38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Estaban en todas partes, también en España, y podían estar allí mismo, en Villargarcia, ocultamente.

«Hay quienes le venden su alma por cosas materiales, hay otros que se la entregan, casi sin darse cuenta, arrastrados por el orgullo de saber más.» Le hablaba con pasión de los herejes, de los brujos, los nigromantes, y hasta los gitanos.

«Aquí en España ha habido muchos, desde los tiempos de los godos, en Toledo.» Le contaba cuentos de endemoniados y brujas. Le habló de un famoso doctor que hubo en Alemania, el doctor Fausto. Conoció gentes que lo habían conocido. Le vendió su alma al diablo y recibió el pago. Tuvo poder, sabiduría diabólica y el amor de las mujeres. Jeromín se asombraba. A ese precio era posible alcanzar todo. Don García le explicaba el horrible fin de aquel mal hombre. «Cuando se venció el plazo, vino el diablo a llevarse el alma del réprobo. Lo encontraron muerto, con la cara vuelta hacia la espalda.» Don García llegaba a preferir a los infieles. Por lo menos no engañaban a nadie, iban con el arma en la mano proclamando su falso profeta y se sabía dónde estaban y por dónde venían. Los peores eran los herejes de todas las pintas, judaizantes que fingían ser cristianos, falsos conversos, moriscos que simulaban haber cambiado de fe.

En la imaginación del niño se mezclaban y confundían las visiones terroríficas del fraile con las enseñanzas abiertas y simples del escudero. Galarza hablaba de compañías, de tercios, de fuego de arcabuces, de bombardas, de formas de ataque y defensa y, a lo largo del castillo, le mostraba las obras de arquitectura militar. Una fortaleza estaba hecha para no poder ser tomada sino por traición.

Había una geografía de la guerra que era a la vez la geografía de la herejía. Había visto en los mapas los sucesivos frentes de lucha. La religión era como un reino sitiado por enemigos poderosos. Había habido que replegarse en Alemania, en los Países Bajos, en Francia. España era como una plaza sitiada y el Emperador era el castellano. Fuertes líneas de defensa iban sucediéndose como en una suprema concentración de resistencia. Un día era Roma y había que tomarla contra el Papa mismo. El Emperador se había ido replegando a lo más seguro. Se iba a venir a España, y allí, rodeado de fortalezas y monasterios, llegaría finalmente al bastión central, donde estaría con Dios.

Las lecciones del Padre Guillén Prieto eran distintas. Con su hora aburrida de dictado y escritura, con su cantaleta de declinaciones latinas. Tantas formas distintas de nombrar la rosa o aquel catálogo de las maneras del silogismo. Jeromín se cansaba y se iba por la imaginación a otros sitios. Pero había también la hora de leerle los poetas, los que describían batallas y los que cantaban al amor. Y, sobre todo, había los libros de caballería. Amadís conquistaba reinos y servia a las princesas. Luchaba solo contra gigantes y encantadores. Vencía siempre. Hermoso, valiente, sin tacha. Su espada entraba en las filas enemigas como la guadaña en el trigo.

Lo mejor del día eran las horas del caballo. Cambiar del paso al galope y a la carrera, cambiar los aires a la voz del maestro, hacer vueltas rápidas y paradas bruscas.

Arrancar con la corta lanza en ristre contra el estafermo, tan rápido que el golpe del contrapeso no lo alcanzara.

Fue aprendiendo a conocer los caballos, sus humores, sus modos, sus pasos, sus avisos, el lenguaje de las orejas y de la cabeza. "Estás más para andar con los caballos que con los libros», le decían los clérigos.

En poco tiempo se había adueñado del castillo, conocía todos los lugares y todas las gentes. Los mozos de mulas, la gente de cocina, las criadas contadoras de consejas, las horas, los usos, los trucos para no ser visto o no ser llamado, las mañas y los hábitos de todos.

Pero sobre todo había aquella presencia que se hacia sentir constantemente y a la 'que nunca había llegado. Doña Magdalena le hablaba de él continuamente. "Cuando lo conozcas te va a gustar mucho.» Estaba en sitios lejanos acompañando al Emperador.

Galarza le contaba las guerras y las aventuras. Desde las batallas, hasta el crucifijo que iban a quemar los moriscos y que el señor, espada en mano, logró rescatar de las llamas. Aquel mismo crucifijo que ahora estaba en la cabecera de su lecho. O la herida que recibió en el asalto de Túnez junto al Emperador.

Se había ido habituando a aquella larga enumeración de los reinos del Emperador, tantos y tan distantes, hasta aquellas Indias del Mar Océano.

Había también los fantasmas de Villagarcía, los que surgían en la sombra del anochecer, los que arrastraban cadenas o lanzaban quejidos. Entrevistas formas de mujeres, de penitentes, de agarrotados. Las criadas les conocían las horas, los nombres y las peculiaridades. Andaban a media noche por los claustros, los caminos de ronda, las sombras de los muros. Cada uno tenía su propia historia. Llegó a aprendérselas más pronto que las de los libros que le enseñaba Don Guillén.

Hablaba con Doña Magdalena, le costaba trabajo acostumbrarse a decirle "tía».

«¿Me voy a quedar aquí para siempre?» Las respuestas no eran tan claras como él hubiera deseado. Faltaba por venir el señor de la casa. Le daba angustia lo que podía ser aquel encuentro. «¿Es mi tío?»

Entre las grandes presencias invisibles que poblaban Villagarcía, la más constante de todas era la del señor del castillo y esposo de Doña Magdalena, Don Luis Quijada.

En el anochecer o en la madrugada llegaban al castillo los correos con noticias que la señora comentaba y que luego recorrían toda la ancha casa hasta las cocinas. "Mi señor Don Luis», decía Galarza con reverencia.»El Mayordomo del Emperador», decía alguno de los clérigos. No faltaba un enano que dijera, para que lo oyera Doña Magdalena: "Bellas damas y buena cerveza hay en Alemania».

En la sala del estrado, Doña Magdalena se sentaba sobre cojines. Estaba aquel retrato, que Jeromín había mirado muchas veces, en traje de guerra, con ancha banda de seda terciada sobre el hombro, la mano izquierda sobre el pomo de la espada, media armadura, botas de gamuza, y la actitud de serena arrogancia de un hombre de mando.

Miraba al sesgo, con ojos grandes y un poco melancólicos, frente calva, cerrada barba negra y bigotes.

Su muda presencia continua iba siempre acompañada con otra mucho mayor y más imponente que no aparecía en ningún cuadro de la casa. Su Sacra y Real Majestad, el Emperador, el César, el rey más poderoso del orbe.

No pasaba hora sin que alguien lo invocara ante el niño. En los combates, en las grandes ceremonias palaciegas, en trato y disputa con los reyes de Francia y de Inglaterra, con los príncipes alemanes, con el Papa. "Dos veces desafió al rey de Francia a combate singular.» Era Galarza quien le describía cómo iba a ser aquel duelo insólito. Francisco 1 y Don Carlos, frente a frente espada en mano. Galarza describía cómo hubiera sido el ceremonioso duelo. Los reyes de armas, los testigos, los padrinos, los tiempos marcados de los asaltos. "Nuestro Señor hubiera vencido a aquel fanfarrón.» Las noticias que llegaban al castillo eran escasas pero muy comentadas. Las daba la señora, las repetían las dueñas, los capellanes, los escuderos y por último se disolvían y cambiaban de boca en boca de la gente de patio y cocina.

Un día anunciaron que había muerto la reina Doña Juana. Se asustó Jeromín. Doña Juana, la madre del Emperador. Debía tener tantos años como olvidos encima. Vivía recluida en el castillo de Tordesillas, con servidumbre, guardias y ceremonias tristes de reina loca. «Era ella la reina en propiedad y no Don Carlos.» Era la imagen del capellán, pero otra distinta surgía de los comentarios de dueñas y mujeres de servicio.

Estaba loca desde siempre, encerrada en una estancia oscura, tirada en un rincón. No hablaba, o decía cosas que nadie entendía. Y sin embargo era la reina. Era así de misteriosa la Gracia de Dios.

Un día llegó la más increíble noticia. El Emperador había abdicado en Bruselas.

Don Luis le había escrito a su tía. Doña Magdalena se encerró con sus damas a rezar con desesperación. Nunca se había oído nada semejante, nunca había ocurrido un cataclismo de esa magnitud. El Emperador por su propia voluntad se despojaba de su poder, dejaba las coronas de España, designaba los herederos y se despojaba de todo. En Bruselas, rodeado de magnates, de obispos, de príncipes, de gente asombrada, llorosa o llena de miedo ante lo nunca visto. Como si se hubieran derrumbado de golpe todas las torres y los muros de las fortalezas. Una peste sin nombre que mataba por dentro y cambiaba las vidas y las expresiones. Cosa grande, cosa increíble, cosa de fin de mundo. Se hacia la cuenta de su edad, de sus achaques, de los desengaños que lo atormentaban. Los luteranos malditos, los franceses falaces, el turco cruel que llenaba de velas el Mediterráneo, los pleitos de Italia. ¿Qué iba a quedar? Don Felipe el hijo, Don Carlos el nieto, el hermano Don Fernando.

El clérigo Guillén trató de explicarle aquel suceso nunca visto. "Los reyes están puestos por Dios y es Dios quien los puede quitar.» ¿Qué le habría dicho Dios al Emperador?

También regresaba Don Luis. Años tenía sin venir a sus tierras y sin ver a su mujer.

Todo entró en desatado movimiento. Limpiezas, arreglos, preparativos de toda clase.

¿Qué iba a hacer él? ¿Qué cara iba a poner el temido señor cuando lo viera por primera vez? «Él te conoce, te quiere y se preocupa mucho por ti, Jeromín.» La ceremonia del recibimiento fue preparada y ensayada. Cuando el vigía anunció que se acercaba la comitiva del señor, todos se dirigieron a sus sitios señalados, sonó la campana de la iglesia y retumbó la primera salva del cañón.

Salieron los que iban a recibirlo a la puerta. Los que le ayudarían a desmontar en el primer patio, los que le escoltarían hasta la gran escalera. Toda la escalinata se cubrió de ordenadas figuras de servidores. Al pie Doña Magdalena, cubierta de encajes y brocados. El señor entró escoltado por los escuderos. Jeromín tenía en las manos el cojín de terciopelo rojo con las pesadas llaves simbólicas del castillo, para arrodillarse y ofrecérselas.

Don Luis las tomó en sus manos y se quedó mirándolo con mucha intensidad. Lo hizo alzar tendiéndole una mano y luego abrazó estrechamente a su mujer. «No llores que aquí estoy al fin.» De inmediato comenzó aquella cercanía imponente y protectora. No le fue difícil hallar el tono y la manera. Le venían espontáneamente ante aquel hombre que trasmitía seguridad y confianza.

El señor preguntaba y quería saberlo todo. Los estudios, los ejercicios ecuestres, la conducta, la impresión de los maestros.

"No muy atento a las lecciones», le dijeron los clérigos. "Un alma tierna y maravillosa», le dijo Doña Magdalena. «Bueno con el caballo y las armas», afirmó con orgullo Galarza. «Más para soldado que para hombre de iglesia», sentenció Don Luis.

En algún momento de aquella primera noche del reencuentro debió surgir la pregunta: «¿Quién es este niño?». Era mucho atreverse ante aquel hombre severo al que veía como padre y como esposo. Podía ser hijo de Don Luis. En otras casas nobles recibían y educaban a los bastardos del señor. No habían tenido hijos y ella lo hubiera recibido con gusto. «No puedo decir a nadie quién es su padre, porque he jurado guardar el secreto. No insistas y no te pongas a hacer cavilaciones.»

La manera como Quijada se interesaba por el muchacho y lo trataba traslucía una consideración excesiva y hasta una reverencia que no hubiera tenido por el hijo de un amigo más o menos elevado.

Poco a poco se unieron. Le hablaban y lo trataban como si hubiera estado con ellos toda la vida. Con un tono tan cariñoso como el del violero o el de Ana Medina, pero menos áspero, menos autoritario, como si hubiera que guardarle miramientos que nunca había conocido. No era el maestro Francisco su padre, eso era evidente, pero tampoco lo era aquel señor que lo trataba con demasiada distancia.

"¿Qué va a hacer Su Majestad ahora?» «Lo deja todo y se viene a España. Pronto llega.» Con Quijada pudo saber algo pero más sació su curiosidad con los clérigos y los escuderos. Don Luis hablaba de la ceremonia de Bruselas, había sido casi un funeral.

Una y otra vez volvía sobre el tema de la gran figura lejana y tan presente. ¿Cómo era? ¿En qué lengua hablaba? ¿Qué le gustaba comer? ¿Cómo se vestía?

El Emperador estaba al llegar. Se iría a un monasterio apartado que pocos conocían.»Quiere estar solo y en paz.» Don Luis había venido a adelantar algunos preparativos para ir luego a recibirlo en Laredo, donde llegaría su barco de Flandes.

De todas las cosas que le había oído a Galarza sobre las hazañas del Emperador

la que más le llamaba la atención era la del desafío al rey de Francia. Era como en la historia de Amadís de Gaula. Iban a encontrarse en un combate singular para decidir, por el Juicio de Dios, cuál era el mejor y cuál tenía razón en su disputa. Galarza repetía: «Llamó al rey de Francia cobarde, vil y traidor». «¿Y qué respondió el rey de Francia?» Cuando Galarza terminaba, Jeromín pensaba que había sido una gran lástima que no se hubiera celebrado el duelo para que el Emperador hubiera vencido al francés.

Un día se atrevió a preguntarle a Don Luis sobre el lejano suceso. «Galarza me lo ha contado, ¿fue verdad, señor?» Era verdad. Comenzó a pedir detalles para saciar su curiosidad inagotable. Don Luis le contó más de una vez aquel desafío tan apasionante como los de Amadís.

El Emperador le dirigió una carta al Embajador del rey francés. «El rey vuestro amo ha hecho vilmente y ruinmente en no guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid y que si él esto quisiera contradecir yo se lo mantendría de mi persona a la suya.» Había que escoger el sitio y las armas. Era privilegio del agraviado. El rey Francisco se decía el agraviado por los términos de la carta, pero el agraviado, afirmaba Don Luis, «era mi amo y señor, el Emperador». En su carta decía el rey de Francia: "Os decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas veces lo dijereis mentiréis».

«¿Qué contestó el Emperador?» Don Luis se lo sabia de memoria: "Pues tan poca estima hacéis de vuestra honra no me maravilla que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promesa y vuestras palabras… yo he dicho y diré sin mentir que vos habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me disteis conforme a la capitulación de Madrid». «No hubo duelo, el rey Francisco se valió de argucias para evadir el compromiso.» Llegó pronto el aviso de que el Emperador llegaba y hubo de salir Don Luis a recibirlo.

Cuando llegó al puerto ya estaba la nave donde venia el Emperador. El primer día habían bajado a tierra las dos reinas, hermanas del Emperador. Doña Leonor, envejecida y frágil, que había sido reina de Portugal y de Francia, y la altiva y hombruna Doña Maria, que fue reina de Hungría y Gobernadora de los Países Bajos.

Allí empezó aquella lenta procesión al través de media España. Una caravana de hombres a caballo, mulas de carga, alabarderos, guardias montados, labradores con picos que abrían paso en los sitios más difíciles y aquellas tres literas como tres escarabajos en una fila de hormigas, la del Emperador, con Don Luis a caballo al lado, y las de las dos reinas.

Pasaron pueblos, campos, montes. Llegaron a Burgos, a Valladolid. Las ciudades salían a recibir la caravana. Campanas a vuelo, cabalgata de señores, pendones, discursos, largas liturgias a las puertas de los templos y las residencias.

Cuando entraron en tierras de Extremadura se hizo más patética la soledad y la desesperada caminata del cortejo. Días en castillos. Hasta que empezaron las estribaciones de la sierra. Casi tenían que hacer el camino por donde avanzaban. Se hacia alto para esperar que los labriegos aplanaran la torcida ruta de cabras o buscaran el paso más llano por los torrentes.

Los labriegos se acercaban al cortejo con la gorra en la mano y el azadón al lado.