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A la memoria de Federico de Onís
Lentamente el pequeño grupo se puso en marcha por la cuesta abierta y terrosa en cuyo fondo asomaba entre la arboleda, junto a la fachada del templo, una mancha de paredes rojas. En medio, la litera de la señora oculta bajo el arqueado capacete.
Los criados de servicio, el escudero Galarza en su caballo y él sobre su muía, con el mejor jubón de raso y toca con pluma blanca. Iban en silencio entre el tenue sonido de los cascos y de los pasos. Veía cómo la luz del sol deshacía las figuras sobre el suelo en largas patas y abultadas sombras. A ratos Doña Magdalena asomaba la cabeza bajo el capacete de la litera para verlo y hacía un movimiento de aprobación con la cabeza. A medida que avanzaban se iba precisando más la traza de los edificios entre las ramas, como si fueran creciendo ante sus ojos. Era alta y gris la fachada de la iglesia, a su lado, bajo los árboles, corría el muro bajo de la cerca de piedra por donde se entraba al parque y al palacio. Allí estaba el Emperador. Imponente, poderoso, rodeado de un aura sobrecogedora. El temor le iba creciendo por dentro a medida que avanzaban. Todo el largo viaje, de tantas leguas y años, iba a llegar a su término.
Le vino al recuerdo el ritmo de aquella gallarda, tan danzarina en la vihuela, que era la que más le gustaba al Emperador según le había dicho su padre, el "violeur"
como él decía, o el músico como decían los muchachos de Leganés. Era la única persona a quien había llamado padre. En la tarde, al regreso de los campos en la casa labriega, oía el revolotear de la notas de la vihuela. Entraba sin hacer ruido, su padre, Francisco Massys, se interrumpía y lo invitaba a sentarse ante él en el taburete. "Eres pequeño todavía, Jeromín, pero nunca es tarde para conocer la música, la más bella cosa que Dios puso en el mundo." No hablaba como la gente de Leganés, tenía una manera de pronunciar las erres y las eses muy distinta a la de Ana de Medina, su madre. Ahora sabia que tampoco era su madre aquella atareada labradora que pasaba el día entre las siembras, los cacharros de la cocina y las oraciones. "Oye, Jeromín." Era lo que ahora oía. Los dedos saltaban de una a otra cuerda, mientras la otra mano subía y bajaba por el largo cuello de la viola y se iba llenando la estancia de aquellas resonancias contrastadas, cortas y largas, que parecían cruzarse en el aire. Los compañeros de juego le preguntaban: "¿Es cierto que tu padre fue vihuelero del Emperador?~. Se acordaba que siempre tenía que replicar con orgullo: "Vihuelero no, violeur". Era así como lo decía el viejo Francisco Massys. "Háblame del Emperador, padre." "Esta era la gallarda que más le gustaba." En su sillón, solo y vestido de negro, lo mandaba a llamar. "Maitre François, quiero oír aquella gallarda.» No sería así tampoco. Tal vez le hablaría en flamenco. Después de todo los dos eran flamencos. Su padre hablaba con gusto de los flamencos. Las bellas ciudades tejidas de piedra como encajes, las torres altas y esbeltas y los carillones. "La torre del carillón es como una gran viola y las campanas son las cuerdas." "Calla, mujer", exclamaba su padre cuando el ruido de las cacerolas de la cocina borraba las notas de las cuerdas. Salía la viola casi redonda y abultada, llena de brillos oscuros como un vientre de hormiga, con el cuello estrecho y alto que remataba en una testa tirada hacia atrás de la que pendían como crespos las clavijas y los extremos de las seis cuerdas.»No hay instrumento más noble, Jeromm.» La gallarda variaba, a ratos permanecía como estremecida sobre una sola cuerda pero luego, como si se multiplicara la mano, sonaba como un coro, las notas saltaban en grupos, se acercaban y subían para cortarse de pronto como en mitad de un salto.
Su padre le hablaba del Emperador. "¿Cómo iba vestido?" Había visto en un manoseado juego de naipes, que a veces sacaba su madre para leer la suerte, la figura de los reyes.
Retacos, lisos dentro de sus vestes rojas y cuadradas, con espadas en la mano, bigotes y barba, y con aquella corona que parecía la miniatura de una muralla almenada. No era así como lo describía el violero. Callado, más bien triste, vestido de oscuro, con una cadena de oro al cuello de la que pendía un carnerito. Su madre venía a interrumpirlos para decir que la cena estaba lista. "Lávate las manos, Jeromín.» El violero se sentaba en un taburete frente al Emperador como se sentaba ahora ante él. Tocaba la gallarda. El Emperador se iba aquietando, se le iluminaban los ojos, le asomaba una sonrisa y hasta llegaba a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón. "Ésta debería ser la música de los combates." Compases y cadencias que subían y chocaban para rehacerse y volver a recomenzar.
Era para llegar a ese sitio que había emprendido el largo camino. Lo sentía ahora que ya iba a encontrarse en la presencia del Emperador. El camino que comenzó en Valladolid hasta Cuacos, más atrás aún, de Villagarcía, de Leganés y todavía más allá en la memoria perdida, en aquella travesía por el mar, borrada en retazos de recuerdo, desde alguna ciudad de Italia.
Había habido llanto y desesperación de Ana de Medina. Cuando entró a la casa de vuelta del campo, sudoroso, agitado, con miedo, su madre le salió a estrecharlo entre su gruesos trapos sudados. "Se murió tu padre, Jeromín." No hubo más música en la casa, ni tampoco quien le hablara del Emperador.
Lo que había era soporosa enseñanza de la lectura por el Padre Vela o por el sacristán. Se parecía a la salmodia del Oficio de los domingos. "Ele, a, la; ce a, ca; ese a, sa: la casa.» Todos esos sonidos canturreados había que aprender para nombrar aquello que se conocía de memoria, la casa. "Pe a, pa; de ere e, dre: padre." Concluía el canturreo adormecido y empezaba el ancho tiempo del campo. Con los otros muchachos se iba por entre los olivares y los troncos de alcornoque a jugar a moros y cristianos.
Los moros eran los infieles, los que se atrevían a no creer en Cristo, con los que había que acabar. A mojicones, tirones de cabello, ropas desgarradas, terminaban revueltos sobre la tierra.
Otras veces se metía solo por entre los árboles, sin hacer ruido, oyendo la brisa en busca del canto de un pájaro. Allí estaba, a pocos pasos, blanco y negro, piando sobre la rama. Traía aprestada la pequeña ballesta que le habían dado el día de su santo. Tenía su arco, su cuerda tensa, su gancho para disparar. Había que acercarse como una sombra, sin ruido, hasta tenerlo a tiro. Colocaba el dardo, tensaba la cuerda, tomaba la puntería sobre el pómulo, con un ojo cerrado, y soltaba el chasquido del disparo. Caía el pájaro y lo iba a recoger con prisa. Era un pequeño amasijo de plumas, sangre y polvo, lo levantaba por las patas, lo veía contra el cielo y luego se marchaba silbando con el pájaro colgado de un cordel, en busca de otro trino en otro árbol.
Todo estaba quieto en un gran espacio sin término, en un quieto tiempo sin cambios. La doctrina del cura, el deletreo con el sacristán, la aventura de los campos y los pájaros, los moros y los cristianos, los comuneros y los imperiales y los regaños de Ana, en aquella casa que se había quedado sola. La viola estaba encerrada en una caja negra, caja de muerto, sobre el arcón junto al muro. La casa y la vida fueron otras. Ya no se llenó más de música en las tardes. Lo que se oía ahora eran los ásperos regaños de Ana de Medina.
Hasta que llegó aquel día, donde todo empezó a cambiar de manera veloz. Lo primero fue la aparición por el camino de aquella gran caja oscura que rodaba sobre cuatro ruedas, tirada por cuatro mulas. Sobre una de la primeras cabalgaba un hombre de mala cara, sobre el capacete otro, doblado, sosteniéndose con una mano y con la otra moviendo una pértiga para picar las bestias. Detrás dos mulas cargadas de grandes cajas forradas en velludo y por la ventana estrecha de la caja rodante asomaba la cara mofletuda y los bigotes de un hombre pelirrojo y congestionado.
"¿Cuál es la casa del maestro Massys?» Los niños, asustados, interrumpieron su juego para mirarlo. Asomaba como una cabeza de palo pintado en un retablo de titiritero.
Huyeron cuesta arriba hacia el poblado. El carruaje se detuvo en la casa de Ana de Medina. El hombre bajó con dificultad ayudado por uno de sus criados. Vio los niños acezantes, vio la mujer en la puerta y se fijó en él. No en ningún otro sino en él. «¿Cómo te llamas?» Ana de Medina hizo un saludo cobarde. "Es la casa del maestro Massys.» Pasó adelante solo con ella mientras los chicos se que4aban afuera. De afuera los veía hablar sin poder oir. Vio que le entregaba un papel, que Ana lo mostraba al cura que había llegado al ruido de la novedad. Luego lo llamaron. A él solo. «Jeromín, saluda a Don Carlos Prevost.» De allí en adelante todo fue rápido. «Te vas a ir con él, que te va a llevar para una casa grande.» Ana hablaba entre sollozos. Apretaba y besuqueaba al niño. "El señor Don Carlos es un gran caballero, ayuda de cámara del Emperador nuestro Señor. Con él vas a irte.» Lo lavaron, lo vistieron de limpio para sentarlo a la mesa que estaba puesta con los cubiertos y los platos que el extraño visitante había traído. El señor lo veía y hablaba como nadie antes nunca lo había hecho. "Hermoso niño.» Eso nunca se le olvidó. Luego le estuvo diciendo, ante el silencio de la Medina y del clérigo, todo lo bueno que lo esperaba. Iba a vivir en un castillo señorial con servidores.
Fue entonces, ahora lo veía, cuando comenzó verdaderamente el viaje que ahora parecía estar llegando a su término. Todo fue desenvolviéndose de un modo sorprendente. A cada momento veía surgir una extraña novedad. Desde la ventanilla del carruaje vio irse el pueblo y empezar de nuevo los campos. El señor, entre silencios y cabeceos de sueño, le había hecho preguntas, parecía querer saberlo todo, su padre, su madre, los juegos, las clases. "¿Sabes leer?" No respondió. «Vas a aprender mucho ahora, en tu nueva casa.» A Prevost no iba a verlo más hasta allí, hasta aquel punto donde lo vio como la primera vez: solemne, pesado, alisándose siempre el jubón con las manos, y con aquellas erres y eses. Con las demás gentes que fue encontrando en los años era diferente lo que le sucedía. Sobre la impresión del primer día se iban sobreponiendo las de todos los sucesivos que les habían ido cambiando y fijando las facciones. Cuando se ponía a recordarlas en los distintos tiempos era como si hiciera y deshiciera caras.
Llegó a la tarde a su primera venta. Un desteñido bloque de paredes, portones, corrales y techos oscuros junto al camino. El ventero vino a saludar al señor Prevost.
"¿Es vuestro hijo?» El alboroto de los mozos, desunciendo las mulas, cargando los bultos, los gritos llamando las criadas, el revuelo de las gallinas, y la sala de comer llena de humo.
En una mesa, con varios amigos, un hombre cantaba con un guitarrón.
Hubo una jornada y otra jornada. "Nos acercamos a Valladolid.» Desde lejos divisaron las torres de los campanarios, las almenas de la muralla. El camino se fue llenando de gentes.
Nunca había visto tanta gente ni tanto bullicio. Dejaron el coche junto a la muralla y penetraron a las calles por una puerta con vigilantes. Lo que había adentro lo asustó.
El gran bullicio de personas, de voces, de vendedores, de jinetes, entre las cabezas asomaba alguna silla de mano o se abría el gentío para dejar pasar un grupo de arqueros montados.
Don Carlos se fue metiendo, con paso seguro, por entre el gentío. Fue sabiendo de boca de Prevost que la villa estaba de fiesta, que habían llegado grandes personajes, y muchas tropas que aguardaban al príncipe Felipe, el hijo del Emperador. "Va a casarse a Inglaterra.» Se iba haciendo menos espesa la muchedumbre a medida que avanzaban por calles alejadas del centro. Estaban ahora frente al muro de un convento y el caballero tiraba de la cuerda de la campanilla. Se oyó adentro el alboroto del metal. Abrió un lego.
«Soy el señor Prevost, el Prior me espera. Dígale que traigo al niño.» Siguieron al lego, se divisaba la arboleda de un huerto y los arcos del claustro. A la puerta de una sala los recibió el Prior, un tenue viejo de cera envuelto en un flotante hábito marrón, con los pies desnudos metidos en sandalias. Hablaban de él y lo miraban. "Te quedarás con nosotros por unos días.» Eso fue todo, no nombraron ni a su padre ni a su madre, como se hacía en el pueblo cuando alguien preguntaba por él: "El hijo del maestro Francisco y de Ana de Medina». "Volveré a buscarte dentro de unos días», le dijo el caballero y regresó a la calle.
Estaba en otro mundo, en otro tiempo. Al paso de las horas lo llamaban, en la celda o en el huerto, para los Oficios en la iglesia, tan silenciosa, donde el eco de los rezos subía y bajaba por los muros como agua de lluvia. De día y de noche había que reunirse para las horas. Las soñolientas Laudes de la aurora, el Oficio de Prima en el amanecer. Ya no eran los gallos los que anunciaban el día sino el retintín de la campana en medio del sueño; el Oficio de Tercia a las 9, el de Sexta en el punto de mediodía. Al atardecer llegaban la Vísperas y más tarde las Completas. La noche se cortaba con despertares sobresaltados. La Primera Vigilia, la de la medianoche y la del amanecer.
También había el huerto, o el día de traerle ropa nueva, blanca y fina, como nunca había visto. Quería probársela toda de una sola vez. Diariamente se confesaba en el primer Oficio de la mañana. "¿Has pecado? ¿Has mentido? ¿Has hurtado algo? ¿Has tenido malos pensamientos?» Después del primer día el bullicio de la fiesta en la calle se hacía mayor y saltaba sobre los muros del monasterio. Bombardas y fuegos de artificio estremecían los Oficios y salpicaban de falsas estrellas el cielo de la tarde. Hubo una hora en que fue creciendo el estruendo y el vocerío. Atrevidamente se metió en el templo. Parecía vacio, en lo alto de la escalera del campanario estaba un lego que miraba hacia la calle. Trepó hasta allí. Vio, como un barco en un río, avanzar por lo más apretado de la calle un grupo de caballeros, un estallido de brillos, y sedas, altas plumas, espadas, picas desnudas, entre el redoblar de tambores, y a la cabeza de todos aquel joven, apenas sonriente, que agitaba la mano para saludar. "Es el príncipe Don Felipe, nuestro Señor."
Otro día, estando entre el follaje del huerto, vio al Prior conversar con la imponente figura de un señor como nunca había visto otro. Fuerte, alto, de larga nariz acaballada y una barba gris que manchaba el oscuro jubón. Estaba mirando hacia él y hablaba sin duda de él. Sintió miedo.
A la mañana siguiente Prevost lo vino a buscar y emprendieron viaje. Al final de la larga jornada vio el macizo cuadrado de un castillo con cuatro gruesas torres en las esquinas de las murallas. Prevost le dijo: "Es aquí donde te vas a quedar".
Estaba ante el puente y la gran puerta del castillo. Un hombre de aspecto militar se acercó a recibirlos. Se llamaba Galarza y era escudero del castellano. Los guió por los dos patios hasta llegar a la gran escalera de honor. Pesadas arcadas de piedra marcaban las dos plantas. Jeromín se agarró de la mano del señor Prevost.
Subieron la escalera y llegaron al corredor del piso alto. Vio puertas cerradas. Se oía el resonar de pasos. Al final llegaron a la puerta de un salón grande y oscuro.
Se detuvo. Prevost hizo una gran reverencia ante una señora sentada en un sillón. No había visto nunca una mujer así. Los encajes, la sedas, el lento gesto de las manos, y una voz más limpia y timbrada que la del oficiante en la misa. "Señora, es un gran honor para mi entregarle este niño, por orden de Don Luis Quijada.» Todos lo miraron.
Hubiera querido huir, irse a los suyos. "Se llama Jerónimo.» La dama se puso de pie y le tendió los brazos. Lo contempló un rato demasiado largo observándole el porte y las facciones. "Es un bello niño. Habrá que hacerlo ahora un caballero.» Lo abrazó con cariño. Sintió la suavidad de las manos y aquel vaho de olor dulce. No se parecía a Ana de Medina.
Lo saludaron las dueñas, dos viejas señoras enlutadas, de pelo blanco, muy tiesas.
Los escuderos. También los dos clérigos: "Van a ser tus maestros. Tienes mucho que aprender». No se atrevía a hablar. Con angustia vio despedirse a Prevost.
Después lo llevaron a su alcoba. Quedó atónito. En nada se parecía al camastro en que dormía en Leganés. Una gran cama de columnas en medio de una vasta habitación, con un crucifijo dorado sobre la cabecera, cuadros de santos, una mesa, sillas y aquella ventana que daba a la lejanía del campo.
La primera noche fue de desamparo y temor. Después que rezó las oraciones con la señora lo llevaron a la alcoba y quedó solo. Se sentó sobre el borde de la cama, encogido. Oía ruidos lejanos, voces del campo, ladridos. La luz de la vela parpadeaba en su palmatoria sobre la mesa. El cansancio lo fue venciendo. Se tendió de espaldas y se sumergió en el sueño. Ana de Medina entraba a buscarlo. Como en las madrugadas de Leganés, lo sacudía para despertarlo. "¿Qué haces aquí? Vámonos.» Despertaba.
No era la casa de Leganés. Era aquella inmensa cámara de sombra que lo rodeaba. No sabia si estaba despierto. Si soñaba aquel sitio o si iba a despertar en Leganés. «¿Qué hago aquí?» Lo volvía a ganar el sueño. ¿Dónde y cómo iba a despertar?
En los días siguientes fue conociendo la casa y las gentes. Muy pronto Galarza, que lo atraía por su rudeza y sencillez, lo llevó a ver la armería, una larga sala llena de armas y de fantasmas.
Armaduras italianas con los brazos reunidos sobre un mandoble pulido, una armadura de caballero con el caballo de madera cubierto de hierros y arneses. Arcabuces, ballestas, escudos, espadas y aquellas armas extrañas de lejanas guerras, sables curvos y cascos con una media luna encima. También banderas y pendones desgarrados. Galarza le explicaba los combates de donde provenían, Pavía, Mulhberg, Túnez, y le contaba las hazañas del Emperador. A caballo con la armadura puesta, de pie bajo la tienda dando las órdenes del combate, entrando al galope, majestuoso e impotente entre los piqueros enemigos. Galarza describía las formaciones, los movimientos, el empleo de las armas y muchas anécdotas en las que él mismo aparecía realizando hazañas.
Con frecuencia lo veía Doña Magdalena. Le costaba trabajo hallar el modo de hablarle. Le había dicho: "No me llames señora ni Doña Magdalena. Desde ahora soy para ti otra cosa. No soy tu madre pero trataré de serlo. ¿Por qué no me llamas, más bien, tía?". Le costó trabajo atreverse. Se enredaba en las palabras para no tener que llamarla ni señora ni tía. Pero cuando estaba solo empezaba a sentir la nueva ternura de aquella presencia desconcertante.
Los capellanes estaban con él gran parte del día. Don García de Morales, alto y solemne, con su cuidada sotana y sus ojos de angustia, que debía explicarle la religión y la filosofía. No se limitaba a las largas y tediosas horas de clase, donde quiera que lo topaba reanudaba el monólogo sobre la divinidad, los santos, los misterios y los famosos maestros de Teología que había conocido en Salamanca. Decía Salamanca como Galarza decía Pavía. Le hacía preguntas sobre los puntos de la lección del día, pero las más de las veces se soltaba en una confidencia solitaria, para la que no parecía esperar respuesta. Nunca logró olvidar aquellas extrañas lecciones y aquel tono de voz.
No parecía hablar para él sino para alguna otra presencia que el niño no podía advertir.
»Mundo, demonio y carne son los enemigos del hombre. Lo vas a oír decir muchas veces, Jeromín, pero yo te digo que el verdadero enemigo del hombre es el demonio, es él quien quiere perdernos. No es fácil verlo, nunca se presenta de modo franco ante nosotros, viene disfrazado y oculto, para engañarnos. Hay que sospechar de él en todo porque en todo puede estar. Nos tienta con las debilidades de la carne, pero sobre todo nos pierde con las temibles tentaciones del pensamiento. Son las peores de todas.
Lanzarse a pensar es un inmenso riesgo, una forma sutil del pecado de la soberbia.
Llegar a creer que podemos ir más allá de donde llegaron los grandes doctores de la Iglesia, que podemos hallar por nuestra cuenta nuevas y peligrosas verdades, es pretender subir adonde no podemos llegar, dejarse arrastrar por el demonio para ver mentiras como verdades y verdades como mentiras.» Cuando Jeromín ponía cara de incredulidad, Don García se acicateaba más.»Cada vez que el hombre se pone a pensar por su cuenta el Enemigo llega. De la manera más simple y desprevenida puede perderse el alma, con el más noble propósito de saber y perfección se puede estar inducido por el demonio. Nunca podemos sentirnos seguros y protegidos. Eres todavía muy joven para saberlo, pero no es tarde para decírtelo.
Hasta el Emperador ha sufrido mucho en ese combate sin tregua. Cuando tú no habías nacido, aquí mismo en España, en Toledo, en Toro, en Valladolid, aparecieron las sectas del demonio. Parecían gente de bien, santos varones y santas mujeres, y era el diablo el que los guiaba. No creían necesitar la infalible enseñanza de la Iglesia. Se creían puros, perfectos, iluminados por Dios. Estaban sin darse cuenta en las manos del diablo. Llegaron a horribles abominaciones. Rechazaban las enseñanzas de la Iglesia. Pensar en los misterios sin la segura guía de la Santa Madre Iglesia es meterse en un inseguro sendero rodeado de precipicios por todos lados."
"Alemania es la tierra de las herejías.» Decía y se persignaba: "El diablo tiene invadida esa tierra, por eso el Emperador ha tenido tanto que combatir en ella. La temible peste ha llegado a los teólogos. Allí apareció el padre de todas la abominaciones, el demonio mismo, Martín Lutero. De nada le valió ser fraile agustino, ni estar protegido en el convento, ni esforzarse en estudiar la Escrituras Santas y los Doctores. Era el diablo el que lo había escogido y lo llevaba a todas sus monstruosidades. Aquel mal fraile no sólo repudió la autoridad del Papa, los dogmas más santos, sino que elucubró los mayores disparates llevado por la soberbia del pensamiento. Lo más engañoso que hay, Jeromín, es la apariencia". Se le ponía la voz temblorosa al hablar de aquello.
«El Emperador lo tuvo en sus manos y, sin embargo, lo dejó ir. Sólo Dios y él saben por qué procedió así.» No era sólo con soldados que había que combatir. Galarza y Diego Ruiz no hablaban sino de los soldados, pero ahora, gracias a Don García, había sabido que había mucho más, que los soldados no eran sino los instrumentos de los poderes invisibles.