38777.fb2 La Virgen De Los Sicarios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Irreconocible, espléndido como a veces me gusta aparecer, salí esa tarde con Wílmar de mi apartamento como el rey Felipe, todo de negro hasta los pies vestido. Wílmar no daba crédito a sus ojos. Nunca estuvo más orgulloso de este su servidor con que andaba. ¿Los mendigos? Ni se atrevían a pedir. Se abrían en abanico para darnos paso. ¡Qué tipazo! Con decirles que el taxista cuando nos subimos al taxi apagó instintivamente el radio. ¿Que adonde deseaba ir el señor doctor?

Le di la dirección que me dio El Difunto: a la falda tal de Manrique Oriental. "Falda" llaman en esta ciudad insensata a una subida, a una calle en pendiente. ¡Díganme si están o no están de atar! Falda, hasta donde yo entiendo, es la de las mujeres, corta o larga, larga o corta, ¿pero una subida? En fin, que ahí vamos por Manrique que es un barrio cuesta arriba como esta vida, una pared parada, buscando entre sus faldas esa falda.

En Manrique (y lo digo por mis lectores japoneses y servocróatas) es donde se acaba Medellín y donde empiezan las comunas o viceversa. Es como quien dice la puerta del infierno aunque no se sepa si es de entrada o de salida, si el infierno es el que está p'allá o el que está p'acá, subiendo o bajando. Subiendo o bajando, de todos modos la Muerte, mi comadre, anda por esas faldas entregada a su trabajo sin ponerle mala cara a nadie. Es como yo, su ahijado, que carezco de reparos idiomáticos. Todo me gusta.

Llegamos a la casa del Ñato, y puesto que la puerta estaba abierta entramos, sin llamar. El ataúd lo tenían instalado en el corredor para que se pudieran explayar más a gusto los dolientes por el patio. Instalada entre cirios la caja negra, y un Cristo doliente enfrente. Un rumor sordo de rezos nos recibió, con olor a pabilos chamuscados. Eran los cirios quemándose, preludio efímero de la eternidad. Recibían las condolencias las dos hermanas del muerto, unas señoritas ancianas muy dignas, muy respetables, cosa que jamás hubiera sospechado yo en tratándose de quien se murió. Bueno, "se" murió aquí no me gusta, lo quito: lo murieron.

Ante el asombro unánime, la expectativa general, me acerqué a darles el pésame. "¿Quién sería ese señor de negro con esa pinta, con ese porte, con esa dignidad?" se preguntaban todos. Yo. Yo era. Y el que dice "yo" habló: "Somos nada, señoritas, briznas en el huracán, pavesas, un espartillo en las manos del Creador -(un "espartillo" es una especie de yerba seca)-. Que El que Todo lo Puede lo haya acogido en su seno". Me agradecieron con dignidad sobria, sin aspavientos, sin alharacas. Entonces les pedí, en nombre de la amistad que me había ligado en vida al difunto, y del cariño que por él sentí (mentiras, mentiras, mentiras), que me lo dejaran ver por última vez.

Con breve gesto de cabeza asintieron y me acerqué al ataúd. Lo abrí. Y en efecto, era El Ñato, el mismo hijueputa. Las bolsas bajo los ojos, la nariz ñata, el bigotico a lo Hitler… Igualito. Era porque era. Pero si habían pasado treinta años, ¿cómo podía seguir igual? Ahí les dejo, para que lo piensen, el problemita.

Al levantar mi cabeza del muerto y apartarme ligeramente del ataúd, dos loras que había en una percha lo vieron. Y que lo ven y se sueltan: "¡Hijueputa! -le gritaban-. ¡Malparido! ¡Marica!", y se la remachaban con sus lenguas gruesas. Y un rosario de insultos, una andanada pero de vulgaridades tales que no las puedo repetir aquí por pudor de idioma. Una de las dos señoritas viejas se acercó entonces a la caja, y discretamente le bajó la tapa. Y santo remedio, dejaron de verlo las loras y el chaparrón de insultos escampó.

Salí de esa casa con Wílmar y la mente confusa. Una de dos: O el que tuve ante mis ojos no era mi Ñato, o la Muerte de ociosa se había puesto a repasar a sus muertos. Pero si no era el Ñato de mi juventud, ¿por qué era idéntico? ¿Y por qué lo mataron igual, y en el mismo sitio y a la misma hora? ¿No sería que la realidad en Medellín se enloqueció y se estaba repitiendo? Ahora bien, si el Ñato que tuve enfrente era mi Ñato, ¿cómo le podían decir "marica" las loras a semejante foboloca? ¿No sería pura inquina de ellas, una calumnia postmortem? No, los animales no mienten ni odian. No conocen el odio ni la mentira, que son inventos exclusivamente humanos, como el radio o la televisión. Y en efecto, nunca se le conoció mujer al difunto. Ni hijos, ni por lo tanto nietos. ¡Pobre Ñato! Haber nacido marica y vivido y muerto sin poder serlo… A pocos les ha ido tan mal en este paseo.

Y ahora viene lo insólito: bajaron por la falda una carroza de funeraria y dos motocicletas dando chumbimba a toda verraca, ametrallando la fachada de la casa del Ñato. ¿Para qué le disparaban si no era una fachada de cartón, si era una fachada de cemento? Las balas no podían pasar rumbo a los deudos del interior… No, es que no era para que pasaran, era por su valor simbólico. Una especie de gesto de afirmación. Y que casi nos cuesta la vida de paso a Wílmar y a mí porque por un pelo no nos llevan, nos arrastran, en su bajada endemoniada el carro fúnebre y sus dos motos. Lo más preocupante de esto es que: Que aquí te disparan desde donde menos lo piensas. ¡Hasta desde un carro de funeraria!

¡Ay Manrique, barriecito viejo, barriecito amado! Se puede decir que ni te conocí. Desde abajo, desde mi niñez te veía, tus casitas como de juguete y tu iglesia gótica. Una iglesia alta, gris, espigada, de un gótico alucinante, estirándose sus dos torres puntudas como queriendo alcanzar el cielo. Las nubes negras, cargadas, pasaban, y al pasar se pinchaban en sus pararrayos y se soltaba la lluvia. ¡Qué aguaceros! La lluvia en Medellín se puede decir que prácticamente nace en Manrique. En ese barrio donde hoy empiezan las comunas pero donde en mi niñez terminaba la ciudad pues más allá no había nada -sólo cerros y cerros y mangas y mangas donde a los niños que se desperdigaban se los chupaba El Chupasangre-

Allá en Manrique tuvo mi abuelo una casa que yo conocí, pero de la que no recuerdo nada. O sí, una sola cosa que se me había borrado de la memoria: su piso de baldosas rojas por las que me ponían a caminar derecho, derechito, siguiendo la línea, la raya que separaba dos hileras de ellas para que después cuando creciera, continuara igual por el resto de mi vida, recto, derecho, siempre derecho como un hombre de bien y que nunca se torciera mi camino. ¡Ay abuelo, abuela!…

Esa historia del Ñato que he contado fue la última cosa bella que viví con Wílmar. Después el destino se nos vino encima como esa carroza fúnebre y sus dos motos, atropellándonos envenenado.

La noche fue siniestra. Lloviendo el cielo alienado la noche entera sin parar. El río Medellín se desbordó y con él sus ciento ochenta quebradas. Las unas, las subterráneas, que habíamos metido en cintura en atanores bajo las calles entubándolas a costa de tanto sudor y peculado, se abrían iracundas sus camisas de fuerza, rompían el pavimento y frenéticas, maniáticas, lunáticas, se salían como locas descamisadas a arrastrar carros y a hacer estragos. Las otras, sus hermanas libres -arroyos risueños en tiempos de cordura, mansas palomas- saltaban ahora vueltas trombas rugientes, endemoniadas, de las montañas, a volcarse sobre nosotros, a inundarnos, a ahogarnos, a desvariarme y hacerme subir la fiebre. Y desventrado el cielo, desbordado el río, desquiciadas las quebradas, se empezaron a alborotar las alcantarillas, a rebosarse, a salir a borbotones, y a subir, a subir, a subir hacia mis balcones el inmenso mar de mierda. Conste. Lo advertí. Que íbamos a acabar en eso.

En eso o en lo que fuera, el día amaneció normal, asesino. Ni rastro de la noche borrascosa. Poniendo cara de inocente la luz del día, hipócrita, mentirosa. Fuimos a comprar el refrigerador para la mamá de Wílmar, y me dio por pasar de regreso por el Versalles dizque a comprar pasteles. Esos pastelitos "de gloria" que hacía mi abuela, y que no se comen ni en la misma Viena.

Se hacen así: se pone la pasta hojaldrada a inflar la noche anterior al sereno bajo cielo estrellado, y al día siguiente simplemente se mete al horno con relleno de dulce de guayaba. No mucho porque, como decía mi abuela, "el dulce empalaga".

Cruzamos el parque, tomamos por Junín y llegamos al Versalles. A la entrada de éste nos tropezamos con La Plaga. "¡Ay Plaguita, qué alegría verte! -exclamé-. Yo ya te hacía muerto… "Que no, que todavía no, que seguía en la racha de suerte. "¿Y tu hijito?" Que ya estaba por nacer, que era cosa de días pero que se había tomado nueve meses. "¿Tanto así? ¡Qué despilfarro! Yo en nueve meses me escribo una ópera…" Wílmar entró a comprar los pasteles y yo me quedé afuera con La Plaga conversando. Entonces me hizo el reproche, que por qué andaba con el que mató a Alexis. "¿Por qué dices eso, niño tonto? -le contesté-. ¿No ves que yo ando con Wílmar y a Alexis lo mató La Laguna Azul?" "Wílmar es La Laguna Azul", respondió.

Por unos segundos se me detuvo el corazón. Cuando volvió a andar ya sabía que tenía que matarlo. Claro que era, claro que sí, claro que lo conocía, eso lo sentí desde el primer momento en que nos tropezamos por Palacé, allí abajo, cerquita de Maracaibo. ¿Que por qué lo llamaban así, con ese apodo tan absurdo? le pregunté por preguntar, por decir algo, por seguir hablando sin pensar, y me contestó que porque se parecía al muchacho de esa película. "Ah… -repliqué-. Nunca la vi. Hace años no voy a cine". Entonces salió el otro con los pasteles y me despedí de La Plaga.

Tomamos por Junín rumbo a La Playa, esa avenida donde una tarde como ésta me había matado a mi niño, y de paso a mí. Me ofreció un pastel de la bolsa pero no se lo quise recibir. Sin sospechar él nada iba comiendo pasteles y pasteles que iba sacando de la bolsa. "¿Tú ya conocías a ése?" le pregunté refiriéndome a La Plaga, a quien habíamos dejado atrás. "Aja", contestó con la boca llena. "¿Porque también es de tu barrio?" "Aja", volvió a contestar, asintiendo con la cabeza, y siguió comiendo pasteles.

Le dije que tenía que ir a La Candelaria a pedirle al Señor Caído, pero no le dije a pedirle qué. Tenía que ir a esa iglesia a rogarle a Dios que todo lo sabe, que todo lo entiende, que todo lo puede, que me ayudara a matar a este hijueputa.

Le dije que me esperara afuera y entré a la iglesia sin él. Las veladoras del Señor Caído chisporroteaban fervorosas elevando al cielo su plegaria, mi súplica: que me iluminara cómo.

Cuando salí de la iglesia ya lo sabía. En el atrio, entre los puestos de lotería y los mendigos él seguía esperándome. Vino hacia mí. Le dije que nos iríamos a dormir esa noche a cualquier motel de las afueras. Me preguntó la razón y le contesté que por supersticiones, que porque sentía que si me quedaba esa noche en mi casa me iban a matar. Como esta impresión la puede tener cualquiera en cualquier momento en cualquier parte de Medellín lo entendió. Le había dado una razón incontrovertible, una que no acepta razones.

Cruzamos el parque y al pasar junto a la estatua se alzó un revuelo de palomas que me avivó el recuerdo. Y recordé la tarde en que volví a esta iglesia a rogar por mí y a llorar por él, por mi niño, Alexis, el único.

Abanicada su indiferencia por las palomas, ajeno a todo, más allá de las miserias humanas, seguía sobre su pedestal Pedro Justo Berrío, el viejo gobernador que gobernó a Antioquia por el tiempo inconcebible de cuatro años, un récord Guiness. Aquí lo usual es que duren meses; se tumban los unos a los otros en su rapiña, en su voracidad burocrática. Frente al prócer se alzaba en su desmesura idiota el tren elevado, el dizque metro, inacabado, detenido en sus alturas y convertido abajo en guarida de mendigos y ladrones. No lo han podido concluir, tienen años con él detenido: endeudaron a Antioquia para hacerlo y se robaron la plata. Hicieron bien: si no se la hubieran robado ellos se la habrían robado otros. Y al que no le guste la impunidad que no la respire, que siga su camino sin mirar, tapándose las narices. Unos roban y a otros los roban, unos matan y a otros los matan, así es esto.

Todo estaba dentro de la más normal normalidad, la vida seguía su curso en Medellín. Algún día acabarán lo inconcluso y cruzará el tren elevado sobre mi ciudad deslizándose por sus aceitados rieles como volando, transportando gente y más gente y más gente. Yo ya no estaré para preguntarles: ¿Adonde van con tanta prisa, ratas humanas? ¿Qué se creen que se volvieron? ¿Pájaros?

Entramos al motel sin registrarnos, como se estila aquí. Aquí no es como en Europa donde se violan a todas horas los derechos humanos y a hotel adonde uno vaya le piden descaradamente identificación presumiendo lo que no se debe, que el ser humano es un criminal. Aquí no, aquí la confianza pública no está tan envenenada. Además aquí los moteles son de putas, y ellas y los que van con ellas no tienen identidad.

Así, sin identidad como el hombre invisible cruzamos por la recepción, entramos al cuarto, nos desvestimos, nos acostamos y él se durmió y yo me quedé despierto meditando sobre los atropellos europeos a los derechos humanos y el eterno silencio del papa… El revólver, su revólver, lo había puesto, como siempre, sobre su ropa. Eso él. En cuanto a mí, yo simplemente estiraba, como me aconsejó el santo caído, el brazo, lo tomaba, le ponía sobre su cabeza la almohada y disparaba, y a ver si alcanzaba a oír el tiro su puta madre que lo parió. Después me iría yendo tan tranquilo, con estos mismos pies con los que entré…

Y yo inmóvil y él durmiendo y así empezaron a correr las horas y el revólver no venía solo hacia mí volando por el aire ni mi brazo se me alargaba a tomarlo. Entonces descubrí lo que no sabía, que estaba infinitamente cansado, que me importaba un carajo el honor, que me daba lo mismo la impunidad que el castigo, y que la venganza era demasiada carga para mis años.

Cuando empezó a entrar el sol por la ventana entreabrió los ojos y entonces le pregunté: "¿Por qué mataste a Alexis?" "Porque mató a mi hermano", me contestó, restregándose los ojos, despertando. "Ah…" comenté como un estúpido.

Nos levantamos, nos bañamos, nos vestimos y salimos. Al yo pagar en la recepción nos ofrecieron un café. Un "tinto", como dicen en este país absurdo.

Mientras esperábamos que pasara un taxi por la autopista le dije que yo iba con Alexis la tarde en que él lo mató. Que sí, que él ya sabía, que desde esa misma tarde me había quedado conociendo. "¿Entonces desde la primera noche que pasaste conmigo en mi apartamento me habrías podido matar?" Se rió y me dijo que si a alguien él no podía matar en este mundo era a mí. Entonces pensé que él era como yo, de los que dejábamos pasar, que éramos iguales, perdonavidas.

Le pregunté por el que manejaba la moto desde la que él le había disparado a Alexis y me contestó que a ése lo habían matado al día siguiente. Le pregunté que quién, que por qué. Me contestó que no se supo, que eso se había quedado en veremos…

De los muertos que cargaba Alexis en su conciencia (si es que tenía) cuando nos conocimos, yo no soy culpable. De los de este niño, los suyos propios, tampoco. Allá ellos con sus muertos que de los que aquí tenemos compartidos ustedes son testigos. Le dije a Wílmar que en mi opinión ya no tenía objeto seguir en Medellín, que esta ciudad no daba para más, que nos fuéramos. ¿Que para dónde? Para donde fuera. El mundo no se acababa aquí, era bien grande.

En cuanto a la humanidad, en todas partes sería la misma, la misma mierda, pero distinta. Aceptó. Simplemente tenía que ir antes a su barrio a despedirse de su mamá y a constatar que de veras le hubieran enviado la nevera, y a mi apartamento a sacar su ropa. Le pedí que se olvidara de la ropa y la nevera, que nos fuéramos de inmediato y que se despidiera de su mamá por carta que el correo era tan milagroso que hasta el mismísimo barrio de La Francia llega. Que no era en La Francia, que era en Santa Cruz y que a ninguna de las dos llegaba cartero: de una cuadra a otra los "bajan", los "quiebran".

Eso lo entendí muy bien; en los barrios de las comunas la única que tiene paso libre es la Muerte.

Nos despedimos. Yo me fui a mi apartamento a esperarlo y él tomó hacia las comunas. La despedida fue para siempre, vivos no nos volvimos a ver. Al amanecer sonó el teléfono: del anfiteatro, que fuera a identificar a alguien que llevaba consigo mi número.

"Anfiteatro" llaman aquí a la morgue, y no hay taxista en Medellín ni cristiano que no sepa dónde está porque aquí los vivos sabemos muy bien adonde tenemos que ir a buscar los muertos. Está saliendo de la ciudad, donde empieza la Autopista Norte, frente a una terminal de buses.

Un gentío se agolpaba afuera contra la valla de alambre de gallinero que cercaba el lote esperando entrar. Yo pasé ante los guardias de la caseta de entrada sin mirar, volviéndome a mi esencia, a lo que soy, el hombre invisible. Seguí a una antesala. Por sobre el llanto de los vivos y el silencio de los muertos, un tecleo obstinado de máquinas de escribir: era Colombia la oficiosa en su frenesí burocrático, su papeleo, su expedienteo, levantando actas de necropsias, de entradas y salidas, solícita, aplicada, diligente, con su alma irredenta de cagatintas. Mis ojos de hombre invisible se posaron sobre las "Observaciones" de una de esas actas de levantamiento de cadáver, que habían dejado sobre un escritorio: "Al parecer fue por robarle los tenis -decía-, pero de los hechos y de los autores nada se conoce". Y pasaba a hablar de heridas de la vena cava y paro cardiorespiratorio tras el shock hipovolémico causado por la herida de arma cortopunzante.

El lenguaje me encantó. La precisión de los términos, la convicción del estilo… Los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario.

Al que iban dejando entrar de la calle le mostraban un álbum de fotografías en color acabadas de tomar y revelar de los muertos calienticos: primeros planos como de Hollywood, closeups. Si alguna se parecía al desaparecido vivo, entonces podían pasar por la siguiente puerta, a la siguiente sala, a reconocer al aparecido muerto. El hombre invisible pasó. Era una sala alta, espaciosa, la de necropsias, con unas treinta mesas de disección ocupadas todas por los del último turno.

Todas, todas, todas y todos hombres y casi todos eran jóvenes. Es decir, fueron. Ahora eran cadáveres, materia inerte. Desnudos, rajados en canal como reses, les habían extraído las vísceras para analizarlas y no les habían dejado nada de sustancia qué comer a los gusanos. El hombre invisible se enteró de que todos esos corazones, hígados, riñones, pulmones, tripas irían a una fosa común. Lo que aquí dejaban, para reconocimiento y consuelo de los deudos y estímulo a nuestra industria funeraria, era el casco del que fue, cosidos el pecho y el vientre en cremallera, con unas puntadas burdas, chambonas.

Algunos tenían a sus pies el acta correspondiente de levantamiento del cadáver, pero no todos: Colombia nunca ha sido muy regular en sus cosas; es más bien irregular, imprevisible, impredecible, inconsecuente, desordenada, antimetódica, alocada, loca…

El hombre invisible les fue pasando revista a los muertos. Tres cosas en especial le llamaron la atención de esos cuerpos desnudos sin corazón que pudiera volver a sentir el odio: la cabeza (y la de algunos con los pelos revueltos, erizados) vaciada de sesos y rencores; el sexo inútil, estúpido, impúdico, incapaz de volver a engendrar, hacer el mal; y los pies que ya no llevarían a nadie a ninguna parte. Entonces reparó que sobre los pies de uno de esos cadáveres había otro, pequeñito, orientado en sentido vertical como los brazos de una cruz: el de un bebé recién nacido y recién rajado.

Por un instante el hombre invisible pensó que el cadáver de la persona adulta era el de una mujer, la mamá, a la que le habían hecho la cesárea puesto que también tenía el vientre rajado. Pero no, era un hombre, otro más, y le habían puesto encima el cuerpecito del niño porque simplemente no tenían mesa vacía donde acomodarlo.

El hombre invisible recordó esas combinaciones de objetos, mágicas, insólitas con que soñaban los surrealistas, como por ejemplo un paraguas sobre una mesa de disección. ¡Surrealistas estúpidos! Pasaron por este mundo castos y puros sin entender nada de nada, ni de la vida ni del surrealismo. El pobre surrealismo se estrella en añicos contra la realidad de Colombia.

Entonces lo vi, sobre una de esas mesas, uno más entre esos cuerpos inertes, fracasos irremediables. Ahí estaba él, Wílmar, mi niño, el único.

Me acerqué y tenía los ojos abiertos. No se los pude cerrar por más que quise: volvían a abrírsele como mirando sin mirar, en la eternidad. Me asomé un instante a esos ojos verdes y vi reflejada en ellos, allá en su fondo vacío, la inmensa, la inconmensurable, la sobrecogedora maldad de Dios.

A sus pies estaba su acta de levantamiento del cadáver. La leí de prisa. Nada especial. Que iba en un bus atestado y le habían disparado por la ventanilla desde una moto. Que cuando el agente de la fiscalía llegó al bus detenido a levantar el cadáver, salvo al chofer ya no encontró A nadie: se habían ido todos a sus casas a oír el partida de fútbol, y a comer, a fornicar, a parir más hijos. En cuanto al chofer, ni vio ni oyó nada, él estaba en su trabajo, manejando y cobrando. Se anotaba en las "Observaciones" que el presunto cadáver llevaba en el bolsillo del pantalón el número de un presunto teléfono: el mío, al que me llamaron. Para que no se fueran a enredar siguiendo pistas falsas pues si alguien no lo pudo matar ni mandar matar era yo, que lo quería, saqué mi bolígrafo y taché el número veinte veces: a ver si la ciencia forense colombiana era tan competente que alcanzaba a leer por sobre veinte tachones.

Si en un principio, de entrada, el hombre invisible pensó, por su color translúcido, que los cadáveres de la sala de necropsias estaban refrigerados, después descubrió que no. No. Era la transparencia de la muerte que nos deja a todos como santos coloniales de madera policromada, pero con colorcitos discretos, lívidos, de opalino a alabastrino. Los que sí están refrigerados son los N.N., o no identificados, que van a una cava o frigorífico desnudos, colgados de unos ganchos como reses por tres meses, al cabo de los cuales, si nadie los reclama, el Estado los entierra por su cuenta. El Estado, esto es, Colombia, la caritativa.

Cuando el hombre invisible salió, ya era un experto en todo esto. Lo último que vio fue un cadáver boca abajo en una mesa chorreando sangre de la cabeza sobre el piso, y en el mismo piso, en un rincón, una ropa tirada: unos pantalones, una camisa y unos zapatos. Un moscardón pasó zumbando, alborotando el olor fresquecito de la Muerte.

Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando. Al salir se me vino a la memoria una frase del evangelio que con lo viejo que soy hasta entonces no había entendido: "Que los muertos entierren a sus muertos". Y por entre los muertos vivos, caminando sin ir a ninguna parte, pensando sin pensar tomé a lo largo de la autopista. Los muertos vivos pasaban a mi lado hablando solos, desvariando. Un puente peatonal elevado cruzaba la autopista. Subí. Abajo corrían los carros enfurecidos, atropellando, manejados por cafres que creían que estaban vivos aunque yo sabía que no. Arriba volaban los gallinazos, los reyes de Medallo, planeando sobre la ciudad por el cielo límpido en grandes círculos que se iban cerrando, cerrando, bajando, bajando. Es la forma que tienen ellos de aterrizar, con delicadezas, con circunloquios sobre lo que les corresponde pero que el hombre necio, enterrador, les quiere quitar ¡para dárselo a los gusanos!