38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Se le fue amortiguando el ímpetu con el pasar de los días. Había visto al rey en la Corte. Lo saludó afectuosamente, pero no hizo ninguna referencia a la carta.

La princesa de Éboli le había dicho cosas atrevidas. «El rey tarda mucho en resolver, es su manera. Pregúntale a Ruy Gómez, pregúntale a Antonio, que lo conocen bien. Es rumiante como los bueyes.» Reía de su osadía. «Lo que preocupa al rey ahora no es Granada ni los moriscos, es otra cosa, es buscar una reina. Necesita un heredero y no lo tiene. Necesita un vientre.» Se hablaba de la princesa Ana de Austria, hija del Emperador Maximiliano II. «Es su sobrina y prima, ¿no te parece incestuoso?» Antonio Pérez trasladaba el problema a la pugna entre los bandos de la Corte. «Quiera o no Vuestra Alteza.» Decía «Alteza» en un tono lleno de repercusiones subversivas.

«Se os mira como parte del bando de Ruy Gómez. La gente de Alba nos detesta.» Con Quijada hablaba de la guerra. «La situación es mala. No hay unidad de mando, los jefes se odian entre sí, se pierden las ocasiones, se malbaratan hombres y recursos.

Aquéllas no son tropas del rey, sino partidas de bandoleros. Saquean los pueblos, roban, degüellan, queman las poblaciones y desertan con el botín. El Emperador no toleraba eso.» Se ponía entonces a rememorar viejas campañas.

Antonio lo invitaba a fiestas en su residencia de La Casilla. Eran reuniones espléndidas con música y representaciones. Bellas mujeres, jóvenes nobles y un ambiente de lujo y despreocupación. Maria de Mendoza asistía.

Le decía a Quiroga. «Ya debería estar en la sierra de las Alpujarras a la cabeza de las tropas del rey. Aquí estoy detenido, retrasado, cobarde.» Pérez, en los peores momentos de su desesperación, le daba consejos extraños: «Tened paciencia, el rey os está probando. Lo que quiere es ver hasta dónde llega la obediencia y la devoción por él. No cometáis la locura de mostrar descontento. Yo lo conozco y siento que el momento se acerca en que os va a llamar».

La princesa de Éboli pensaba de otra manera. «Qué triunfo ni qué niño muerto, conozco muchos que se han muerto de viejos esperando que el rey los llame. La Corte está llena de esa clase de "triunfadores". Algo gordo tendría que pasar para que Su Majestad salga de sus dudas y de su dejadez.» Se comentaba la discordia de los jefes. «Mondéjar está viejo y es muy contemporizador. Mira a los moriscos como gente suya. Desde su padre, el conde de Tendilla, hasta su hijo, han vivido con los moros. No los miran como los miramos nosotros.»

«Si el marqués de Los Vélez tuviese el mando supremo ya esto se habría acabado, pero cada quien anda por su lado; el Presidente Daza y hasta el mismo Arzobispo tienen quién los oiga y menos quién los obedezca.»

«No se puede contar con nadie», decía Ruy Gómez, «no se sabe quiénes son los traidores y quiénes los leales. No han renegado de su fe sino de la boca para afuera».

En el interior de las casas del Albaicin se vivía como en tiempos de Boabdil, sacaban sus libros sagrados de los escondites y tenían sus alfaquíes. En lo alto de la ciudad estaba la Alhambra como un desafío. Se denunciaban al entrar, se les encendían los ojos, miraban los arcos, las delgadas columnas, el tejido de los frisos, el canto del agua en las fuentes.

Más que de Granada se hablaba en la Corte de la boda. Iba a ser la cuarta boda del rey. «Las mujeres han pasado por su lado como sombras: el tiempo de darle un hijo como Don Carlos o unas infantas.» Tres grandes pompas fúnebres de reinas se habían sucedido. Era la misma ceremonia las mismas colgaduras, los mismos oficios fúnebres, los mismos sermones de pavor. «Si nuestra futura soberana no le da un heredero, qué va a pasar con estos reinos.» En las noticias de Granada se mencionaba pueblos borrados en lo más áspero de los montes, de los cuales nunca se había oído el nombre: Lecrin, Orgiva, Laujar, Porqueira, Jubiles, Uguijar, Paterna.

No decidía nada el rey. Con la mirada, a veces, parecía decirle dudas, promesas o desdenes. Si el rey le llamara y le ordenara salir a ponerse al frente de las tropas en Granada, ¿qué haría? No había estado nunca en una guerra. Conocía hasta la saciedad los ardides y disposiciones del Emperador en los combates. Luis Quijada los conocía todos y se los había explicado. No conocía los hombres, ni conocía el país.

Tendría que oír mucho, que ser muy cauto, iban a estar observándolo con ojos despiadados. Iban a darse cuenta pronto de sus fallas y de sus torpezas. Tendría que estar a la merced de las opiniones de aquellos jefes que lo verían con desdén.

«De un momento a otro os va a llamar Su Majestad», era Ruy Gómez quien lo afirmaba. Antonio Pérez lo confirmaba: «Para que se acaben las querellas tendrá que enviar a su hermano».

Ya era abril cuando el rey lo llamó: «Iréis a Granada. Es lo que he decidido después de mucho pensarlo». Hablaba como si se tratara de una cuestión de rutina. «Todo se hará para que tengáis los apoyos y los recursos necesarios.» Respondió las frases más banales de gratitud. Le besó la mano y salió apresurado.

Eran muchos los condicionamientos y limitaciones con que iba. Luis Quijada estaría a su lado en todo momento, debía consultar con él y oír los pareceres de los marqueses, del Presidente, de los consejeros. Vendría desde Italia con las galeras Don Luis de Requesens; debía permanecer en Granada y no tomar parte en la acción. Su primer sentimiento fue de indignación. «Se me cree un incapaz.» Le imponían un papel pasivo de retaguardia. «Esto es una humillación.» Trabajo le costó a Quijada convencerlo de que no protestara. «Comprendo lo que sentís, pero es vuestra oportunidad.

Yo conozco a Vuestra Excelencia y tengo plena confianza. Será cuestión de tiempo para que se muestre quién sois. En Granada están esperando al hijo del Emperador.

Lo conocerán en su momento. No antes. No hay que forzar los pasos ni los tiempos…

Paso corto y mirada larga.» Tardaron días en los preparativos para la salida. Iban y venían mensajeros de la Corte a Granada llevando y trayendo órdenes e informaciones. "Su Majestad ha tomado empeño en prevenirlo y ordenarlo todo», le decía Quijada. Con quiénes iba a viajar, quiénes y cómo debían recibirlo en la ciudad, la forma en que debía funcionar el Consejo que lo iba a asesorar. "No voy a la guerra, sino a la retaguardia, con las mujeres y los niños.» «Vais a ser la persona del rey allá.» «Saldremos mañana», anunció Quijada, «os están aguardando». Preguntó con mal humor: «¿Quién? ¿El Consejo de Tutela?».

A lo lejos, agrupada entre los montes, se divisaba la ciudad. «¿Cuáles son aquellas torres? Altas son y relucían.«Quiroga musitaba a su lado el viejo romance. Había emoción en todos por la llegada a la legendaria ciudad. Acamparon cerca para preparar la entrada solemne. El primero en presentarse con un numeroso séquito de guerreros fue el marqués de Mondéjar. Se había adelantado a todos para ser el primero en hablar con Don Juan. Viejo, canoso, firme y rudo, le advirtió en los ojos el desasosiego de verlo tan Joven.

«Señor, os traigo buenas noticias de la guerra.«Se encerró con él, con la sola presencia de Luis Quijada. Le fue refiriendo el desenvolvimiento de la campaña. Quijada le hacía preguntas sobre la disposición de las fuerzas y la situación. «Los conozco muy bien y sé mejor que nadie cómo tratar a los moros en paz y en guerra. Tengo tres vidas luchando con ellos: la de mi padre, el conde de Tendilla, que recibió el gobierno de Granada de manos de los Reyes Católicos, la mía, que ya es larga, y la de mi hijo el conde, que ha crecido entre ellos.«Refería una guerra suelta, sin frente de batalla, que se libraba al mismo tiempo en muchos puntos separados. Afirmaba que los moros alzados estaban vencidos y que habían fracasado en su empeño. «Ahora es cuestión de tiempo y de habilidad, para que todos se vayan rindiendo.«Refirió las rivalidades entre los jefes de la revuelta. Tenía rivales Aben Humeya, nombró a Aben Aboo, que conspiraba para sucederlo, y Aben Faraz, que hacía gestiones secretas para entenderse con los cristianos. Mondéjar afirmaba que ésa era la forma apropiada para acabar, con poco costo, con la insurrección. «Hacer otra cosa seria imprudente y costoso, pero Vuestra Excelencia va a encontrar pronto quiénes son partidarios de una acción decisiva y arriesgada.«Había dicho «Excelencia«.

El marqués regresó a la ciudad para volver con el cortejo del recibimiento.

Fue larga la ceremonia de la entrada. El Presidente de la Audiencia, el Arzobispo, los comandantes de los ejércitos y filas de jinetes y lanceros. Don Juan se había vestido con todo lujo y a caballo, a la cabeza del cortejo, recibía los aplausos de los habitantes agolpados en las calles y asomados a los balcones y azoteas.

Paseaba la mirada sobre la multitud. Sintió la mezcla de hostilidad y entusiasmo.

Había miedo y odio en muchas de aquellas expresiones. «Si supiera siquiera cuáles son los enemigos«, pensó.

Luego vinieron los saludos en el Palacio de la Audiencia. Lisonjas, secas reverencías. en un anuncio de disimulos y amenazas. Se repetía el nombre del Emperador.

“EI hijo del Emperador…”.La garantía de la victoria.» «Ahora si vamos a vencer.«Desde los primeros contactos se dio cuenta de la pugna de opiniones sobre la forma de llevar la guerra. Los que estaban de acuerdo con las astucias de Mondéjar y los que apoyaban la acción directa que preconizaba Los Vélez.

La guerra se prolongaba y se disolvía en pequeños encuentros y escaramuzas, se perdía en los vericuetos de los montes. «Si esto se prolonga se va a dar tiempo para que los moros de África envíen socorros y para que las galeras del Sultán de Turquía desembarquen en algún punto de la costa.«Un gran vocerío llegó de la calle, eran gritos, invocaciones a Dios, lamentos clamorosos. Salió a la puerta. Era una muchedumbre de mujeres enlutadas y niños. «Justicia, señor, justicia para las victimas y castigo para los culpables. Han matado a nuestros maridos, a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Han profanado nuestras iglesias. Castigo para esos perros.» El clamor se calmó al ver a Don Juan. «He venido a hacer justicia, a proteger a los inocentes y castigar a los culpables. Tengan confianza en mí.» Cuando al fin quedó solo, su primer impulso fue ponerse a la cabeza de las tropas y salir a la campaña. Ya sabia que el rey no quería nada de eso. «Tenéis que acatar la voluntad del rey y mostraros obediente.«Las primeras impresiones que le transmitió Quijada sobre la situación militar eran malas. «Nunca he visto nada parecido. No son soldados estos malditos, tanto los aventureros como los de la ciudad no tienen ni han tenido nunca orden, no son gente de guerra, ni piensan en pelear, sino en robar a Dios y al mundo. Desorden tan grande no se ha visto jamás. Estos no son soldados, ni tienen capitanes, ni oficiales. Ladrones y bandoleros son, que no piensan sino en coger botín, saquear casas y marcharse cargados de sus robos. Así nada se puede hacer, por ruines que seamos nosotros más lo son ellos, Si quisiéramos ser un poco hombres de bien.» Pronto llegó la peor de las noticias. La flota con refuerzos que venia de Marsella al mando de Don Luis de Requesens fue deshecha por un terrible temporal. La costa quedaba desguarnecida y abierta a las invasiones.

La ciudad no era segura, en cualquier momento los moriscos del Albaicín, con la ayuda de los insurrectos, podía atacarla e invadiría. En uno de los primeros Consejos. Don Juan propuso expulsar los moriscos del Albaicin y distribuirlos por los reinos de España. Se resolvió lo que tenía que resolverse. Consultar al rey para que él tomara la decisión definitiva. No había otra cosa que esperar.

Había llegado María de Mendoza. Permanecía recluida en las habitaciones interiores del palacio. Había tomado el gusto de vestirse a la morisca y hostigaba a Don Juan con sus preguntas.»¿,Por qué no sales a la cabeza de las tropas a acabar con los infieles?» Con el propio Luis Quijada la relación había cambiado. Parecía haber dejado de ser aquel padre comprensivo para convertirse en un vigilante. «Eso no se puede», «hay que esperar»,»el rey no estaría de acuerdo», «hay que tener calma, el momento llegará».

Entre los señores que frecuentaban el palacio estaba Don Diego Hurtado de Mendoza. Pulcro, con su cuidada barba blanca, discreto, sabio. Con frecuencia Don Juan lo buscaba para preguntarle sobre sus muchas experiencias desde los tiempos del Emperador en la Corte, en el Gobierno, en las Embajadas, junto al Papa, sobre Italia y los Países Bajos. De lo contemporáneo se escapaba pronto hacia la Antigüedad.

«Todo lo que un capitán tiene que saber sobre la guerra está en los Comentarios de Julio César.» Recitaba en solemne latín, casi litúrgico, midiendo el tiempo de la cláusula con el movimiento de la mano, pedazos que Don Juan oía sin entender. «Todo está allí y sobre todo el ejemplo insigne de aquel hombre sin par, guerrero, político, gran prosista. Era capaz de hacer las más grandes hazañas y de luego narrarlas en las más precisas y bellas palabras.» Más se interesaba Don Juan por los detalles de la enredada intriga política que Don Diego había conocido en sus Embajadas en el Vaticano y en Venecia. «Termina uno por no saber lo que significan los vocablos, ni con cuál propósito se dicen; es como una esgrima en la oscuridad.» La guerra, con todos sus ardides era un juego más claro.

Por lo menos se sabia pronto el resultado.

Sentía ansiedad y alivio en oír de Don Diego el maravilloso cuento de los orígenes de España. «El primer conquistador de España fue Baco, a quien, por otro nombre, llamaban Libera. Iba a completar la conquista del mundo en Occidente. Con él vinieron los persas, iberos y fenicios, naciones de Oriente. Se llamaba también Dyonisio.

Traía un capitán que se llamaba Luso, de donde viene Lusitania, y un secuaz llamado Pan, hombre áspero y rústico; éste fue el que le dio el nombre a toda España. "Panios"

quiere decir cosa de Pan, el "hi" es el articulo, de modo que "Hispano" es lo mismo que tierra de Pan. También vino dos veces el que dicen Hércules. De allí viene el nombre de Sevilla, de la segunda vuelta de Hércules, "palin" quiere decir en griego otra vez y "li" el artículo, de allí salió "Hispalis".» El remoto pasado se volvía prodigioso cuento de héroes y dioses. Hasta los godos y los árabes. «Hasta esta lucha en que estamos ahora en busca del triunfo por vuestra persona que tiene la obligación de las victorias del padre. Vieja guerra y victoria dudosa que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos a quienes Dios quería castigar.»

Desde Granada se sentía la guerra lejos. Había que meterse en los montes, en las veredas de la sierra, en aquel macizo vertebrado como un carapacho de res que se extendía hasta Almería y el mar.

Era el mundo de los guerreros de Mondéjar, de Los Vélez, de todos aquellos capitanes que volvían a Granada o salían de ella. En Granada no había sino la Cancillería, el Arzobispado, el tenue comando. Noticias tardías que llegaban y órdenes tardías que salían.

Las noticias eran contradictorias, se hablaba de una victoria decisiva y resultaba apenas una escaramuza, a veces las noticias del frente no llegaban directamente sino dando vuelta por Madrid. Era el rey, o Ruy Gómez, o Antonio Pérez, quienes escribían impartiendo instrucciones y consejos.

Cuando se reunía el Consejo era para no ponerse de acuerdo, para terminar la discusión mirándole la cara. Aquella cara de impaciencia y de disgusto.»Para esto no hacía yo falta aquí.› Maria de Mendoza lo acosaba; para colmo, le había anunciado que estaba preñada. Con disgusto le ordenó que no se lo dijera a nadie. Para eso habría venido con tanta fanfarria. «Hay alguien, Don Luis, que me pide cuenta todos los días, sin palabras. Nada puedo responderle a él para justificar esta indecisión, esta indigna retaguardia, este papel de cobarde que me hacen desempeñar.» A veces María lo sorprendía hablando a solas con aquella invisible presencia. «No me pidas cuenta, no soy nadie, no soy el rey, no soy el jefe, no me han dado poder ninguno. Me han puesto aquí para irrisión, para presidir consejos que nada resuelven, para recibir quejas y peticiones, para pasearme ante la gente como una imagen de procesión.» Oía al Licenciado Muñatones, con el parche negro de su ojo tuerto. No podía verlo sin acordarse malévolamente de la princesa de Éboli. «Su majestad os ama mucho para exponeros inútilmente.» Llegó la horrible escena de la primera expulsión de moriscos de la ciudad. El rey la había autorizado por fin. «Bajo ninguna circunstancia debe despoblarse un reino», había dicho Mondéjar.

Millares de viejos, mujeres y niños, sacados de sus casas, se habían hacinado en la plaza. Las autoridades eclesiásticas, con sus cruces y pendones; las tropas tendidas, un redoblar fúnebre de tambor. Resonaba la algarabía. «Nos llevan a matar. Nos van a degollar a todos como carneros. Queremos morir en nuestras casas.» Don Juan salió a presidir la triste escena. Ahora era él a quien se dirigían las súplicas. Trató de alzar la voz en el clamor. «No los van a matar. Es la voluntad del rey.

Van a otras tierras, donde vivirán mejor y más tranquilos.» «Ésta es nuestra casa, ésta es nuestra ciudad, somos de aquí, no recordamos haber vivido nunca en otra parte.

Aquí están los huesos de nuestros muertos.» Entre las filas de soldados fue bajando hacia la Vega el rebaño humano. Don Diego Hurtado, en su modo peculiar, dijo más tarde algunas oscuras palabras. «Ésta ha sido su patria por más de setecientos años. Los intrusos somos nosotros. Fueron ellos los que hicieron todo lo que aquí hay. Los palacios, las acequias, los muros, la tierra cultivada. ¿Quién lo va a hacer ahora?» En algún recoveco de las Alpujarras estaría Aben Humeya, con sus guerreros y sus alfaquíes rezanderos. Era el soberano de una dinastía más vieja que la de Don Pelayo. Podía desafiarlo a un combate singular y decidir en un solo duelo personal aquella lucha. Don Luis Quijada sonrió paternal: «No sería aconsejable, señor. Este no es un rey, a lo sumo un cabecilla. Cuando Su Majestad Imperial desafió a Francisco 1, era el rey de Francia a quien desafiaba para poner fin a una guerra entre dos grandes reinos cristianos. Éste no es el caso ni puede serlo».

Las noticias repetían la misma exasperante incertidumbre. Se había derrotado a los moriscos en un punto cuando, simultáneamente, había sido necesario retirarse en otro. Quijada se exasperaba. «Qué clase de jefes son estos que no logran poner orden en su gente. Qué clase de tropas. No son soldados, señor, son ladrones y pandilleros, saqueadores, buscan el botín y huyen. Los batallones se hacen y se deshacen como tropeles de cabras espantadas.» Pasaban los meses y la guerra seguía estando lejos, en aquellos nombres del mapa que le señalaban sobre la mesa. En agosto Los Vélez derrotó a Aben Humeya en Béjar.

Había logrado huir y se estaría rehaciendo para recomenzar. En septiembre el rey llamó al marqués de Mondéjar a Madrid. Quedaba el campo libre para el marqués de Los Vélez. En octubre llegó la noticia de que habían matado a Aben Humeya sus propios hombres. Era la traición por la sospecha de la traición. Gente de su tío Aben Aboo lo había estrangulado y decapitado y luego arrojaron el cuerpo a un basurero. Quijada opinaba que con el nuevo rey la guerra debía hacerse más dura y sangrienta.

«Yo no voy a soportar ni un momento más esta situación», le había dicho a Quijada.

Las cartas que recibía del rey no variaban de tono, siempre era el mismo mensaje prolijo, con muchas recomendaciones de prudencia. Las cartas de Ruy Gómez eran más directas y le daban pie para mejor esperanza. Las de Antonio Pérez, siempre acompañadas con algún pomo de perfume o algún pañuelo de batista, le hablaban sobre todo de la Corte. Ya era un hecho el nuevo matrimonio del rey con su sobrina, Doña Ana de Austria. «Ahora no están para guerra, sino para bodas y tornabodas.» A veces se deslizaba un recuerdo: «Doña Ana, mi señora, no os olvida».

Para noviembre llegó la esperada decisión. El rey lo autorizaba a salir a campaña pero bajo un pesado fardo de recomendaciones y limitaciones. Debía aconsejarse con Don Luis Quijada, con el Comendador Mayor Requesens («¿es mi teniente o es mi jefe?»), con todo aquel numeroso y variado conjunto de rivalidades. Don Luis trataba de sosegarlo. El rey no quería que se expusiera, no sólo por cuidado de su persona, sino también de su prestigio. («No confía en mí, no me cree capaz de comandar efectivamente. «) Había que planificar la campaña, escoger los sitios y las rutas, preparar los encuentros, contar con todas las garantías de triunfo. («Parece que voy a un desfile de honor y no a la guerra.») Decidió hacer una primera salida contra el cercano poblado de Guéjar. Se dividieron las fuerzas en dos cuerpos para converger finalmente en el ataque al poblado. Una bajo el mando del duque de Sesa y otra bajo su jefatura personal. Salieron en la helada noche de diciembre rumbo al Este, marchando en silencio, bajo la dirección de los guías más expertos. Marcharon por horas, torciendo a un lado y otro, en busca de las luces del poblado. Llegó la hora convenida pero no se vislumbraba el lugar. Los guías daban contradictorias explicaciones. Don Juan, exasperado, pedía acelerar el paso. La noche se fue en la marcha. Ya amaneciendo llegaron al poblado para hallar que las fuerzas de Sesa habían tomado el pueblo. «Buen papel me han hecho hacer›~, dijo con furia.

Ahora la guerra era suya. Mondéjar estaba en Madrid, a Los Vélez lo encontró en Huéscar. Venia de vuelta, mohíno y soberbio. Se le veía el disgusto. A las ofertas de Don Juan de contar con él para todo, replicó orgulloso: «Yo soy el que más ha deseado conocer de mi rey un tal hermano y quien más ganara en ser soldado de tan alto príncipe; mas, si respondo a lo que siempre profesé, irme quiero a mi casa, pues no conviene a mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra».

Fuera de Luis Quijada ya no quedaba nadie que le pudiera poner reparos o contrariar sus intenciones. El mismo Quijada había cambiado de tono.