38777.fb2 La Virgen De Los Sicarios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Antaño, en época de lluvias bajaban por los barriales resbalando, patinando; eran montañas sin calles, tierreros, pero por donde se podía transitar libremente. Estos barrios cuando los fundaron eran, como se dice, "barrios de puertas abiertas". Ya nunca más. Las guerras de las bandas están casadas: de barrio con barrio, de cuadra con cuadra. Una muerte trae otra muerte y el odio más odio. Esto es así, la ley del gato que gira y gira queriendo agarrarse la cola. Y las rachas de violencia que no apagan los entierros… Por el contrario, las encienden. Se diría que en las comunas los destinos de los vivos están en manos de los muertos. El odio es como la pobreza: son arenas movedizas de las que no sale nadie: mientras más chapalea uno más se hunde.

¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis? preguntará usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un principio de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos. Y van los ladridos de los perros de terraza en terraza gritándonos a voz en cuello que son mejores que nosotros.

Desde esas planchas o terrazas de las comunas se divisa a Medellín. Y de veras que es hermoso. Desde arriba o desde abajo, desde un lado o desde el otro, como mi niño Alexis. Por donde lo mire usted. Rodaderos, basureros, barrancas, cañadas, quebradas, eso son las comunas. Y el laberinto de calles ciegas de construcciones caóticas, vivida prueba de cómo nacieron: como barrios "de invasión" o "piratas", sin planificación urbana, levantadas las casas de prisa sobre terrenos robados, y defendidas con sangre por los que se los robaron no se las fueran a robar. ¿Un ladrón robado? Dios libre y guarde de semejante aberración, primero la muerte. Aquí el ladrón no se deja, mata por no dejarse o se hace matar. Y es que en Colombia la posesión de lo robado y la prescripción del delito hacen la ley. Es cuestión de aguantar. Después, poco a poco, de ladrillito en ladrillito, va construyendo uno la segunda planta de la casa sobre la primera, como el odio de hoy se construye sobre el odio de ayer.

Parados en una esquina de las comunas, los sobrevivientes de las bandas esperan a ver quién viene a contratarlos o a ver qué pasa. Ni nadie viene ni nada pasa: eso era antes, en los buenos tiempos, cuando el narcotráfico les encendía las ilusiones. No sueñen más, muchachos, que esos tiempos, como todo, ya pasaron. ¡O qué! ¿También se creyeron ustedes eternos porque se estaban muriendo rápido? Parchados en una esquina de las comunas, viendo correr las horas desde una encrucijada del tiempo, los muchachos de las antiguas bandas hoy son fantasmas de lo que fueron. Sin pasado, sin presente, sin futuro, la realidad no es la realidad en las barriadas de las montañas que circundan a Medellín: es un sueño de basuco. En tanto, la Muerte sigue subiendo, bajando, incansable, por esas calles empinadas. Sólo nuestra fe católica más nuestra vocación reproductora la pueden contrarrestar un poco.

Si de las comunas la que más me gusta es la nororiental, de los presidentes de Colombia el que prefiero es Barco. Por sobre el terror unánime, cuando plumas y lenguas callaban y culos temblaban le declaró la guerra al narcotráfico (él la declaró aunque la perdimos nosotros, pero bueno). Por su lucidez, por su memoria, por su inteligencia y valor, vaya aquí este recuerdo. Pensando que todavía era ministro del presidente Valencia, que gobernó veintitantos años atrás, le expresaba lo siguiente al doctor Montoya, su secretario, el suyo: "Voy a aconsejarle al presidente, en el próximo Consejo de Ministros, que le declare la guerra al narcotráfico".

Y el doctor Montoya, su memoria y conciencia, le corregía: "El presidente es usted, doctor Barco, no hay otro". "Ah… -decía él pensativo-. Entonces vamos a declarársela". "Ya se la declaramos, presidente". "Ah… Entonces vamos a ganarla". "Ya la perdimos, presidente -le explicaba el otro-. Este país se jodió, se nos fue de las manos". "Ah…" Y eso era todo lo que decía. Después tornaba a su obnubilación, a las brumas de su desmemoria.

Tumbado de la tarima el candidato ambicioso, montándose sobre su cadáver subió, después de Barco, la criaturita que hoy tenemos, el lorito gárrulo. Y las encuestas lo favorecen, todos decimos que sí, que sí, que sí. Que lo está haciendo "de lo más de bien", como dicen.

Al Sumo Pontífice o capo de los capos o gran capo, para protegerlo de sus enemigos, los otros capos, esta ocurrencia que tenemos de presidente le construyó una fortaleza con almenas llamada La Catedral, y pagó para que lo cuidaran, con dinero público (o sea tuyo y mío, que lo sudamos), un batallón de guardias del pueblo de Envigado que el gran capo escogió: "Quiero a éste, a aquél, a aquel otro. A ese de más allá no lo quiero porque no le tengo confianza".

Así fue escogiendo a sus guardianes o guardaespaldas. Un día, harto de la catedral y de jugar fútbol con tres compinches en el patio, con sus propias paticas el gran capo fue saliendo, dejando a su batallón comiendo pollo. Y se les perdió año y medio durante el cual el lorito gárrulo ofreció para el que lo encontrara, por televisión, una recompensa en dólares, en billete verde de los que aquí fabricamos o lavamos, grandísima, como de la revista Forbes, y puso veinticinco mil soldados a buscarlo por cuanto hueco había, menos en los del Palacio de Nariño donde él vive. Yo decía que estaba allí, encaletado, en cualquier resquicio del presupuesto. Pero no: estaba a la vuelta de mi casa.

Desde las terrazas de mi apartamento oí los tiros: tatatatatá. Dos minutos de ráfagas de metralleta y ya, listo, don Pablo se desplomó con su mito. Lo tumbaron en un tejado huyendo, como a un gato en desgracia. Dos tiros tan sólo le pegaron, por el su lado izquierdo: uno por el su cuello, otro por la su oreja. Se despanzurró como el susodicho gato sobre el "entejado", su tejado caliente, quebrando, entre él y sus veinticinco mil perseguidores, más de un millón de tejas en la persecución. La recompensa no me la gané yo, pero estuve a tres cuadras.

Muerto el gran contratador de sicarios, mi pobre Alexis se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando lo conocí. Por eso los acontecimientos nacionales están ligados a los personales, y las pobres, ramplonas vidas de los humildes tramadas con las de los grandes.

La tarde en que La Plaga me habló de Alexis en el salón de billares me contó del exterminio de su banda: diecisiete o no sé cuántos, que fueron cayendo uno por uno, religiosamente como se va rezando el rosario, y de los que no quedó sino mi niño. Ese "combo" fue una de las tantas bandas que contrató el narcotráfico para poner bombas y ajustarles las cuentas a sus más allegados colaboradores y gratuitos detractores. A periodistas, por ejemplo, de la prensa hablada y escrita con ánimos de "figuración" así fuera en cadáver; o a los ex socios del gobierno: congresistas, candidatos, ministros, gobernadores, jueces, alcaldes, procuradores, y cientos de policías que ni menciono porque son pecata minuta. Todos se fueron yendo, como avemarías del rosario.

¿Pero algún inocente habría, preguntará usted que es sano, entre los del gobierno? Sí, como en Sodoma y Gomorra. Haciéndose los de la boca chiquita los muy bocones y todos bien untados. Todo político o burócrata (que son lo mismo, puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no tiene justificación. Jamás presumas de éstos su inocencia. Eso es candor.

Y sigamos con los muertos, que es a lo que vinimos. Pues que vamos por Junín abajo mi niño y yo, y que de entre la chusma va saliendo El Difunto a manifestarnos que:

Uno, que anoche uno de sus compinches, de sus "parceros", un guardaespaldas de un capo, se había matado jugando a la ruleta rusa. Que sacó cuatro balas del tambor del revólver, se lo llevó a la sien y que jaló el gatillo: la primera de las dos balas que dejó, sin darle chance a la segunda, le despeputó los sesos.

Y dos, que nos "pisáramos" que nos venían a matar y que con balas rezadas y que esta vez era en serio.

"Vamos por partes", le contesté. Uno: "¿Era el guardaespaldas suicidado una bellecita?" Que él no sabía, que él no se fijaba en esas cosas. "Pues te tienes que fijar, Difunto, ¿o para qué te dio Dios esos ojos si no es para ver y el corazón para latir al sentir la belleza? Que la pinta no era gran cosa. "Entonces no se perdió gran cosa". En cuanto a lo segundo, que no se preocupara, que las balas rezadas no bien tocaban mi sagrada túnica, mi ropa santa se desintegraban. Entonces surgieron los de la moto de entre una nube de polvo y la multitud disparando.

¿Saben a quién le dieron, adonde desvió sus balas mi señora Muerte? A otra señora, embarazada. Le entamboraron de plomo la barriga y allí mismo, en pleno Junín, falleció con su feto. ¿Y los de la moto, se fueron? Ja! Se fueron con el impulso de la muerte rumbo al derrumbadero de la eternidad: por sus respectivos occipitales, cuando huían, Alexis les voló la cabeza. Y otra vez a irnos yendo entre el tropel, entre el escándalo, en esta ciudad tan alharacosa y caliente. Y ese olor espantoso de fritangas con aceite rancio…

Las balas rezadas se preparan así: Pónganse seis balas en una cacerola previamente calentada hasta el rojo vivo en parrilla eléctrica. Espolvoréense luego en agua bendita obtenida de la pila de una iglesia, o suministrada, garantizada, por la parroquia de San Judas Tadeo, barrio de Castilla, comuna noroccidental. El agua, bendita o no, se vaporiza por el calor violento, y mientras tanto va rezando el que las reza con la fe del carbonero: "Por la gracia de San Judas Tadeo (o el Señor Caído de Girardota o el padre Arcila o el santo de tu devoción) que estas balas de esta suerte consagradas den en el blanco sin fallar, y que no sufra el difunto. Amén". ¿Que por qué digo que con la fe del carbonero? Ah yo no sé, de estas cosas no entiendo, nunca he rezado una bala. Ni nadie, nadie, nadie me ha visto hasta ahora disparar.

¿Qué es lo que está diciendo este vallenato que oigo por todas partes desde que vine, al desayuno, al almuerzo, a la cena, en el taxi, en mi casa, en tu casa, en el bus, en el televisor? Dice que "Me lleva a mí o me lo llevo yo pa que se acabe la vaina". Lo cual, traducido al cristiano, quiere decir que me mata o lo mato porque los dos, con tanto odio, no cabemos sobre este estrecho planeta. ¡Aja, conque eso era! Por eso andaba Colombia tan entusiasmada cantándolo, porque le llegaba al alma. No había reparado en la letra, yo sólo oía la carraca. Por este restico de año, por lo que falta, hasta año nuevo, Colombia seguirá cantando alegre, con amor de fiesta, su canción de odio. Ya después se le olvidará, como se le olvida todo.

Cuando a una sociedad la empiezan a analizar los sociólogos, ay mi Dios, se jodió, como el que cae en manos del psiquiatra. Por eso no analicemos y sigamos: "Con el radio apagado, señor taxista, que ya tengo muy oído ese vallenato, y no lo resisto".

Nos bajamos en el parque de Bolívar, en el corazón del matadero, y seguimos hacia la Avenida La Playa por entre la chusma y los puestos callejeros caminando, para calibrar el desastre.

¿Las aceras? Invadidas de puestos de baratijas que impedían transitar. ¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Devastado. ¿La universidad? Arrasada. ¿Sus paredes? Profanadas con consignas de odio "reivindicando" los derechos del "pueblo". El vandalismo por donde quiera y la horda humana: gente y más gente y más gente y como si fuéramos pocos, de tanto en tanto una vieja preñada, una de estas putas perras paridoras que pululan por todas partes con sus impúdicas barrigas en la impunidad más monstruosa. Era la turbamulta invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, empuercándolo todo con su miseria crapulosa. "¡A un lado, chusma puerca!" íbamos mi niño y yo abriéndonos paso a empellones por entre esa gentuza agresiva, fea, abyecta, esa raza depravada y subhumana, la monstruoteca. Esto que veis aquí marcianos es el presente de Colombia y lo que les espera a todos si no paran la avalancha. Jirones de frases hablando de robos, de atracos, de muertos, de asaltos (aquí a todo el mundo lo han atracado o matado una vez por lo menos) me llegaban a los oídos pautadas por las infaltables delicadezas de "malparido" e "hijueputa" sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la boca. Y ese olor a manteca rancia y a fritangas y a gases de cloaca… ¡Qué es! ¡Qué es! ¡Qué es! Se ve. Se siente. El pueblo está presente.

Pero volvámonos un momento atrás que se me olvidaron al bajar del taxi dos muertos: un mimo y un defensor de los pobres. Abajito del atrio, en las afueras de la catedral, estaba el mimo arremedando, imitando en la forma de caminar a cuanto transeúnte desprevenido pasara, pero siempre y cuando fuera alguien indefenso y decente, jamás a un malhechor de la canalla por miedo a una puñalada. Y la gentuza del corrillo riéndose, a las carcajadas, celebrándole la burla. ¡Qué gracia la que les hacía este émulo de Marcel Marceau, este prodigio! Si usted camina, él camina. Si usted se para, él se para. Si usted se suena, él se suena. Si usted mira, él mira. La genialidad, pues.

Cuando nos bajamos del taxi estaba remedando a un pobre señor honorable, uno de esos seres antediluvianos, desamparados, que aún quedan en Medellín para recordarnos lo que fuimos y lo que ya no somos más y la magnitud del desastre. Al darse cuenta de lo que pasaba y que era el hazmerreír del corrillo, el señor se detuvo avergonzado sin saber qué hacer. Y el mimo detenido sin saber qué hacer. Entonces el ángel disparó. El mimo se tambaleó un instante antes de caer, de desplomarse con su máscara inexpresiva pintarrajeada de blanco: chorreando desde su puta frente la bala le tiñó de rojo el blanco de su puta cara. Cuando cayó el muñeco, uno de los del corrillo en voz baja, que creyó anónima, comentó: "Eh, qué desgracia, aquí ya no dejan ni trabajar a los pobres".

Fue lo último que comentó porque lo oyó el ángel, y de un tiro en la boca lo calló. Per aeternitatis aeternitatem.

El terror se apoderó de todos. Cobarde, reverente, el corrillo bajó los ojos para no ver al Ángel Exterminador porque bien sentían y entendían que verlo era condena de muerte porque lo quedaban conociendo. Alexis y yo seguimos por entre la calle estática.

Ay qué memoria la mía, me quedó faltando un cascado más, al final del parque. Acabando nosotros de cruzarlo, cuando todavía no se sabía en este extremo lo que pasó en el otro, estaba un grupo de Haré Cristinas danzando al son de sus panderetas, trayéndonos su mensaje de paz y amor del Oriente (de ese amor que jamás sintió Cristo el tremebundo), y de respeto a todo lo vivo, empezando por los animales y acabando por el prójimo. Pues que se había metido a bailar con ellos, con un desprecio irrespetuoso, inmenso, una de estas roñas zafias que abundan en Medellín y que creen que la única verdad es la suya, la católica cerrazón del puñal y del basuco. Fue este granuja burlón el cascado del final del parque. Y ya sí seguimos sin mayor tropiezo, a tropezones por entre la turbamulta.

Quinientos años me he tardado en entender a Lutero, y que no hay roña más grande sobre esta tierra que la religión católica. Los curitas salesianos me enseñaron que Lutero era el Diablo. ¡Esbirros de Juan Bosco, calumniadores! El Diablo es el gran zángano de Roma y ustedes, lambeculos, sus secuaces, su incensario. Por eso he vuelto a esta iglesia del Sufragio donde sin mi permiso me bautizaron, a renegar. De suerte que aunque siga siendo yo yo ya no tenga nombre. Nada, nada, nada. El bautisterio ya no estaba, con un muro de cemento lo habían tapado. Era que todo lo mío, hasta eso, se acabó. Un poco más, un poco más y viviría para ver exterminada de esta tierra la plaga de esta roña.

Desde las terrazas de mi apartamento, con el cielo arriba y Medellín en torno, empezamos a contar (a descontar) las estrellas. "Si es verdad que cada hombre tiene una estrella -le decía a Alexis-, ¿cuántas has apagado? Al paso a que vas, vas a callar el firmamento". Para hacer un cascado se necesita una simple bala más un revólver, y mucha, mucha, mucha voluntad.

Hay un sitio en las inmediaciones de la Avenida San Juan que se llama "Mierda Caliente": un atracadero, un matadero. Con ésos siguió el ángel. Yo le decía que no, que mejor burócratas de la Alpujarra o monseñor obispo, el cardenal López T. antes de que se nos escapara a Roma impune con las joyas que se robó, pero estando como estábamos en nuestro apartamento, ese sitio nos quedaba más a la mano.

En la noche borracha de chicharras bajó el Ángel Exterminador, y a seis que bebían en una cantinucha que se prolongaba con sus mesas sobre la acera, de un tiro para cada uno en la frente les apagó la borrachera, la "rasca". ¿Y esta vez por qué? ¿Por qué razón? Por la simplísima razón de andar existiendo. ¿Les parece poquito? No, si esta vida no es cualquier canto de pajaritos, yo siempre he dicho y aquí repito, y que el crimen no es apagarla, es encenderla: hacer que resulte, donde no lo había, el dolor. Cuando volvíamos de hacer nuestra cotidiana obra de caridad bajaba por San Juan un borrachito prendido gritando:

"¡Vivan las putas! ¡Vivan los marihuaneros! ¡Vivan los maricas! ¡Abajo la religión católica!" Le dimos mi niño y yo un billetico para que pudiera seguir tomando.

Hubo aquí un padrecito loco, desquiciado, al que le dio dizque por hacerles casita a los pobres con el dinero de los ricos. Con su programa de televisión "El Minuto de Dios", que pasaba noche a noche a las siete, se convirtió en el mendigo número uno de Colombia. Su cuento era que "los ricos son los administradores de los bienes de Dios". ¿Habráse visto mayor disparate? Dios no existe y el que no existe no tiene bienes. Además el que ayuda a la pobreza la perpetúa. Porque ¿cuál es la ley de este mundo sino que de una pareja de pobres nazcan cinco o diez? La pobreza se autogenera multiplicada por dichas cifras y después, cuando agarra fuerza, se propaga como un incendio en progresión geométrica. Mi fórmula para acabar con ella no es hacerles casa a los que la padecen y se empeñan en no ser ricos: es cianurarles de una vez por todas el agua y listo; sufren un ratico pero dejan de sufrir años. Lo demás es alcahuetería de la paridera. El pobre es el culo de nunca parar y la vagina insaciable.

El mal que le hizo ese padrecito a Colombia no tiene nombre. Visto el éxito del programa, montó un banquete anual, el "del millón", a millón la entrada y de cena caldo Maggi. Hasta que logró, claro, lo que las sectas protestantes gringas llaman "la fatiga de los donantes". No le volvimos a dar. Entonces se acordó de los nuevos ricos de Colombia, los narcotraficantes explotadores de bombas, y se les puso a su servicio para ayudarles a tramar sus tretas. Para él no había dinero malo o bueno, sucio o lavado. Todo le servía para sus pobres y que pudieran seguir en la paridera. Él fue el que arregló la entrada del gran capo a la catedral. Poco después murió y le hicieron tamaño entierro. Fue el éxito de este curita pedigüeño haberse dejado llevar por su instinto, su espíritu limosnero, con el cual coincidía con lo más natural y consubstancial de este país damnificado y mendicante, su vocación de pedir, que viene de lejos: cuando yo nací ya Colombia había perdido la vergüenza.

Pero dejemos que este curita descanse en paz y pasemos a palabras mayores, al cardenal López T., el que se quería despachar Alexis. Muy delicadito él, de modales finos y adamados, perfumados, se empeñó en hacer negocios con el narcotráfico, el único que tenía aquí dinero contante y sonante. Cartas quedan de este cardenal al gran capo ofreciéndole en venta terrenos de la Curia. ¿Y no le importaban al cardenal -preguntará usted- los incontables muertos de las bombas, de las muchas que mandó estallar el gran capo, todos ellos gentecitas humildes y buenas, del "pueblo"? Sí, tanto como a mí. Un muerto pobre es un pobre muerto, y cien son cien. No lo critico por eso. Lo que no le perdono, lo que me está quitando el sueño y más que el café, es que se haya ido a Roma con las joyas que se robó y su afeminamiento.

Un cardenal afeminado no es un príncipe de la Iglesia, es un travesti, y su sotana una bata: así la siente. Bueno, lo último que quería hacer aquí esta eminencia nuestra pontificable antes de que se tuviera que escapar a Roma, era venderle al narcotráfico los predios de la Universidad Pontificia Bolivariana, que no era suya pero que valen una millonada, para comprárselos en joyas. Más joyas para él. Yo me lo imaginaba poniéndoselas ante un espejo de cristal de roca renacentista para irse luego a divisar, todo enjoyado, a la ciudad santa desde Villa Borghese. A ver volar palomas sobre las cúpulas, y entre esas palomas el Espíritu Santo. ¡Él allá disfrutando de semejante espectáculo, y yo aquí viendo volar gallinazos sobre los botaderos de cadáveres! No podía dormir de la indignación, no podía conciliar el sueño, no podía pegar un ojo. Desde un punto de vista estrictamente religioso, para acabar con este espinoso tema, yo prefiero a un cardenal cínico perfumado un cardenal humilde maloliente, que huela a rayos, que huela a diablos.

No sé por qué pero López, con perdón de ustedes si así se llaman, me suena a ratero cínico. Es que aquí hay tantos… López M., López C, López T. Etcétera, etcétera, etcétera. A veces los unos son los hijos de los otros pero no siempre porque también en ocasiones, por guardar el celibato, hay López que se van a Roma a casarse con el primer guardia suizo que encuentran. López me sugiere un zorro o una comadreja que se escapa por entre los matorrales con su presa, la gallina que se robó. No es culpa mía, es cuestión de semántica. Qué culpa tengo yo si los apellidos me sugieren cosas… ¡Zorros voraces! Después, impunes, todos despatarrados, se van los López a banquetiarse la gallina y a rascarse las pelotas. Ya ni se ríen: todo tesoro público que les entra a sus bolsillos sin fondo se les hace cosa natural.

El próximo muerto de Alexis fue un vivo en el cementerio. En el Cementerio de San Pedro donde yacen descansando todas las notabilidades de Antioquia menos yo. El vivo muerto era el joven guardián de una tumba, y la tumba un mausoleodiscoteca con casetera sonando a todas horas para entretener en su vacío eterno, esencial, a una temible familia de sicarios allí enterrada, cuyos miembros fueron cayendo, uno por uno, uno tras otro "sacrificados", según rezaban sus lápidas pero sin decir por qué causa, por la blanca causa de la coca.

Encerrada entre rejas para que no se la robaran en un descuido de su guardián (por ejemplo cuando iba al baño), la casetera tocaba día y noche sin parar vallenatos, la música predilecta de los difuntos cuando pasaron por aquí abajo todos ventiados.

Al pasar frente a esa tumba mi niño y yo meditando (meditando sobre los sinsabores de esta vida terrena y las incertidumbres humanas comparadas con lo seguro de la eternidad), el guardián de la tumba, un muchacho, una belleza, se disgustó porque sin querer miramos. "¡Qué! -dijo todo malgeniado-. ¿Se les perdió algo?" Y luego, en voz baja, como rumiando, con uno de esos odios suavecitos que me producen por lo intensos una especie de excitación sexual nerviosa que me recorre el espinazo musitó: "Malparidos…"

¡Qué hermosa voz! Creen los tanatólogos que ellos son los dueños y señores de la muerte porque tienen empleo con el gobierno en sus "consejerías para la paz", mientras que este su servidor no tiene "destino". Jua! La muerte es mía, pendejos, es mi amor que me acompaña a todas partes.

El ángel levantó el revólver a la altura de la frente del otro y disparó. El trueno del disparo se fue culebriando por entre esos recovecos y socavones llenos de tumbas llenas de eternidad y de gusanos, y se quedó resonando por un rato con una voracidad de infinito. El eco del eco del eco… Muchísimo antes de que el eco se extinguiera el guardián de la tumba se desplomó. Luego el eco murió en sus armónicos. El Ángel Exterminador se había convertido en el Ángel del Silencio.

Cuando nos alejábamos, la casetera se encendió sola y rompió a tocar importuna un vallenato, "La gota fría", que es el que les canté arriba.

Pero aquí la vida crapulosa está derrotando a la muerte y surgen niños de todas partes, de cualquier hueco o vagina como las ratas de las alcantarillas cuando están muy atestadas y ya no caben. En las afueras del cementerio, cuando salíamos y Alexis recargaba su juguete, dos de esos inocentes recién paridos, como de ocho o diez años, se estaban dando trompadas de lo lindo azuzados por un corrillo de adultos y otros niños, bajo el calor embrutecido del sol del trópico. Dale que dale, con sus caritas encendidas por la rabia, sudorosas, sudando ese odio que aquí se estila y que no tiene sobre la vasta tierra parangón. Como la única forma de acabar con un incendio es apagándolo, de seis tiros el ángel lo apagó. Seis cayeron, uno por cada tiro; seis que eran los que tenía el tambor del tote: cuatro de los espectadores y mánagers, y los dos promisorios púgiles. Cada quien con su marquita en la frente escurriendo unos chorritos rojos como de anilina, unos hilitos de lo más pictóricos. Mi señora Muerte con su sangre fría les había bajado el calor y ganado, por lo menos, este round. Y vamos para el siguiente a ver qué pasa. Suena la campana.

Pasando de prisa El Difunto nos advirtió que venían los de la moto. Y venían, en efecto, y en contra vía los muy cabrones, violando las más elementales y sagradas leyes de Colombia, las del tránsito, que te impiden ir contra la corriente y te mandan seguir la flecha, la del chocolate Luker que las patrocina, en cada esquina, para eso están. ¿Es que no la vieron, desgraciados? Sí la vieron pero no las balas con que mi niño Alexis los recibió, éstas sí en la dirección correcta, "in the right direction" como dijo arriba en inglés nuestro primer mandatario el políglota, tan atinadamente, y como marcaba la flecha de ese chocolate infalible que se tomaba de a pastillita por taza pero que ay, ay, ay, ya no se toma más. Perdimos la costumbre del chocolate y la de las musas y la de la misa, y nos quedamos más vacíos que el tambor de hojalata que el enano sidoso no volverá a tocar. Todo lo tumbaron, todos se murieron, de lo que fue mío ya nada queda. Les evitaría el final de los de la moto por evidente, pero no, que sufran: se chocaron contra un carro que venía a toda "in the right direction", y acabaron en el techo del susodicho. De ahí, del techo, de la capota, los tuvo que bajar el agente de la fiscalía que vino a realizar el levantamiento de los cadáveres. ¿Se imaginan un "levantamiento" bajando? Así andamos de mal.

Nada funciona aquí. Ni la ley del talión ni la ley de Cristo. La primera, porque el Estado no la aplica ni la deja aplicar: ni raja ni presta el hacha como mi difunta mamá. La segunda, porque es intrínsecamente perversa. Cristo es el gran introductor de la impunidad y el desorden de este mundo. Cuando tú vuelves en Colombia la otra mejilla, de un segundo trancazo te acaban de desprender la retina. Y una vez que no ves, te cascan de una puñalada en el corazón.

En nuestro Hospital San Vicente de Paúl, en la sala de urgencias que llaman "la policlínica", siempre atestada, un pabellón de guerra en nuestra paz, son expertos en coser corazones: con cualquier hilo corriente de atar tamales los cosen y tan bien que vuelven a latir y a suspirar y a sentir el odio. Como aquí el que vive se venga, los que te cascaron se meten al hospital y te rematan saliendo de la operación exitosa: de cuatro o cinco o veinte tiros en el coconut a ver si los médicos antioqueños son tan buenos neurocirujanos como cardiólogos. Después van saliendo muy tranquilos, muy campantes, guardando el tote, a fumarse un "varillo" o a meter basuco. Un "varillo" es un simple cigarrillo de marihuana, y el basuco ya lo expliqué.

Curitas salesianos apologéticos, eminentísimos, profundísimos señores: ¿Que mis críticas son superficiales, triviales? Pues para mí, mula que pisa firme y no da traspié porque calcula paso por paso antes de ir a meter la pata, toda religión es insensata. Si uno las considera así, desde el punto de vista del sentido común, de la sensatez, se hace evidente la maldad, o en su defecto la inconsubstancialidad, de Dios, para decirlo con una palabreja escurridiza como un conejo que me saco de la manga de mi toga de prestidigitador escolástico para designar su no existencia.

¡Claro que no existe! Pongo mis cinco sentidos alerta más la antena del televisor a ver si lo capto, pero no, nada, todo borroso. Lo único que existe es lo que veo: un conejo. Y el conejo se va… En cuanto a Cristo, ¡cómo se va a realizar Dios, que es necesario, por los caminos contingentes, concretos, de un hombre! Y rabioso. Me gustaría ver a ése funcionando en Medellín, tratando de sacar a fuete a los mercaderes del centro; no alcanza a llegar vivo a la cruz: se lo despachan antes de una puñalada con todo y fuete. ¿Rabieticas aquí?