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Vas a triunfar.» Al oírlo sentía temor. «Es demasiado lo que se espera de mí. Cuando lo pienso, me asusto.» «No puedes dudar, es Dios quien te ha escogido para esto. No estás solo, toda la gente reza y espera por ti, cuentas con el Papa, con el rey, con todos los cristianos. La sangre del Emperador está en ti. Nadie más podría hacerlo. No debes dudar.» El viejo conde de Priego había regresado de Roma de llevar los saludos al Papa y traía un insólito mensaje. Le decía que por hijo lo tenía, que se apresurase a luchar porque en nombre de Dios le aseguraba la victoria y que para su honra y acrecentamiento le prometía el primer reino que se conquistase al Turco.
Quedó como aturdido. «Vuelve a repetir el mismo anuncio de un reino que hizo cuando escribió a Barcelona», le comentó Juan de Soto. Ya no le cicatearían el título de Alteza, seria Su Majestad, el rey. ¿El rey de dónde? De Chipre, acaso, de Creta o de Grecia entera, como Alejandro. Era el propio Papa, el que ungía los reyes, quien lo designaba así. No era el Papa sólo quien podía hacerlo rey. Estaba también aquel hombre desconfiado del Escorial, estaban los intrigantes de la Corte, estaba… -vaciló antes de nombrarlo-Antonio Pérez, estaban los venecianos y estaban todos los que tenían ambiciones o pretensiones sobre las tierras a conquistar.
El tiempo se iba. Fueron breves y apretados los días de Génova. Para despedirlo, Gian Andrea Doria dio un baile de máscaras en su palacio. Nunca había visto nada semejante. Las salas se llenaron de invitados. Los altos dignatarios con sus condecoraciones, bandas de honor y algún discreto antifaz sobre los ojos, pero casi todos los demás, hombres y mujeres, llevaban los más lujosos e imaginativos trajes, abundaban los disfraces de turco con sus inmensos turbantes, los personajes de fábulas y de los romances, Tisbe, Lucrecia, Mesalina, Orlando, Medoro y Angélica, las ninfas y las diosas de la Antiguedad, Cleopatras y Didos de todas las edades, Jasones y Ulises, Tristán, Galaor, el rey Arturo, la reina Ginebra, Isolda, Amadís de Gaula, Mariana, la reina de las Amazonas, algunos falsos jorobados. algún diablo, alguna Juno, varias Aspasias y Dianas y una figura de la muerte, con la osamenta blanca pintada sobre el traje negro y una guadaña al hombro.
Don Juan estaba vestido como un pájaro de prodigio, capa dorada, jubón rojo, toca negra con diamantes y plumas blancas, calzas rosadas y un breve antifaz que se quitaba y ponía sobre la cara con rápidos gestos.
Ya tarde se le acercó Requesens: «Vuestra Excelencia debe recordar que vamos a salir mañana para Nápoles».
Después de nueve días de navegar hacia el Sur, a la vista de la costa italiana, la flota entró en la ensenada de Nápoles. Las luces de la ciudad se extendían hasta las faldas del Vesubio con el penacho de su fumarola encendida.
Fue larga y bulliciosa la ceremonia del desembarco al día siguiente. Don Juan vistió de escarlata. Lo esperaban todas las autoridades y una inmensa muchedumbre que rompió en gritos de entusiasmo. A la cabeza, imponente, ceremonioso, sólido y seguro en su capa roja, estaba el virrey, Cardenal Granvela. Saludó con pomposa dignidad, pero desde el primer momento Don Juan advirtió una reticente distancia. Conocía la leyenda de Granvela, astuto político, hombre de mundo y de poder, refinado amante de la vida y de las letras, de atuendo principesco y gustos suntuarios, buen catador de vinos, admirador de bellas mujeres y muy hábil en la intriga palaciega. Pasaba del italiano al español y, a veces, soltaba alguna palabra en su flamenco nativo.
Desde el primer momento le anunció que tenía del Papa la misión de entregarle en una gran ceremonia religiosa el estandarte de la Liga Santa y el bastón de Generalísimo de las fuerzas cristianas.
Mientras el séquito se dirigía a Castel Nuovo; residencia de reyes, la muchedumbre aclamaba a Don Juan. Bajo los balcones del palacio se congregó la multitud y Don Juan tuvo que asomarse varias veces a saludar. «Esta es gente alegre, fácil y no muy fiable», le había advertido Granvela.
Desde el primer día se reunió con el virrey y los consejeros para hacer cuenta del estado de los preparativos. Los millares de hombres, el número de galeras, el inventario de las armas, las municiones y las vituallas. Parecía faltar muy poco. Granvela se mostraba preocupado por lo avanzado de la estación. Se hacían cálculos de la fecha en que se podría partir con la flota combinada desde Messina en busca de las galeras del Sultán hacia el Este. «De ahora en adelante cada día es precioso. Ya septiembre es tarde y octubre seria muy riguroso.» A veces sentía física la pesantez de aquel inmenso cuerpo extendido por tierras y aguas de soldados y barcos que no terminaban de ponerse juntos.
Fue aparatosa la ceremonia en la Iglesia de Santa Clara. Don Juan salió del palacio vestido con sus arreos de guerra, la coraza labrada en oro vivo relampagueaba en el duro sol del verano.
A la puerta del templo lo aguardaba el Cardenal Granvela en todo el esplendor de sus ornamentos, apoyado en su alto cayado de metal dorado, la mitra le daba más imponencia y la barba blanca muy cuidada se abría sobre el pecho y la cruz de oro.
Parecía sentir que era él mismo y nadie más quien iba a encomendarle a aquel joven el mando efectivo para la gran cruzada. Entre el trueno de los órganos y las voces de los coros llegaron ante al altar mayor. Allí se desarrolló el ritual. Hubo sermón, mensaje del Papa, exaltación de la gran misión redentora que iba a poner fin al abominable dominio de los turcos en el viejo mar, pasaban evocaciones de Jasón y de Eneas, de la tierra de Jesús y de un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan.
Granvela tomó del altar el bastón de mando. Consistía en tres varas unidas por lazos de oro. Los tres mandos juntos del Papa, Venecia y España. Lo alzó como una joya sagrada. Tomó tiempo para dejárselo en las manos. Don Juan lo apretó con fuerza y sintió un vaho de calor que le subía hasta la cabeza. Era aquello el mando supremo que ahora estaba en sus solas manos. Paseó la mirada por los rostros expectantes o curiosos y levantó el bastón en alto, al tiempo que un gran clamor subió de todas las bocas. Luego vino la entrega del gran estandarte plegado. Seguido del gentío, Don Juan emprendió la marcha hacia el puerto. Así llegó al costado de la Galera Real. De inmediato comenzó la maniobra de izar el estandarte hasta que del largo de sus siete metros comenzó a flotar en la brisa sobre la galera. Era de un brocado azul y tenía en el centro un crucifijo, orlado de adornos de oro y plata, debajo las armas del Papa con las del rey de España y las de la Señoría de Venecia. Comenzaron a tronar los cañones de las galeras y de la costa.
Desde los días de Génova había escrito y recibido cartas de García de Toledo, marqués de Villafranca, que ya viejo y achacoso estaba en Poggia tomando baños sulfurosos. El viejo marino conocía la guerra en el Mediterráneo como nadie; desde los tiempos del Emperador había combatido con los turcos con buena y mala suerte y se sabia todos los lances posibles y las experiencias del combate de galeras. Aconsejaba prudencia, temía lo avanzado de la estación para iniciar una campaña y de muchas maneras parecía desaconsejar arriesgarlo todo en una acción decisiva contra los turcos.
Lo irritaba aquel razonar frío y lejano de la letra escrita. «Puede que tenga razón, pero ya en la situación en que me hallo no hay tiempo ni para rectificar ni para aguardar a mejor época.» En sus cartas cargadas de reminiscencias de viejas campañas aludía con frecuencia a Carlos V. Era como si el hombre de Yuste le dirigiera consejos. «Es bueno ser prudente, pero no hasta la indecisión, Juan de Soto.» Luego, para darle ánimo y para aplacar las dudas: «Yo sé lo que él hubiera hecho en mi caso. Una cosa es aconsejar con toda la prudencia imaginable y otra cosa muy distinta es tener la responsabilidad de comandar una armada hasta la victoria». Instintivamente tomaba el bastón de mando y se lo ponía ante los ojos, como un talismán. Era para eso que lo habían puesto allí, para comandar y decidir, para llevar hasta su término triunfal la temible campaña.
«Es ahora o nunca, con buen o mal tiempo, con todas las ventajas o sin ellas, que se va a decidir el destino.» Llegaban tardías noticias de las actividades marinas de los turcos. La formación y preparativos de la Liga Santa y su concentración de naves había dejado desamparado el ancho mar. Desde el Egeo hasta el Adriático las galeras de Selim atacaban puntos, tomaban presas y se sentían dueños de la situación. Chipre parecía condenado y se esperaba de un momento a otro su rendición. Se sabia que el Sultán, conocedor de los preparativos cristianos, organizaba sus fuerzas de mar, armaba galeras apresuradamente y preparaba tropas. El más famoso de sus halcones de mar era el renegado Uluch Ah, que gobernaba a Argel, tiñoso, torvo, cruel y supremamente hábil en la guerra naval, a quien los españoles llamaban El Uchali. antiguo cristiano, antiguo galeote, a fuerza de valor, inteligencia y audacia había surgido hasta convertirse en el más temido corsario del Mediterráneo y en señor de Argel. Había también los altos comandantes, los bajás del mar. que desde Constantinopla dirigían la formación y las operaciones.
Ah Pachá era el almirante de la t'lota. Se sabia que el grueso de aquellas fuerzas estaba concentrado cerca de Corfú, entre el Adriático y el Golfo de Corinto.
Eran varias las opciones que se ofrecían a los cristianos. En las últimas reuniones del Consejo en Nápoles, con Requesens, Santa Cruz. Doria, Cardona y las cartas de García de Toledo, se confrontaban opiniones y criterios. Se podía ir al encuentro de la flota turca para una acción decisiva, que era lo que Don Juan quería, o. por el contrario, realizar operaciones parciales que reforzaran la situación cristiana, en preparación de un futuro encuentro decisivo. Se podía tomar a Túnez, que era lo que preferían desde Madrid, liberar a Chipre. que era lo que deseaban los venecianos, tomar Argel o bloquear los Dardanelos.
Tampoco coincidían los informes y cálculos sobre la fuerza turca. Las estimaciones fluctuaban entre 150 y 300 galeras. Cada barco espía traía una información diferente.
Para el 20 de agosto todo estaba listo para la partida. La bahía rebosaba de galeras y las galeras rebosaban de hombres. El último en subir a bordo fue Don Juan con sus consejeros inmediatos. De pie sobre el puente sintió el empuje poderoso de los remeros. Entre el retumbar de las salvas lo envolvía el clamor de los soldados que lo veían como una imagen sobrenatural bajo el inmenso estandarte desplegado con su Crucificado que parecía nadar y ocultarse en el viento.
Ya en la cámara, solo, se puso a hablar consigo mismo: "Ahora soy yo y más nadie el responsable de todo. De ahora en adelante no debo cuentas sino a Dios. A Dios y al Emperador. Es él quien me ha puesto en esta situación y es a él a quien debo responder. No por boca del rey y de los cortesanos, no por un papel firmado, sino por mis propios hechos voy a demostrar quién soy. No puedo defraudar al Emperador.
Debo demostrar que soy de su propia sangre. Ésta será mi prueba suprema y final".
El mal tiempo se nos viene encima.~ Era lo que decían todos mientras navegaba la flota hacia Messina. El cielo cubierto de nubes grises se reflejaba en un mar descolorido. Un viento frío del Norte empujaba las velas y afligía a los homnbres. Don Juan evitaba comentarlo. A veces algún viejo marino se atrevía a decir: "De ahora en adelante no hay que esperar sino tempestades. El tiempo de la guerra es el de las flores".
Cuando se aproximaron al puerto de Messina vieron con sorpresa un grupo de embarcaciones pintadas de negro. No podía ser de peor anuncio para tantos hombres supersticiosos. A medida que se acercaron se precisó la visión. Eran galeras enlutadas.
"Color de muerte, color de infierno." Algunos se persignaban disimuladamente o hacían los gestos tradicionales para conjurar la mala suerte. "Se nos ha venido a reunir la tiota de Aqueronte. Pocos rieron el chiste de Juan de Soto. Los cascos, las velas, las jarcias eran negras, sobre las insignias y las banderas había crespones de luto. "¿Qué significa esto?", se preguntó Don Juan, sin hallar quien pudiera responderle.
Al desembarcar en medio del gran séquito de altos funcionarios y jefes de la flota, le informaron. Eran las naves pontificias de Marco Antonio Colonna, que al recibir la noticia de la muerte en Roma de una hija, enloquecido de dolor, había ordenado cubrir sus barcos de aquel luto ominoso. Allí estaba, más cerrado de negro que sus barcos, los ojos enrojecidos del llanto, la palabra convulsa. "Señor, dura prueba me ha mandado Dios, pero no flaquearé." "De eso estoy seguro."
La recepción fue clamorosa, más acaso que en los otros puertos. Habían levantado un inmenso arco de madera en el propio embarcadero, sobre la puerta central se alzaba ulla estatua improvisada de Don Juan, gigantesca, con un enorme bastón de mando y la cabeza deformada por la altura.
Allí le saludaron los venecianos. El viejo Santiago Veniero, marino, diplomático, jurista, hombre curtido en intrigas, conflictos y guerras. Junto a él Barbarigo y Qumrmnm.
El saludo fue frío y las palabras reticentes. Tenían un mes esperando en Messina, estaban escasos de hombres y de vituallas. "Ya desesperábamos, señor." "Lo lamento, pero ahora vamos a ganar todo el tiempo perdido."
¡Sintió que Veniero lo escrutaba como un chalán a un caballo de feria.
Después que terminaron los saludos, Don Juan se quedó en el palacio con sus alíegados. Comenzó a enfrentar aquella nueva realidad. Faltaban todavía barcos y fuerzas por llegar, no sólo las galeras venecianas, sino también las del Papa, y las otras estaban escasas de remeros y soldados. "La verdadera batalla la vamos a tener aquí", dijo en conversación con Requesens y Juan de Soto. Requesens, muy sereno y firme, había dicho que en aquellas condiciones no se podía enfrentar a las fuerzas otomanas. Las noticias que llegaban de exploradores y de naves mercantes eran que los turcos reunían su flota hacia la costa griega y el Adriático, tal vez en el Golfo de Corinto, que eran muchas naves muy bien armadas y provistas de soldados. Se tenía noticias de ataques y asaltos aislados a ciudades e islas, en Corfú, en Cefalonia. Entraban, quemaban, profanaban las iglesias, pisoteaban las cruces y las hostias y se sentaban insolentemente sobre los altares. "Los ojos cobardes aumentan y multiplican. Hay que ver esas cosas con serenidad."
Se iba a celebrar el Gran Consejo en la Galera Real, con los comandantes, los capitanes, los jefes de tropas; presidiría el Nuncio de Su Santidad, que iba a llegar con bendiciones, promesas y exhortaciones del Santo Padre. A su lado estaría Don Juan.
Le llegaban informaciones contradictorias sobre las posiciones que podían adoptar los distintos jefes frente a la decisión española. No se estaba seguro de la actitud que adoptarían Veniero, ni Doria, ni tampoco Colonna.
Juan de Soto le entregó una carta del duque de Alba, de Flandes. El viejo soldado le escribía con un tono casi paternal: "Antes de proponer las materias en Consejo conviene mucho platicar familiarmente con cada uno de los consejeros, encomendándose el secreto, y saber su opinión, porque de esto se sacan muchos provechos, que al que V. E. hablare en esa forma se tendrá por muy favorecido y agradecerá mucho la confianza que de él hace; el tal dirá libremente a y. E. lo que entiende…; en el preguntarles y oírles particularmente V. E. no debe declarar con ninguno de ellos su opinión, sino con aquel o aquellos con quienes 5. M. hubiera ordenado a V. E. tome resolución». También le aconsejaba no permitir debates en el Consejo, porque seria en desmedro de su propia autoridad.
Fue lo que se puso a hacer con toda diligencia. Oía las opiniones sin expresar la suya, pero dirigiendo hábilmente con apoyaturas o reservas la opinión del otro. "Esto es reservadísimo y secreto entre usted y yo para poder formarme un mejor juicio de lo que convenga hacer.» Pudo darse cuenta de las dudas, las reservas y la variedad de opiniones. Había quienes pensaban que era ya tarde para librar una batalla decisiva y que más valía realizar algunas operaciones locales que debilitaran al Turco para un encuentro definitivo en la primavera próxima. Había opciones obvias: ir a socorrer a los sitiados y maltrechos defensores de Famagusta para recuperar a Chipre; tomar algunas bases en territorio griego para reducir el espacio del Turco o aquella otra que evocaba la gloria de Carlos V, tomar a Túnez y, tal vez, a Argel, y hacer seguro para siempre el Mediterráneo del levante. Muchos no tenían criterio definido y era más fácil llevarlos a una posición favorable a la decisión en una gran batalla. Los más resueltos, fuera de los españoles, eran los venecianos, que se sentían burlados y amenazados por la política del Sultán Selim y los pontificios de Colonna.
Llegó el Nuncio Papal, Monseñor Odescalchi, con gran acompañamiento de prelados, frailes y monjas. Traía reliquias y bendiciones del Papa. Era hombre solemne y teatral, de amplios gestos y voz grave y pastosa, que era difícil saber si hablaba, oraba o salmodiaba. Con la presencia del Nuncio, tomó otra dimensión la espera. Se inició una serie de ceremonias religiosas, sermones, penitencias, confesiones y comuniones multitudinarias en la que participaban todos, soldados, marinos y habitantes de Messina. Los coros de la iglesia impetraban el favor de Dios. Se declaró prohibición de blasfemar, de embriagarse y de llevar mujeres a bordo. A todos llevaba el Nuncio su prédica encendida de que se trataba de una empresa de Dios mismo. "Nunca, tal vez ni en las Cruzadas, hubo oportunidad semejante de servir al Señor.» A las nueve de la mañana estaban congregados en la cámara de la Galera Real cerca de setenta personajes. Jefes, capitanes, Maestres de Campo de los Tercios, y hasta algunos coroneles y oficiales medios. Finalmente entró Don Juan acompañado por el Nuncio, todos se pusieron de rodillas y desde la mancha roja de su capa el Nuncio regó bendiciones.
Hizo un breve saludo Don Juan y dio la palabra al Nuncio. Se extendió la cadencia grave de su voz. Exhortaba a salir de inmediato a derrotar el infiel y vengar tantos agravios hechos a la Cruz. Era Dios quien lo quería. Llegó un momento en que cambió de tono: "El Santo Padre asegura la victoria". Terminó de hablar y se hizo un silencio inerte. Los primeros en tomar la palabra apoyaban la posición del Nuncio. A veces asomaban la posibilidad de posponer el encuentro definitivo y de limitarse a acciones parciales que fortificaran la posición de los aliados para una futura batalla. Don Juan oía con fingida calma. Se alzó Doria, con toda la leyenda de su padre, era el más prestigioso marino de Italia, tenía experiencia propia y heredada sobre la guerra en el Mediterráneo; comenzó por proclamar, con un tono casi compungido, su acatamiento a las exhortaciones del Pontífice. Era ése el objeto y ninguno otro, pero tal vez no era aquél el mejor momento para realizarlo. Los pintores lo habían representado como Neptuno y algo de deidad pagana tenía en su figura. Podría limitarse la acción de aquel año a la toma de Túnez. Era hábil la propuesta porque tenía que caer bien en los oídos españoles. Afortunadamente, quien se encargó de replicarle fue Marco Antonio Colonna, con su cerrado luto y su cara de sufrimiento dijo que aquélla no era cuestión de ventajas y oportunidades, sino de la voluntad de Dios, era la ocasión tan esperada de exterminar el infiel. Grande seria la culpa de quienes, teniendo todos los medios para lograr aquel fin supremo, renunciaran a él por cualquier otra clase de consideraciones. Los venecianos lo apoyaron y entonces Dore Juan, con tono firme, dio por resuelta la cuestión. "Sólo queda aprestar la salida en busca de la victoria.» La resolución estaba tomada. "Ahora toda la responsabilidad cae plenamente en mi. Lo sé y me doy cuenta», le había dicho a Soto. "Es de todos, señor, y todos la compartimos.»Si la hora de la derrota llega, no estaré vivo para buscar justificaciones.» Su actividad se hizo febril. Se multiplicaban las reuniones, las visitas a los barcos, la recepción de informes y noticias de los turcos, muchas veces contradictorias y confusas.
Ya sabia con lo que contaba y veía las fallas. Más de 200 galeras, 6 galeazas y 24 naves, 26.000 soldados, unos 30.000 remeros. Era casi una ciudad grande como Sevilla puesta sobre embarcaciones. Una ciudad entera, sin mujeres y sin niños, puesta a una sola hora y a un solo fin. Lo que se sabia de los turcos fluctuaba continuamente.
Se estimaba de 250 a 300 galeras, que se concentraban en la boca del Golfo de Corinto.
"Va a ser allí, señor, donde fue la batalla de Accio que ganó Octavio y fundó el imperio más grande que ha conocido el mundo.» Faltaban hombres en las galeras venecianas y no parecía conveniente que cada flota quedara aparte. No fue fácil convencer al viejo Veniero; Barbarigo parecía más comprensivo. Iban a distribuir unos cuatro mil hombres de los tercios españoles en las galeras venecianas y pontificias, y en cada grupo irían naves de las tres procedencias.
Se discutió la formación a adoptar. García de Toledo había aconsejado adoptar una formación distinta a la tradicional. Hasta entonces los turcos siempre habían entrado en combate con sus galeras dispuestas en una línea curva y cerrada para poder envolver al enemigo por los extremos. Seria un error meterse en una formación lineal. Se decidió adoptar una formación en tres cuerpos principales. Una agrupación de centro, que llamaban la batalla, que dirigiría Don Juan desde la Real, un grupo a su derecha, formado por las naves bajo el mando de Doria, otra a la izquierda, con las venecianas bajo Barbarigo.
A uno y otro lado de la Real, en sendas galeras capitanas, irían Colonna y Veniero y también Requesens. Una ligera vanguardia que colocaría en plaza las seis grandes galeazas de Venecia y la retaguardia para atender a los puntos débiles, comandada por el marqués de Santa Cruz, Don Álvaro de Bazán. Alguien advirtió: "Será una formación como una cruz frente a la formación en media luna. Buen augurio».
Cada agrupación se distinguiría con un color de bandera. Verde las naves de Doria, amarillo las de Barbarigo, azul las de Don Juan y blanco la retaguardia. Por sus colores se agruparían en la formación. Verde, azul, amarillo y blanco, las grandes banderas al aire, los cuatro bloques enfrentarían la media luna de las galeras turcas en un duelo de fuego y de muerte.
Se revisaron las armas y los pertrechos, los cañones con sus pirámides de piedras y de balas, los arcabuces, las picas, los garfios y ganchos de abordaje, las redes para impedir el abordaje del enemigo, los dardos de fuego inextinguible, los remos y las velas.
Detrás de la avanzada navegarían las naves de Doria, cerca de 54 galeras con sus banderas verdes, luego las 64 azules de la batalla, con Don Juan, después las 30 de Barbarigo, con insignia amarilla y, por último, las 30 de la retaguardia con su insignia blanca. Cuando llegaran a la costa griega se habrían incorporado las que faltaban: serían entonces cerca de 250 galeras con cerca de 80.000 hombres.
En Messina Don Juan se fue haciendo más ensimismado y secreto. Ni su viejo compañero Farnesio lograba sacarlo de aquella quieta tensión y víspera sin término.
Faltaba poco para la salida cuando una mañana se presentó la tormenta. En el cielo oscuro el viento desgajaba las nubes, caía con furia la lluvia helada y el granizo y las embarcaciones saltaban y se embestían en la rada. Todo el día arreció el temporal.
En sus alojamientos los hombres pasaban las horas muertas hablando de naufragios y desastres, mientras los jefes callaban. Pasó todo el día, el siguiente y el otro, para e empezara a amainar. Para no dar tiempo al desánimo, Don Juan anunció la salida.