torpeza, vulnerabilidad en estado puro? Fuese lo que fuese, no le gustaba. No le gustaba nada. Porque la señalaba a ella como la persona débil que se preciaba de no ser. De todas formas, ¿por qué demonios había tenido Marga que invitar a Santi sin decírselo primero?
La ecuación se despejó en unos minutos, justo cuando llegó Santiago llevando dos carpetas enormes y una expresión de disgusto que Victoria no tardó en reconocer. Así que aquélla no era una visita social. Santiago se sorprendió al verla allí. Estaba convencido de que había vuelto a Nueva York.
– Al final me quedo unos días -explicó, adelantándose a cualquier pregunta.
– Eso pensé cuando te vi…
«¿Quiere hacerse el gracioso o es que simplemente es más idiota de lo que yo recuerdo?»
– Vamos al salón, ¿te parece? Así podemos hablar de negocios.
Era evidente que Solange, no digamos ya Shirley, estaban tácitamente excluidas de aquella entrevista. Victoria tampoco hizo ademán de seguirles: aquello no era asunto suyo. Desafortunadamente, Marga pensaba de otro modo.
– Vic, ven con nosotros.
– Esto… Marga… No creo que…
– Por favor…
Se rindió, por supuesto. Total, poco importaba ya un engorro más o menos. Estaba viviendo en una casa que no era la suya con una adolescente desbocada, una viuda reciente y su madre histérica, ejerciendo de dependienta a tiempo parcial en un negocio que no le pertenecía y ahora además tenía que hacer tertulia con el tipo que le había destrozado el corazón hacía un cuarto de siglo. Una delicia…
Se instalaron en el salón, y Marga trajo café en un precioso juego de tazas de porcelana. Colocó las servilletas de lino, un plato con tejas de almendra («¿Ahora también hace tejas? Increíble»), otro con bombones, la jarrita con leche tibia, azúcar, sacarina… Victoria se sentía vagamente desbordada ante aquella exhibición -tan natural en Marga, por otra parte- de la perfecta ama de casa. Se preguntó cuánto iba a durar aquello ahora que Jan ya no estaba.
– Bueno, vamos a ver… Llevo un par de días mirando papeles. Había que estudiarlo todo, claro.
O Santiago había cambiado mucho o estaba dando rodeos para llegar a un sitio al que no quería ir. Victoria notó cómo se le tensaba la mandíbula. En cuanto a Marga, se había sentado en la punta de la silla, con las manos en el regazo y los pies muy juntos, como intentando aparentar tranquilidad.
– Ya sabes que la casa no tiene hipoteca. Jan la compró prácticamente al contado. Eso es bueno. Pero, claro, hay otros gastos. La comunidad… el préstamo del coche… el de la librería… -Volvió a mirar en su libreta, pero Victoria tuvo la impresión de que en realidad no estaba buscando ningún dato, sino que pretendía escapar de la mirada de Marga-. El problema, Marga, es que Javier no tenía una nómina. Ni siquiera un contrato de trabajo. Ya sabes que las tertulias de la radio y las colaboraciones en la televisión están reguladas por contratos de obra. Cobras por lo que trabajas. Me temo que Javier sólo tenía su seguro de autónomos. Te quedará una pensión, claro, aunque nada del otro mundo. También Solange percibirá una cantidad. No es mucho, pero menos da una piedra, ¿no?
Forzó una sonrisa, que Marga intentó devolver.
– ¿Y el seguro de vida? Javier se había hecho uno hace años. Un compañero de promoción que trabajaba en una aseguradora vino por aquí y lo convenció… Siempre protestaba cuando llegaban los recibos.
Otra vez la vista en la libreta.
– Marga… Precisamente de eso quería hablarte. Verás, hace un par de años Jan rescató la póliza.
– ¿Cómo?
– Este seguro permitía recuperar una parte de lo invertido. No es nada raro. Es una forma de incentivar a los reticentes a este tipo de productos. Se les explica que el seguro se convierte en una forma de ahorro, y que, en caso de necesitar liquidez, se asume una penalización y se retira lo ingresado.
– ¿Y Javier hizo eso?
– Me temo que sí.
Marga se quedó callada. Cogió una pasta y la mordisqueó, con la intención evidente de ganar un poco de tiempo. Por su parte, Victoria habría deseado comerse de una sentada todas las galletitas de almendra, emprenderla con los bombones y no dejar ni uno. Cualquier cosa para aplacar aquella ansiedad, aquella sensación de que el desastre era inminente.
– ¿Entonces…?
– Entonces, Marga, tu situación es…, digamos que un poco complicada. Sin los ingresos de Jan, lo único que te queda es una pensión que no llega a los seiscientos euros, y los ingresos de la librería. Hay… hay una cuenta con diez mil euros… y unas acciones que Jan compró hace tiempo… pero que no valen gran cosa. Dejó las inversiones en Bolsa hace tiempo y…
– Sé que dejó lo de la Bolsa, gracias… Y también el dinero que hay en la cuenta. Sé que Javier no tenía una nómina, y lo que es un contrato de obra. ¿Qué es lo que te crees, Santiago? ¿Qué soy una mema que está en la inopia? ¿Me consideras una inútil?
Santiago y Victoria intercambiaron una mirada de sorpresa. Lo último que esperaban era una reacción así de la dulce y dócil Marga.
– No, claro que no…
– Pues no es lo que parece… ¿Sabes lo único que no entiendo? Lo de la cancelación de la póliza del seguro. ¿En qué estaba pensando Javier? ¿Por qué no me lo dijo?
Ahora parecía estar enfadándose con Jan. Victoria se vio obligada a intervenir.
– Marga… tal vez necesitaba el dinero para algo en concreto… Algún gasto inesperado al que no pudieseis hacer frente. Tal vez Jan no quería preocuparte…
Marga se volvió hacia Victoria con los ojos vidriosos y una indefinible expresión en la boca. No hacía falta ser muy listo para adivinar que estaba hecha una furia, que la olla a presión que llevaba días calentándose estaba a punto de estallar.
– Oh, bueno, lo que faltaba… Victoria, la defensora de causas perdidas. ¿No puedes escuchar una crítica a Javier sin sacar la cara por él? ¿Qué demonios sabes tú de nuestras finanzas, o de qué narices hizo mi marido con el dinero del seguro?
Victoria bajó la cabeza. En realidad, sí lo sabía. En ese momento debería haberse callado. Quizá encogerse de hombros, quizá marcharse de la sala haciéndose la ofendida, segura de lo que ocurriría a continuación: Marga saldría trotando tras ella para implorar clemencia. Pero la espita de su propia olla exprés también necesitaba aligerarse. Victoria había perdido a su mejor amigo, y además estaba renunciando voluntariamente a su casa y a su vida para meterse en un poco apetecible berenjenal. Por eso fue incapaz de cerrar el pico. Porque tras lidiar con Solange y con Chloe, de aguantar las impertinencias de Shirley y las llantinas de Marga, había llegado al límite de su buena voluntad.
– Pues resulta que lo sé todo, Marga. Jan me lo contó en su momento. ¿Recuerdas el viaje alrededor del mundo que querías hacer para celebrar vuestro aniversario de bodas? Un mes y medio dando saltos por ocho países distintos. Jan esperaba un anticipo por su nuevo libro, y a última hora los editores lo redujeron a la mitad. El viaje iba a pagarse con ese adelanto y él no quiso decepcionarte suspendiéndolo, así que echó mano del seguro.
Justo cuando acabó de hablar, Victoria hubiese dado un par de años de vida por poder manejar el tiempo y retrasar un miserable minuto las manecillas del reloj. Con eso habría bastado para no compartir con Marga aquel secreto absurdo. ¿Qué más daba que pensase que Jan había usado aquel dinero para… para jugar en un casino… o para comprar un quintal de pastillas de turrón? ¿Por qué tenía que haberle referido con pelos y señales lo que era algo privado que Jan había querido confiarle a ella? En ese instante se sintió obligada a mirar dentro de sí misma: muy en el fondo, le había contado la verdad a Marga porque necesitaba subrayar su lealtad hacia Jan… y también dejar patente que éste le contaba absolutamente todo. Eso era lo que había hecho, recordar a la viuda de su amigo -o más bien restregarle por las narices- el grado de confianza que había habido entre ellos dos.
– Así que te lo contó -la voz de Marga sonaba muy rara, como un poco más grave de lo habitual-. Cogió un dinero que estaba guardado para otra cosa y te lo contó a ti y no a mí.
«¿Era esto lo que querías, pedazo de bruja? Pues nada, ahí lo tienes. Disfruta del desastre. Eres un bicho, Victoria Suárez.»
– Bueno, no tiene tanta importancia -Victoria intentó, sin ningún éxito, que su voz sonase incluso cordial, como si estuviese ventilando asuntos sin trascendencia-. Mira, yo creo que Jan se dio cuenta de que había hecho una tontería, y me lo contó a mí para… para que lo animara. Ya sabes que siempre he sido una cabeza de chorlito en lo que se refiere al dinero. Seguro que necesitaba que alguien como yo le dijese que un viaje maravilloso merecía mucho más la pena que un seguro de vida. Y, por cierto, eso fue lo que hice. (Mentira cochina. Pese a su tendencia manirrota y su nulo sentido del ahorro, Victoria le había dicho a Jan que consideraba una majadería rescatar una póliza para comprar dos billetes de primera clase al otro extremo del mundo.)
– Ehhh… Marga, Vic… Eso son cosas vuestras… -Sin saberlo, Santiago acababa de remachar el clavo: cosas vuestras. A ver qué tal le sentaba a Marga eso de que Jan fuese cosa de alguien más que de ella-. Tenemos que hablar de asuntos prácticos.
– A mí no me queda nada de qué hablar. Creo que por hoy he tenido bastante pragmatismo.
Y salió de la habitación, blanca como el papel y extrañamente erguida, como si se hubiese propuesto mantener cierta apostura digna frente a lo que consideraba una humillación en toda regla. La puerta se cerró tras ella -suavemente, por supuesto: Marga no era de las que dan portazos-, y el ruido leve de sus pasos se perdió por la casa.
Victoria volvió a sentir la pulsión de meterse en la boca a puñados todo el plato de chocolatinas que, por cierto, nadie había tocado, pero hasta ella se daba cuenta de que no era el mejor momento para comer bombones.
– Vaya por Dios -dijo al fin.
– Sí, eso. La verdad es que no has tenido mucho tacto…
Victoria pensó que quizá había llegado el momento de que todas las personas de aquella casa tuviesen ocasión de reventar. ¿La estaba pinchando Santiago para producir otro estallido?
– ¿A qué venía decirle en qué se había gastado Jan el dinero del seguro?
– Pues porque de no saber la verdad, nuestra amiga iba a pensar cosas muy raras. Treinta mil euros no se evaporan así como así… Tú deja la cuestión en el aire, y verás como en menos que canta un gallo Marga empieza a sospechar que Jan usó el dinero para ponerle un piso a algún ligue. Al menos lo utilizó para una buena causa.
– Vic… Tú y yo sabemos perfectamente que lo que hizo Jan fue una estupidez. Y Marga también lo sabe. La idea de que él compartiese contigo su falta de sesera no va a ayudarla a sentirse mejor.
– ¿Por qué?
– ¡Deja de hacerte la tonta! Esta mujer se ha quedado sin marido y sin recursos, y encima tiene enfrente a una listilla diciendo «oh, Marga, pero yo ya lo sabía… ya sabía que el inconsciente de tu marido había malgastado en un viaje a todo tren vuestros ahorros para el futuro, y me parece muy bien, Marga, porque Jan y yo somos así de despreocupados».
Victoria sintió que el rubor se le subía a la cara. Quiso defenderse aclarando que «en realidad» no había animado a Jan a vaciar la hucha, pero Santiago no parecía tener interés en escucharla.
– No puedes refregarle a Marga cada dos por tres tu espléndida relación con Jan, la confianza que tenías con Jan, la libertad con la que te hablaba Jan… No puedes recordarle continuamente que te lo contaba todo ni que hay una parte de él que sólo conoces tú, no puedes remachar día sí día también lo mucho que os queríais y lo perfecto que era todo entre vosotros… Y menos ahora, Vic, menos ahora que Jan está muerto.
Qué terrible es que te recuerden lo que ya sabes, que te consideres una miserable y alguien diga en voz alta que está de acuerdo contigo. Para desconcierto de Santiago, Victoria no dijo nada. Ni siquiera intentó justificarse, mucho menos llevarle la contraria. De pronto no era una mujer de mundo, la reputada politóloga, la esposa del millonario con ínfulas políticas, sino aquella cría asustada que había conocido hacía un siglo, cuando ni él ni Victoria, ni mucho menos Jan, podían siquiera presentir todas las trampas amargas que les tenía reservadas la suerte. Allí estaban, casi treinta años después, tristes como niños obligados a entrar en una nueva etapa vital, cuando creían que su futuro se había encauzado. Cuando, en un ridículo alarde de inocencia, pensaban que ya todo estaba hecho, que sus vidas estaban ordenadas, que todo funcionaba como debía. La muerte de Jan había venido a recordarles que no había nada escrito, que el destino podía lanzarles al paso algunas sorpresas indeseables. Sin dejar de fruncir el ceño, Victoria miró a Santiago y por primera vez en aquellos días se dio cuenta de que él también iba a echar mucho de menos a Jan.
– Vic, a lo mejor ahora soy yo el que se ha pasado. Olvida lo que te he dicho, ¿vale? Estoy preocupado, nervioso… Y bastante cabreado con Jan, que se ha muerto dejando a su mujer y a su hija en una situación económica delicada. Esto es serio, Victoria. Pueden perderlo todo.
– No lo entiendo…
– Es muy sencillo. Los ingresos de la librería apenas bastan para contener los gastos. Hay una póliza de crédito de la que se ha echado mano en los últimos meses, y los intereses están creciendo. Estoy preocupado, Vic. Mucho. -Recogió su libreta y la guardó en un maletín-. En fin, ya veremos cómo se resuelve esto. De momento, Marga y Solange tienen que firmar unos papeles en la notaría. Diles que vengan a mi despacho mañana a las nueve y las acompañaré.
Se marchó. Victoria se quedó sola en el salón, mirando el primoroso juego de café, las servilletas de lino y las bandejas de golosinas. Se comió seis bombones y la mitad de las tejas de almendra mientras daba vueltas a lo que acababa de suceder. Qué escena tan lamentable. Qué innecesario era lo que había ocurrido… Quiso pensar que Marga había exagerado un poco, pero tuvo que rendirse a la evidencia: ella había estado completamente inoportuna.
¿Por qué lo había hecho? ¿Había algún motivo que la impulsase a molestar a Marga en un momento en que lo que necesitaba eran sólo demostraciones de afecto? Estaba allí para cuidar de la familia de Jan, y todo lo que hacía era meter el dedo en el ojo a su viuda. De acuerdo, se había portado muy bien quedándose en Madrid para arreglar las cosas con Solange y ofreciéndose a ayudar en la librería, pero eso no le daba derecho a aprovechar cualquier oportunidad para incordiar a Marga.
De pronto se dio cuenta de que pinchar a la esposa de Jan era algo que hubiese querido hacer durante todos aquellos años. No se trataba de hacerle daño, de lastimarla en lo más hondo, sólo quería hacerla saltar. Después de todo, aquella mujercita era la culpable de que Jan hubiese dado un giro a su vida, a la vida que ella y su mejor amigo habían imaginado juntos, no como pareja, por supuesto, sino como compañeros, colegas y cómplices.
Cuando Jan conoció a Marga, estaban a punto de incorporarse a un proyecto de investigación que auspiciaba la Universidad de Nueva York y que financiaba generosamente un banco de inversiones. En realidad, era a Victoria a quien habían hecho la oferta -era ya profesora titular en la Complutense, y había formado parte de varios grupos de trabajo en foros internacionales-, pero ella había puesto como condición que Jan se uniese al equipo. No hubo problema: el perfil de un periodista experto en relaciones internacionales y autor de tres monografías sobre conflictos era más que bienvenido. La universidad pretendía elaborar un estudio superlativo sobre conexiones entre grupos terroristas internacionales, y quería contar con expertos de una docena de países. El presupuesto era estratosférico y había dinero a espuertas. Dinero para sueldos, dinero para contratar ayudantes, dinero para hacer viajes… Posibilidades infinitas para recorrer los puntos calientes del globo, de Líbano a Cachemira, de las sierras de Colombia a Chechenia, de Irlanda del Norte al País Vasco. El sueño dorado de cualquier politólogo. Y, por si fuera poco, el centro de operaciones de todo aquel tinglado iba a ser una pequeña isla superpoblada de la Costa Este americana. ¿Quién podría pedir más?
Por supuesto, los dos conocían Nueva York -según Jan, era algo que había que hacer antes de cumplir los treinta-, pero la oportunidad de vivir allí durante dos años se les antojaba un regalo. Era el momento perfecto. Victoria podía pedir una excedencia en la universidad y el trabajo nómada de Jan le permitía pasar largas temporadas en cualquier sitio. Además, Solange tenía cuatro años. A esa edad, uno puede adaptarse a todos los lugares del mundo, y la inmersión en un nuevo idioma es inmediata. Sería bueno para todos. La niña aprendería inglés, ellos tendrían aventuras con personas nacidas en Belice, en Surinam y en Nueva Caledonia. Desayunarían bagels con crema de queso, cruzarían en bicicleta el puente de Brooklyn y mirarían con generosa compasión a los pobres mortales que hacen cola para subir al Empire Estate, declarando así su estatus de turistas. Aquella estancia les pondría para siempre a salvo de la condición de viajeros accidentales. Incluso después de dejar la ciudad seguirían siendo neoyorquinos en excedencia, y podrían iniciar las conversaciones diciendo «cuando yo vivía en Manhattan…». Ahora, Victoria sonreía al recordar aquellos planes. Llevaba diez años en Nueva York y jamás había montado en bici por el puente. En cuanto a la crema de queso para desayunar, le daba bastante asco.
Marga había aparecido en la vida de ambos sólo unos meses antes de que se materializara el proyecto neoyorquino. Cuando Jan empezó a hablar demasiado a menudo de la chica de la librería, cuando Victoria supo que se multiplicaban sus encuentros y sus citas, una lucecita de alarma se encendió en su interior, pero intentó apaciguar los malos augurios pensando en los rascacielos, los cafés del Village y las posibilidades de viajar a la sierra peruana en busca de las huellas de Sendero Luminoso. ¿Quién iba a cambiar semejante perspectiva por una correctora de erratas que vendía libros los fines de semana? Pese a todo, aquella luz siguió parpadeando. Quizá gracias a eso el día que Jan llegó diciendo que quería casarse con Marga, Victoria no se sorprendió. «¿Y el proyecto?», le dijo, como si sus planes para los próximos dos años fuesen un detalle que Jan hubiese olvidado involuntariamente. Él se encogió de hombros como el niño que intenta disculparse tras haber perdido la cazadora en el patio del colegio. Ella sonrió: «Una oportunidad así sólo vas a tenerla una vez en la vida.» Y él la abrazó: «Por eso lo hago.» Victoria estuvo a punto de echarse a llorar: por primera vez en muchos años, ella y su mejor amigo habían empezado a hablar de cosas distintas.
Victoria se fue a Nueva York tres meses más tarde, dos días después de la boda de Jan. Habían fijado la fecha de la ceremonia en función de la de su partida -lo cual fue el germen de la feroz antipatía de la madre de la novia hacia la amiga de su yerno, que no pudo entender a qué venían tantas consideraciones -, y, como si se tratara de una broma, Jan partió de viaje de novios el mismo día que Vic volaba hacia Manhattan. Hablaron por teléfono aquella misma mañana. Victoria no le dijo que le entristecía la idea de emprender sola la aventura imaginada para ambos. Simplemente se mofó sin disimulo del destino elegido para la luna de miel, un resort de lujo en la Riviera Maya, que por supuesto era una concesión a los gustos pequeñoburgueses de la bobalicona de Marga. Luego hablaron de cosas prácticas, del apartamento que Victoria había alquilado, de su horario de trabajo y de la generosidad del patrocinador del proyecto, que le había enviado un billete en primera clase. Ninguno de los dos se puso sentimental. Se despidieron como si fuesen a encontrarse en un par de días. Sólo que aquella vez las cosas eran distintas. Por primera vez en casi veinte años, Jan y Victoria no tenían la menor idea de cuándo iban a volver a verse.
Aquella mañana de 2001, rodeada de maletas y con el pasaporte sobre la mesa, Victoria se dio cuenta de que Marga había cambiado para siempre la vida de Jan. No se trataba sólo de renunciar a la etapa neoyorquina y a un trabajo fabuloso, sino que su presencia condenaba a Jan a tener un futuro bien distinto al que él había soñado. Aquella chica destilaba mediocridad por todos sus poros. Y, por mucho que le doliera pensarlo, su mediocridad terminaría por alcanzar a Jan. Se habían acabado los viajes intempestivos, los proyectos delirantes que trazaban juntos aun sabiendo que no podían llevarse a cabo. Jan se había casado y su matrimonio con alguien tan dolorosamente vulgar como Marga iba a llevarlo de la mano por una carretera distinta. En aquel momento, sin ser del todo consciente, en un rincón del alma de Victoria nació algo parecido a una sorda declaración de guerra hacia quien ya era la esposa de su mejor amigo. Pero iniciar abiertamente las hostilidades justo cuando él acababa de morirse era una repugnante forma de mezquindad.
– ¿Puedo pasar?
Abrió la puerta sin esperar su contestación. Marga estaba sentada en una esquina de la cama -al menos no se la había encontrado llorando con la cabeza bajo la almohada- y no la miró cuando entró. Victoria se dio cuenta de que no tenía ninguna intención de allanarle el camino. Me lo tengo merecido, se dijo.
Sin decir nada, paseó la mirada por la habitación: era el dormitorio de Jan, pero no recordaba haber estado allí más de media docena de veces, aunque hubiera jurado que al principio la decoración era otra. A buen seguro Marga había tenido mucho que ver en la elección del estampado toile de Jouy para el papel de la pared, las pesadas cortinas de brocado azul y aquel precioso escritorio antiguo, por no hablar del aguamanil colocado junto a la cama. A Jan no se le hubiese ocurrido comprar una cosa así ni en un millón de años, y a Victoria se le escapó una sonrisa al imaginar la cara de su amigo cuando Marga instaló en el cuarto de ambos una jarra con una palangana de loza incrustada en un armazón de madera oscura.
– Oye… No sé qué es lo que te ha molestado exactamente, pero…
Marga se volvió hacia ella y la miró con una dureza que le era impropia.
– ¿No sabes lo que me ha molestado? ¿De verdad, Victoria? Pues eres menos lista de lo que yo pensaba. O a lo mejor es que yo no soy tan tonta como tú te crees. Llevo años tragando sapos contigo… Sí, Victoria, no pongas esa cara. Sapos enormes, ya ves. Y en cantidades industriales. Ya sé, ya, que tú y Javier erais los mejores amigos del mundo, que os queríais mucho, que jamás os fallasteis el uno al otro. Sé que fuiste muy buena para él. Que siempre estuviste a su lado, igual que él siempre estuvo al tuyo. Que os ayudabais, que os lo contabais todo…
– Si te refieres a lo del dinero, yo…
– No, Vic, no me refiero a lo del maldito dinero. Pero no te voy a negar que ha sido la gota que ha llenado el vaso… no, el cubo… de todos estos años de hacerme la sueca ante vuestra relación.
Victoria sintió que ahora era ella quien tenía derecho a indignarse, y tuvo ganas de gritar: «¿Tú también, Marga? ¿Tú también desconfiabas de Jan, desconfiabas de mí? ¿Creías de verdad que te engañábamos, que había algo sucio entre tú marido y yo?» La idea de que Marga, la bondadosa, la apocada, la conciliadora, perteneciese al grupo de personas que emponzoñaban mentalmente su relación con Jan resultaba especialmente dolorosa. «¿Tú también? ¿Tú también?»
Pero la cosa no iba por ahí. Volvió a apartar la mirada, pero siguió hablando.
– Sé que tuvisteis una relación perfecta. Una relación envidiable, sin malas historias, sin malos recuerdos. Una delicia. Pero lo vuestro fue muy fácil, Victoria. Lo difícil fue lo mío.
Era lo último que Victoria esperaba escuchar. Se sentó en una butaca de cuero marrón, sin poder apartar los ojos de Marga, que había abierto de una patada la caja de los truenos y no parecía dispuesta a cerrarla. Es muy sencillo llevarse bien con alguien que puede coger la puerta y marcharse en cualquier momento, le dijo. Lo complicado son las relaciones a tiempo completo. La convivencia, en una palabra. ¿Cuántas parejas resistirían el espionaje permanente de una cámara instalada en alguno de los núcleos del hogar: en el salón, en la cocina, en el dormitorio, incluso en el cuarto de baño? Quizá aquella puñetera familia de la casa de la pradera. Hacer frente a la intimidad con mayúsculas… ése es el verdadero reto. Esquivar a diario las trampas de la convivencia y la rutina. Ah, claro, Victoria y Javier nunca se habían peleado… ni siquiera habían cruzado una palabra más alta que la otra. Pero es que ellos dos no habían compartido el inmenso montón de miserias cotidianas a las que tiene que enfrentarse a diario cualquier matrimonio.
Es fácil no discutir cuando no hay ropa sucia en el cesto, platos en el fregadero, luces encendidas a deshora, colillas mal apagadas, tubos abiertos de pasta de dientes o tapones de champú desenroscados. Cuando no hay hijos que educar, familias políticas que presionan, deudas que asumir, futuro que encarar. ¿Cuál era el universo común de ellos dos, los perfectos amigos? Un montón de libros, algunos viajes caros, intereses comunes, botellas de whisky o copas de dry martini, cotilleos, planes de trabajo… Las preocupaciones severas de uno jamás repercutían directamente en el otro, de forma que era muy sencillo convertirse en un hombro sólido en el que llorar cada vez que alguno de los dos lo necesitaba. Cuando a Javier lo despidieron inesperadamente del programa de radio en el que ejercía como comentarista, Victoria no tuvo que hacer equilibrios para que la pérdida de un sueldo fijo no diera al traste con la economía doméstica, así que se limitó a soltar barbaridades contra los dueños de la cadena sin angustiarse por la inminente llegada de un nuevo plazo de la derrama del edificio. Cuando la madre de Jan enfermó, Victoria mandaba flores y llamaba por teléfono al hospital dos veces por semana, mientras que ella tenía que participar de una logística demencial para que Mischa estuviese siempre acompañada. Y mientras desatendía su trabajo en la librería, ignoraba a sus amigas y dormía en un sillón para que su suegra no pasase sola las larguísimas noches de hospital, alguien decía en su presencia que había que ver qué excelente amiga era Victoria, que telefoneaba desde el otro lado del mundo y mandaba por Interflora hermosos ramos de lirios y de los tulipanes blancos que sabía que eran los favoritos de la enferma. Cuando Mischa murió, hizo un viaje de cuarenta y ocho horas para asistir al entierro y se convirtió en una especie de heroína para Jan y Solange, como si hubiese venido a nado desde la isla de Ellis. Luego, durante los días de duelo, llamaba a Javier todas las noches, y cada vez que él veía aparecer el número de Victoria en la pantalla de su móvil abandonaba el aire taciturno y el gesto contrito para sobreponerse y asegurarle que se encontraba «un poco mejor, gracias», y hablaban de nimiedades, de cine, de libros, del otoño en Nueva York y de la llegada de la nieve que tanto complicaba la vida en la ciudad, de estrenos teatrales, de amigos comunes que aparecían y desaparecían del mapa vital de ambos. Durante aquellos intercambios telefónicos, Jan hacía esfuerzos por mostrarse jovial e interesarse por algo distinto a su propio dolor. Él nunca supo hasta qué punto sus charlas con Victoria herían a su mujer en lo más hondo. Porque luego, cuando colgaba el teléfono, Jan se entregaba otra vez a su depresión y a su apatía, a la amargura y al ceño fruncido, sin dedicarle a ella la caridad de una sonrisa, o una mínima broma lejanamente parecida a las que se gastaba con su amiga adorada, que se hallaba a salvo de la desolación de la orfandad que cubría la casa como una niebla que casi podía tocarse. ¿Dónde estaba Victoria cuando Javier había sufrido aquella ciática descomunal que lo tuvo dos meses en la cama? Pues gastándole bromas por Internet o tomándose a pitorreo su invalidez forzosa. No era ella quien lo escuchaba quejarse, quien dormía en otra habitación para no perturbar el sueño del doliente, quien se acordaba del orden de las pastillas que tenía que tomar y de llamar al practicante para que viniese a poner las inyecciones intravenosas. Y luego, el día que Victoria apareció en la casa para hacerle una visita sorpresa, él se vistió por primera vez en semanas y hasta consintió en hacer el esfuerzo supremo de salir a la calle para tomar una cerveza aguantando el dolor que le martilleaba la espalda. Victoria no merecía menos, claro que no…
Aunque seguía escuchándola, Victoria ya no miraba a Marga. Había bajado la cabeza y observaba el bonito suelo de madera pulida mientras reflexionaba acerca de las grandes ventajas que presentan los universos paralelos de los amigos: por mucho que dos personas se quieran, siempre hay un terreno virgen en el que pisar cuando para alguna llegan los malos tiempos. Cada vez que Jan o ella tenían un problema, el otro estaba siempre a la suficiente distancia para contemplarlo desde la perspectiva adecuada. Marga tenía razón: para ellos dos, las cosas habían sido extraordinariamente sencillas. Y, en efecto, acertaba al decir que ella se había llevado la peor parte. En eso estaba pensando cuando se levantó y buscó sitio a su lado, en el extremo de la cama. Le echó el brazo por encima de los hombros y le dio un beso en el pelo. Marga no dijo nada, pero no evitó el abrazo. Victoria tuvo la sensación de que, por primera vez en tantos años, las cosas entre las dos estaban completamente claras. Tal vez, pensó, todo sería un poco más sencillo a partir de entonces.
Por fortuna, Shirley y Solange nunca se enteraron de la pequeña batalla que se había librado aquella tarde. Solange se había marchado a la piscina de una amiga nada más acabar de comer, y Shirley se había rendido a una de esas siestas suyas que duraban tres horas. Vic dio gracias a la diosa Fortuna, que había decidido mantener al margen del drama a las otras dos mujeres de la casa, porque si la madre de Marga o la hija de Jan hubiesen estado por allí, posiblemente habría sido mucho más difícil reconducir la situación. Sólo Santi había sido un testigo incómodo de una parte de la función, pero, después de todo, se encontraba allí como abogado de la familia, así que entre sus obligaciones profesionales debía de estar olvidarse de lo que había escuchado.
Mucho tiempo después, Victoria recordaría la escena del dormitorio como una de esas crisis que es necesario atravesar para reconducir las relaciones bilaterales. Ni ella ni Marga volvieron a hablar nunca de aquel encuentro privado, ni retomaron las cuestiones allí tratadas, ni dieron más vueltas a la noria. Pero las dos estuvieron secretamente de acuerdo en que aquella tarde había resultado providencial para apuntalar el difícil equilibrio entre ambas. Tras salir de la habitación, sin decir nada, recogieron juntas los restos de los dulces y el café que habían quedado en el salón, y cuando Solange regresó y Shirley se despertó de su siesta -quejándose, por supuesto, de no haber logrado dormir «más que cinco minutos»-, no encontraron nada distinto a dos mujeres que compartían pacíficamente las obligaciones domésticas.
Solange estaba preciosa, a través incluso de su tristeza y de aquellas lágrimas que se le asomaban a los ojos cada dos por tres. Tenía las mejillas sonrosadas por el sol, el pelo hecho un puro nudo y la nariz moteada de pecas. Apareció en el salón mostrando un bonito bronceado, con su camiseta de tirantes y los pantalones cortos y descosidos. Victoria se dijo que a pesar de los vaqueros viejos y del cabello recogido de cualquier forma sobre la cabeza, la chica conservaba una elegancia milagrosa en una adolescente.
– Bueno, ¿qué? ¿Qué ha contado Santiago? ¿Tenía papá una fortuna en un paraíso fiscal y acabamos de enterarnos?
Victoria y Marga intercambiaron una sonrisa breve, y Victoria se sintió reconfortada. Era como si estuviesen otra vez en el mismo equipo.
– Me temo que no, Solange… De hecho, creo que ahora que Javier no está la vida se nos puede complicar un poco.
Solange dejó a medio camino la lata de refresco que iba a llevarse a la boca.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues que, aunque suene duro, esta familia ha perdido su principal fuente de ingresos.
Caramba con Marga. Daba gusto pensar que, de vez en cuando, era capaz de hablar sin rodeos. Solange apuró su bebida y se encogió de hombros.
– Bueno, nos apañaremos. -Y, para sorpresa de todas, le dio a Marga lo que parecía ser un breve abrazo-. Me voy a duchar. ¿Podemos cenar ensalada? He debido de comerme un kilo de helado en casa de Isabel.
Shirley tuvo el detalle de esperar a que Solange estuviese a una distancia prudencial para abrir la boca.
– Ya me estás explicando a qué viene eso de que se os va a complicar la vida…
– No hay mucho que contar, mamá. Javier ganaba bastante dinero, pero es evidente que no está en condiciones de seguir haciéndolo. Así que tendrán que cambiar algunas cosas. Mañana iré al notario, y sabremos a qué atenernos. Y entretanto, preferiría no hablar más del asunto. Estoy un poco saturada de cuestiones prácticas.
Sólo Victoria supo a qué se refería.
Marga no quiso que Victoria abriese la librería mientras ella y Solange arreglaban los papeles en el despacho del notario.
– Santiago ha dicho que será cosa de un momento. Estaremos de vuelta en una hora, y luego podemos ir juntas.
En realidad, Victoria hubiese preferido pasar la mañana en la tienda a compartir tiempo y espacio con Shirley.
Aunque le molestaba admitirlo, aquella mujer despertaba en ella cierta inquietud. Acostumbrada a caer bien a todo el mundo, a seducir a cualquiera con su don de gentes, Victoria sentía que Shirley era una especie de piedrecita que se le había colado en el zapato. Por eso le habría apetecido hacer cualquier cosa antes que quedarse a solas con ella. Cuando Solange y Marga se marcharon, pensó en dejar la casa con el pretexto de dar un paseo, pero eso hubiese sido como reconocer que Shirley le daba miedo. ¿A dónde iba a ir a las nueve de la mañana y en pleno mes de agosto? Así que se quedó en la cocina, recogiendo los cacharros del desayuno y diciéndose que, con un poco de suerte, Shirley iría encerrarse en su habitación para cardarse el pelo o arrancarse las canas hasta que su hija volviera.
Pero la madre de Marga parecía tener otros planes. Se quedó sentada, observándola mientras enjuagaba las tazas. A Victoria le pareció notar sus ojos en la nuca, y se preguntó hasta qué punto era consciente aquella mujer de lo nerviosa que la estaba poniendo. Le dieron ganas de volverse golpe y arrojarle a la cabeza uno de los platillos de loza, y luego salir corriendo.
– Bueno, pues esto ya está.
– Estupendo. Siéntate un rato. Nunca tenemos ocasión de charlar tú y yo.
Victoria obedeció. Pero ¿qué demonios tenía Shirley que era capaz de convertirla en un ser milagrosamente dócil?
– Mira, cariño, yo no soy de esas personas que van por detrás. -Victoria recordó que Jan hablaba siempre del excelente dominio del español coloquial que tenía su suegra-. Me gustan las cosas transparentes y dichas a la cara. Claro que de eso ya te habrás dado cuenta…
Victoria no pudo por menos que sonreír. Por desagradable que fuese lo que dijera, Shirley tenía siempre cierta gracia para expresarlo.
– El caso es, Victoria, que no tengo ni idea de qué haces aquí.
La miraba severamente, como una profesora a un alumno poco aplicado. Aquella mirada suya, que recordaba la de un ave rapaz, parecía querer decir «a mí no me vengas con cuentos, jovencita». Victoria respiró hondo.
– Intento ayudar, Shirley. A tu hija. A Solange…
– ¿Tú? ¿Ayudar? Eso tiene gracia.
Victoria puso los ojos en blanco. «Ten paciencia, chica. Es una señora mayor. Una puñetera vieja chiflada que se atiborra de pastillas para meterse en un avión. Ni se te ocurra entrar al trapo. Paz, hermana.»
– Si tú lo dices… -contestó, mientras buscaba el depósito de la tostadora del pan para vaciar las migas. Si Shirley seguía buscándole las cosquillas, acabaría dejando la cocina como los chorros del oro.
– No se trata de lo que yo diga. ¿De qué sirve que estés todo el día en el medio?
Había una minúscula salpicadura de mantequilla en la puerta de la nevera. A saber cómo había llegado hasta allí. Victoria se empleó con la bayeta y se encomendó al santo del día, a Buda y al dios Krishna. Cualquier cosa antes que perder la paciencia delante de la madre de Marga.
– Creo que a Solange le viene bien.
– Lo que le vendría bien a esa cría son unos buenos azotes.
– Mira, en eso estamos de acuerdo. Yo se los hubiera dado con gusto hace mucho tiempo. Pero ahora es un poco tarde.
Shirley parecía perpleja. Lo último que esperaba al meterse con Solange era que Victoria le diese la razón. Tal vez daba por hecho que saldría a defender a la niña con uñas y dientes. Era el momento de aprovechar su desconcierto.
– Shirley… Tu hija tiene que adaptarse a la nueva situación. Lo creas o no, necesita el apoyo de alguien.
– Pero no el de la amante de su marido.
Victoria se dio la vuelta con la bayeta en la mano, conteniendo unas ganas más que intensas de golpear con ella la cara de Shirley. Pero al verla allí, sentada en la silla, pálida y despeinada, intentando contener su exuberancia en una bata ridicula y con aquellas feas chinelas de raso que le quedaban pequeñas, sintió algo parecido a la ternura. No era la mujer terrible que pretendía parecer. Sólo una madre hiperprotectora con muy poca mano izquierda. Notó cómo la furia desaparecía. Se sentó frente a Shirley y la miró a los ojos.
– Shirley… Escúchame bien. Te juro que no fui la amante de Jan. Ni hace dos años, ni hace veinte ni nunca. Quise a tu yerno… Le quise muchísimo… Más que a nadie en el mundo, pero no de la forma que tú te imaginas. Tienes que creerme.
Por una vez, Shirley no dijo nada. Ladeó la cabeza y miró a Victoria, como si estuviese calibrándola. Como si estuviese buscando una señal capaz de advertir cuánto había de verdad en lo que intentaba hacerle creer.
– Admite que es muy raro -dijo al fin.
– ¿El qué?
– ¿Qué va a ser? Tú y Javier. Si es cierto lo que dices, entonces ya no entiendo nada. Quiero decir que era más sencillo cuando pensaba que… que teníais una aventura… Eso podía comprenderlo. Pero lo de quererse, sin más…
A Victoria le dio la risa.
– Ay, Shirley… ¿Estás diciendo que preferirías que estuviésemos liados?
– ¡No! Pero… es muy raro -repitió-. Es raro de verdad. He escuchado a Javier hablar de ti, lo he visto contigo tres o cuatro veces, y se transformaba. Los dos lo hacíais. Te diré una cosa: el día de la boda de mi hija sentí deseos de sacudirte como a una estera cuando os vi charlando en una esquina.
– Pero ¿qué tiene de particular? Mi mejor amigo acababa de casarse, yo me marchaba de España al día siguiente… Teníamos cosas que contarnos… ¿Qué hay de malo en que dos personas estén juntas un rato?
– ¡No se trata de eso! Era… era vuestra forma de hablar… de aislaros del mundo. Por el amor de Dios, allí había ciento cincuenta invitados, una orquesta y una chica vestida de blanco… Pero para vosotros no parecía existir nada. Siempre era así cuando estabais juntos, Victoria. Parecía… parecía que acabaseis de hacer el amor. Nunca entendí que Marga te aceptase en su vida. Que te sentase a su mesa en Navidad. Que fueses la estrella invitada de los acontecimientos familiares… Pensar que se mostraba tan amistosa con la mujer que se iba a la cama con su marido era algo que me sublevaba más de lo que puedo explicar… Aunque, claro, tú no pudieras imaginarlo…
«Lo que hay que oír. Esta mujer lleva años sacando las uñas en mi presencia, y ahora pretende haber llevado con discreción su odio africano.»
– Shirley, digamos que me olía algo. Pero intenté no darle vueltas. Eras la madre de Marga, la suegra de Jan y una especie de abuelastra de Solange… ¿Se dice así?
– ¿Te parece que tengo pinta de abuela?
«Ah, no, Shirley. No voy a empezar a decirte que estás estupenda para tu edad.»
– Da igual. Sea como sea, es el momento de dejar las cosas claras de una vez por todas. No me acosté con Jan. Nunca. Jamás de los jamases. Y, aunque no tendría por qué darte tantas explicaciones, abundaré en el caso: él y yo ni siquiera llegamos a besarnos. Palabra.
– ¿Lo dices en serio? -Los ojos de Shirley se abrieron desmesuradamente. Llevaba mucho rímel, y las largas pestañas se le habían pegado-. Bueno, de qué cosas se entera una… Para que luego digan que está mal hacer preguntas.
Victoria se encogió de hombros. Quizá Shirley tenía razón. Quizá todo hubiese sido más sencillo entre ella y Jan si dos o tres personas con derecho a hacerlo les hubiesen mirado a los ojos para preguntarles si se lo habían montado alguna vez en lugar de sacar sus propias conclusiones. Claro que había gente que lo hacía pero nunca nadie a quien de verdad importaba lo que había habido entre ellos dos. Ni Solange, ni Mischa, ni Santiago, ni Chloe habían puesto jamás el dedo en la llaga. De hecho, ni siquiera le constaba que lo hubiese hecho Marga. Se limitaban a suponer. A intuir. Y a callarse.
– En fin, Shirley… Ahora que sabes que nunca me acosté con el marido de tu hija, ¿podrías contemplar la posibilidad de no pincharme media docena de veces al día? Creo que a Marga le vendría muy bien tener un poco de tranquilidad alrededor, cosa bastante difícil si te pasas la vida buscando jaleo conmigo.
– Por supuesto. Aclaradas las cosas, no tengo ningún interés en fastidiarte. De hecho, hasta podríamos llegar a ser amigas. Aunque eso de que Javier y tú ni siquiera os besasteis es algo que no acabo de creerme. Mi yerno era un hombre muy guapo… Si yo hubiese tenido cerca un tipo así, no creo que hubiese podido resistirme a…
La puerta de la calle se abrió en ese momento, y Solange entró como una bala.
– De verdad que no tienes remedio, Marga… No tienes remedio, y punto…
Solange estaba claramente alterada. Sus ojos grises echaban chispas, y traía el rostro sonrosado por la ira. Junto a ella, cariacontecida, Marga murmuraba lo que parecía ser una explicación.
– Yo esto no lo llevo bien, ¿eh? ¡A ver si es que no voy a poder ir contigo por la calle!
– ¡Cuidado con el tono, jovencita! ¿No te han enseñado que no se habla así a las personas mayores?
Shirley miraba a Solange con verdadera furia.
– Pero ¿qué ha pasado?
– ¡Que te lo cuente ella!
Marga dejó sobre la mesa de la cocina los papeles que llevaba y se volvió hacia Victoria como suplicando ayuda.
– Solange tiene razón al enfadarse… Es que… Bueno, íbamos en el metro y entraron dos chicos magrebíes.
– ¡Ah, qué bien, ahora son magrebíes! Hace un momento estabas hablando de unos moros.
– Solange, cierra el pico. Sigue, Marga.
– Bueno, es que llevaban mochilas… unas mochilas grandísimas. Luego entró otro más, pero ése no llevaba mochila sino una bolsa a rayas. Empezaron a hablar entre ellos en árabe mientras miraban a todo el mundo… y me puse nerviosa.
– ¿Te pusiste nerviosa? Vaya, es una forma muy curiosa de describir lo que ha pasado. -Se volvió hacia Victoria, sabiendo que no podía contar con el apoyo de Shirley-. Tía Vi, no hacía más que mirar hacia ellos y revolverse en el asiento. Luego empezó a decirme que nos bajábamos en la siguiente parada, y yo allí, flipando, porque al principio no entendía de qué iba la cosa. Pero cuando el vagón se detuvo empezó a tirar de mí hacia la puerta.
Marga parecía a punto de echarse a llorar.
– Solange, ya sé que me pasé de la raya…
– ¿Qué te pasaste de la raya? Y una mierda. Hiciste el ridículo delante de todo el mundo. Y yo contigo. Tardaré años en olvidarme de la escena. Todo el vagón mirándonos, tía Vi… Treinta personas partiéndose de risa al ver a una loca arrastrándome hacia la salida sin quitar el ojo de aquellos pobres chavales, que seguro que venían de deslomarse en una obra.
– ¡Ah, bueno, es estupendo que tengas tanta información! -Como era de esperar, Shirley había salido en ayuda de Marga-. Te han bastado cinco segundos para saber incluso a qué se dedicaban aquellos moritos…
– No, Shirley, es tu hija la que lo sabe todo sobre ellos: está segura de que eran terroristas y llevaban una bomba… ¡Por favor! Desde hace diez años, el mundo entero está lleno de locos como ella que desconfían de cada desdichado con aspecto árabe que se cruza en la calle. ¿Sabes que desde hace algún tiempo los moritos, como tú los llamas, tienen más dificultades que los occidentales para encontrar un piso de alquiler? ¿Que hay gente que confiesa que no los quiere como vecinos? Y ahora me entero de que vivo con alguien a quien le asusta compartir un cochino vagón de metro con tres tipos del norte de África.
Victoria suspiró. Era la situación perfecta: Solange cargando contra Marga asistida por la piedra de toque de la corrección política. Lo cierto es que no había mucha defensa, y la chica tenía motivos para enfadarse. Cuando se tienen dieciséis años, lo último que quieres es que tu madrastra te monte un número en público, que es precisamente lo que Marga había hecho perdiendo los papeles en el tren. Buscó algo que decir, pero no fue lo suficientemente rápida y Shirley se le adelantó. Para su sorpresa, la voz le sonaba pausada y tranquila. Victoria se dijo que su tono era el mismo que debían de utilizar los celadores para comunicarse con los chiflados de un frenopático, el de un cuerdo razonando con un pobre loco.
– Solange, querida, aclaremos un par de cosas. Antes que nada, deja que te diga que no soy en absoluto racista. Nunca lo he sido. Para que lo sepas, hace años tengo una asistenta dominicana y me he hecho muy amiga de una mujer muy agradable que vive en el segundo y que es completamente mulata. El otro día le presté azúcar. Y de haber vivido en Estados Unidos hubiese votado por Obama, pese a que su mujer no me gusta lo más mínimo. No sé por qué, pero no me fío de ella, y sé que en algún momento dará problemas. Volviendo a lo nuestro, quiero aclarar que me encanta la diversidad. Es estimulante… y enriquecedora. Creo que es bonito lo de tender puentes entre las razas. La multiculturalidad y todo eso. Me encanta la palabra. Multiculturalidad. Suena a multicolor.
Llegado ese punto, las tres miraban a Shirley con la boca abierta. ¿A dónde demonios quería llegar? Ella les dirigió una amistosa y satisfecha mirada circular, como si estuviese en una tribuna de Naciones Unidas y hubiese conseguido captar la atención del auditorio con los prolegómenos del discurso.
– Pero hablemos claro -continuó-. ¿Quiénes secuestraron los aviones del once de septiembre? ¿Quiénes pusieron aquellas horribles bombas en los trenes de Atocha? Y lo de Londres, ¿quién lo hizo? A mí los árabes no me molestan lo más mínimo, pero si el World Trade Center lo hubiesen volado unos suecos, entendería que controlasen a todos los tipos llegados de Estocolmo. Y de haberlo hecho una pandilla de viejas pelirrojas, entendería que Marga se hubiese puesto tensa al ver entrar en un vagón de metro a Ginny y Ruth.
Hubo un silencio que rompió Solange.
– Shirley… ¿Quiénes son Ginny y Ruth?
Shirley sonrió con suficiencia, como si aquél fuese un detalle menor.
– Mis primas de Edimburgo. Les llamábamos las Hermanas Zanahoria. Imagínate por qué. Ahora que lo pienso, debería telefonearlas un día de éstos. Hace siglos que no tengo noticias suyas. Quizá hayan muerto, son muy mayores.
La imagen bosquejada por Shirley de una banda de ancianas con el pelo en llamas secuestrando un avión comercial pasó por la cabeza de las tres, y disipó por unos segundos algunos pensamientos amargos que parecían haber echado raíces en el ánimo de todas durante los últimos días. De pronto, Solange estalló en una carcajada, que contagió misteriosa y felizmente a Marga y a Vic. Shirley todavía farfullaba algo intentando subrayar su ecuanimidad racial, pero ya ninguna de las tres la escuchaba. Estaban riéndose a gritos. Victoria no era capaz de recordar la última vez que lo había hecho. Pero empezaba a necesitarlo… y le estaba sentando condenadamente bien.
Se fueron a la librería a instancias de Victoria. Hay que aprovechar la mañana, le dijo a Marga, y salieron juntas. Fue en la tienda donde Marga le contó hasta qué punto su situación económica era preocupante. Con lo que le quedaba al mes tras la muerte de Jan y los magros beneficios de la librería, apenas llegaría para cubrir los gastos corrientes de Solange y de ella. La casa tenía una comunidad disparatada. La niña iba a un colegio privado y, por lo tanto, nada barato. Las facturas se acumulaban cada mes: el gas, la luz, el agua, la calefacción, el teléfono…
– ¿Y los derechos de autor de Jan?
– Ay, Victoria… Esto es España. El año pasado le ingresaron cuatro mil euros por seis libros. Pagamos el doble de esa cantidad por el colegio de Solange.
Victoria se dijo que había llegado el momento de contar a Marga que Chloe quería colaborar en los gastos de su hija.
– Quiere pasarle mil euros al mes. Al menos será suficiente para la matrícula de la escuela.
– Javier no lo hubiese consentido.
Victoria ladeó la cabeza.
– Claro que no. Pero él ya no está. Y es justo que Chloe te ayude económicamente, ya que no se puede contar con ella para mucho más.
Era un argumento irrebatible, y Marga no se sentía con fuerzas para presentar batalla.
– Ya. Tienes razón. Y, además, no estoy en condiciones de rechazar la oferta. Si no sucede un milagro, voy a pasar verdaderos apuros a partir de ahora. Me tranquiliza saber que al menos las necesidades de Solange estarán cubiertas. En cuanto al resto… No lo sé. Tal vez podría vender la casa.
Un latigazo en la espalda de Victoria. Aquel precioso piso que habían encontrado juntos Jan y ella, dejar que otra persona pisase el pulido suelo de madera oscura, que un desconocido disfrutase del sol que entraba a raudales por los balcones del salón, que alguien encendiese la chimenea del despacho, que admirase las molduras legítimas y el ajedrezado del suelo de la entrada… Notó en el pecho una tristeza que intentó aplacar por considerarla injusta, porque, después de todo, aquél no era su hogar. La idea de deshacerse del piso debería de doler mil veces más a Solange o a Marga.
– ¿Quieres saber algo? Hasta ahora no me había parado a pensar en que el dinero podía ser un problema. -Marga apoyó la espalda en el mostrador-. Dirás que soy una inconsciente, pero ni se me había pasado por la cabeza que era Javier quien nos mantenía. Y cuando él murió, sólo pensaba en que le había perdido… Pero ahora podría tener preocupaciones incluso más graves que la de estar sola. Supongo que soy una miserable por pensar así. Mi marido lleva sólo tres días muerto, y yo ya estoy dando vueltas a mi situación material.
– Lo cual demuestra, Marga, que tienes dos dedos de frente. -Buscó un sitio a su lado e imitó su postura. Se estaba bien así, con la espalda protegida-. Ya sé que hay quien dice que el dinero es el menor de los problemas, pero eso sólo ocurre cuando se tiene. Mira, no dejes que esto te agobie más de lo necesario. -Se aclaró la voz y miró a Marga-: Sabes que puedo colaborar…
– Por favor…
– Lo digo en serio. Me casé con un multimillonario. ¿De qué serviría si no pudiese echar un cable a dos amigas en apuros?
Marga soltó una risa breve.
– Mil gracias, pero no sería capaz de aceptar tu ayuda. No quiero que te ofendas, pero el dinero del que hablas es de tu marido, no tuyo. Ya nos arreglaremos.
Transcurrió una semana más bien intensa. Morirse no es tan fácil, Jan, pensaba Victoria mientras se afanaba en ayudar a Marga en todo el papeleo indeseable que sucede a la desaparición del cabeza de familia. Había facturas que cambiar de nombre, seguros que dar de baja, certificados que solicitar, cuentas que supervisar. Mil y un detalles engorrosos a los que había que enfrentarse y para los que Vic, con su sentido práctico, suponía la mejor de las ayudas. Ella, Marga y Santiago se sentaron dos o tres veces para hacer y rehacer las cuentas, buscando soluciones que no había para evitar la inminencia de la ruina. La necesidad de vender la casa gravitaba sobre el día a día, y mientras Vic se devanaba los sesos intentando encontrar un milagro que hiciese cuadrar los números, Marga hacía lo posible por empezar a distanciarse emocionalmente del que había sido su hogar durante tantos años.
Solange, por su parte, reaccionó con una madurez sorprendente cuando, al borde de las lágrimas, Marga le explicó que tendrían que dejar la casa. Se quedó un rato callada, como masticando la noticia, y luego encogió sus hombros perfectos:
– Me he quedado sin padre, Marga… Me importa una mierda vivir aquí o en cualquier otro sitio si de todos modos ya no puedo vivir con él.
Al escuchar aquella declaración Marga se echó a llorar, por supuesto, pero Victoria se sintió secretamente aliviada. La serenidad de la joven Solange no haría sino facilitar las cosas. Si deshacerse de la casa iba a ser doloroso, más lo habría sido que una adolescente decidiese complicar la operación con números sentimentales.
Shirley, por supuesto, se había tomado el asunto como algo personal. «Mi hija va a quedarse sin casa», repetía, llorando a lágrima viva, mientras los ojos se le emborronaban con la máscara de pestañas. Ni Vic ni Marga le hicieron mucho caso, a pesar de que, a juzgar por su disgusto, parecía que la familia iba a tener que trasladarse a vivir en un asentamiento chabolista.
Herder telefoneaba casi todos los días, y no sólo al móvil de Victoria, sino que de vez en cuando llamaba directamente a Marga, o a Solange, y a decir de éstas se mostraba la mar de atento. En aquellas conversaciones, en todas y cada una de aquellas llamadas, Vic distinguía a Herder van Halen en estado puro: tan correcto, tan bien educado, tan pendiente de todo. Un irreprochable producto de los colegios caros de Nueva Inglaterra. Pero, a pesar de que Marga, Sol y hasta la propia Shirley no dejaban de poner por las nubes su delicadeza y su preocupación, a Victoria no le conmovían en absoluto: sólo estaba representando su papel, igual que cada vez que le preguntaba a ella cuándo iba a volver a casa. Sólo lo hacía porque eso es lo que se espera de un marido al uso. Quería tenerla en Nueva York porque era ahí donde debía estar, no porque la echara de menos ni porque necesitase su presencia.
En cuanto a la librería, volvió a su actividad paulatinamente. Algunos de los clientes que entraban preguntaban por Jan, otros daban el pésame más o menos discretamente y escudriñaban a su viuda para comprobar si la desgracia la había afectado también físicamente, y otros (los menos) tenían la delicadeza de no hacer comentarios y dejar caer algún signo de empatia, como un apretón de manos al recibir el cambio, una sonrisa más amable de lo normal. Por fortuna, y después de un par de días más o menos difíciles, Marga ya no se derrumbaba cada vez que recibía el saludo de algún cliente habitual o el abrazo amistoso de los vecinos que se pasaban por la librería. Habían pasado dos semanas, y empezaba a acostumbrarse a la vida tal y como iba a ser. El tiempo, pensaba Victoria, sabe hacer su trabajo.
Aquella mañana habían ido las dos a la librería, pero no había entrado un solo cliente. Herder llamó a eso de las doce. Habló brevemente con Victoria y luego quiso charlar con Marga para contarle algunos detalles de la campaña.
– Tienes que reconocer que tu marido es un hombre encantador. -Victoria recibió el cumplido con una sonrisa muy poco expresiva-. Y, por cierto, ¿cómo va lo vuestro?
«Mierda.» A veces olvidaba que había esgrimido supuestas desavenencias para justificar su estancia en Madrid.
– No va.
– Si no quieres contármelo…
– No, no es eso. Es que no hay mucho que decir.
– ¿Habéis hablado de vosotros estos días?
Victoria fingió estar muy interesada en un expositor de libros de bolsillo.
– Un par de veces. Pero no te preocupes, que estamos en el buen camino. -Buscó la forma de cambiar de tema y se fijó en las dos latas de película, de las que no había vuelto a acordarse-. Oye… ¿Has pensado qué vas a hacer con esto? Porque creo que estaría bien echarle un vistazo a la cinta.
– Ya, pero… ¿dónde vamos a encontrar un proyector para semejante antigualla?
Marga había sacado de la lata la enorme bobina. Extrajo un buen trozo de la película. Volvieron a ponerla al trasluz. Desde luego, tenía algo grabado encima. Soltaron un poco más. No, no era una cinta virgen. Sólo el primer metro parecía estar quemado.
– Hace dos o tres años conocí en el Cervantes de Nueva York a un tipo que trabajaba en la Filmoteca. Nos cambiamos un par de correos. Creo que podré localizarlo. Tengo la buena costumbre de guardar todos los mails. Herder dice que es una pérdida de tiempo. Pero Herder es completamente idiota… Para algunas cosas, quiero decir.
Roberto Vidal estaba a punto de jubilarse de su puesto en la Filmoteca. Por eso no había tomado vacaciones en el mes de agosto: quería acumular jornadas de trabajo para así retirarse cuanto antes. No es que no le gustase lo que hacía, pero acababa de cumplir los sesenta y cuatro y, básicamente, estaba harto. Aún no había decidido en qué iba a emplear los años dorados de la jubilación. A veces pensaba en viajar, aunque no le gustaban mucho los aviones -¿y eso qué importa?, ¿acaso no hay barcos, y trenes, y coches?- y otras soñaba con dedicarse a la jardinería y cultivar incluso sus propios tomates. Lo único que tenía claro es que no pensaba ver una película nunca más en su vida. Llevaba treinta años sin hacer otra cosa, y había tenido bastante. El mundo estaba lleno de oportunidades, pero él había dedicado más de la mitad de sus días al visionado de cintas de todo pelaje. Tenía una verdadera sobredosis de cine, que acabaría en unos meses, y en eso estaba pensando cuando sonó el teléfono.
– Hola, Roberto… Soy Victoria Suárez, de la Universidad de Grace. Nos conocimos en Nueva York. Tal vez no me recuerdes.
Por supuesto que no la recordaba -al menos así, a bote pronto-, pero no se atrevió a reconocerlo. Hacía meses que le fallaba la memoria, y no quería que aquella fuese otra señal de aviso de la inminente senectud. Así que, mientras intercambiaba saludos con aquella mujer desconocida, se estrujaba el magín para encontrar su rostro en algún lugar de sus recuerdos o, al menos, una pequeña pista que pudiese conducirle a ella. Había estado tres veces en Nueva York. De pronto se le heló la sangre.
Santo cielo. Quizá era aquella mujer que había conocido en el festival de cine. Aquella veinteañera exuberante con la que se había acostado dos veces y que luego había desaparecido, como si se hubiese propuesto hacer realidad el sueño de cualquier hombre: una jovencita apasionada y llena de curvas que se mete en tu cama y luego se larga… Por favor, por favor, que no fuera ella… ¿Qué iba a decirle a Lola? ¿Que una mujer a la que se había tirado hacía dos décadas, seis mil kilómetros y varios husos horarios había regresado para complicarles la vida? ¿Cómo había dicho que se llamaba? ¿Victoria? No podía ser, aquella chica era de un sitio raro. Finlandia o algo así. Y no hablaba español… o al menos eso le parecía recordar. Hacía tanto tiempo de aquello… Veinte años, más o menos. La maldita menoría…
– ¿Sigues en la Filmoteca? Es que necesito que me hagas un favor. A lo mejor estoy abusando, pero no puedo recurrir a nadie más… Y recuerdo que me dijiste que te llamara si alguna vez me hacía falta algo de historia del cine.
Historia del cine: una buena pista. Estaba casi seguro de que a aquel bombón escandinavo la historia del cine no e interesaba en absoluto. Seguramente quería ser actriz. Sí, eso era. Una de esas aspirantes a estrella que van a los festivales y son pieza fácil de cualquier tipo bien trajeado con pinta de productor. Sintió una punzada de optimismo. La mujer que hablaba al otro lado de la línea no tenía nada que ver con su desliz. El único en casi cuarenta años de feliz matrimonio Y, además, ¿la tal Victoria no había dicho algo de una universidad? Apostaría el brazo izquierdo a que su ligue neoyorquino no había ido a la Universidad ni de visita. Una chica así hubiera causado una notable revolución en cualquier campus, pensó melancólicamente, y evocó su cintura de avispa y la generosa talla de sujetador, que parecían inmunes a la erosión de la memoria.
– El caso es que tengo una cinta, una película viejísima que he comprado por eBay, y me gustaría saber qué es exactamente. Me pregunto si podrías echarme una mano.
– No entiendo…
– Me hace falta un proyector. Uno antiguo, supongo.
¿Un proyector antiguo? ¿Una mujer a quien no recordaba -o, al menos, ésa era su esperanza- le estaba pidiendo un proyector para ver Dios sabe qué? Roberto Vidal sopesó la posibilidad de que se tratase de una broma. Sí. Quizá era cosa de sus compañeros. A lo mejor habían contratado a… a una stripper como regalo de jubilación. Tal vez, si le seguía la corriente, aquella mujer se presentaría en la filmoteca con una enorme película de plástico debajo del brazo, una gabardina y un tanga minúsculo, y la intención de montar un numerito en la sala de proyección. La frente se le perló de sudor… ni en sus peores pesadillas…
– Eh… mira… Eh, Victoria… es que esto está cerrado… en agosto no hay nadie por aquí. A mí me pillas de milagro.
– Sí, ya me imagino. Es una suerte que te haya localizado. Comprendo que lo que te estoy pidiendo se sale de lo normal, pero, al fin y al cabo…
Al fin y al cabo, ¿qué? ¿Con quién se creía que estaba hablando? Definitivamente, tenía que tratarse de una broma.
– Soy profesora en una universidad que tiene programas de colaboración con el Instituto Cervantes de Nueva York. Ya sé que la Filmoteca depende de Cultura, no de Exteriores, pero…
Una luz se encendió al final del túnel. Una luz minúscula que iba cobrando intensidad… la visita al Cervantes… el ciclo de cine de Buñuel que habían presentado en Manhattan… la Universidad de Grace, que patrocinaba la muestra… y aquella profesora tan guapa que los había invitado a todos a cenar en un coqueto restaurante del SoHo…
Victoria Suárez, morena, elegante, muy simpática. Parecía la típica neoyorquina sofisticada y rica. Y era cierto que le había dicho que podía contar con él si necesitaba algo de Madrid. De pronto lo recordaba todo… Aquellas chicas americanas gritando histéricas cuando la navaja se acercaba al ojo, las tres botellas de vino de California que se bebieron, las velitas sobre la mesa, Nueva York en otoño… Su memoria iba abriendo nuevas ventanas por las que entraba a raudales toda la información acumulada durante aquellos días en Manhattan. No estaba viejo, no estaba gagá, se jubilaba porque le daba la gana, no porque tuviera que hacerlo. Se jubilaba porque estaba hasta el mismo gorro de ver películas que no le interesaban, porque quería viajar y tener un huerto, y pasear del brazo de su mujer los lunes por la mañana sin volver a pensar en que le había puesto los cuernos con una putilla vikinga. Qué felicidad, qué alivio… Oh, gracias, gracias, gracias… De pronto, Roberto Vidal se sintió en la necesidad de ponerse en paz con el mundo entero.
– ¿Tienes la cinta contigo? ¿Sí? Pues pásate por aquí en una hora. Te espero en la puerta. Me apañaré una sala de proyección, ¿eh? Te debo una después de aquella cena tan estupenda que organizaste. ¿Sigue abierto aquel restaurante del SoHo? ¿Cómo se llamaba? Tal vez vaya a Nueva York con mi mujer dentro de poco. Me jubilo en tres meses, ¿qué te parece…? De verdad que me alegro de que hayas llamado… No, no, no es ninguna molestia, aquí te espero… Adiós, adiós.
Era la una y media cuando llegaron al edificio de la Filmoteca. Hacía un calor infame, pensó Victoria, un calor de otro mundo, que reblandecía el asfalto y las ideas y propiciaba el desánimo. Al menos no era el bochorno húmedo de Manhattan, se dijo para consolarse, que ponía en pie de guerra la sudoración y pintaba horribles rodetes debajo de los brazos.
Roberto Vidal las esperaba en la puerta. Era un hombre agradablemente feo, de vivos ojos azules y un cabello espeso que raleaba en la coronilla. Llevaba pantalones vaqueros, un polo desgastado y unas zapatillas de deporte. Las hizo pasar a una oficina desordenada y oscura donde, gracias a Dios, funcionaba un aparato de aire acondicionado.
– Bueno, bueno, bueno… Me alegro mucho de verte, Victoria, cuánto tiempo, ¿eh?
– Cuatro años, creo… Mira, ella es Marga. La película de la que te hablé es suya.
– Vamos a echarle un vistazo…
Marga había metido el rollo en una bolsa de la librería, pero en lugar de cogerla por las asas la llevaba apretada contra el pecho. Victoria tuvo la sensación de que había hecho un gesto de recelo al entregar la bobina a Roberto. El no pareció darse cuenta. De pronto, toda su atención parecía estar fijada en la película. Tenía un aspecto curioso, con aquella expresión reconcentrada y las gafitas al borde de la nariz. Extrajo un poco de cinta de la bobina con un cuidado exquisito, apenas agarrándola con la punta de los dedos, como si estuviese manipulando un material precioso.
– Es, en efecto, una cinta muy antigua. Podría tener ochenta años, tal vez algunos más… Pero, desde luego, está grabada, y no parece en muy mal estado. Creo que podremos verla.
Victoria y Marga se acomodaron en una pequeña sala de proyección mientras Roberto instalaba la película en el proyector.
– Dirás que soy tonta, pero estoy nerviosa.
– Yo también. Pero no nos hagamos ilusiones. Probablemente, aparecerá un niño jugando con un perro o… o tal vez unas imágenes del NODO… En cualquier caso, esto es divertido. Deberíamos haber avisado a tu madre y a Solange.
– Mira que si es una porno del año del diluvio, como decías ayer…
Se rieron las dos. Victoria pensó que estaba algo más inquieta de lo que quería reconocer. Le sudaban las palmas de las manos y notaba el hambre feroz que tan bien conocía. De camino a la Filmoteca habían visto una tienda de dulces. Tal vez debería haber comprado un paquete de chucherías, una de esas enormes bolsas llenas de ositos de goma, regaliz de colores y caramelos recubiertos de polvos pica pica… Eso hubiese sido suficiente para calmar su ansiedad. Ojalá hubiese sido más previsora. Unas cuantas gominolas hubiesen bastado para…
– Esto ya está. Voy a apagar las luces, ¿de acuerdo? Imaginaos el rugido de un león para entrar en ambiente… Allá vamos.
La sala quedó a oscuras hasta que un haz de luz blanca se fijó en la pantalla mientras el cinematógrafo empezaba a repiquetear su letanía. Victoria pensó en lo mucho que le gustaba aquel murmullo, que le recordaba al crepitar del fuego. Aparecieron las primeras imágenes, en blanco y negro y de una calidad dudosa: el interior de una casa palaciega de altos techos y molduras en las puertas, y dos doncellas de uniforme enfrascadas en la limpieza de una enorme mesa de comedor. Las criadas se marchaban cuando entraba en la pieza un hombre de larga barba blanca y gesto airado. Tras él trotaba un guapo adolescente de aire contrito. El hombre parecía enfadado con el chico, y le decía algo mientras gesticulaba ostensiblemente. La cámara iba del rostro de uno al del otro para evidenciar la actitud colérica del primero y la dócil defensa de su oponente, que se llevaba las manos al pecho como implorando clemencia. La conversación terminaba de manera abrupta cuando el hombre salía de la habitación, y el joven quedaba solo con la cara oculta entre las manos. En ese momento, alguien entraba en la pieza y avanzaba sonriendo tristemente hacia aquel chico que tan desesperado parecía. Era una bella muchacha de su edad, que ladeaba la cabeza antes de apartar de la cara del otro las manos que la protegían. Cuando el joven veía a la muchacha, se ponía de pie y la abrazaba desesperado.
En aquel momento, Victoria tuvo que ahogar un grito. Fue Roberto, que hacía segundos que había perdido el color, quien encendió las luces de la sala. También Marga estaba blanca como el papel.
Se miraron unos a otros con la boca abierta.
No había ninguna duda: la joven de la cinta, la muchacha dulce y triste, era Greta Garbo.
– No es posible…
Llevaban una hora en la sala de proyección. La cinta duraba doce minutos, pero la habían visto tres veces, la primera con la respiración contenida, luego con una particular mezcla de inquietud y euforia.
– ¿De dónde ha sacado esto?
– No estoy segura -Marga tenía sólo un hilo de voz-. Mi marido la encontró en eBay…
– Pues llámelo ahora mismo para darle la enhorabuena. A menos que haya pagado una fortuna, ha hecho el negocio del siglo.
Marga miró a Victoria y bajó la cabeza.
– Esto… Roberto… Jan, el marido de Marga, murió hace dos semanas. Ella ni siquiera sabía que había comprado la cinta.
– Lo único que sé es que no le costó gran cosa -Marga intervino con una sonrisa breve-. No estamos en condiciones de comprar artículos de museo.
Roberto Vidal se pasó la mano por la cara. Aquello era lo más extraordinario que le había ocurrido en su vida profesional… No, se corrigió: era lo más extraordinario que le había ocurrido en toda su vida.
– A ver… ¿Sabéis lo que hay aquí? -Ninguna de las dos contestó-. Pues doce minutos de una película inédita protagonizada por Greta Garbo…
– ¿Inédita? -Marga, por no variar, parecía muerta de miedo. Victoria no, sólo estaba excitada. Había dado por supuesto que aquella cinta era el fragmento de cualquier película rodada por la Garbo en el año catapún, pero lo que no se le había pasado por la cabeza es que pudiera tratarse de material desconocido.
– ¿Cómo estás tan seguro?
– Porque he visto hasta la última de las películas en las que salió la Garbo… Todas, ¿entiendes? Desde un anuncio que rodó cuando era una adolescente, hasta otras en las que sólo aparece de refilón y ni siquiera la nombran en los créditos… Y no es ninguna de ellas. Estoy completamente seguro. Esta cinta no está catalogada. A efectos prácticos, es como si no existiera. Sólo me gustaría saber dónde demonios ha estado escondida durante los últimos noventa años.
– Pero ¿por qué sólo hay unos minutos?
– ¡Y yo qué sé! Seguramente se les acabó el dinero cuando estaban empezando el montaje… -Se volvió hacia Victoria y le plantó dos sonoros besos-. Qué momento más maravilloso. No se me ocurre una forma mejor de terminar mi carrera en la Filmoteca… Soy una de las primeras personas que ve una película perdida protagonizada por Greta Garbo… Ahora sí que puedo jubilarme, no, espera, ¡incluso puedo morirme tranquilo! Gracias, gracias a las dos por…
Roberto seguía desgranando agradecimientos, pero Victoria ya no le escuchaba. Estaba enviando un mensaje a Santiago. «Consigue urgentemente una caja de seguridad. Tenemos algo que poner a salvo. Y deja de preocuparte por Marga. Creo que va a convertirse en una viuda muy rica.»
– ¿Y de qué va?
– Qué sé yo… Un rollo lacrimógeno de un tipo rico que no permite a su hijo casarse con su novia pobre o algo así… Sin sonido, y en doce minutos, no se me ocurre mucho más…
Victoria intentaba compartir con Solange y Shirley todos los detalles de la aventura. Junto a ella, Marga parecía en estado de shock. Antes de volver a casa, habían pasado por el despacho de Santiago para dejar la película en la caja fuerte del bufete. El abogado había escuchado la historia con la boca abierta y el temor a que Marga y Victoria se hubiesen vuelto locas al mismo tiempo. Luego abrazó a la primera: «Querida, tus problemas materiales van a resolverse de un plumazo -le dijo-. No te lo tomes a mal, pero eres una chica con suerte.»
No era el comentario más apropiado, pero Victoria estaba de acuerdo. Llevaban semanas temiendo por la seguridad económica de la familia de Jan, y de pronto tenían en las manos algo cien veces mejor que un billete de lotería premiado. Se avecinaban días muy intensos, pensó. Habría que poner la cinta a la venta, averiguar el modo de obtener por ella la mayor cantidad de dinero, la historia llegaría a los medios de comunicación, mil veces amplificada por Internet y sus devastadoras criaturas… Estaban en verano y no había noticias. Todo el mundo querría saber algo más de aquella cinta misteriosa. Eso está bien, se dijo. Después de todo, a Marga no le vendría mal un poco de acción. En cuanto a Solange, parecía más interesada en el descubrimiento en sí que en el rendimiento que se le pudiera sacar a aquella película caída del cielo.
– No puedo creer que apareciera Greta Garbo… Debió de daros un ataque, ¿a qué sí? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué edad crees que…?
– ¿Cuánto puede valer?
La pregunta, cómo no, la había hecho Shirley, que parecía muy poco interesada por el fantasma de la señorita Gustafsson. Bueno, después de todo era una cuestión que había que plantearse tarde o temprano.
– No tengo ni idea…
– Y tu amigo, ése de la filmoteca, el que os dejó el proyector… ¿no puede saberlo?
Victoria meneó la cabeza.
– No es tan fácil, Shirley… Una cinta inédita de Greta Garbo no es algo que circule por el mercado. Habrá que tomarse esto con calma, escuchar distintas ofertas… Quizá lo mejor sea sacar la película a subasta.
– Espero que la compre alguien a quien le guste el cine -dijo Marga-. A Javier no le hubiera hecho gracia que algo así fuese a parar a las manos equivocadas.
Bueno, ahí estaba Marga, en su mundo feliz de bondad e inocencia. Pensándolo bien, sus comentarios naíf tenían cierto encanto, así que ¿para qué llevarle la contraria? Victoria miró a Solange como diciendo «ni se te ocurra discutir», pero en aquel momento la chica era un alegre manojo de nervios y ni siquiera pensó en que no merecía la pena contestar.
– Oh, Marga, no me vengas con rollos sentimentales… si paga bien, por mí como si la compra un jeque árabe para enterrarla en el desierto, o un pirado como aquel japonés que quería quemar un cuadro de Van Gogh.
– Estoy de acuerdo -Shirley miraba a su hija con desdén-. ¿A ti qué más te da? Lo importante, Marga, es que el que se quede con la película pague mucho por ella, y que eso sirva para, que puedas tener una vida tranquila. Así que no empieces con esa historia de que quieres que la compre un amante del cine en blanco y negro o un carcamal enamorado de la Garbo… ¡Dinero, dinero! Dinero contante y sonante. Y cuanto más mejor. ¿A que sí, Sol, preciosa?
Y, para sorpresa de todos, la madre de Marga tomó amistosamente del brazo a la hija de su yerno difunto. A Victoria se le escapó un suspiro de satisfacción. Las piezas empezaban a encajar. Si las cosas seguían así, podría volver a Nueva York enseguida, y hacerlo con la satisfacción del deber cumplido.
Herder, que no podía entender qué pintaba Victoria consolando a la viuda de su mejor amigo, comprendió sin embargo que la aparición inesperada de una joya de cinéfilo retrasase un poco más el regreso a casa de su mujer. Para entonces -y como preveía la propia Victoria-, la noticia del hallazgo de la cinta había saltado a las páginas de los periódicos, a las ediciones digitales, a los informativos de televisión, a los blogs de cine. La película se hallaba a buen recaudo en una caja de seguridad del Banco de España. A Shirley le había parecido «un verdadero escándalo» lo que hubo que pagar para alquilarla, y, para vergüenza de Marga, así se lo dijo al funcionario de turno cuando fueron a hacer la entrega. Aparte de alguna salida de tono de ese tipo, llevaba unos días más suave que un guante. Vic no sabía si la conversación que habían tenido había influido en su nueva conducta, o si su buen humor era exclusivamente fruto del hallazgo del tesoro, pero le daba igual. Había paz en la casa, y eso era lo que importaba.
Marga estaba bastante tranquila. A pesar de que Santiago había intentado que no se filtrase el nombre de la propietaria de la cinta, no era un secreto fácil de mantener, y recibían a diario docenas de llamadas de medios de comunicación y, por supuesto, de coleccionistas que querían hacerse con la película. La propia Victoria atendió alguna de esas llamadas, cuando la expresión de desmayo de Marga le suplicaba que aceptase el relevo, y pudo hablar con media docena de chiflados que sólo tenían una cosa en común: esperaban conseguir la cinta a cambio de nada, invocando sólo el amor al cine, el respeto a la historia oculta del séptimo arte o la eterna reverencia a la divina Greta. Shirley y Solange se indignaban con aquella legión de caraduras, pero a Marga le enternecía comprobar que en el mundo quedan todavía personas tan inocentes. En cuanto a Victoria, sólo quería zanjar la aventura de una vez por todas y regresar a casa.
Su misión estaba más que cumplida. Echaba de menos Nueva York, su vida allí, el apartamento del Upper East Side, a sus amistades de Manhattan, las conferencias del Met. Añoraba la biblioteca de la calle 42, los gofres con fruta y crema que se consentía una vez al mes, su pequeño despacho en la universidad, su rutina. En cuanto a Herder, y a pesar de que no era precisamente añoranza lo que despertaba en ella, también era parte de su vida. No es que no estuviese encantada de pasar unos días lejos de él, pero una cosa era prescindir felizmente de su marido para pasar unas semanas en Madrid, y otra muy distinta renunciar a ser su costilla en la jungla de Nueva York. Con toda su autosuficiencia, sus tópicos de ex alumno de universidad privada, su apellido sonoro y su egoísmo de nacimiento, Herder era el mejor prototipo de esposo para vivir -y sobrevivir- en la capital del mundo. ¿Qué más podía querer una atractiva profesora universitaria de origen europeo que un hombre rico, guapo, ambicioso y muy ocupado? El aspirante a senador Van Halen era un buen complemento, como los bolsos de las tiendas de lujo de la avenida Madison o los zapatos planos de Roger Vivier. Es cierto que no aguantaba a su marido, pero Nueva York -y, en general, todo el mundo civilizado- está lleno de mujeres a las que les ocurre lo mismo. Así que, habiendo llegado a un pacto de buena voluntad, no había nada que no pudiesen arreglar un par de semanas de vacaciones por separado tres o cuatro veces al año y quizá, por qué no, alguna aventura esporádica. No había tenido un amante desde su boda. Quizá era el momento de retomar las buenas costumbres del pasado. Claro que ahora, con Herder metido en política, habría que tener cuidado. Pero una profesora universitaria tiene muchas oportunidades de hacer ciertas cosas con discreción. Hay congresos fuera del país. Hay seminarios, conferencias, simposios, estancias académicas con un mar de por medio. Profesores visitantes que van y vienen, oradores invitados… todo un vivero de ocasiones, una feliz reserva de especies interesantes, un coto de caza privado. No se trataba de volver al desenfreno de ocho años atrás, pero una cana al aire de vez en cuando le vendría de perlas para llevar mejor su vida junto a Herder. Había sido una idiota al descartar la posibilidad de conocer a otros hombres durante los últimos años. Victoria se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba de buen humor. Se puso como frontera para el regreso zanjar la venta de la película. En un par de semanas, como mucho, estaría de vuelta en su mundo. Un mundo que, con un poco de suerte, podría volver a ser un lugar interesante.
Las ofertas serias por la película no llegaban al teléfono de la casa, sino al despacho de Santi, que se había convertido en eficaz director de pista de aquel circo inesperado. Aunque en un principio habían barajado la idea de sacar la película a subasta -la casa Sotheby's se había ofrecido a gestionarlo todo-, Marga dijo que prefería vender inmediatamente.
– Sacarás mucho menos -le advirtió Santiago.
– Ya, pero acabaré con el asunto bastante antes. La idea de estar más tiempo recibiendo proposiciones extrañas no me seduce nada, por no hablar de que no quiero hacer equilibrios para llegar a fin de mes teniendo un cheque al portador en la caja de seguridad del banco. Además, las subastas comportan un riesgo, muchas veces no aparecen postores, y las piezas se acaban malvendiendo.
– Sí, Marga, pero lo que tú tienes no es un grabado de un pintor ni una porcelana vieja…
– Y, además, la casa de subastas se queda con un porcentaje… Al final iba a ser lo comido por lo servido, más la preocupación añadida. Mira, a mí me educaron en eso del «más vale pájaro en mano». Los de Sotheby's han pedido seis meses para organizar la puja. Yo no quiero esperar tanto tiempo. Estoy al borde de la ruina, tú mismo me lo dijiste.
De nada valieron los intentos de Santiago por hacerla cambiar de opinión. Incluso Victoria intervino para defender la idea de la subasta. Pero Marga se había enrocado. No se trataba de aceptar una miseria, por supuesto, pero habían recibido ya un par de ofertas interesantes. Aceptarían la mejor, cobrarían y luego brindarían con champán auténtico a la salud de la señorita Greta Lovisa Gustafsson.
Si Herder van Halen no hubiese sido el tipo insensible y presuntuoso que Victoria tenía suficientemente calado, hubiese hecho las cosas de forma muy distinta. Pero Herder era Herder y actuaba como le venía en gana, sin pensar en nada más que en su propia conveniencia. Por eso, en lugar de hablar primero con Victoria, llamó a la propia Marga para informarle de que quería comprar la película. Oh, no es que la Garbo le interesara particularmente. En realidad, le gustaba más Marlene Dietrich, pero quería hacer un regalo singular al Instituto de Filmografía de Nueva York. En Estados Unidos, la aparición de una cinta perdida protagonizada por una leyenda de la historia del cine había causado una sensación considerable, y «alguien» -es decir, como hubiera interpretado Victoria, alguno de los capullos de su oficina de campaña- había filtrado a la prensa que la esposa del aspirante a senador estaba implicada en el hallazgo. Hacerse con la película y donarla generosamente a una institución oficial sería una inmejorable manera de arrancar su campaña política.
– Dame tu mejor oferta y la aumentaré un diez por ciento… Y me haré cargo de los impuestos. Es un buen negocio, Marga. Para todos. Y, por supuesto, también para mí.
Si Victoria hubiese podido conocer el contenido de la conversación, posiblemente hubiese tomado el primer vuelo para plantarse en Nueva York con el único propósito de romperle la crisma al candidato Van Halen por su falta de tacto. Pero Marga era demasiado buena, demasiado conciliadora y demasiado poco amiga de enredar las cosas. Por eso maquilló un poco la historia y nunca dijo a nadie que la llamada de Herder se había producido unas horas antes de que ella decidiese no subastar la película. Ni Santiago, ni Shirley, ni Solange, ni por supuesto Victoria supieron nunca que Marga no había dado calabazas a Sotheby's por simplificar las cosas, sino porque el profesor Van Halen la había presionado nada sutilmente: «¿Una subasta? Oh, Marga, no me hagas eso… No puedo esperar meses a comprar la película… la necesito ahora, como golpe de efecto para el inicio de campaña… Te estaré eternamente agradecido… y Victoria también…»
En su bendita simpleza, Marga había considerado que probablemente aquella operación serviría para limar asperezas entre Vic y su marido… Si se hacía con la película, Herder estaría más predispuesto a iniciar una etapa de bonanza, mientras negarse a venderla sería como poner más piedras en el camino a la reconciliación. Después de todo, la oferta de Herder no era nada mala. Le había dicho que podía hacerle llegar la mitad del dinero de forma inmediata, y el resto en cuanto se materializara la venta. Marga sintió un escalofrío de alivio al pensar en la tan anhelada liquidez. «Deja que lo piense», le dijo al despedirse. Pero la decisión ya estaba tomada. Aquella misma tarde le dijo a Santiago que telefonease a Sotheby's y pidiese disculpas en su nombre por todas las molestias que les había causado.
– Tengo una sorpresa…
– ¿Otra? No sé si me interesa, Marga. Llevo demasiadas en los últimos días.
– No seas tonta. Se trata de Herder. Quiere quedarse con la película.
Victoria se quitó las gafas que usaba para leer y miró a Marga con una expresión de extrañeza tan exagerada que ésta se echó a reír.
– No pongas esa cara… ni que te hubiese dicho que tu marido va a comprar un submarino.
– Pero ¿para qué demonios quiere una película antigua? Si ni siquiera va al cine…
– Bueno, no es para él. Piensa donar la cinta a una institución. Para la campaña, y todo eso. Dice que es una buena inversión en publicidad. Al parecer, allí se ha armado mucho revuelo con el asunto, y todo el mundo está pendiente del destino de la dichosa peli. Herder me llamó y me hizo una oferta.
– ¿Y por qué no habló conmigo?
– Como estáis así, así… y, además… no sé, parece más serio llamarme a mí, ¿no?, como más profesional.
«Marga, por Dios. Tú no conoces a Herder. La seriedad le importa más bien poco. Sólo está pensando en lo que es mejor para él.»
– Ya. Pero, a ver, ¿qué te ofrece? Porque no creo que pretenda un trato especial sólo porque es amigo tuyo… Sería el colmo, vamos…
«Y muy típico de él.»
– Oh, nada de eso. De hecho, se ha portado muy generosamente. Aumentará un diez por ciento la mejor oferta que me hagan.
Victoria no pudo reprimir un gesto de aprobación. Vaya con Herder. Así que a veces podía comportarse como un ser humano…
– No está mal -concedió.
– Eso sí, hay que darse prisa. Los asesores de Herder…
«Maldita cuadrilla de hijos de puta.»
– … dicen que habría que anunciar la adquisición inmediatamente, antes de que se esfume la novedad. Al parecer, todo el mundo habla de la película… en la tele, en los periódicos… -sonrió-. ¿No te parece emocionante haberla visto antes que nadie?
– Sí, muy emocionante. -Victoria no era tan sensible a la sensación de primicia, o al menos ya se le había pasado el efecto de la sorpresa-. Entonces… ¿qué es lo que Herder propone?
– Quiere que le dé una cifra. Me hará una transferencia por la mitad, y entregará el resto cuando recoja la cinta.
Peligro a la vista.
– ¿Cuando la recoja? ¿Qué quieres decir?
– Pues… que, como es normal, Herder quiere rentabilizar el dinero que va a gastarse. Vendrá a Madrid a materializar la compra en un acto público, con su jefe de campaña, y el director de no sé qué instituto, y unos cuantos fotógrafos, o algo así. Todo muy americano. Hasta me dijo que podíamos organizar la ceremonia en la embajada de Estados Unidos…
«¿La ceremonia? ¿La embajada? Ay, Dios.»
– No sé, pero me parece que se está pasando. Hemos encontrado una filmación de Greta Garbo, no los restos de la Atlántida.
– Ya lo sé, pero… ¿a mí qué más me da? Si tu marido y sus amigos americanos quieren venir aquí con banda de música, allá ellos. Lo que me apetece es acabar con esta aventura y volver a la vida normal. Aunque, si quieres que sea sincera, todo el lío de la película ha servido para distraerme un poco. No sé si me dará el bajón cuando Herder se la lleve debajo del brazo…
Pero Victoria ya casi no escuchaba. Sin saber por qué, acababa de recordar la primera vez que había visto Ninotchka. Había sido en el cine de un colegio mayor. Y, por supuesto, junto a Jan.
El precio de la película se fijó en un millón de dólares. La última oferta presentada -y que venía del mismísimo Ministerio de Cultura sueco- ascendía a casi setecientos mil euros, que Herder redondeó hasta llegar a la cifra mágica. Marga no daba crédito: según sus cuentas -«Vete tú a saber cómo las echó», se dijo Victoria, convencida de que la viuda de Jan vivía fuera del mundo-, la película no le reportaría más allá de unas decenas de miles. Aquel precioso montón de dinero iba a servirle para cancelar el préstamo que flotaba sobre la librería como una afilada espada de Damocles, para prescindir de una vez para siempre de la amenaza de la línea de crédito y para asegurar el futuro de Solange.
– Un millón de dólares… es muchísimo dinero, Victoria… ¿No… no te importa que Herder lo emplee en esto?
El gesto de Victoria fue de una indiferencia sincera.
– Por mí, como si compra pipas. Va a gastarse bastante más en su condenada campaña al Senado. Al fin y al cabo, conseguirá mucha publicidad gratis. Todo bicho viviente hablará durante días del generoso gesto del aspirante Van Halen. Además, como tú bien dijiste una vez, el dinero es suyo. Y tiene mucho, por cierto.
Solange, Shirley, Victoria y Marga cenaron juntas esa noche en un restaurante. Fue Marga quien hizo la elección: una tratoría de moda donde cobraban treinta euros por un plato de pasta y servían el moscatto en unas copas tan finas que daban ganas de intentar romperlas con un grito. Shirley estaba exultante. Se había puesto un vestido imposible de color verde oliva que le permitía lucir su generosa delantera y unos zapatos de tacón alto. Con el cabello lustroso y los largos pendientes de perlas, parecía una estrella de cine en declive. Victoria la miró con disimulo. A pesar de su interminable legión de defectos, su falta de discreción y sus salidas de tono, había algo irresistible en aquella mujer. A su lado, Solange, que llevaba un vestido sin forma combinado con unas botas militares y el pelo recogido en un moño gracias a un largo alfiler de asta, parecía la consagración de la primavera. Vic se dijo que al lado de aquellos dos ejemplares tan interesantes como distintos, ella y Marga eran la viva imagen de dos pobres mujeres vulgares. Cuando entraron en el restaurante -Shirley contoneándose como si pisara una alfombra roja, Solange displicentemente ajena a su belleza-, la gente no vio a nadie más. Marga pidió vino de Abruzzo (era el preferido de Jan, aunque quizá Marga lo había escogido porque era el único que le sonaba de toda la carta) y una cantidad desproporcionada de entremeses calientes. Vic encontró entrañable aquel afán derrochador que parecía haberle entrado ahora que el dinero había dejado de ser un problema grave. Se sintió confortada, casi feliz: estaban juntas, estaban en paz, las cuitas monetarias habían desaparecido, Shirley parecía vivir bajo los efectos de un eterno sedante… Y en cuando a Solange, había cambiado tanto su actitud en los últimos días que no parecía la misma.
«¿Era esto lo que querías, Jan? Pues aquí lo tienes. Misión cumplida. No te quejarás, ¿eh? Esto es mucho más de lo que hubieras deseado. Más de lo que yo habría creído poder conseguir hace veinte días.»
Marga se aclaró la garganta.
– Quiero hacer un brindis.
Vaya por Dios. Llegaba la hora de ponerse tiernas. Victoria detestaba los discursos. En realidad, detestaba cualquier forma de sentimentalismo. En eso era igualita que Jan. Se resignó a lo inevitable y cogió su copa.
– Deberíamos brindar por Javier… por Jan… por tu padre, Solange, que es la razón por la que estamos hoy aquí… Se fue sin que lo esperásemos, y sin saber que… que había hecho las cosas de forma que…
La voz se le quebró, y dos lágrimas enormes le rodaron por las mejillas. Menos mal que Marga no se maquillaba, o el desastre hubiese estado servido. Deseosa de acabar cuanto antes con el pequeño drama, y para evitar que Solange se contagiase de la emoción, le apretó la mano y tomó el relevo.
– Creo que todas sabemos lo que quieres decir. Vamos a beber por Jan… y, sobre todo, por el futuro que os espera. Quien diga que el dinero no da la felicidad es porque nunca ha vivido sin tenerlo.
– ¡Eso es! Y, si me lo permitís, quisiera añadir algo. -La luz del restaurante se reflejaba en las perlas en forma de pera que Shirley llevaba puestas. Vic se preguntó si serían falsas. No sabía gran cosa de joyas, así que era fácil darle gato por liebre-. Quiero brindar por vosotras tres, que sois fantásticas cada una a vuestra manera, y por Javier, obviamente, y por tu amigo de la Filmoteca, y por la buena suerte… y, sobre todo, por el pobre idiota que colgó en Internet una lata vieja sin sospechar que valía una fortuna.
Solange y Vic se echaron a reír, secundadas por Shirley, que recogía los frutos de su alarde de ingenio. Marga también forzó una sonrisa. Pero fue una sonrisa extraña. La alarma interior de Victoria lanzó unas pequeñísimas señales, pero la llegada de los entrantes distrajo la atención general y acalló aquel lejano pitido que, de cualquier manera, podía ser sólo cosa de su imaginación.
– ¿No habías pensado en lo que dijo mi madre?
Acababan de llegar a casa. Solange se había encerrado en su cuarto para perderse en la oscura maraña de las redes sociales, y Shirley -que había abusado del amaretto y hecho el camino de regreso trastabillando sobre sus tacones- se fue a la cama casi sin despedirse. Victoria hubiera deseado hacer lo mismo, pero quería aprovechar la celebración para comunicar su marcha a Marga. En diez días, Herder iba a viajar a Madrid para recoger la película con toda pompa y circunstancia -a saber la absurda fanfarria que tenían preparada sus colaboradores-, y pensaba regresar a Nueva York con él. Iba a decirle que aquel tiempo alejada de su marido le había sentado estupendamente, y que quería darse una nueva oportunidad. A Marga iba a encantarle la historia y su final feliz.
– ¿En qué exactamente? Porque, después del segundo amaretto, contó algunas cosas…
– No, no me refiero a eso. Estoy hablando del tipo que puso las cajas en eBay sin saber lo que tenían dentro. Alguien vendió por unos euros una cosa que vale un millón de dólares.
Victoria arrugó la nariz. La verdad era que había pensado en aquel incauto dos o tres veces, entre otras cosas porque no podía creer que no hubiese dado señales de vida en cuanto saltó la noticia de la aparición de la película. Posiblemente fuese alguien tan ignorante que ni siquiera se le había ocurrido relacionar el hallazgo con la antigualla que había vendido, o bien una de esas personas que están fuera del mundo y ni siquiera ven la televisión o compran un periódico. Pero, desde luego, nunca se le ocurrió compadecer a aquel desconocido.
– Pues… Marga… yo qué sé. Supongo que es una faena vender una joya por un par de pavos, pero son cosas que pasan continuamente. Leí una historia de una viejecita de Milwaukee que montó un mercadillo en el jardín de su casa y vendió un jarrón de no sé qué dinastía china por tres dólares. Y en otra ocasión…
– Ya. -Marga no solía interrumpir, así que estaba claro que no le interesaban las anécdotas con las que Victoria pretendía distraer su atención-. Pero yo no hablo de una vieja de Milwaukee, sino de mí. Voy a hacerme rica gracias a que alguien muy despistado se deshizo de algo extraordinariamente valioso que ni siquiera sabía que tenía.
«Ay, por favor… ¿No se cansa nunca? Ni la madre Teresa de Calcuta era tan considerada con el prójimo.»
– Marga… entiendo lo que dices, y créeme, te honra pensar así… pero no empieces a dar vueltas a la noria. Vale, Jan compró unas latas viejas y dentro de una había un tesoro. Mejor para ti. Esas cajas podrían haber acabado en un basurero. Su dueño, en vez de tirarlas, decidió sacar algo de tajada en eBay… Pues si se hubiese preocupado de ver la película, como hicimos nosotras, ahora estaría a punto de ganar una pasta. No lo hizo y dejó la pelota en tu tejado. No te sientas culpable. Es como encontrar en la calle un billete de diez euros.
– Pero yo no me he encontrado un billete, sino un maletín con un millón de dólares. ¿Tú te lo quedarías sin más, Victoria? ¿O intentarías encontrar a su dueño?
– No es lo mismo
– Pero es muy parecido.
«Claro. Ha sido todo demasiado fácil. El cuento de hadas a punto de finiquitar estupendamente, pero aquí está la reencarnación de… de Mahatma Gandhi… para plantear problemas morales y mandarlo todo a hacer puñetas. Joder, Jan. El mundo está lleno de mujeres. ¿Tenías que casarte precisamente con la única cuya conciencia podría medirse por arrobas?»
– ¿En qué estás pensando exactamente, Marga? Porque si me dices que, en tu situación, quieres devolver la película al capullo que te la vendió, soy capaz de estrangularte… Eso, por no hablar de lo que te harán Solange y Shirley…
Marga se rió. Victoria siempre pensaba que, siendo como era una mujer sin grandes atractivos, su risa compensaba los kilos de más y sus rasgos más bien vulgares.
– No, querida… no soy tan buena persona. Pero creo que la cosa no puede quedar así. Verás, voy a hacer unas pequeñas variaciones en el reparto del botín.
– ¿Reparto? ¿Cómo que reparto?
– ¡No pensarás que iba a quedarme con todo el dinero de la venta! La mitad de lo obtenido será para Solange. Lo pondré en un fondo para sus estudios y para que, cuando acabe su carrera, pueda independizarse. Con medio millón de dólares podrá comprarse un apartamento, abrir un negocio o… lo que prefiera. Eso es cosa suya. En cuanto a mi mitad, voy a hacer lo correcto: repartirla con quienquiera que sea el que se deshizo de la cinta.
«Ésta sí que es buena. Le va a regalar doscientos cincuenta mil dólares a alguien que ni siquiera conoce… A una persona que a lo mejor encontró la película en el desván de su abuela muerta a la que ni siquiera visitaba, a un tiparraco que puede ser un ladrón, un traficante de droga o un asesino en serie… Un cuarto de millón de dólares…»
– Doscientos mil euros es mucho dinero, Victoria. Teniendo resuelta la vida de Solange, me basta y me sobra para ir tirando. Debo noventa mil euros del préstamo de la librería, y otros cuarenta mil de la línea de crédito. Liquidadas las deudas, aún me quedarán unos miles para tener ahorrados. La casa está pagada, y, libre de cargas, la librería puede ser un negocio rentable… Oh, por favor, no me mires así…
– No te miro de ninguna manera…
– Sí, sí que lo haces -sonreía al decirlo-. Pero, si estuvieses en mi lugar, acabarías actuando como yo… y otro tanto haría Javier.
Vaya por Dios. Había dado en la diana. Jan. Su sentido de la rectitud, de la equidad. Su puntillosa visión de lo que es justo. Su ética particular, su conciencia. Su moral, más propia de un caballero de la tabla redonda que de un superviviente del siglo XXI. Jan. «Maldita sea, Marga. En el fondo, tú y él no erais tan distintos.»
– Muy bien, si lo tienes decidido, no perderé el tiempo. Pero creo que estás haciendo el canelo. Y deja que te diga que tu madre y Solange se van a poner como locas. Por cierto, ¿cómo vas a localizar al tontaina que colgó la cinta en eBay?
– Pues… no sé… no lo había pensado.
«No lo había pensado. Muy propio de Marga.»
– ¿A ti se te ocurre algo?
Victoria resopló con los ojos en blanco, como diciendo «ya lo sabía yo». No veía el momento de abandonar su puesto como ángel de la guarda de Marga.
– No sé. Podemos rastrear la cuenta de eBay de Jan… Si conoces las claves, claro.
Marga meneó la cabeza. «Era mucho pedir», pensó Victoria, y frunció el ceño para ayudarse a pensar.
– La compañía de transportes… Eso es. Ahí tiene que haber un registro de envíos.
– Iré mañana por la mañana. ¿Podrías…?
Victoria trató de recordar que en un par de semanas estaría de vuelta en su ático neoyorquino con vistas al parque. «New York state of mind.» Paciencia, chica. Ya no queda mucho.
– Sí, Marga. Te acompañaré. Y si el tipo de la mensajería no quiere ayudarnos, lloraremos juntas hasta convencerle.
Victoria recordaría siempre que, de haber encontrado en la oficina de envíos a alguien un poco más espabilado que el hombre que las había atendido, posiblemente el final de aquella aventura hubiese sido completamente distinto. Desde luego, no habrían ocurrido las cosas increíbles que vinieron a continuación. A Jan le gustaba repetir que uno nunca sabía dónde estaba la suerte. Pues bien, en este caso en concreto la suerte estaba en un muchacho atontolinado que les había facilitado sin saberlo una serie de datos que se suponen confidenciales. En contra de lo que Victoria suponía, no hubo que rogar ni suplicar, pues en cuanto le dijeron que necesitaban ponerse en contacto con el emisor de un envío al que tenían que devolverle un dinero, la base de datos del ordenador escupió alegremente un nombre con una dirección de Londres. Fue una sorpresa comprobar que el señor Douglas Faraday vivía en Brook Street. Victoria conocía la calle, pues allí, en el corazón de Mayfair, estaba el hotel Claridge, el favorito de Herder cuando viajaba a la ciudad. Como no todo iba a ser tan sencillo, no hubo manera humana de hacerse con el teléfono de míster Faraday. Llamaron a tres compañías de teléfonos británicas y todo cuanto consiguieron fue saber que se trataba de un número de acceso restringido y que no podían facilitarlo. «Estupendo. Así que estamos a punto de entrar en contacto con un raro. Uno de esos misántropos que no quieren que nadie les dé la tabarra.» A Vic se le ocurrió buscar el nombre en Internet cruzándolo con la dirección. Apareció entonces el nombre de lo que parecía ser una tienda de antigüedades: «Faraday's Things».
– Aquí lo tienes.
– ¿Puedes… puedes llamar tú? Te explicas mejor que yo… y tu inglés…
– Tu madre es inglesa, Marga… No me vengas con cuentos.
– Por favor… me estoy poniendo histérica.
«La tarta de queso. Los dry martini del Algonquin. El brunch en el Meatpacking. Las tiendas de West Broadway… Qué cerca está todo, Victoria. Aguanta un poco más.»
– Vale. A ver… -Marcó el número y enseguida oyó la señal típica de los teléfonos en Gran Bretaña. Le recordó a un novio inglés que había tenido durante tres meses en el 94. Tenía uno de esos nombres pretenciosos, Algernon, o Ebenezer…
– Hello…
Una voz de mujer. Victoria había esperado la de un hombre, y aquello la descolocó.
– Eh… Hola… Es una llamada desde Madrid.
– Dígame.
El tono dejaba claro que a su interlocutora no le importaba demasiado desde dónde llamasen.
– Querría hablar con el señor Faraday…
– El señor Faraday no atiende llamadas en este número. Yo soy su ayudante.
– Muy bien, pues si me puede dar el número del señor Faraday, yo…
– Me temo que no me he explicado bien. Si quiere algo del señor Faraday, tiene que hablar conmigo.
¿Y ahora? ¿Le explicaba toda la historia a aquella mujer? No parecía lo más aconsejable. Después de todo, a saber quién era ella en realidad.
– Mire, me llamo Victoria Suárez, y tengo que localizar al señor Faraday para hablar de un asunto personal. Un asunto importante, de mucho interés para él…
– Muy bien. Deje que tome nota de su nombre y su número, y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. ¿Victoria Suárez, me ha dicho? ¿De Madrid? Perfecto. La llamaremos, no se preocupe. Adiós, señorita.
Marga no parecía muy satisfecha.
– No ha querido pasármelo.
– ¡Tampoco es que tú hayas estado muy convincente! «Tengo que hablar con el señor Faraday de un asunto de gran interés para él.» No te ofendas, pero parecías una de esas vendedoras a domicilio que te dicen que eres idiota si no cambias de compañía de teléfono.
– ¿Y qué querías que le dijese? ¿Que una amiga mía a quien no ha visto nunca quiere regalarle doscientos cincuenta mil dólares? No sabemos quién demonios es la mujer que me ha cogido el teléfono… Mira, a lo mejor no he estado muy fina, pero coincidirás conmigo en que no es fácil explicar ciertas cosas.
Marga pareció acobardarse.
– Tienes razón. Perdona. Es que… no sé, me da la sensación de que no van a contestar…
– Pues entonces llamaremos otra vez… No creo que…
El teléfono sonó, y las dos se miraron: no habían pasado ni tres minutos. Victoria estaba tan segura de que quien llamaba era el señor Faraday que respondió en inglés, y le decepcionó volver a oír la voz algo ronca de la mujer con la que acababa de hablar.
– ¿Señora Suárez?
«En realidad, soy la señora Van Halen. Debería empezar a acostumbrarme a ese nombre. La esposa de un senador no debe emperrarse en usar su apellido de soltera.»
– Sí.
– Le habla Phyllida Starck, la ayudante del señor Faraday. Acabo de darle su mensaje. Me dice que, sintiéndolo mucho, no la conoce, y que no cree que haya nada de lo que ustedes tengan que hablar. Lamento no poder decirle otra cosa. Buenos días.
Colgó. Ni siquiera tuvo tiempo a protestar.
– No quiere ponerse. El tal Douglas Faraday debe de ser un raro de narices.
– Y ahora ¿qué hacemos?
– Yo qué sé… Quizá puedes mandarle una carta… o un telegrama. Sí, eso es. Un telegrama pidiéndole que se ponga en contacto contigo. Y si pasa del asunto, te quedas con el dinero y santas pascuas.
– ¡Vic!
– En serio, ahora al menos ya sabes que no se trata de un desdichado que está vendiendo los últimos restos de las pertenencias familiares… Ese tío tiene una tienda en la calle Brook, y te puedo asegurar que los propietarios de negocios en Mayfair no son precisamente unos muertos de hambre. En serio, Marga, quizá la dificultad para contactar con Faraday sea una señal… una señal de que no deberías repartir el dinero con él.
A la propia Victoria le pareció tan solemne su parlamento que se echó a reír. Marga la secundó.
– No seas pesada, ya está decidido.
– Muy bien, haz lo que quieras. Y, por cierto, te recuerdo que aún tienes que comunicárselo a Solange y a Shirley. Va a ser divertido. Tanto que no sé si irme de casa para no estar delante cuando lo hagas, o prepararme unas palomitas para disfrutar más del espectáculo.
– No seas agorera…
– Ja. Espera a ver la cara de tu madre cuando sepa que vas a regalar un cuarto de millón de dólares a un desconocido que vive en la mejor zona del West End. Le va a encantar, en serio.
– ¿Cómo dices? ¿Que vas a hacer qué…?
Era Shirley quien hablaba. Solange sólo tenía la boca abierta.
– Repítemelo. Repítemelo, porque confío en haber entendido mal. Confío en no haber echado al mundo a una loca de remate que va por ahí regalando un dinero que necesita para sobrevivir y para asegurar el futuro de una pobre niña huérfana.
– Alto, mamá. El futuro de Solange, como tú dices, está más que asegurado. Ya os he dicho que la mitad del dinero de Jan será para ella cuando acabe su carrera.
– ¿Tengo que esperar a licenciarme? Caramba, Marga, eso es una eternidad… Hagamos una cosa, renuncio al medio millón si me das ahora mismo cincuenta mil euros.
– No cambies de conversación, querida… Mi hija está a punto de cavar su propia tumba delante de nuestras narices.
– Es su dinero, ¿no? Puede hacer lo que quiera, hasta dárselo a un capullo al que no conoce. Venga, Marga, te estoy haciendo una oferta estupenda. No quiero esperar seis años para ser rica. El diez por ciento por adelantado, y el resto te lo puedes quedar.
Desde una esquina, con una cerveza en la mano, Victoria observaba el numerito. Aquella escena era más divertida de lo que había previsto. Marga, Solange y Shirley quitándose la palabra las unas a las otras, cada una a su aire… Las iba a echar de menos cuando se fuese.
– Se acabó. -Marga dio una ligera palmada en la mesa-. Madre, lo del reparto del dinero está decidido. En cuanto a ti, Solange, olvídate de ver ni un céntimo hasta que seas mayor. Eso sí, te regalaré una tarjeta con quinientos euros para que pases una tarde de compras. Ahora, si tenéis la bondad de dejarme hablar, os daré una buena noticia a todas. Y esto, Victoria, te incluye a ti.
«Ay, ay, ay…»
– Nos vamos a Londres. Las cuatro. Voy a hablar con el señor Faraday, le guste a él o no. Y, por otra parte, ahora que podemos permitírnoslo, nos vendrán bien unas pequeñas vacaciones.
Se hizo el silencio. Ni siquiera Victoria protestó. Las cosas se estaban desmadrando tanto que ya le daba igual estar en un sitio o en otro. Solange le dio un abrazo a Marga: con dieciséis años, no se concibe nada mejor que un viaje inesperado. En cuanto a Shirley, dirigió a su hija una sonrisa trémula.
– Creo que aún me quedan un par de pastillas mágicas de las que me dio el doctor Sawyer.