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Cuando el incidente íbamos para la Candelaria y para la Candelaria seguimos, sin más preámbulos, en el tropel. Esta iglesia es la más hermosa de Medellín, que tiene ciento cincuenta y que las conozco yo: cien con Alexis, esperando a veces horas enteras a que las abran. Pero la Candelaria nunca la cierran. Tiene a la entrada en la nave izquierda un Señor Caído de un dramatismo hermoso, doloroso, alumbrado siempre por veladoras: veinte, treinta, cuarenta llamitas rojas, efímeras, palpitando, temblando, titilando rumbo a la eternidad de Dios. Dios aquí sí se siente y el alma de Medellín que mientras yo viva no muere, que va fluyendo por esta frase mía con los ciento y tantos gobernadores que tuvo Antioquia, a tropezones, como don Pedro Justo Berrío, quien sigue afuera, en su parque, en su estatua, bombardeado por las traviesas e irreverentes palomas que lo abanican y demás. O como don Recaredo de Villa a quien, apuesto, usted no ha oído ni mencionar. Yo sí, lo conozco. Yo sé más de Medellín que Balzac de París, y no lo invento: me estoy muriendo con él.
¿Estuvo bien este último "cascado" de Alexis, el transeúnte boquisucio? ¡Claro que sí, yo lo apruebo!
Hay que enseñarle a esta gentuza alzada la tolerancia, hay que erradicar el odio. ¿Cómo es eso de que porque uno se tropieza con otro en una calle atestada le van soltando semejantes vulgaridades? No es la palabra en sí (porque los maricas son buenos en esta explosión demográfica): es su carga de odio. Cuestión pues de semántica, como diría nuestro presidente Barco, el inteligente, que nos gobernó cuatro años con el mal de Alzheimer y le declaró la guerra al narcotráfico y en plena guerra se le olvidó. "¿Contra quién es que estamos peliando?" preguntó y se acomodó la caja de dientes (o sea la dentadura postiza). "Contra los narcos, presidente", le contestó el doctor Montoya, su secretario y memoria. "Ah…" fue todo lo que contestó, con esa sabiduría suya. El que no sea capaz de convivir que se vaya: a Venezuela, a ultratumba, a Marte, adonde sea. Sí niño, esta vez sí me parece bien lo que hiciste, aunque de malgenio en malgenio, de grosero en grosero vamos acabando con Medellín. Hay que desocupar a Antioquia de antioqueños malos y repoblarla de antioqueños buenos, así sea éste un contrasentido ontológico.
Pero retomando el hilo perdido del discurso, el hilo de Machado y sus meditaciones trascendentales sobre el ojo, volvamos a los del muerto para preguntarnos: ¿por qué será que no los cierran? Abiertos, brillantes todavía de rabia mala, siguen reflejando sin parpadear al corrillo alegre, a la chusma vil que se arremolina en torno. Una vez, a uno, por caridad, se los quise cerrar para que no viera tanto alborozo, pero se le volvían a abrir como los de esos viejos muñecos de hace años que decían: "Mamá".
¿Difuntos? ¡Difuntos los que aquí hacemos! En el barrio de Aranjuez, la cuna de los Priscos que fueron la primera banda de sicarios, los que iniciaron la profesión, los pioneros, y que como tales ya están todos cascados, muertos, en el parque de ese barrio digo, estaba yo con Alexis (o si prefieren él conmigo) esperando a que abrieran la iglesita de San Nicolás de Tolentino para conocerla, cuando me volví a encontrar con El Difunto. Meses hacía que no lo veía, y lo noté muy recuperado, muy "repuesto". "Ábranse -nos dijo-, que los van a cascar". "Carambas, si alguna sospecha tengo yo a estas alturas del partido, parcero, es que soy más incascable que vos -le contesté-. Pero gracias por la advertencia". ¡El Difunto! Así llamado porque en un salón de billares lo encendieron a plomo y le empacaron cuatro tiros y murió pero no: cuando estaban en el velorio borrachos los parceros, abrazados al ataúd y cantándole "Tumba humilde" con un trío, tumbaron el ataúd, que al caer se abrió, y al abrirse salió el muerto: fue saliendo El Difunto pálido, pálido, dicen, y que con una erección descomunal. Esto, en términos psicoanalíticos, yo lo llamaría el triunfo de Eros sobre Thánatos. ¡Pero qué carajos, si el psicoanálisis está más en bancarrota que Marx!
Al Difunto también me lo regalaron, recién salido del ataúd, y no eran sino los restos de lo que fue, del joven fornido y sano. Y ahora exangüe, anémico, fantasmal… ¡Pero qué, quién se resiste a acostarse con el ahijado de la Muerte! Siempre es bueno tener abogados que intercedan por uno ante tan caprichosa señora. ¿Pero a santo de qué estoy hablando de éste? Ah, porque dizque nos iban a matar en Aranjuez, un barrio alto pero muy bajo: alto en la montaña y bajo en mi consideración social. Ahí, cuando yo nací, terminaba esta ciudad delirante. Ahora ahí empiezan las comunas, que son la paz.
Nos levantamos de la banca del parque y dimos una somera vuelta por detrás de la iglesia tras despedirnos, por supuesto, del Difunto. Al regresar ahí estaban: bajándose de una moto, en el atrio, pensando que estábamos adentro pero no, estábamos afuera, y detrás de ellos. Sin muchas averiguaciones, ipso facto, en plena calle, Alexis les hizo lo mismito que otros le habían hecho al Difunto en el salón de billares: los encendió a bala. Estos difuntos, sin embargo, hasta donde yo sé, no regresaron nunca de su oscuro reino. Ahí están todavía esperándome, a mí con mis dudosos lectores.
¿Qué cómo llegué a saber, a confirmar? Hombre, de lo más simple, de lo más sencillo, de lo más fácil: lo dijo el taxi. Llevaba el radio prendido cacariando, el asqueroso, cuando tras la noticia de otra matazón dieron la de ésta: que dos víctimas más, inocentes, de esta guerra sin fin no declarada, habían caído acribillados en el atrio de la iglesia de Aranjuez cuando se dirigían a misa, por dos presuntos sicarios al servicio del narcotráfico. ¿Yo un presunto "sicario"? ¡Desgraciados! ¡Yo soy un presunto gramático! No lo podía creer. Qué calumnia, qué desinformación. A ver, ¿quién me pagó? ¿Qué narcotraficante conozco yo como no sea nuestro embajador en Bulgaria porque salió en el periódico? ¿Sicario el que se defiende? ¿Qué policía había que nos defendiera a nosotros cuando nos iban a matar? De haber habido, nos habrían detenido para extorsionarnos. Pero no, andaban extorsionando en el centro.
En la agonía de esta sociedad los periodistas son los heraldos del enterrador. Ellos y las funerarias son los únicos que se lucran. Y los médicos. Ése es su modus vivendi, vivir de la muerte ajena. En Italia a los periodistas los llaman "i paparazzi", o sea los papagayos; estos de aquí son buitres.
¡Y vuelta a ese apartamento vacío con una cama! La cama para el amor sólo sirve los primeros días; después el amor debe nutrirse de otras fuentes. ¿Cómo por ejemplo cuáles? Como por ejemplo digamos, montar una empresita juntos. Lo de la empresita lo pensé y lo deseché: ¡qué empresa va a prosperar aquí con tanta prestación, jubilación, inseguridad, impuestos, leyes! Impuestos y más impuestos pa que a la final nu haiga ni con qué tapar un hueco. El primer atracador de Colombia es el Estado.
¿Y una industrica? La industria aquí está definitivamente quebrada: para todo el próximo milenio. ¿Y el comercio? Los asaltan. ¿Y servicios? ¡Qué servicios! ¿Poner una casa de muchachos? No los pagan. El campo también es otro desastre. Como está tan ocupado en la procreación, el campesino no trabaja. ¿Y de qué viven? Viven del racimo de plátanos que le roban al vecino, hasta que el vecino no vuelve a sembrar. No, el amor aquí no tiene alicientes. Es una chimenea sin leños que se mantiene como por milagro, ardiendo apagada.
Si por los menos Alexis leyera… Pero esta criatura en eso era tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga vida un solo libro no leyó. Esta pureza incontaminada de letra impresa, además, era de lo que más me gustaba de mi niño. ¡Para libros los que yo he leído! y mírenme, véanme. ¿Pero sabía acaso firmar el niño? Claro que sí sabía. Tenía la letra más excitante y arrevesada que he conocido: alucinante que es como en última instancia escriben los ángeles que son demonios. Aquí guardo una foto suya dedicada a mí por el reverso. Me dice simplemente así: "Tuyo, para toda la vida", y basta. ¿Para qué quería más? Mi vida entera se agota en eso.
Saliendo de conocer la iglesia de Robledo (un galponcito desangelado en donde a duras penas se para mi Dios), decidimos seguir pendiente arriba en busca de un mirador en la montaña para divisar a Medellín, para apreciarlo en su conjunto con la objetividad que da la distancia, sin predisposiciones ni amores. A mano izquierda subiendo, en una finquita vieja, un rodadero con un platanar seco, abandonado, leíase el siguiente anuncio en mayúsculas torcidas y desflecadas, como para cartel de Drácula:
SE PROHIBE ARROJAR CADÁVERES.
¿Se prohibe? ¿Y esos gallinazos qué? ¿Qué era entonces ese ir y venir de aves negras, brincando, aleteando, picoteando, patrasiándose para sacarle mejor las tripas al muerto? Como un niño travieso, haga de cuenta usted, jalándole la cuerda a un payasito de cuerda que ya no hará más payasadas en esta vida. ¿El cadáver de quién? ¡Y yo qué sé! Nosotros no lo matamos. De un hijo de su mamá.
Cuando pasábamos ya estaban ahí, y en plena fiesta los gallinazos e invitando más. Lo tostaron y ahí lo tiraron violando el anuncio, de donde se deduce que: mientras más se prohibe menos se cumple. ¿Sería en vida una bellecita? ¿O un "man" malevo? "Man" aquí significa como en inglés, hombre. Nuestros manes, pues, no son los espíritus protectores. Por el contrario, son humanos e hideputas, como dijo Don Quijote.
Dije arriba que no sabía quién mató al vivo pero sí sé: un asesino omnipresente de psiquis tenebrosa y de incontables cabezas: Medellín, también conocido por los alias de Medallo y de Metrallo lo mató.
¿Que si tiene el país cosas buenas? Pero claro, lo bueno es que aquí nadie se muere de aburrición. Va uno de bache en bache desquitándole al atracador y al gobierno. Compañero, amigo y paisano: no hay ave más hermosa que el gallinazo, ni de más tradición: es el buitre del español milenario, el "vultur" latino. Tienen estas avecitas la propiedad de transmutar la carroña humana en el espíritu del vuelo. Mejores pilotos nadie, ni los del narcotráfico. ¡Mírenlos sobre el cielo de Medellín planeando! Columpiándose en el aire, desflecando nubes, abanicando el infinito azul con su aleteo negro. Ese negro que es el luto de los entierros… Y aterrizan como los pilotos de don Pablo: en un campito insignificante, minúsculo, cual la punta de este dedo.
"Me gustaría terminar así -le dije a Alexis-, comido por esas aves para después salir volando". A mí que no me metan en camisa de ataúd por la fuerza: que me tiren a uno de esos botaderos de cadáveres con platanar y prohibición expresa, escrita, para violarla, que es como he vivido y como lo dispongo aquí.
Desde el morro del Pan de Azúcar hasta el Picacho vuelan los gallinazos con sus plumas negras, con sus almas limpias sobre el valle, y son, como van las cosas, la mejor prueba que tengo de la existencia de Dios.
En tanto, mientras llamamos a Éste a pedirle cuentas, sigamos ajustándoselas a nuestros paisanos de aquí abajo.
Después de los dos sicarios de Aranjuez con moto ¿quién siguió? ¿Siguió la empleada grosera, o el taxista altanero? Aquí si ya no sé, con esta memoria cansada se me empiezan a embrollar los muertos. ¡Para Funes el memorioso nuestro ex presidente Barco! Como el orden de los factores no altera el producto, que pase primero el taxista altanero. Sucedieron así las cosas: frente a la antigua estación del Ferrocarril de Antioquia (ya desmantelado porque se robaron los rieles), tomamos un taxi entre buses atestados. Pues, para variar, llevaba el taxista el radio prendido tocando vallenatos, que son una carraca con raspa y que no soporta mi delicado oído. "Bájele al radio, señor, por favor", le pidió este su servidor con la suavidad que lo caracteriza. ¿Qué hizo el ofendido? Le subió el volumen a lo que daba, "a todo taco". "Entonces pare, que nos vamos a bajar", le dije. Paró en seco, con un frenazo de padre y señor mío que nos mandó hacia adelante, y para rematar mientras nos bajábamos nos remachó la madre: "Se bajan, hijueputas", y arrancó: arrancó casi sin que tocáramos el piso, haciendo rechinar las llantas.
De los mencionados hijueputas, yo me bajé humildemente por la derecha, y Alexis por la izquierda: por la izquierda, por su occipital o huesito posterior, trasero, le entró el certero tiro al ofuscado, al cerebro, y le apagó la ofuscación. Ya no tuvo que ver más con pasajeros impertinentes el taxista, se licenció de trabajar, lo licenció la Muerte: la Muerte, la justiciera, la mejor patrona, lo jubiló.
Con el impulso que llevaba el taxi por la rabia, más el que le añadió el tiro, se siguió hasta ir a dar contra un poste a explotar, mas no sin antes llevarse en su carrera loca hacia el otro toldo a una señora embarazada y con dos niñitos, la cual ya no tuvo más, truncándose así la que prometía ser una larga carrera de maternidad.
¡Qué esplendida explosión! Las llamas abrasaron al vehículo malhechor pero Alexis y yo tuvimos tiempo de acercarnos a ver cómo ardía el muñeco. De lo más de bien, como dicen aquí con este idioma tan expresivo. "¡Que una soda para apagarlo!" pedía a gritos un transeúnte imbécil. "Y de dónde vamos a sacar una soda, hombre. ¿Acaso somos James Bond que lleva todo lo que se necesita encima? Déjelo que se acabe de quemar para que ya no sufra". Treinta y cinco mil taxis había en Medellín; quedaban treinta y cuatro mil novecientos noventa y nueve.
Y llegado aquí sí me quito el sombrero ante el ex presidente Barco. Tenía razón, todo el problema de Colombia es una cuestión de semántica. Vamos a ver: "hijueputa" aquí significa mucho o no significa nada.
"¡Qué frío tan hijueputa!", por ejemplo, quiere decir: ¡qué frío tan intenso! "Es un tipo de una inteligencia la hijueputa" quiere decir: muy inteligente. Pero "hijueputas" a secas como nos dijo ese desgraciado, ah, eso ya sí es otra cosa. Es el veneno que te escupe la serpiente. Y a las serpientes venenosas hay que quebrarles la cabeza: o ellas o uno, así lo dispuso mi Dios.
Muerta la serpiente seguimos con Eva, la empleada de la cafetería: murió de un tiro en la boca. Cuando nos tiró el café la delicada, porque le pedimos una servilleta entera y no esos triangulitos de papel minúsculos con los que no se limpia ni la trompa una hormiga, a Alexis lo primero que se le ocurrió fue la boca, y por la boca se despachó a la maldita. Guardó su juguete y salimos de la cafetería como si tales, limpiándonos satisfechos con un palillo los dientes. "Aquí se come muy bien, hay que volver".
Como usted comprenderá nunca volvimos. Eso de que se vuelve al sitio son pendejadas de Dostoievsky. Volvería él cuando mató a la vieja, yo no. ¿Para qué? ¿Habiendo tanta cafetería en Medellín y tan atentas?
Por esos días de tanto refuego se empeñó Alexis en que le comprara una miniUzi. "Por ningún motivo, ni lo sueñes, una miniUzi jamás. Eso es muy visible, nos pone muy banderas". Para mí era casi como una erección en el bus. ¿Se imaginan ustedes a uno andando con una subametralladora acomodada entre los pantalones? ¿Que cómo son? Ah, yo no sé, nunca se la compré. Según él, que la policía me la vendía, que yo era muy verraco pa convencer. "Seré yo muy verraco, ¿pero qué les voy a alegar a ésos?" ¿Que la necesito para defenderme del televisor y sus continuos atentados al idioma? No, aunque mi más profundo deseo fuera complacerlo, definitivamente no. Ahora, pasado el tiempo, me río de esos adverbios en "mente", tan largos pero tan desinflados. Son meras apariencias. Si hubiera insistido un poquito, yo me conozco, hubiera ido adonde el mismísimo general comandante en jefe a comprarle su miniUzi. El último gramático de Colombia, que tuvo tantos y tan famosos, no puede andar con menos que con una miniUzi para su protección personal, ¿o no, mi general? Otra cosa es que tenga uno tiempo para sacarla. En este oeste…
Tampoco le compré la moto. ¿Me pueden ver a mí, con esta dignidad, con estos años, abrazado a él de "parrillero" en una moto envenenada, todos vendados? No, que ni lo soñara. "Así que me va apagando ese radio, señor taxista, que hoy no ando pa discusiones". Y santo remedio, lo apagaban. Algo oían en mi tono de perentorio, la voz de Thánatos, que les quitaba toda gana de disentir: o lo apagaban o lo apagaban. ¡Qué delicia viajar entre el ruido en el silencio! El suave ruido de afuera entraba por una ventanilla del taxi y salía por la otra purificado de agresiones personales, como filtrado por el silencio de adentro.
Y ahora qué, sin miniUzi, sin moto, ¿qué nos ponemos a hacer? "Ponte a leer Dos Años de Vacaciones, niño". ¡Qué iba a leer! No tenía la paciencia. Todo lo quería ya, como un tiro por entre un tubo.
Por lo menos era martes, día de peregrinación a Sabaneta: cuando llegamos en plena plaza se estaban encendiendo a bala dos bandas que no se podían ver, pero que ni en pintura. Se estaban dando plomo a lo loco estos dos combos "por cuestiones territoriales", como decían antes los biólogos y como dicen ahora los sociólogos. ¿Territoriales? ¿Dos bandas de la comuna nororiental, que como su nombre lo indica está en el Norte, agarradas de la greña en Sabaneta, que está en el Sur, en el otro extremo? Sabaneta goza de extraterritorialidad, amigos, y aquí no me vengan a dirimir sus querellas de barrio: esto es mar abierto para todos los tiburones. ¡O qué! ¿Creen que María Auxiliadora es propiedad privada? María Auxiliadora es de todos y el parque de nadie: que ninguno sueñe con que es propio porque orinó primero, porque en este parque nadie orina.
Eso que dije yo es lo que debió decir la autoridad, pero como aquí no hay autoridad sino para robar, para saquear a la res pública… Y así me encuentro a Sabaneta, el pueblo sagrado de mi niñez, en el bochinche y la guachafita, en el más descarado desorden que me están introduciendo estos cabrones. Mi indignación no podía más, me estaba dando un ataque de ira santa. "¡Uuuuuu! ¡Uuuuuu!" aullaba una ambulancia con su letrero de ambulancia escrito al revés para que uno tenga que leerlo patas arriba dando la vuelta; paraba en seco y se bajaban dos camilleros a recoger a los muertos. Dos, tres, cuatro… ¿Esto es la guerra de Bosnia-Herzegovina o qué, una masacre? Y hé aquí otro ejemplo de lo hiperbólico que se nos ha vuelto el idioma en manos de los "comunicadores sociales". ¿Una masacre de cuatro? Eso es puro desinflamiento semántico. ¡Masacres las de ahora tiempos! Cuando los conservadores decapitaban de una a cien liberales y viceversa. Cien cadáveres sin cabeza y descalzos porque el campesino de entonces no usaba zapatos. ¡Ésas sí son masacres! Ustedes muchachitos de hoy en día no han visto nada, les está tocando muy bueno. ¡Masacres!
Treinta y tres millones de colombianos no caben en toda la vastedad de los infiernos. Hay que dejar un espacio prudente entre dos de ellos para que no se maten, digamos una cuadra, de suerte que si no se pueden ver por lo menos se divisen. ¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan. "Acaban hasta con el nido de la perra" como decía mi abuela, pero no de ellos: de sus treinta nietos.
Mi abuela no conoció las comunas, se murió sin. En santa paz.
Entramos en la iglesia, pasamos ante el Señor Caído, y seguimos hasta el altar del fondo en la nave izquierda, el de María Auxiliadora, la virgencita alegre con el Niño, flotando sobre un mar de ofrendas de flores y constelada de estrellas. Adultos y viejos llenaban la iglesia y, cosa notable, muchachos con el corte de pelo de los punkeros, rezando, confesándose: los sicarios. ¿Qué pedirán? ¿De qué se confesarán? ¡Cuánto daría por saberlo y sus exactas palabras! Saliendo como una luz turbia de la oscuridad de unos socavones, esas palabras me revelarían su más profunda verdad, su más oculta intimidad. "Yo debo de ser muy malo, padre, porque he matado a quince". ¿Eso, por ejemplo? La presencia de tantos jóvenes en la iglesita de Sabaneta me causaba asombro. Pero ¿asombro por qué? También yo estaba allí y veníamos á buscar lo mismo: paz, silencio en la penumbra. Tenemos los ojos cansados de tanto ver, y los oídos de tanto oír, y el corazón de tanto odiar.
"Madre Santísima, María Auxiliadora, señora de bondad y de misericordia, posternado a vuestros pies y avergonzado de mis culpas, lleno de confianza en vos os suplico atendáis este ruego: que cuando llegue mi última hora, por fin, acudáis en mi socorro para que tenga la muerte del justo. Ahuyentad al espíritu maligno y su silbo traicionero, y libradme de la condenación eterna, que la pesadilla del infierno ya la he vivido en esta vida y con creces: con mi prójimo. Amén".
A ver, ustedes que dizque son tan buenos católicos ¿me sabrán decir en qué iglesia de Medellín está San Pedro Claver? En la de la Sagrada Familia no. En la del Carmelo no. En la del Rosario no. En la del Calvario tampoco. ¿Dónde pues? En la iglesia de San Ignacio, en la nave derecha. ¿Y en dónde está el beato de la Colombiére? ¿En la de la Asunción? ¿En la de la Visitación? ¿En la de Cristo Rey? ¿En la de Jesús Obrero? No, no, no y tampoco. En ninguna de ésas está: está también en la de San Ignacio, en el altar mayor, al lado de éste. ¿Y saben, por lo menos, en cuál está San Cayetano? Pues sepan por si no lo saben que en la de San Cayetano, como San Blas en la de San Blas, y San Bernardo en la de San Bernardo.
Ciento cincuenta iglesias tiene Medellín, mal contadas, casi como cantinas, una exageración, y descontando las de las comunas a las que sólo sube mi Dios con escolta, las conozco todas. Todas, todas, todas. A todas he ido a buscarlo. Por lo general están cerradas y tienen los relojes parados a las horas más dispares, como los del apartamento de mi amigo José Antonio donde conocí a Alexis. Relojes que son corazones muertos, sin su tictac.
Ha de saber Dios que todo lo ve, lo oye y lo entiende, que en su Basílica Mayor, nuestra Catedral Metropolitana, en las bancas de atrás se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana. Por eso, cuando está abierta, suele haber un policía vigilando. Pregúntenle a ver si invento. ¿Y Cristo dónde está? ¿El puritano rabioso que sacó a fuete a los mercaderes del templo? ¿Es que la cruz lo curó de rabietas, y ya no ve ni oye ni huele? Al olor sacrosanto del incienso se mezcla el de la marihuana, la que sopla desde afuera, desde el atrio, o la que se fuma adentro. La mezcla te produce cierta religiosa alucinación y ves o no ves a Dios, dependiendo de quien seas.
Años hace que no venía a esta catedral al Oficio de Difuntos, a rezar por Medellín y su muerte, pero ahora Alexis, mi niño, me acompaña. He dejado de ser uno y somos dos: uno solo inseparable en dos personas distintas. Es mi nueva teología de la Dualidad, opuesta a la de la Trinidad: dos personas que son las que se necesitan para el amor; tres ya empieza a ser orgía. Viniendo de la catedral, en el parque de Bolívar donde Junín desemboca a éste, en ese Centro Comercial de ladrillo que construyeron sobre el sitio mismo en que se levantaban, siglos ha, arqueológicamente, las dos cantinas de mi juventud, el Metropol y el Miami, ahí presenciamos la escena: un gamincito sucio y grosero insultaba llorando a un policía: "¡Gonorrea! -le decía-. ¡Por qué me pegaste, gonorrea!" Y tres de los espectadores del corrillo defendiéndolo. Son esos defensores de los "derechos humanos", o sea los de los delincuentes, que aquí surgen por todas partes espontáneamente para sumársele al "defensor del pueblo" que instituyó la nueva Constitución que convocó el bobo marica. Yo no sé por qué le pegaría el policía y si le pegó, pero la palabra en boca de ese niño era la más cargada de rencor y de odio que he oído en mi vida. ¡Y miren que he vivido! "¡Gonorrea!" El infierno entero concentrado en un taco de dinamita. "Si este hijueputica -pensé yo- se comporta así de alzado con la autoridad a los siete años, ¿qué va a ser cuando crezca? Éste es el que me va a matar". Pero no, mi señora Muerte tenía dispuesto para esta criaturita otra cosa esa tarde. El policía, uno de esos jovencitos bachilleres que están reclutando ahora para lanzarlos, sin armas y atados de manos por las alcahueterías de la ley, al foso de los leones, no sabía qué hacer, qué decir. Y los tres defensores enfurecidos, abogando por el minúsculo delincuente y cacariando, amparados desde la valentía cobarde de la turbamulta, que dizque estaban dispuestos que dizque a hacerse matar, que dizque si fuera necesario, del que no tenía armas. Pues se hicieron pero del que sí: sacó el Ángel Exterminador su espada de fuego, su "tote", su "fierro", su juguete, y de un relámpago para cada uno en la frente los fulminó. ¿A los tres? No bobito, a los cuatro. Al gamincito también, claro que sí, por supuesto, no faltaba más hombre. A esta gonorreíta tierna también le puso en el susodicho sitio su cruz de ceniza y lo curó, para siempre, del mal de la existencia que aquí a tantos aqueja.
Sin alias, sin apellido, con su solo nombre, Alexis era el Ángel Exterminador que había descendido sobre Medellín a acabar con su raza perversa. "Vaya a buscar a su superior -le aconsejé al pobre policía jovencito cuando lo vi tan perplejo- y le cuenta lo que pasó, y que después decidan ellos, con cabeza fría, cómo ocurrieron las cosas". Y seguí mi camino tras Alexis, y sin más tomamos el primer taxi que pasó. "¿Qué pasó?" preguntó el desgraciado taxista viendo el tropel que se armaba afuera, y subiéndole instintivamente al radio a ver si daban la noticia. "Nada -contesté-. Cuatro muertos. Y apague el loro que venimos supremamente ofuscados". Se lo dije en uno de esos tonos que he cogido que no admiten réplica, y dócil, sumiso, vil, lo apagó.
De las comunas de Medellín la nororiental es la más excitante. No sé por qué, pero se me metió en la cabeza. Tal vez porque de allí, creo yo, son los sicarios más bellos. Mas no pienso subir a constatarlo. Si la Muerte me quiere, si está enamorada de mí, que baje aquí.
"Enamorada" dije y efectivamente, en el sentido de las comunas. Como cuando un muchacho de allí dice: "Ese tombo está enamorado de mí". Un "tombo" es un policía, ¿pero "enamorado"? ¿Es que es marica? No, es que lo quiere matar. En eso consiste su enamoramiento: en lo contrario. Cualquier sociólogo chambón de esos que andan por ahí analizando en las "consejerías para la paz", concluiría de esto que al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma. ¡Qué va! Es que el idioma es así, de por sí ya es loco. Y la Muerte una obsesiva laboradora. No descansa. Ni lunes ni martes ni miércoles ni jueves ni viernes ni sábados y domingos, fiestas civiles y de guardar, puentes y superpuentes, días del padre, de la madre, de la amistad, del trabajo… ¡Del trabajo, carajo, ni ése descansa! Pero trabajando así, con tanto tesón, sin crear nuevas fuentes de empleo disminuye el desempleo que aquí, según dicen los tanatólogos, es el que trae más violencia. O sea que mientras más muertos menos muertos. Mi señora Muerte pues, misiá, mi doña, la paradójica, es la que aquí se necesita. Por eso anda toda ventiada por, Medellín día y noche en su afán haciendo lo que puede, compitiendo con semejante paridera, la más atroz. Este continuo nacer de niños y el suero oral le están sacando canas.
Las comunas son, como he dicho, tremendas. Pero no me crean mucho que sólo las conozco por referencias, por las malas lenguas: casas y casas y casas, feas, feas, feas, encaramadas obscenamente las unas sobre las otras, ensordeciéndose con sus radios, día y noche, noche y día a ver cuál puede más, tronando en cada casa, en cada cuarto, desgañitándose en vallenatos y partidos de fútbol, música salsa y rock, sin parar la carraca. ¿Cómo le hacía la humanidad para respirar antes de inventar el radio? Yo no sé, pero el maldito loro convirtió el paraíso terrenal en un infierno: el infierno. No la plancha ardiente, no el caldero hirviendo: el tormento del infierno es el ruido. El ruido es la quemazón de las almas.
Cada comuna está dividida en varios barrios, y cada barrio repartido en varias bandas: cinco, diez, quince muchachos que forman una jauría que por donde orina nadie pasa. Es la tan mentada "territorialidad" de las pandillas que se estaba decidiendo la otra tarde en Sabaneta. Por razones "territoriales", un muchacho de un barrio no puede transitar por las calles de otro. Eso sería un insulto insufrible a la propiedad, que aquí es sagrada. Tanto pero tanto tanto que en este país del Corazón de Jesús por unos tenis uno mata o se hace matar. Por unos tenis apestosos estamos dispuestos a irnos a averiguar a qué huele la eternidad. Yo digo que a perfume neutro. Pero no nos desviemos de las comunas de aquí abajo y sigamos subiendo, viendo: ojos secretos nos espían por las rendijas: ¿Quiénes seremos? ¿Qué querremos? ¿A qué vendremos? ¿Seremos sicarios contratados, o vendremos a contratar sicarios?
Asolados por las bandas, se ven aquí y allá negocitos entre rejas: una venta, por ejemplo, de aguardiente, o un "granero" con su extenso surtido de cuatro plátanos, cuatro yucas y unos limones podridos. Los limones de Colombia son una vergüenza, no se dan; el musgo de la humedad los asfixia. Aquí nunca tendremos limones buenos. Ni cine: al que le da por filmar le roban las cámaras. Si no, ¡qué película no te harías para Colombia y la eternidad que nos diera la palma de oro del Festival de Cannes! Por estas callejuelas empinadas, por estas escalinatas de cemento que van subiendo lentamente, cansadamente, dolorosamente rumbo al cielo, que no es nuestro, ascendiendo de escalón en escalón y los escalones tallados en las laderas de la montaña, en su tierra amarilla y yerma, en el mismo barro de que hizo Dios al hombre, su juguete, perdiéndonos en el laberinto de los callejones y de los odios, tratando de desentrañar lo inextricable, la trama enmarañada de los rencores y los ajustes de cuentas que se heredan de padres a hijos y se pasan de hermanos a hermanos como el sarampión, ¿qué decía? Que qué película tan hermosa, tan dolorosa no haríamos. Pero no, ésos son sueños y los sueños sueños son. Y a Medellín, además, el cine y la novela le quedan muy chiquitos. Algún día, cuando menos lo pensemos, queriendo o no queriendo, iremos a dar a la morgue a ver si sí o si no, a contar cadáveres, a sumárselos a las cifras desorbitadas de la Muerte, mi señora, la única que aquí reina.
Sí señor. La lucha implacable es a muerte, esta guerra no deja heridos porque después se nos vuelven culebras sueltas. No señor.