38777.fb2 La Virgen De Los Sicarios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

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Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta. Bien que lo conocí porque allí cerca, a un lado de la carretera que venía de Envigado, otro pueblo, a mitad de camino entre los dos pueblos, en la finca Santa Anita de mis abuelos, a mano izquierda viniendo, transcurrió mi infancia. Claro que lo conocí. Estaba al final de esa carretera, en el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar la vuelta. Y eso lo constaté la tarde que elevamos el globo más grande que hubieran visto los cielos de Antioquia, un rombo de ciento veinte pliegos inmenso, rojo, rojo, rojo para que resaltara sobre el cielo azul. El tamaño no me lo van a creer, ¡pero qué saben ustedes de globos! ¿Saben qué son? Son rombos o cruces o esferas hechos de papel de china deleznable, y por dentro llevan una candileja encendida que los llena de humo para que suban. El humo es como quien dice su alma, y la candileja el corazón. Cuando se llenan de humo y empiezan a jalar, los que los están elevando sueltan, soltamos, y el globo se va yendo, yendo al cielo con el corazón encendido, palpitando, como el Corazón de Jesús. ¿Saben quién es? Nosotros teníamos uno en la sala; en la sala de la casa de la calle del Perú de la ciudad de Medellín, capital de Antioquia; en la casa en donde yo nací, en la sala entronizado o sea (porque sé que no van a saber) bendecido un día por el cura. A él está consagrada Colombia, mi patria. Él es Jesús y se está señalando el pecho con el dedo, y en el pecho abierto el corazón sangrando: góticas de sangre rojo vivó, encendido, como la candileja del globo: es la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos amén.

¿Pero qué les estaba diciendo del globo, de Sabaneta? Ah sí, que el globo subió y subió y empujado por el viento, dejando atrás y abajo los gallinazos se fue yendo hacia Sabaneta. Y nosotros que corremos al carro y ¡ran! que arrancamos, y nos vamos siguiéndolo por la carretera en el Hudson de mi abuelito. Ah no, no fue en el Hudson de mi abuelito, fue en la carcacha de mi papá. Ah sí, sí fue en el Hudson. Ya ni sé, hace tanto, ya no recuerdo… Recuerdo que íbamos de bache en bache ¡pum! ¡pum! ¡pum! por esa carreterita destartalada y el carro a toda, desbarajustándose, como se nos desbarajustó después Colombia, o mejor dicho, como se "les" desbarajustó a ellos porque a mí no, yo aquí no estaba, yo volví después, años y años, décadas, vuelto un viejo, a morir.

Cuando el globo llegó a Sabaneta dio la vuelta a la tierra, por el otro lado, y desapareció. Quién sabe adonde habrá ido, a China o a Marte, y si se quemó: su papel sutil, deleznable se encendía fácil, con una chispa de la candileja bastaba, como bastó una chispa para que se nos incendiara después Colombia, se "les" incendiara, una chispa que ya nadie sabe de dónde saltó. ¿Pero por qué me preocupa a mí Colombia si ya no es mía, es ajena?

A mi regreso a Colombia volví a Sabaneta con Alexis, acompañándolo, en peregrinación. Alexis, aja, así se llama. El nombre es bonito pero no se lo puse yo, se lo puso su mamá. Con eso de que les dio a los pobres por ponerles a los hijos nombres de ricos, extravagantes, extranjeros: Tayson Alexander, por ejemplo, o Fáber o Eder o Wílfer o Rommel o Yeison o qué sé yo.

No sé de dónde los sacan o cómo los inventan. Es lo único que les pueden dar para arrancar en esta mísera vida a sus niños, un vano, necio nombre extranjero o inventado, ridículo, de relumbrón. Bueno, ridículos pensaba yo cuando los oí en un comienzo, ya no lo pienso así. Son los nombres de los sicarios manchados de sangre. Más rotundos que un tiro con su carga de odio.

Ustedes no necesitan, por supuesto, que les explique qué es un sicario. Mi abuelo sí, necesitaría, pero mi abuelo murió hace años y años. Se murió mi pobre abuelo sin conocer el tren elevado ni los sicarios, fumando cigarrillos Victoria que usted, apuesto, no ha oído siquiera mencionar. Los Victoria eran el basuco de los viejos, y el basuco es cocaína impura fumada, que hoy fuman los jóvenes para ver más torcida la torcida realidad, ¿o no? Corríjame si yerro. Abuelo, por si acaso me puedes oír del otro lado de la eternidad, te voy a decir qué es un sicario: un muchachito, a veces un niño, que mata por encargo. ¿Y los hombres? Los hombres por lo general no, aquí los sicarios son niños o muchachitos, de doce, quince, diecisiete años, como Alexis, mi amor: tenía los ojos verdes, hondos, puros, de un verde que valía por todos los de la sabana. Pero si Alexis tenía la pureza en los ojos tenía dañado el corazón. Y un día, cuando más lo quería, cuando menos lo esperaba, lo mataron, como a todos nos van a matar. Vamos para el mismo hueco de cenizas, en los mismos Campos de Paz.

La Virgen de Sabaneta hoy es María Auxiliadora, pero no lo era en mi niñez: era la Virgen del Carmen, y la parroquia la de Santa Ana. Hasta donde entiendo yo de estas cosas (que no es mucho), María Auxiliadora es propiedad de los salesianos, y la parroquia de Sabaneta es de curas laicos. ¿Cómo fue a dar María Auxiliadora allí? No sé. Cuando regresé a Colombia allí la encontré entronizada, presidiendo la iglesia desde al altar de la izquierda, haciendo milagros.

Un tumulto llegaba los martes a Sabaneta de todos los barrios y rumbos de Medellín adonde la Virgen a rogar, a pedir, a pedir, a pedir que es lo que mejor saben hacer los pobres amén de parir hijos. Y entre esa romería tumultuosa los muchachos de la barriada, los sicarios. Ya para entonces Sabaneta había dejado de ser un pueblo y se había convertido en un barrio más de Medellín, la ciudad la había alcanzado, se la había tragado; y Colombia, entre tanto, se nos había ido de las manos. Éramos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio. Pero estas cosas no se dicen, se saben. Con perdón.

Por Alexis volví pues a Sabaneta, acompañándolo, la mañana que siguió a la noche en que nos conocimos. Puesto que las peregrinaciones son los martes, nos tuvimos que conocer un lunes: en el apartamento de mi lejano amigo José Antonio Vásquez, sobreviviente de ese Medellín antediluviano que se llevó el ensanche, y cuyo nombre debería omitir aquí pero no lo omito por la elemental razón de que no se pueden contar historias sin nombres. ¿Y sin apellido? Sin apellido no te vayan a confundir con otro y por otras cuentas después te maten.

"Aquí te regalo esta belleza -me dijo José Antonio cuando me presentó a Alexis-, que ya lleva como diez muertos". Alexis se rió y yo también y por supuesto no le creí, o mejor dicho sí. Después le dijo al muchacho: "Vaya lleve a éste a conocer el cuarto de las mariposas". "Éste" era yo, y "el cuarto de las mariposas" un cuartico al fondo del apartamento que si me permiten se lo describo de paso, de prisa, camino al cuarto, sin recargamientos balzacianos: recargado como Balzac nunca soñó, de muebles y relojes viejos; relojes, relojes y relojes viejos y requeteviejos, de muro, de mesa, por decenas, por gruesas, detenidos todos a distintas horas burlándose de la eternidad, negando el tiempo. Estaban en más desarmonía esos relojes que los habitantes de Medellín.

¿Por qué esa obsesión de mi amigo por los relojes? Vaya Dios a saber.

La que sí le habían curado los años era la de los muchachos: pasaban por su apartamento y por su vida sin tocarlos. Perfección a la que aún no he llegado yo pero de la que ya estoy cerca: lo cerca que estoy de la muerte y sus gusanos. En fin, por ese apartamento de José Antonio, por entre sus relojes detenidos como fechas en las lápidas de los cementerios, pasaban infinidad de muchachos vivos. O sea, quiero decir, vivos hoy y mañana muertos que es la ley del mundo, pero asesinados: jóvenes asesinos asesinados, exentos de las ignominias de la vejez por escandaloso puñal o compasiva bala. ¿Qué iban a hacer allí? Por lo general nada: venían de aburrirse afuera a aburrirse adentro. En ese apartamento nunca se tomaba ni se fumaba: ni marihuana ni basuco ni nada de nada. Era un templo. Y ni eso, vaya: vaya a la Catedral o Basílica Metropolitana para que vea rufianes fumando marihuana en las bancas de atrás. Distinga bien el olor del humo, que no se le confunda con el incienso. Pero bueno, entre tanto reloj callado tronaba un televisor furibundo transmitiendo telenovelas, y entre telenovela y telenovela las alharacosas noticias: que hoy mataron a fulanito de tal y anoche a tantos y a tantos. Que a fulanito lo mataron dos sicarios. Y los sicarios del apartamento muy serios. ¡Vaya noticia! ¡Cómo andan de desactualizados los noticieros! Y es que una ley del mundo seguirá siendo: la muerte viaja siempre más rápido que la información.

¿Y qué se ganaba José Antonio con ese entrar y salir de muchachos, de criminales, por su casa? ¿Que le robaran? ¿Que lo mataran? ¿O es que acaso era su apartamento un burdel? Dios libre y guarde. José Antonio es el personaje más generoso que he conocido. Y digo personaje y no persona o ser humano porque eso es lo que es, un personaje, como sacado de una novela y no encontrado en la realidad, pues en efecto, ¿a quién sino a él le da por regalar muchachos que es lo más valioso? "Los muchachos no son de nadie -dice él-, son de quien los necesita". Eso, enunciado así, es comunismo; pero como él lo ponía en práctica era obra de misericordia, la decimoquinta que le faltó al catecismo, la más grande, la más noble, más que darle de beber al sediento o ayudarle a bien morir al moribundo.

"Vaya lleve a éste a conocer el cuarto de las mariposas", le dijo a Alexis, y Alexis me llevó riéndose.

El cuarto es un cuartico minúsculo con baño y una cama entre cuatro paredes que han visto quietas lo que no he visto yo andando por todo el mundo. Lo que sí no han visto esas cuatro paredes son las mariposas porque en el cuarto así llamado no las hay.

Alexis empezó a desvestirme y yo a él; él con una espontaneidad candorosa, como si me conociera desde siempre, como si fuera mi ángel de la guarda. Les evito toda descripción pornográfica y sigamos. Sigamos hacia Sabaneta en el taxi en que íbamos, por la misma carreterita destartalada de hace cien años, de bache en bache: es que Colombia cambia pero sigue igual, son nuevas caras de un viejo desastre. ¿Es que estos cerdos del gobierno no son capaces de asfaltar una carretera tan esencial, que corta por en medio mi vida? ¡Gonorreas! (Gonorrea es el insulto máximo en las barriadas de las comunas, y comunas después explico qué son.)

Algo insólito noté en la carretera: que entre los nuevos barrios de casas uniformes seguían en pie, idénticas, algunas de las viejas casitas campesinas de mi infancia, y el sitio más mágico del Universo, la cantina Bombay, que tenía a un lado una bomba de gasolina o sea una gasolinera. La bomba ya no estaba, pero la cantina sí, con los mismos techos de vigas y las mismas paredes de tapias encaladas. Los muebles eran de ahora pero qué importa, su alma seguía encerrada allí y la comparé con mi recuerdo y era la misma, Bombay era la misma como yo siempre he sido yo: niño, joven, hombre, viejo, el mismo rencor cansado que olvida todos los agravios: por pereza de recordar.

No sé si entre aquellas casitas campesinas que quedaban estaba la del pesebre, o sea, quiero decir, la del pesebre más hermoso que hayan hecho los hombres desde que se estableció la costumbre de armar en diciembre nacimientos o belenes para conmemorar la llegada a esta mísera tierra a un establo, a una pesebrera, del Niño Dios. Todas las casitas campesinas de la carretera, desde que salíamos caminando de Santa Anita hacia Sabaneta tenían pesebre, y abrían las ventanas de los cuarticos que daban al corredor delantero para que lo viéramos. Pero ningún pesebre más hermoso que el de la casita que digo yo: ocupaba dos cuartos, el primero y el del fondo, llenos de maravillas: lagos con patos, rebaños, pastores, vaquitas, casitas, carreteritas, un tigre, y arriba de la montaña, en lo más alto, la pesebrera en la que el veinticuatro de diciembre iba a nacer el Niño Dios. Pero estábamos apenas a dieciséis, en que empezaba la novena y en que hacíamos los pesebres, y faltaban exactamente ocho días para el día, la noche, más feliz. Ocho días de una dicha interminable en espera.

Mira Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en este mundo tuyo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol. Cuando la humanidad se sienta en sus culos ante un televisor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay esperanzas. Dan grima, dan lástima, dan ganas de darle a la humanidad una patada en el culo y despeñarla por el rodadero de la eternidad, y que desocupen la tierra y no vuelvan más.

Pero no me hagas caso que te estoy hablando de cosas bellas, de diciembre, de Santa Anita, de los pesebres, de Sabaneta. El pesebre de la casita que te digo era inmenso, la vista de uno se perdía entre sus mil detalles sin saber por dónde empezar, por dónde seguir, por dónde acabar. Las casitas a la orilla de la carretera en el pesebre eran como las casitas a la orilla de la carretera de Sabaneta, casitas campesinas con techitos de teja y corredor. O sea, era como si la realidad de adentro contuviera la realidad de afuera y no viceversa, que en la carretera a Sabaneta había una casita con un pesebre que tenía otra carretera a Sabaneta. Ir de una realidad a la otra era infinitamente más alucinante que cualquier sueño de basuco. El basuco entorpece el alma, no la abre a nada. El basuco empendeja.

Mira Alexis: Yo tenía entonces ocho años y parado en el corredor de esa casita, ante la ventana de barrotes, viendo el pesebre, me vi de viejo y vi entera mi vida. Y fue tanto mi terror que sacudí la cabeza y me alejé. No pude soportar de golpe, de una, la caída en el abismo.

Pero dejemos esto, sigamos por esa noche de caminata hacia Sabaneta. íbamos todos, mis padres, mis tíos, mis primos, mis hermanos y la noche era tibia, y en la tibieza de la noche parpadeaban las estrellas incrédulas: no podían creer lo que veían, que aquí abajo, por una simple carretera, pudiera haber tanta felicidad. El taxi pasó frente a Bombay, esquivó un bache, otro, otro, y llegó a Sabaneta. Un tropel entre un carrerío llenaba el pueblo. Era la peregrinación de los martes, devota, insulsa, mentirosa. Venían a pedir favores. ¿Por qué esta manía de pedir y pedir? Yo no soy de aquí. Me avergüenzo de esta raza limosnera.

En el oleaje de la multitud, entre un chisporroteo de veladoras y rezos en susurros entramos al templo. El murmullo de las oraciones subía al cielo como un zumbar de colmena. La luz de afuera se filtraba por los vitrales para ofrecernos, en imágenes multicolores, el espectáculo perverso de la pasión: Cristo azotado, Cristo caído, Cristo crucificado. Entre la multitud anodina de viejos y viejas busqué a los muchachos, los sicarios, y en efecto, pululaban.

Esta devoción repentina de la juventud me causaba asombro. Y yo pensando que la Iglesia andaba en más bancarrota que el comunismo… Qué va, está viva, respira. La humanidad necesita para vivir mitos y mentiras. Si uno ve la verdad escueta se pega un tiro. Por eso, Alexis, no te recojo el revólver que se te ha caído mientras te desvestías, al quitarte los pantalones. Si lo recojo me lo llevo al corazón y disparo. Y no voy a apagar la chispa de esperanza que me has encendido tú. Prendámosle esta veladora a la Virgen y oremos, roguemos que es a lo que vinimos: "Virgencita niña, María Auxiliadora que te conozco desde mi infancia, desde el colegio de los salesianos donde estudié; que eres más mía que de esta multitud novelera, hazme un favor: Que este niño que ves rezándote, ante ti, a mi lado, que sea mi último y definitivo amor; que no lo traicione, que no me traicione, amén".

¿Qué le pediría Alexis a la Virgen? Dicen los sociólogos que los sicarios le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievsky o Dios padre para meterse en la mente de otros? ¡No sabe uno lo que uno está pensando va a saber lo que piensan los demás!

En la iglesita de Sabaneta hay a la entrada un Señor Caído; en el altar del centro está Santa Ana con San Joaquín y la Virgen de niña; y en el de la derecha Nuestra Señora del Carmen, la antigua reina de la parroquia. Pero todas las flores, todos los rezos, todas las veladoras, todas las súplicas, todas las miradas, todos los corazones están puestos en el altar de la izquierda, el de María Auxiliadora, que la remplazó. Por obra y gracia suya esta iglesita de Sabaneta antaño apagada hoy está alegre y florecida de flores y milagros. María Auxiliadora, la virgen mía, de mi niñez, la que más quiero los está haciendo. "Virgencita niña que me conoces desde hace tanto: Que mi vida acabe como empezó, con la felicidad que no lo sabe".

Entre el susurro de las voces dispares mi alma se fue yendo hacia lo alto como un globo encendido, sin amarras, subiendo, subiendo hacia el infinito de Dios, lejos de esta mísera tierra.

Le quité la camisa, se quitó los zapatos, le quité los pantalones, se quitó las medias y la trusa y quedó desnudo con tres escapularios, que son los que llevan los sicarios: uno en el cuello, otro en el antebrazo, otro en el tobillo y son: para que les den el negocio, para que no les falle la puntería y para que les paguen. Eso según los sociólogos, que andan averiguando. Yo no pregunto. Sé lo que veo y olvido. Lo que sí no puedo olvidar son los ojos, el verde de sus ojos tras el cual trataba de adivinarle el alma.

"Toma", le dije cuando terminamos y le di un billete. Lo recibió, se lo guardó y siguió vistiéndose.

Salí del cuarto y lo dejé vistiéndose, y dejé también de paso mi billetera en mi saco y el saco en la cama para que se llevara lo que quisiera: "Todo lo mío es tuyo, corazón -pensé-. Hasta mis papeles de identidad". Después, más tarde, conté los billetes y estaban los que había dejado. Entonces entendí que Alexis no respondía a las leyes de este mundo; y yo que desde hacía tiempos no creía en Dios dejé de creer en la ley de la gravedad.

Al día siguiente nos fuimos a Sabaneta y en adelante siguió conmigo hasta el final. Y al final dejó el horror de esta vida para entrar en el horror de la muerte. "A la final", como dicen en las comunas.

Hombre, fíjese usted, que me viniera a dar el destino acabando lo que me negó en la juventud, ¿no era un disparate? Alexis debió llegarme cuando yo tenía veinte años, no ahora: en mi ayer remoto. Pero estaba programado que nos encontráramos ahí, en ese apartamento, entre relojes quietos, esa noche, tantísimos años después. Después de lo debido, quiero decir.

La trama de mi vida es la de un libro absurdo en el que lo que debería ir primero va luego. Es que este libro mío yo no lo escribí, ya estaba escrito: simplemente lo he ido cumpliendo página por página sin decidir. Sueño con escribir la última por lo menos, de un tiro, por mano propia, pero los sueños sueños son y a lo mejor ni eso.

Este apartamento mío está rodeado de terrazas y balcones. Terrazas y balcones por los cuatro costados pero adentro nada, salvo una cama, unas sillas y la mesa desde la que les escribo. "¡Cómo! -dijo Alexis cuando lo vio-. ¿Aquí no hay música?"

Le compré una casetera y él se compró unos casetes. Una hora de estrépito aguanté. "¿Y tú llamas a esta mierda música?" Desconecté la casetera, la tomé, fui a un balcón y la tiré por el balcón: al pavimento fue a dar cinco pisos abajo a estrellarse, a callarse. A Alexis le pareció tan inmenso el crimen que se rió y dijo que yo estaba loco. Que no se podía vivir sin música, y yo que sí, y que además eso no era música. Para él era música "romántica", y yo pensé: a este paso, si eso es romántico, nos va a resultar romántico Schónberg.

"No es música ni es nada, niño. Aprende a ver la pared en blanco y a oír el silencio". Pero él no podía vivir sin ruido, "música", ni yo sin él.

Así que al día siguiente le compré otra casetera y aguanté otra hora el estrépito antes de explotar y de ir a desconectarle el monstruo para tirarlo por el balcón. "¡No!" gritaba Alexis abriendo los brazos en cruz como Cristo tratando de detenerme. "Niño, así no podemos vivir, yo no soporto esto. Prefiero incluso que fumes basuco, pero en silencio, callado". Y él que no, que nunca había fumado basuco. Y yo: "Yo prejuicios no tengo. Lo que pasa es que tengo los oídos rotos".

Entonces, extrañado por ese comportamiento irracional mío me preguntó si me gustaban las mujeres. Le contesté que sí y que no, que dependía. "¿De qué?" "De sus hermanos". Se rió y me pidió que hablara en serio. Le expliqué, en serio, que por cuanto a la fisiología se refería, las únicas dos con que me había acostado sí, sí me habían gustado, pero que ahí acababa la cosa pues más allá no había nada porque para mí las mujeres era como si no tuvieran alma. Un coco vacío. Y que por eso con ellas era imposible el amor.

"Es que yo estudié con los curitas salesianos del colegio de Sufragio. Con ellos aprendí que la relación carnal con las mujeres es el pecado de la bestialidad, que es cuando se cruza un miembro de una especie con otro de otra, como por ejemplo un burro con una vaca. ¿Ves?" Después, sabiendo que me iba a contestar que sí, por no dejar, le devolví la pregunta y le pregunté si a él le gustaban las mujeres. "No", contestó, con un "no" tan rotundo, tan inesperado que me dejó perplejo. Y era un "no" para siempre: para el presente, para el pasado, para el futuro y para toda la eternidad de Dios: ni se había acostado con ninguna ni se pensaba acostar. Alexis era imprevisible y me estaba resultando más extremoso que yo.

Conque eso era pues lo que había detrás de esos ojos verdes, una pureza incontaminada de mujeres. Y la verdad más absoluta, sin atenuantes ni importarle un carajo lo que piense usted que es lo que sostengo yo. De eso era de lo que me había enamorado. De su verdad.

Tengo muy presentes los sucesos de mis primeros días con Alexis. La mañana, por ejemplo, en que salí dejándolo en el apartamento en su estrépito, a comprar en la farmacia de abajo unos tapones para los oídos. Cruzando la Avenida San Juan, de regreso, presencié un atraco: veo que en la fila de carros detenidos por el semáforo un hombre grasoso, un cerdo, está atracando con un revólver un jeep que maneja un muchacho: uno de esos muchachitos linditos, riquitos, hijos de papá que me fascinan (también). El muchacho sacó las llaves, saltó del jeep, echó a correr y de lejos le gritó al hombre: "¡Te quedé conociendo, hijueputa!" El hombre, enfurecido, sin poderse llevar el jeep porque no tenía las llaves, con el atraco frustrado, burlado, hijueputiado, se dio a perseguir al muchacho disparándole. Uno de los tiros lo alcanzó. Cuando cayó el muchacho el hombre se le fue encima y lo remató a balazos. Por entre el carrerío detenido y el caos de bocinas y de gritos que siguió se perdió el asesino. El "presunto" asesino, como diría la prensa hablada y escrita, muy respetuosa ella de los derechos humanos. Con eso de que aquí, en este país de leyes y constituciones, democrático, no es culpable nadie hasta que no lo condenen, y no lo condenan si no lo juzgan, y no lo juzgan si no lo agarran, y si lo agarran lo sueltan… La ley de Colombia es la impunidad y nuestro primer delincuente impune es el presidente, que a estas horas debe de andar parrandiándose el país y el puesto. ¿En dónde? En Japón, en México… En México haciendo un cursillo.

Del presunto asesino no quedó sino el "presunto" flotando sutilmente en el aire de la Avenida San Juan, hasta que en el smog de los carros la presuntez se esfumó. O la presunción, si prefieren y les da por la corrección del idioma en este que fuera país de gramáticos, siglos ha.

De los ladrones, amigo, es el reino de este mundo y más allá no hay otro. Siguen polvo y gusanos. Así que a robar, y mejor en el gobierno que es más seguro y el cielo es para los pendejos. Y mire, oiga, si lo está jodiendo mucho un vecino, sicarios aquí es lo que sobra. Y desempleo. Y acuérdese de que todo pasa, prescribe. Somos efímeros. Usted y yo, mi mamá, la suya. Todos prescribimos.

"El pelao debió de entregarle las llaves a la pinta esa", comentó Alexis, mi niño, cuando le conté el suceso. O mejor dicho no comentó: diagnosticó, como un conocedor, al que hay que creerle. Y yo me quedé enredado en su frase soñando, divagando, pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había arrastrado el río. Con "el pelao" mi niño significaba el muchacho; con "la pinta esa" el atracador; y con "debió de" significaba "debió" a secas: tenía que entregarle las llaves. Más de cien años hace que mi viejo amigo don Rufino José Cuervo, el gramático, a quien frecuenté en mi juventud, hizo ver que una cosa es "debe" solo y otra "debe de". Lo uno es obligación, lo otro duda. Aquí les van un par de ejemplos: "Puesto que sus hermanos se enriquecen con contratos públicos y él lo permite, también el presidente debe de ser un ladrón". O sea, no afirmo que lo sea, aunque parece que lo creo. Y por parecer creer no hay difamación, ¿o sí, doctor? ¿Por tan poca cosa se puede uno ir a la cárcel cuando nos están matando a todos vivos? Y "debe" a secas significa que se tiene que, como cuando digo: "La ley debe castigar el delito". ¡Pero cuál ley, cuál delito! Delito el mío por haber nacido y no andar instalado en el gobierno robando en vez de hablando. El que no está en el gobierno no existe y el que no existe no habla. ¡A callar!

Los tapones de algodón no sirven definitivamente para los oídos. Dejan pasar la música disco o "heavy metal". O no es que la dejen pasar, es que vibra el hueso, el temporal, y la vibración taladra el cerebro. Así que el problema de la casetera de Alexis y mi amor por él no tiene solución. Sin solución me voy solo a la calle. Solo como nací, a jugarme la vida y a visitar iglesias.

Señor Procurador: Yo soy la memoria de Colombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera aquí sí que va a ser el acabóse, el descontrol. Señor Fiscal General o Procurador o como se llame, mire que ando en riesgo de muerte por la calle: con las atribuciones que le dio la nueva Constitución protéjame.

¡Qué iglesia iba a haber abierta ni qué demonios! Las mantienen cerradas para que no las atraquen. Ya no nos queda en Medellín ni un solo oasis de paz. Dicen que atracan los bautizos, las bodas, los velorios, los entierros. Que matan en plena misa o llegando al cementerio a los que van vivos acompañando al muerto. Que si se cae un avión saquean los cadáveres. Que si te atropella un carro, manos caritativas te sacan la billetera mientras te hacen el favor de subirte a un taxi que te lleve al hospital. Que hay treinta y cinco mil taxis en Medellín desocupados atracando. Uno por cada carro particular. Que lo mejor es viajar en bus, aunque también tampoco: tampoco conviene, también los atracan. Que en el hospital a uno que tirotearon no sé dónde lo remataron. Que lo único seguro aquí es la muerte.

Los treinta y cinco mil taxis señalados (comprados con dólares del narcotráfico porque de dónde va a sacar dólares Colombia si nada exporta porque nada produce como no sea asesinos que nadie compra) llevan indefectiblemente los radios prendidos transmitiendo: partidos de fútbol, vallenatos, o noticias optimistas sobre los treinta y cinco que mataron ayer, quince por debajo del record, aunque un soldado al que le pasó por el cuello un tiro libre (o sea que salió) me asegura que día hubo en Medellín en que mataron ciento setenta y tantos, y trescientos ese fin de semana. Sabrá Dios, que es el que ve desde arriba. Nosotros aquí abajo lo único que hacemos es recoger cadáveres.

Si uno le dice al taxista: "Por favor, señor, bájele un poco a ese radio que está muy fuerte", el hideputa (como dice Cervantes) lo que hace es que le sube. Y si uno abre la boca para protestar, ¡adiós problemas de esta vida! Mañana te estarán comiendo esa lengua suelta los gusanos. Bueno, objetará usted, si los taxistas andan desocupados, ¿por qué tratan tan mal a los clientes? Por eso, porque les da uno trabajo, y "El trabajo degrada al hombre" dijo un sabio. ¿Y en los buses? ¿Se puede viajar en bus sin música? Tanto como se puede respirar sin oxígeno.