38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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"Hay que darse prisa, el rey va a saber nuestra fuga y va a lanzar gente a nuestro alcance.» «En poco tiempo van a estar prevenidos virreyes, gobernadores y alcaldes."

«¿Cuántas jornadas a Barcelona?» «Son muchas, señor, es muy lejos.» Los caballos se cansaban. Juan de Guzmán y José de Acuña le aconsejaron buscar algún reposo. Él no lo quería. "Caminar sin parar, no llegar a ningún castillo, porque nos retendrían de inmediato; evitar las villas, parar en descampado o en ventas apartadas."

El cansancio de las bestias los obligaba a detenerse a la sombra de algún bosque caminero. "La noticia corre más que nosotros. Esta noche lo sabrán en Aragón, mañana ya se sabrá en Barcelona.» La carrera pasó de galope a trote y a paso. En el silencio resonaba la respiración ahogada de los caballos. Empezaba a oscurecer cuando divisaron una venta, el ancho portón, los trechos cimbrados, las altas paredes del patio.

Había gente. Calladamente entregaron las cabalgaduras. pidieron cama y, sin cenar, se fueron a tender. Durmieron profundamente. En la mañana los despertaron las voces y gritos de mucha gente en el patio.

Al salir pudieron ver un grupo numeroso que, entre gritos de burla, lanzaba en la manta al aire y recogían a un gordo campesino. Entre risas y burlas el posadero y sus huéspedes presenciaban la escena. "Así aprenderéis tú y el loco de tu amo a pagar la posada." Por la puerta de campo asomó un viejo flaco a caballo, figura de burla, con una rota armadura, un casco raro y una lanza remendada.

"Vámonos antes de que esto se enrede más.» Pagaron y se lanzaron al camino.

"En dos días más estaremos en Barcelona. Iremos directamente al puerto y me daré a conocer del capitán de la flota.» «Mejor seria», observaba uno de los dos compañeros, «que no se diera a conocer. Demos nombres supuestos y después de estar navegando podrá Su Alteza darse a conocer».

Alcanzaban y pasaban grupos de viandantes. Toparon alguna cuadrilla de la Santa Hermandad y pasaron de largo. Pasaron un prelado en su alta muía, rodeado de acólitos. Se desmontaron, pidieron la bendición, besaron el anillo y siguieron la ruta.

Al atardecer Don Juan comenzó a sentirse mal. Pesadez, escalofríos, dolor de cabeza, malestar en los huesos. Esa noche, en el cuarto de la venta, deliraba con la fiebre.

Trató de levantarse para seguir viaje en la mañana pero no pudo tenerse en pie.

"Todo se pone contra mi." A los dos días la fiebre cedió y pudo seguir el viaje.

Iban más lentamente. A ratos se detenían bajo un arbolado a refrescar. Así entraron en Aragón y llegaron a una venta en el pueblo de Frasno. cerca de Zaragoza. Las autoridades locales y algunos mensajeros del virrey lo aguardaban. «Su Majestad ordena que Vuestra Alteza regrese inmediatamente a la Corte.» Don Juan se sacudía entre la fiebre y la indignación. «No me detendrá nadie, sé lo que tengo que hacer y lo voy a hacer.» Con mucho respeto llegaban nuevos señores a repetirle lo mismo. "Vuestra Alteza debe comprender.» "Mis amigos", decía a sus dos compañeros en los ratos solos, «nadie me puede detener. Ni el mismo rey. El Emperador no me hubiera impedido hacer esto. Lo sé como si me lo hubiera dicho».

Al día siguiente llegaron más personajes y algunos médicos del virrey. «Vuestra Alteza debe trasladarse a Zaragoza donde estará mejor atendido.» En silla de manos, rodeado de guardias y servidores, llegó al palacio del Arzobispo de Zaragoza. Desde la sombra del capacete, con los párpados pesados de calentura, vio el gentío que llenaba las calles. Alguien gritaba: «Viva Don Juan de Austria».

Los días de Zaragoza fueron largos. Vino el virrey, marqués de Francavila. Todo fueron halagos y elogios. «Es admirable la voluntad de Vuestra Alteza de servir al rey y a Nuestro Señor Jesucristo con la espada en la mano.» Pero no era aquélla la ocasión. Eso decían. Oía con desgana y molestia. «Ya lo se. No tengo libertad para nada.» Le mostraban respeto y hasta simpatía, pero era un prisionero. «Tengo que aprender a ser un preso. Peor que un preso, porque ni siquiera me puedo escapar.» Los de Zaragoza fueron días de convalecencia y luego de visitas, fiestas y ceremonias. Nadie parecía saber cuándo debía salir la flota. Le daban noticias contradictorias, o ya había salido, o faltaba más de un mes para que pudiera zarpar.

«No me van a dejar llegar nunca.» Al fin, después de mucho insistir, logró salir.

El camino se hizo lento con tanto acompañante y tantos vecinos que salían a saludarlo en cada aldea.

»Mañana estaremos en Montserrat, que es como haber llegado a Barcelona.» Cuando subieron la cuesta empinada de Montserrat, recordó los libros de caballería. Estuvo allí el Santo Grial, en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo. Llegaron noticias peores de Malta. Las fortificaciones habían ido cayendo en poder de los turcos. Los defensores, diezmados y reducidos a un estrecho recinto, luchaban todavía.

El gran Maestre La Valette se negaba a rendirse.

Llegó a Barcelona. La rada estaba limpia de galeras. La flota ya había salido hacia Nápoles.

Sintió un violento deseo de agredir. Se encerró todo el día. En la noche volvió a sentirse mal. Tornaba la fiebre y comenzó a delirar. «Yo no soy nadie, menos que nadie. No cuento para nada.» Por la mañana llegó carta del rey. En términos afectuosos le ordenaba regresar.

"Viva Don Juan de Austria.» No era una sola voz, eran muchas, de las gentes que se agolpaban en las calles a su regreso a Madrid. Era a él a quien aclamaban. Gente popular y simple lo rodeaba. Sus caballeros de servicio tenían que apartarlos para abrirle paso.

El rey no estaba en Madrid. En el viaje hasta Segovia en ventas, aldeas y ciudades se repitió la escena.

Fue entonces cuando los más allegados comenzaron a insinuarle. "El príncipe es un enfermo incurable. Cada día peor. Todas las esperanzas están en vos.» Don Luis y la «tía» volvieron a su lado. Don Luis con sus consejos: "Tened cuidado, señor, con los consejos interesados».

En el prado de Valsain encontró al rey y la Corte. Don Carlos, que iba a su lado, le había advertido: «Prepárate. El rey ni olvida, ni perdona". Alcanzó al galope al rey que adelantaba lentamente la cabeza de un grupo de jinetes. Lo vio llegar y detuvo el caballo. Don Juan echó pie a tierra y se acercó a besarle la niano. «Con la generosidad de Vuestra Majestad es con lo único que cuento en esta situación desgraciada."

Fue largo el silencio del rey. Al fin le tendió la mano. "Está bien. Olvidémoslo por esta vez.» Volvió a montar y galopó hacia la reina, que estaba cerca con un grupo de damas y caballeros. Sonriendo al tenderle la mano, le dijo: «¿Son los turcos tan terribles guerreros como dicen?». Don Juan respondió con aire compungido: «No lo sé, señora.

todavía no he visto el primero».

Era como si de nuevo hubiera cambiado de situación.

Don Carlos parecía otro. "Hiciste muy bien. Juan: fue lástima grande que no pudieras llegar a Malta." Le hizo confidencias. «Tu situación y la mía se parecen.» Le habló de su resentimiento con el rey. «No es cierto que sea por mi enfermedad. He estado mal, es verdad, pero tú me ves y me conoces. Debería darme más parte en el gobierno.

Se retarda mi matrimonio, no se me da ningún mando, se me tiene aparte como si fuera un incapaz.» Insistía en su idea de ir a Flandes.»Me escriben y me envían mensajes pidiéndome que vaya, que conmigo en el gobierno todo se arreglaría. Sólo mi padre se opone. Ahora se habla de enviar a ese jifero del duque de Alba. Qué disparate."

Cuando no estaba con el príncipe visitaba los aposentos de la reina, donde siempre había gente joven y divertida. Acertijos, recitaciones, música, juegos de manos y burlas de bufones. La reina, al fin, estaba encinta.

Iba también a la casa de los príncipes de Éboli. Cuando no estaba Ruy Gómez, con quien podía hablar de los acontecimientos políticos, se enfrascaba en largas conversaciones con la princesa y con Antonio Pérez.

"Nada es mejor en la vida que un destino incierto. Es mucho más estimulante que un porvenir hecho y trazado en todos sus instantes. Así es el vuestro y así es el mío.» Intervenía la princesa. -A ver, díganme cuáles son esas inseguridades. Di tú, Antonio, porque a Don Juan no me atrevo a interrogarlo», y hacia una graciosa mueca de burla.

Antonio callaba y la imperiosa mujer continuaba. "No te atreves a decirlo, pero yo sí. Tienes buena posibilidad de ser el secretario del rey, ya tienes su confianza.

A la sombra de Don Gonzalo, trabajas con él, pero todavía se necesitan muchas cosas que pueden no darse. Que se muera tu padre, que el rey decida ponerte en su lugar, que la gente de Alba no logre impedirlo. Pero tranquilízate, que también cuentas con Ruy Gómez, que puede mucho.» Estalló en risa ante los dos asombrados oyentes.

Ya que me he puesto a hacer el papel de gitana, vamos a seguir.» Se quedó viendo con soma a Don Juan. «Las brujas tutean. Tú, Juan, tienes una gran amenaza en tu camino. La que está ahora en el vientre de Su Majestad la reina Doña Isabel. Si pare un varón, la corona de España tiene heredero y tú no tienes nada que esperar, aun cuando Don Carlos llegara a morir. Si es una niña, todo es posible para ti.» Con frecuencia topaba en casa de la princesa con Maria de Mendoza. Se hablaban con los ojos, con las sonrisas y con las manos. Cuando la saludaba retenía largamente las de ella. Las retenía y se quedaban mirándose a los ojos sin palabras. Comenzaron a besarse a hurtadillas. La princesa tenía el don de desaparecer a tiempo y quedaban los dos solos en el gran salón para pasar de los sillones a los confidentes y terminar sobre el estrado con las bocas entremordidas, anhelantes y casi sin voces. Para levantarse luego nerviosamente, irse de prisa por los pasadizos oscuros y terminar en la alcoba de Maria. De aquellas primeras veces torpes en que las manos de él se enredaban soltando botones y lazos, abriendo caminos por faldas, basquiñas, bajos y tontillos, hasta llegar al seno tembloroso y los muslos, lisos de luz dormida y tibieza. Hasta que luego ya no era combate, ni búsqueda, sino tranquila entrega, larga y ardorosa, que terminaba en soñolienta confidencia de amor. Hasta que Maria le dijo confusa y vergonzosa: «Estoy encinta.» Se le escapó: «Preñada. ¿Vas a tener un hijo?». Se puso seria. «Vamos a tener un hijo.» Al primero al que se lo dijo fue a aquel nuevo amigo que había entrado en el séquito de sus servidores, el conde de Orgaz. Menudo, pálido, la barba negra, que cruzaba las manos sobre el pecho para oír como ausente.

«No lo hubiera querido, sabes. Una hija bastarda. Yo sé lo que eso significa.» Entonces pensó más que nunca en la ignota imagen de Bárbara Blomberg.

La reina había dado a luz una niña. «Se llamará Isabel por su madre, Clara por el santo del día y Eugenia por las reliquias de San Eugenio que trajo de Francia.» «No hay todavía heredero del trono», le dijo la Eboli. «Don Carlos no podrá ser rey nunca.» «Si algo llegara a pasar no hay otro que Vuestra Alteza para heredar el trono.» Antonio conocía en todos detalles el despacho del rey. Gonzalo Pérez lo había ido introduciendo en la confianza del soberano y ya asistía y a veces sustituía al viejo clérigo en el despacho. «Después de tu padre serás el Secretario. Ya lo eres de hecho. Ruy Gómez hace todo lo que puede para que así sea», le confirmaba la princesa de Éboli.

En la intimidad de la casa de la princesa, Antonio Pérez hablaba con desenfado sobre el despacho del rey. A veces acompañaba a Gonzalo Pérez, en otras le servia solo. «Le gusta que todo se lo pongan por escrito y habla poco. Se queda con los papeles por la noche y al día siguiente los devuelve con sus comentarios y decisiones puestas al margen. Solo, en su alcoba, reflexiona y decide.» «A veces decide esperar y hacer esperar en todo y para todo», decía Doña Ana mientras el ojo desnudo fijaba a los interlocutores. «La princesa mira como si disparara», observaba Antonio.

Desde la vuelta de la escapada el príncipe lo buscaba continuamente. «Hiciste muy bien, eso es lo que yo he debido hacer. Lo que haré algún día.» Iba con él a la tertulia de la reina, a las fiestas del palacio, a la cacería y a los paseos. Con frecuencia caía en un silencio reconcentrado y otras veces comenzaba un monólogo divagante en el que asomaba su incontenible resentimiento con su padre. Cuando hablaba de él se iba poniendo pálido, le brotaban las venas de la frente, cerraba los ojos y golpeaba un puño contra la palma de la otra mano.

«Mucho más joven que yo, el Emperador le había dado poder para gobernar. A mí no se me quiere dar nada, me hacen pasar por un loco, por un incapaz, por un enfermo incurable. Lo más que han hecho es dejarme asistir al Consejo para que me aburra oyendo las tonterías de que se ocupan esos señores. A veces me duermo. Cada día se me toma menos en cuenta, tú sólo me comprendes y no cuento con más nadie.

Van a quedar asombrados con lo que voy a hacer.» Don Juan trataba de sosegarlo. Alguna vez le había dicho Antonio Pérez: «El rey sufre mucho con la situación del príncipe, pero, como en todo lo demás, no lo muestra». La Éboli era más cruel: «Todo el que lo ha visto tiene que darse cuenta de que no puede ser rey. Pobre del reino que gobierna un loco. Las Cortes extranjeras conocen muy bien esta situación».

«¿Qué va a pasar ahora con el viaje a Flandes que ha anunciado Su Majestad?», preguntaba Doña Ana con aire de inocente curiosidad.»Se ha venido retardando mucho esa anunciada visita.» Antonio explicaba a medias: «Razones poderosas hay. La más poderosa de todas es la situación del príncipe Don Carlos. Si le deja en Madrid tendrá que nombrarlo Regente del reino y le da temor. Si lo lleva a Flandes tendría que hacerlo gobernador y teme, con toda la revuelta situación que hay, lo que puede ocurrir con el príncipe como gobernador».

No le escapaba la verdad de la situación a Don Carlos.»No voy a ir a Flandes.

Ya ha designado al duque de Alba, que cerrará la puerta a todo arreglo. Tampoco irá el rey y yo seguiré en la sombra.» Se dolía también de la indecisión en su esperado matrimonio. «Quieren apartarme y acabar conmigo, pero no lo voy a soportar mas.» Cuando amainaba la furia comenzaban las confidencias. «Necesito de ti para lo que tengo que hacer. Tengo un plan. Ya he abierto tratos con señores de Flandes. Quieren que me presente para proclamarme como su rey.» Don Juan lo oía con temor y trataba de disuadirlo.

Inesperadamente el rey decidió nombrar General de las Galeras a Don Juan. La decisión lo desconcertó. «Se van a reír de mi, nunca he sido hombre de mar.» Asumió el más aparente aire de seguridad y dominio ante los que lo felicitaron y comenzó de inmediato a organizar sus nuevas funciones. Nuevas gentes, nuevos tratos.

Sus amigos, ya numerosos, se regocijaron. El príncipe mostró su contento. «Te han hecho justicia al fin. Esperemos que a mi también me la hagan un día.» Luego añadió: «Ahora es cuando vas a poder ayudarme a realizar mis planes. Todo se me va a facilitar contigo». No le fue fácil responderle. Ni podía negarse ni debía mentirle. «Todo lo que pueda lo voy a hacer con gusto. Todo lo que pueda.» Se le anunciaba un difícil juego mortal. Sentía que estaba engañando al príncipe y, al mismo tiempo, lo miraba con dolorosa simpatía.

Enfermo, contrahecho, despreciado y al mismo tiempo revestido de todos los signos más altos del poder, heredero de los más grandes reinos, reverenciado exteriormente como un ser casi sobrenatural.

El príncipe sentía aquel juego de apariencias y negaciones. «Sé lo que todos piensan de mi y no se atreven a decírmelo. No creen que seré rey. Nadie es más desgraciado que yo.» Comenzó un juego de evasivas y de promesas vagas.

A solas con Don Juan se le desbordaba el resentimiento y el odio que sentía por casi todos aquellos personajes que a su vez fingían no ver nada de extraño en él. «Cuando tenga el poder acabaré con todos ellos.» El plan era simple y se lo explicaba cada vez que hablaban a solas. Con la ayuda de Don Juan reuniría los recursos para escapar a Flandes. Nombraba a grandes personajes de los Países Bajos que habían entrado a conspirar con él para proclamarlo rey tan pronto llegara. Barajaba fechas, proyectos y complicidades. Nunca quedaba contento de las promesas de Don Juan. Le parecían largas y poco precisas. «No puedo aguardar más. Tenemos que hacer todo pronto. El rey lo va a saber y estaremos perdidos.» En ocasiones se exasperaba por lo que creía falta de cumplimiento por parte de Don Juan.

Hubo un día en que fuera de si se abalanzó sobre su amigo con una daga en la mano. Este tuvo que desenvainar su espada para contenerlo. A las vociferaciones que lanzaba acudieron criados y servidores que lo contuvieron y permitieron que Don Juan pudiera salir. De boca en boca corrió la noticia por todo el Alcázar.