38777.fb2 La Virgen De Los Sicarios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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"Tened fe y veréis qué cosa son los milagros", dijo San Juan Bosco y en efecto, la iglesia de La América estaba abierta. Entré, y en el primer altar, el del Señor Caído, arrodillándome, le pedí al Todopoderoso que puesto que no me mandaba la muerte me devolviera a Alexis. A Él, que todo lo sabe, lo ve, lo puede. Desde el altar mayor presidiendo la iglesia, de negro, aureolada por los destellos de su pequeño resplandor dorado, la Virgen Dolorosa me miraba. La iglesia estaba desierta. Más vacía que la vida de un sicario que quema los billetes que le sobran en el fogón.

De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Pero no, aquí siguen caminando en sus dos patas por las calles, atestando el centro. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa. Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladrona, asesina y pirómana. Ésa es la obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el oro. Y un alma clerical y tinterilla, oficinesca, fanática del incienso y el papel sellado. Alzados, independizados, traidores al rey, después a todos estos malnacidos les dio por querer ser presidente. Les arde el culo por sentarse en el solio de Bolívar a mandar, a robar. Por eso cuando tumban los sicarios a uno de esos candidatos al susodicho de un avión o una tarima, a mí me tintinea de dicha el corazón.

Yendo por la carrera Palacé entre los saltapatrases, los simios bípedos, pensando en Alexis, llorando por él, me tropecé con un muchacho. Nos saludamos creyendo que nos conocíamos. ¿Pero de dónde? ¿Del apartamento de los relojes? No. ¿De la televisión? Tampoco. Ni él ni yo habíamos salido nunca en la televisión, o sea que prácticamente ni existíamos. Le pregunté que para dónde iba y me contestó que para ninguna parte. Como yo tampoco, bien podíamos seguir juntos sin interferimos.

Tomando hacia ninguna parte por la calle Maracaibo desembocamos en Junín. Al pasar por el Salón Versalles recordé que llevaba días sin comer y le pregunté al muchacho si había almorzado. Me contestó que sí, que antier. Entonces invité a almorzar al faquir.

Mientras almorzábamos los dos faquires le pregunté su nombre: ¿Se llamaba Tayson Alexander acaso, para variar? Que no. ¿Y Yeison? Tampoco. ¿Y Wílfer? Tampoco. ¿Y Wílmar? Se río. ¿Que cómo lo había adivinado? Pero no lo había adivinado, simplemente eran los nombres en voga de los que tenían su edad y aún seguían vivos. Le pedí que anotara, en una servilleta de papel, lo que esperaba de esta vida. Con su letra arrevesada y mi bolígrafo escribió: Que quería unos tenis marca Reebock y unos jeans Paco Ravanne. Camisas Ocean Pacific y ropa interior Kelvin Klein. Una moto Honda, un jeep Mazda, un equipo de sonido láser y una nevera para la mamá: uno de esos refrigeradores enormes marca Whirpool que soltaban chorros de cubitos de hielo abriéndoles simplemente una llave… Caritativamente le expliqué que la ropa más le quitaba que le ponía a su belleza. Que la moto le daba status de sicario y el jeep de narcotraficante o mafioso, gentuza inmunda. Y el equipo de sonido ¿para qué? ¡Para qué más ruido afuera con el que llevábamos adentro! ¿Y para qué una nevera si no iban a tener qué meter en ella? ¿Aire? ¿Un cadáver? Que se tomara su sopita y se olvidara de ilusos sueños…

Se rió y me dijo que anotara a mi vez, por el reverso de la servilleta, lo que yo esperaba de esta vida. Iba a escribir "nada" pero se me fue escribiendo su nombre. Cuando lo leyó se rió y alzó los hombros, gesto que prometía todo y nada. Le pregunté si se le ponía tilde a "Wílmar" y me contestó que daba igual, que como yo quisiera. "Entonces digamos que sí".

Dejando el Salón Versalles que de Versalles no tiene un aplique, un carajo, tomando por Junín abajo rumbo a ninguna parte se soltó a llover. Estábamos frente a la iglesia de San Antonio, que no conocía. ¿O sí? ¿No la había visto pues en sueños con Alexis vuelta un cementerio en brumas? Le dije a Alexis, perdón, a Wílmar que entráramos.

La iglesia tiene dos entradas: una por la fachada de la cúpula, otra por la de las torres. Por la de la cúpula entramos. Subiendo por la escalinata del pórtico, bajo unas bóvedas góticas, antes de entrar uno a la iglesia ve a la derecha una inmensa cripta de osarios. Susurros de almas en pena rasgaban las brumas del tiempo eterno. ¡Claro, ése era el cementerio de mi delirio! Pasamos a la iglesia y miré hacia arriba, y por primera vez vi desde adentro la alta cúpula que había visto desde afuera mi vida entera dominando el centro de Medellín.

A todo se le llegaba pues su día, su muerte. Los engranajes del destino girando inexorables me habían traído, con el engaño de la lluvia, a la iglesia de San Antonio de Padua, la de los locos. Y no lo digo por mí que sé dónde estoy parado, lo digo por ellos, sus dueños, los mendigos locos que duermen afuera bajo ese puente cercano que es un cruce de vías elevadas y que vienen al amanecer, cuando arrecia el frío, a la primera misa y a pedirle a Dios, por el amor que le tenga a San Antonio, un poquito de calor, de compasión, de basuco.

Adentro un Cristo pendía de la alta cúpula, suspendido en el aire sobre las miserias humanas y los avatares del tiempo. Como escapados de una pintura medieval, unos frailes franciscanos cruzaron furtivamente por la iglesia y la realidad delirante.

Cuando Wílmar y yo salimos, por el pórtico de las torres, pensé que íbamos a hundirnos en un mar de bruma pero no, el día estaba claro, recién bañado por la lluvia. "Domus Dei Porta Coeli" leí bajo el reloj detenido, en la fachada de las torres. Bajé los ojos y vi la casa cural, contigua a la iglesia: una vieja casona del Medellín de antes, de dos plantas, con alero. Con un alero caritativo para las lluvias de ayer, de hoy y siempre.

De muchacho mi superstición me decía que el día que entrara a la iglesia de San Antonio ése iba a ser el último mío. ¡Qué va! Aquí sigo vivo. De haberme muerto además mi superstición no habría podido reprocharme: "Te lo advertí, te lo dije". Los muertos no ven ni oyen ni entienden, y les importa un carajo lo que les advirtieron o no.

"¡Cómo! -exclamó Wílmar al conocer mi apartamento-. ¡Aquí no hay televisión ni un equipo de sonido!" ¿Cómo podía vivir yo sin música? Le expliqué que me estaba entrenando para el silencio de la tumba. "¿Y el teléfono? ¿Desconectado?" "Aja, y el agua y la luz también, tampoco por lo general funcionan. Cuando más las necesito se van". Eran las leyes de Murphy, niño, las más seguras, que estipulaban que: Que lo único seguro de esta vida son cada mes sin faltar las cuentas de la luz, el agua y el teléfono.

Entonces, arrodillado en el piso, con un cuchillo de la cocina a falta de destornillador, Wílmar lo reconectó. No bien lo reconectó y sonó el maldito. Me precipité sobre el aparato monstruoso, alarmado de que alguien me pudiera llamar. ¿Quién? Nadie, un idiota equivocado preguntando si aquí compraban higuerillo. Le contesté que sí. Y él: ¿Que a cómo lo estaba pagando? Y yo: ¿Que a cómo lo estaba vendiendo? Que a tanto el bulto. Le ofrecí la mitad. Y yo subiendo de a poquito y él de a poquito bajando nos encontramos en el camino y le compré veinte bultos. ¿Que adonde me los mandaba? Pues a mi depósito, adonde me estaba hablando, en la Central de Abastos; que preguntara por fulanito de tal. Y le di el nombre del ministro de Hacienda. Me prometió que a primera hora, sin faltar, me llevaba los veinte bultos en un camión contratado. Colgó y colgué. Wílmar, que no entendía, me preguntó que para qué era el higuerillo. Le contesté que para hacer aceite. Se quedó convencido de que yo tenía una fábrica de aceite de higuerillo.

Vuelvo y repito: no hay que contar plata delante del pobre. Por eso no les pienso contar lo que esa noche antes de dormirnos pasó. Básteles saber dos cosas: Que su desnuda belleza se realzaba por el escapulario de la Virgen que le colgaba del pecho. Y que al desvertirse se le cayó un revólver. "¿Y ese revólver para qué?" le pregunté yo de ingenuo. Que para lo que se ofreciera. Pues sí, pregunta tonta la mía, un revólver es para lo que se pueda ofrecer. Y abrazado a mi ángel de la guarda me dormí, no sin que antes de que me desconectara el sueño me entrara el futurismo, el fatalismo y me diera por pensar en los titulares amarillistas del día de mañana: "Gramático Ilustre Asesinado por su Ángel de la Guarda", en letras rojas enormes, que se salían de la primera plana. Luego, recapacitando, me dije que los dos periódicos de Medellín eran serios, no como los pasquines sensacionalistas de Bogotá. La página roja, incluso, la habían reducido en los últimos tiempos a una columnita. ¿Sería que hablar en Medellín de asesinados era como decir en época de lluvias "¡Aguaceros Torrenciales!" o en verano "Nos estamos asando del calor"? ¿Dar como noticia lo obvio? No, era que todavía nos quedaba un poquito de dignidad, de decencia. Y tuve fe en el futuro, en el ajeno, porque el mío, como bien lo sabía desde muchacho, se acababa ahí, el día que conocí la iglesia de San Antonio. Y con esta nota de desolado optimismo me dormí.

Amaneció martes y yo vivo y él abrazado a mí y radiante la mañana. "¿Qué día es?" me preguntó abriendo los ojos el ángel. "Martes", le contesté. De él fue entonces la idea de que fuéramos a Sabaneta adonde María Auxiliadora. "¿A qué vas? -le pregunté-. ¿A dar gracias, o a pedir?" Que a ambas cosas. Los pobres son así: agradecen para poder seguir pidiendo.

Encontré a Sabaneta más bien fría de fieles, desangelada. La plaza desahogada, sin congestionamientos de buses ni atropellamientos de peregrinos. Y los puestos de estampitas y reliquias de María Auxiliadora sin un cliente. ¿Qué pasó? ¿Sería que esta raza novelera desertó también de la Virgen? ¿Por el fútbol? ¿Y que ya no creía más que en los milagros de sus propias patas?

Entramos a la iglesia: semidesierta, con unos cuantos viejos y viejas de poca monta y ni un sicario. ¡Carajo, también esto se acabó, como todo! Y me arrodillé ante la Virgen y le dije: " Virgencita mía, María Auxiliadora que te he querido desde mi infancia: cuando estos hijos de puta te abandonen y te den la espalda y no vuelvan más, cuenta conmigo, aquí me tienes. Mientras viva volveré". ¿De qué le estaría dando gracias Alexis, perdón, Wílmar a la Virgen? ¿Qué le estaría pidiendo? ¿Ropas, bienes, antojos, miniUzis? Decidí hacerlo feliz ese día y darle en nombre de ella lo que quisiera.

Salimos de Sabaneta por la vieja carretera de mi infancia caminando, y caminando, caminando, conversando como en mis felices tiempos, Wílmar me preguntó que por qué si tenía una fábrica tenía que andar a pie como pobre, sin carro. Le expliqué que para mí el mayor insulto era que me robaran, y que por eso no tenía carro: que prefería mil veces seguir andando a vivir cuidándolo. En cuanto a la fábrica, ¿de dónde sacó tan peregrina idea? ¿Darles yo trabajo a los pobres? Jamás! Que se lo diera la madre que los parió. El obrero es un explotador de sus patrones, un abusivo, la clase ociosa, haragana. Que uno haga la fuerza es lo que quieren, que importe máquinas, que pague impuestos, que apague incendios mientras ellos, los explotados, se rascan las pelotas o se declaren en huelga en tanto salen a vacaciones.

Jamás he visto a uno de esos zánganos trabajar; se la pasan el día entero jugando fútbol u oyendo fútbol por el radio, o leyendo en las mañanas las noticias de lo mismo en El Colombiano. Ah, y armándome sindicatos. Y cuando llegan a sus casas los malnacidos rendidos, fundidos, extenuados "del trabajo", pues a la cópula: a empanzurrar a sus mujeres de hijos y a sus hijos de lombrices y aire. ¿Yo explotar a los pobres? ¡Con dinamita! Mi fórmula para acabar con la lucha de clases es fumigar esta roña. ¡Obreritos a mí!

Pero cuando la cara se me encendía de la ira pasamos por Bombay, la "bomba de gasolina" de mi infancia, que era a la vez cantina, y los recuerdos empezaron a vendarme suavecito, como una brisa con rocío, refrescante, bienhechora, y me apagaron el incendio de la indignación. ¡La bomba de Bombay, qué maravilla! Era un simple surtidor de gasolina afuera y adentro una cantina, ¡pero qué cantina! Allí en las noches alborotadas de cocuyos y chapolas, a la luz de una Cóleman, encendidos por el aguardiente y la pasión política se mataban los conservadores con los liberales a machete por las ideas.

Cuáles ideas nunca supe, ¡pero qué maravilla! Y la nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado me iba suavizando el ceño. Y por sobre las ruinas del Bombay presente, el casco de lo que fue, en una nube desflecada, rompiendo un cielo brumoso, me iba retrocediendo a mi infancia hasta que volvía a ser niño y a salir el sol, y me veía abajo por esa carretera una tarde, corriendo con mis hermanos. Y felices, inconscientes, despilfarrando el chorro de nuestras vidas pasábamos frente a Bombay persiguiendo un globo. Con su aguja gruesa una vitrola en la cantina tocaba un disco rayado: "Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó, por el mundo yo voy penando. Amorcito quién te arrullará, pobrecito que perdió su nido, sin hallar abrigo muy sólito va. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando…" Y los ojos se me encharcaban de lágrimas mientras dejando atrás a Bombay, para siempre, volvía a sonar a tumbos, en mi corazón rayado, ese "Senderito de Amor" que oí de niño en esa cantina por primera vez esa tarde. Y qué hace sin embargo que volvía con Alexis por esta misma carretera, agotándose instante por instante en la desesperanza nuestro imposible amor…

Wílmar no lo podía entender, no lo podía creer. Que alguien llorara porque el tiempo pasa… "¡Al diablo con la bomba de Bombay y los recuerdos! -me dije secándome las lágrimas-. ¡Nada de nostalgias! Que venga lo que venga, lo que sea, aunque sea el matadero del presente. ¡Todo menos volver atrás!"

Unas cuadras después pasamos frente a Santa Anita, la finca de mi infancia, de mis abuelos, de la que no quedaba nada. Nada pero nada nada: ni la casa ni la barranca donde se alzaba. Habían cortado a pico la barranca y construido en el hueco una dizque urbanización milagro: casitas y casitas y casitas para los hijueputas pobres, para que parieran más.

De regreso a Medellín le compré a Wílmar los famosos tenis y la dotación completa de símbolos sexuales: jeans, camisas, camisetas, cachuchas, calcetines, trusas y hasta suéteres y chaquetas para los fríos glaciales del trópico. De pantalón en pantalón, de camisa en camisa, de tienda en tienda recorriéndonos todos los centros comerciales con resignación y constancia (resignación mía y constancia suya) fuimos encontrando poco a poco, exactísimamente, lo que él quería. Los muchachos son tan vanidosos como las mujeres y más insaciables de ropa. Y de un tiempo a esta parte les ha dado por ponerse en el lóbulo de una oreja (pero no sé si en el de la derecha o en el de la izquierda) un arete. Que por qué no me compraba yo algo. Le dije que por cuestión de principios no despilfarraba plata en ropa para mí, que yo ya no tenía remedio. Que con el traje negro que mantenía en un closet planchado me bastaba para los entierros.

Ni me oyó. Iba y venía por los pasillos como enajenado buscando trapos entre trapos. Haga de cuenta usted un gato revolviendo en un cofre mágico y sacando de entre sus sorpresas la felicidad. Mensaje al presidente y al gobierno: El Estado debe concientizarse más y comprarles ropa a los muchachos con el fin de que ya no piensen tanto en procrear ni en matar. Las canchas de fútbol no bastan.

Con la ropa nueva de Wílmar mis tres míseros closets vacíos quedaron atestados, atiborrados, y mi pobre traje negro relegado, arrinconado, apabullado por tanto color vistoso. De inmediato Wílmar quiso salir al centro a estrenar. Más me valiera no haber salido, no haber nacido porque volvimos a lo de Alexis. Iba un hombre por Junín detrás de mí silbando. Detesto pero detesto que la gente silbe. No lo tolero. Lo considero una afrenta personal, un insulto mayor incluso que un radio prendido en un taxi. ¿Que el hombre inmundo silbe usurpando el sagrado lenguaje de los pájaros? Jamás! Yo soy un protector de los derechos de los animales. Y así se lo comenté a Wílmar, disminuyendo el paso para que el hombre nos pasara y se fuera.

¡Quién me mandó abrir la boca! Adelantándosele a su vez al asqueroso, Wílmar sacó el revólver y le propinó un frutazo en el corazón. El hombrecerdo con vocación de pájaro se desplomó dando su último silbo, desinflándose, en tanto Wílmar se perdía por entre el gentío.

Como al difuntico al caer se le abrió la camisa, se le despanzurró la barriga; y así pude ver que llevaba bajo el cinturón un revólver. Jua! Le iba a servir en la otra vida para matar cuanto sus puercos pies para caminar. Los muertos no matan ni caminan: caen en caída libre rumbo a los infiernos como una piedra roma.

Con la conciencia tranquila del que va a misa seguí mi camino, pero empecé a sospechar que lo conocía. ¿De dónde? ¿Quién podía ser? Y que se me enciende el foco. ¡Era el que había visto atracando en San Juan meses antes, el que mató al muchacho por robarle el carro! Bendito seas Satanás que a falta de Dios, que no se ocupa, viniste a enderezar los entuertos de este mundo.

Me devolví a constatar la identidad del caído, pero me fue imposible llegar: el cerco de curiosos, festivo, jubiloso, se había acabado de cerrar, y no había arrimadero ni para un inspector de policía que viniera a levantar un cadáver. Cuadras adelante me encontré con Wílmar y estaba radiante, jubiloso, riéndose de felicidad, de dicha. Con una dicha que le chispeaba en sus ojos verdes. Mi niño era el enviado de Satanás que había venido a poner orden en este mundo con el que Dios no puede. A Dios, como al doctor Frankenstein su monstruo, el hombre se le fue de las manos.

Aquí no hay inocentes, todos son culpables. Que la ignorancia, que la miseria, que hay que tratar de entender… Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito. ¿Y los derechos humanos? ¡Qué "derechos humanos" ni qué carajos! Ésas son alcahueterías, libertinaje, celestinaje. A ver, razonemos: si aquí abajo no hay culpables, ¿entonces qué, los delitos se cometieron solos? Como los delitos no se cometen solos y aquí abajo no hay culpables, entonces el culpable será el de Allá Arriba, el Irresponsable que les dio el libre albedrío a estos criminales. ¿Pero a Ése quién me lo castiga? ¿Me lo castiga usted? Mire parcero, a mí no me vengan con cuentos que yo ya no quiero entender. Con todo lo que he vivido, visto, "a la final" como bien dice usted, se me ha acabado dañando el corazón. ¡Derechitos humanos a mí! Juicio sumario y al fusiladero y del fusiladero al pudridero. El Estado está para reprimir y dar bala. Lo demás son demagogias, democracias. No más libertad de hablar, de pensar, de obrar, de ir de un lado a otro atestando buses, ¡carajo!

Íbamos en uno de esos buses atestados en el calor infernal del medio día y oyendo vallenatos a todo taco. Y como si fueran poco el calor y el radio, una señora con dos niños en pleno libertinaje: uno, de teta, en su más enfurecido berrinche, cagado sensu stricto de la ira. Y el hermanito brincando, manotiando, jodiendo. ¿Y la mamá? Ella en la luna, como si nada, poniendo cara de Mona Lisa la delincuente, la desgraciada, convencida de que la maternidad es sagrada, en vez de aterrizar a meter en cintura a sus dos engendros. ¿No se les hace demasiada desconsideración para con el resto de los pasajeros, una verdadera falta de caridad cristiana? ¿Por qué berrea el bebé, señora? ¿Por estar vivo? Yo también lo estoy y me tengo que aguantar. Pero hasta cierto punto, porque si bien es cierto que en esta vida abusan del inocente, también es cierto que siempre habrá una gota que llenó la taza. Y con la taza llena hasta el tope, rebosada hasta el rebose, he aquí que en Wílmar encarna el Rey Herodes. Y que saca el Santo Rey el tote y truena tres veces. ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Una para la mamá, y dos para sus dos redrojos. Una pepita para la mamá en su corazón de madre, y dos para sus angelitos en sus corazoncitos tiernos.

Si hace dos mil años se le escapó a Egipto el impostor éstos no, ya el Santo Rey estaba curado de engaños. "¡Y no se muevan, hijueputas, ni vayan a mirar porque los mato!" La frase era la misma, exactísima, que había oído tiempo atrás en un asalto, de suerte que nadie tuvo que decirla esta vez en el bus, se fue diciendo sola por el aire.

Como el chofer se tardó unos segundos más de la cuenta en abrirnos la puerta, cuando la acabó de abrir, también, piró: difuntico. ¡Y quedaban dos chumbimbas en el tote para el que no le gustó la cosa! El radio, sin dueño, siguió cantando por él, en su memoria, los vallenatos, que aquí se están volviendo ritmo de muertos.

Esta sociedad permisiva y alcahueta les ha hecho creer a los niños que son los reyes de este mundo y que nacieron con todos los derechos. Inmenso error. No hay más rey que el rey ya dicho y nadie nace con derechos. El pleno derecho a existir sólo lo pueden tener los viejos. Los niños tienen que probar primero que lo merecen: sobreviviendo.

Cuentan que poco antes de mi regreso a Medellín pasó por esta ciudad destornillada un loco que iba inyectando en los buses cianuro a cuanta perra humana embarazada encontraba y a sus retoños. ¿Un loco? ¿Llamáis "loco" a un santo? ¡Desventurados! Dejádmelo conocer para darle más de lo dicho y un diploma al mérito que lo acredite como miembro activo de la Orden del Santo Rey. Ah, y una buena provisión de jeringas desechables, no se le vayan a infectar sus pacientes.

¿Y la policía? ¿No hay policía en el país de los hechos? Claro que la hay: son "la poli", "los tombos", "la tomba", "la ley", "los polochos", "los verdes hijueputas". Son los invisibles, los que cuando los necesitas no se ven, más transparentes que un vaso. Pero el día en que se corporicen, que les rebote la luz en sus cuerpos verdes, ay parcero, a correr que te van a atracar, a cascar, a mandar para el otro toldo. Un japonesito que vino a industrializar a Colombia murió así, sin poderlo creer.

Otro muerto en un bus: un mendigo alzado. Uno de esos basuqueros soliviantados por Amnistía Internacional, la Iglesia católica y el comunismo más los Derechos Humanos, que se la pasan el día entero fumando basuco y pidiendo, exigiendo, con un garrote en la mano: "Que déme tanto, jefe, que hoy no he desayunado. Tengo hambre". "Que te la quite tu madre que te parió", les contesto yo. O el cura papa que es tan buen defensor de la pobrería y la proliferación de la roña humana. ¡Mendiguitos a mí, caridad cristiana! Odiando al rico; pero eso sí, empeñados en seguir de pobres y pariendo más… ¡Por qué no especuláis en la bolsa, faltos de imaginación, desventurados! O montáis una corporación financiera y os vais a Suiza a depositar y a la Riviera a gastar. ¡O qué! ¿Creéis que el mundo se acabó en Medellín y que todo es sancocho? Bobitos, el mundo sigue y sigue, se va redondiando, dando la vuelta hacia las antípodas hasta que llegas, por la parte de abajo de la naranja, en jet propio o primera clase a la Cote d'Azur, donde hay salmón, caviar, páté de foie, y putas de a quinientos dólares que no habéis olido en vuestras míseras vidas.

Bueno, sin más preámbulos se subió uno de estos asquerosos al bus con su garrote y se pronunció tamaño discurso de cuatro cuadras para informarnos que: Que como él era tan buen cristiano y no tenía trabajo, que prefería pedir a andar robando o matando. Y arrancó de puesto en puesto blandiendo su garrote perentorio, recogiendo su cuota. Para que acabara como dijo, como buen cristiano. Cuando llegó a nosotros Wílmar desenfundó su rayo de las tinieblas y le aplicó de limosna su pepita de eternidad en el corazón, no se le fuera éste a dañar el día menos pensado y le diera por robarnos y matarnos… Y curado de basucos y miserias, manu militari, nemine discrepante, minima de malis, entró el pobre, el pobre pobre en el reino del silencio donde reina la más elocuente, la que no habla, ni en español ni en latín ni en nada, la Parca.

Basuqueros, buseros, mendigos, policías, ladrones, médicos y abogados, evangélicos y católicos, niños y niñas, hombres y mujeres, públicas y privadas, de todo probó el Ángel, todos fueron cayendo fulminados por la su mano bendita, por la su espada de fuego. Con decirles que hasta curas, que son especie en extinción.

Se quería seguir con el presidente… "Muchachito atolondrado, niño tonto, ¿no ves que este zángano está más protegido que ni que fuera la reina de las abejas? Déjalo que salga". Pobres de este mundo, por Dios, por la Virgen, por caridad cristiana, abrid los ojos, razonad: Si se cruzan una pareja de enanos ¿qué pasa? Que tienen el cincuenta por ciento de probabilidades, fifty fifty, de que sus hijos les salgan como ellos, midiendo uno veinte. ¡Uno de cada dos hijos les nacerá con el gen de la acondroplasia, enano! Pues una cosa sí os digo, desventurados: que el gen de la pobreza es peor, más penetrante: nueve mil novecientos noventa y nueve de diezmil se lo transmiten, indefectiblemente, a su prole. ¿Estáis de acuerdo en heredarles semejante mal a vuestros propios hijos? Por razones genéticas el pobre no tiene derecho a reproducirse. ¡Ricos del mundo, uníos! Más. O la avalancha de la pobrería os va a tapar.

D'iái, del bus, nos seguimos pal barrio de Boston a que conociera Wílmar la casa donde nací. La casa estaba igual y el barrio igual, tal como los había dejado hacía tantísimos años, como si una mano milagrosa los hubiera preservado, bajo campana de cristal, de los estragos de Cronos. Sólo que lo que no cambia está muerto… "Mira niño, en esta casa, en este cuarto de esta ventana que da a la calle, una noche despejada, estrellada, promisoria, mentirosa, nací yo". Y ahí mismo me quiero morir para redondiar el epitafio, que en mayúsculas latinas ha de decir así, en aposición a mi nombre y a este lado de la puerta: "Vir clarisimus, grammaticus conspicuus, philologus illustrisimus, quoque pius, placatus, politus, plagosus, fraternus, placidus, unum et idem e pluribus unum, summum jus, hic natus atque mortuus est. Anno Domini tal…" Y ahí ponen el año de instalación de la placa, no los de mi nacimiento y muerte porque soy partidario de no meter a la eternidad en cintura entre fechas, como en camisa de fuerza. No. Déjenla que fluya sola, que ella sola se irá pasando sin darse cuenta. Calle del Perú, barrio de Boston, ciudad de Medellín, departamento de Antioquia, República de Colombia, planeta Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea y todas las galaxias, en la casa donde nací contra mi voluntad pero donde me pienso morir por mano propia.

Después llevé a Wílmar a conocer la iglesia salesiana del Sufragio donde me bautizaron, y salvo el bautisterio todo estaba igual, sin cambios. El bautisterio, no sé por qué, lo habían eliminado, sellado con un muro de cemento ciego. Mejor. Cuando uno se arrimaba ahí soplaba un chiflón de eternidad, un como vientecito frío, siniestro. Luego le fui explicando a Wílmar, que era un ignorante en religión, los pasajes del Viejo y del Nuevo Testamento que estaban escenificados en el techo. Y bajando la mirada: "¿Ves ese santo que se sonríe ahí, con sonrisita de falsía atroz? Ése es Juan Bosco, corruptor de menores. Yo me le conozco su trayectoria". Y le conté cómo instalaron la estatua actual en reemplazo de la vieja, que se descabezó cuando volvíamos de una procesión en carroza.

La historia sólo yo la sé y nadie más en este mundo. Regresábamos a la iglesia del Sufragio, nuestro punto de partida, manejando el cabrón chofer a toda verraca nuestra carroza cuando ¡pum!, que se enreda en un cable de la luz la estatua, se suelta de su base, y pasando por sobre mi cabeza, rozándome, a punto de matarme, va a dar en vuelo libre contra el pavimento de la calle a romperse la suya. Quedó el santo hecho un lamento, un Nazareno, desastillado, descabezado, como para sacarlo del santoral (porque santo que no es capaz de protegerse a sí mismo ¡qué nos va a proteger a nosotros!).

Esa mañana habíamos desfilado por el centro de Medellín en la procesión del Corpus Christi. Lentamente, pausadamente, a vuelta solemne de rueda, había avanzado nuestra carroza por entre la multitud admirada, incrédula, que se negaba a creer lo que veían sus ojos, que se pudiera dar tanta majestad concentrada en este mundo. En nuestro cuadro pío, inmóvil aunque semoviente, que se deslizaba etéreo por entre las nubes, como navegando sobre un mar de cabezas humanas, yo hacía de misionero salesiano. ¿Me imaginan ustedes a mí, de ocho años, mintiendo así?

Cuánto tiempo no ha pasado y aún no olvido esa mañana en que el delincuente de Juan Bosco me quiso matar. Reconozco, eso sí, que el santo que se descabezó, con todo y lo ñato que era, se veía menos mal que el que entronizaron en su lugar, en su altar, con perfiladita nariz aguileña, griega, y sonrisita marica, falsa, pérfida. Y mientras salía con Wílmar de la iglesia, por asociación de narices se me vino a la memoria ese detective criminal que andaba por Junín persiguiendo maricas y que le decían El Ñato. ¡Cuánto hace que se murió, que lo mataron, también! En el cruce de Maracaibo con la que es hoy Avenida Oriental, disparándole desde una moto…

"Mira Wílmar, fíjate ahora que lleguemos a la estatua, que tiene en el pedestal, entre los leones, el mármol rajado". Y efectivamente, el mármol del pedestal de la estatua de Córdoba del parque de Boston seguía rajado donde indiqué, desde hacía años y para toda la eternidad. Y es que mármol quebrado no se junta, como no se puede reinstalar en su cáscara un huevo frito. "Ese mármol, de una pedrada, yo lo quebré". Y no había tampoco vidrio de casa que resistiera una andanada nuestra de piedras y de maldad. La niñez es como la pobreza, dañina, mala.

Entonces, cuando estábamos en estos razonamientos profundos, que se nos aparece ¿saben quién? ¡El Difunto! "Difuntico, ¿tú por aquí? ¡Qué milagro! ¡Y fuera de tus dominios, en mi barrio de Boston! Yo te hacía ya muerto". Que no, que andaba de vacaciones en La Costa. Que el que sí se murió, esta mañana, fue El Ñato. "¿Cuál Ñato?" "Pues el tira de Junín, que detestaba a los maricas". Que en el cruce de Maracaibo con la Avenida Oriental, desde una moto unos sicarios lo quebraron. "¡No puede ser! -exclamé asombrado-. Al Ñato sí lo mataron, y ahí, en ese mismo punto del espacio, pero hace treinta años, cuando ni siquiera habían abierto la Avenida Oriental, que era una calle estrecha. Más aún: él fue de los con que inauguraron esta modalidad de disparar desde una moto. Fue el pionero". Que no, que ése sería otro, que el que él decía lo acababan de matar donde dijo, esta mañana. Que fuera al entierro a ver si no era cierto. Y me dio la dirección de la casa donde lo iban a velar. Le dije que pensaba ir por la tarde, pero que aparte de eso ¿qué más? ¿No irían a venir enseguida también, por nosotros, los de la moto? Que no, que por hoy no me preocupara.

Me despedí de El Difunto reconfortado por sus palabras aunque a la vez inquieto por la perspectiva insidiosa de que al Ñato, y en general al ser humano (pues a juzgar por su maldad sin duda era eso), lo pudieran matar dos veces. ¿Podía eso ser? Por la preocupación se me olvidó preguntarle al Difunto por sus vacaciones en La Costa. ¿Vacaciones de qué?