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Todos comentaban con asombro aquella extraña quietud. Toparon con emisarios de Santa Cruz que confirmaron que no había resistencia y que la ciudad abandonada estaba en sus manos.
Don Juan dispuso que las tropas se detuvieran. «Más tarde entrarán para el saqueo.
Pueden coger todo lo que quieran, pero no voy a permitir que maten ni que incendien.» A la entrada lo aguardaban los pocos dignatarios que habían quedado. Zalemas, reverencias. La cabalgata tomó el camino de la Alcazaba. Calles vacías, puertas y ventanas cerradas. A veces asomaba, entre trapos negros, una silueta de mujer con un niño de la mano para desaparecer pronto detrás de una puerta. Avanzaban callados, invadidos por aquel silencio de vacío. «Más parece un cementerio que una ciudad.» «Es como si hubiera pasado la peste.» El alcalde y sus asustados acompañantes explicaban a su manera. La gente había huido, pero regresaría. Habían tenido temor de un ataque sangriento, pero volverían. La trama de la intriga local se fue desenvolviendo.
Odiaban a los turcos. Detestaban al reyezuelo Muley-Hamida. No faltaron los cuentos de crueldades. Le había sacado los ojos a su padre.
Penetraron en el palacio. Parecía más grande por vacío. Muros, jardines, bosques, huertas, torres, balcones, arcos labrados, tapices hondos y largos divanes. Mucho rumor de agua de fuentes, de chorros, de albercas y acequias. «Estos palacios moros suenan a agua.» Recordó Don Juan a Granada. «Pero Granada era una ciudad viva. Esta está muerta», añadió Soto. Por los vacíos salones llegaron hasta el diván del rey. Allí se detuvieron. El alcalde quiso entregar las llaves simbólicas a Don Juan. Este hizo señal al marqués de Santa Cruz para que las recibiera. Cuando se retiraron los moros, los cristianos se dispersaron por los dilatados espacios.
Antes de bajar a los jardines Don Juan dio la orden del saqueo. Un rato después empezó a llegar el lejano vocerío de la soldadesca. Al resonar de voces, gritos, alaridos de mujeres, estruendo de maderas rotas, Soto se asomó a una alta ventana y vio en las calles cercanas grupos de soldados agobiados de trapos, de muebles, cargados de 170171 líos enormes. Había disputas. Alguno llevaba una mansa mujer de la mano a la que seguía un niño. El resto de la ciudad se veía solo. En grupos se mostraban el botín y hacían trueques. «Así es la guerra.» Algunos esclavos negros, con chaquetas doradas y anchos pantalones, los acompañaban. Dentro del palacio había una extraña paz. Nadie recordaba nada semejante.
«Parece cosa de encantamiento.» Recordaban memorias de espanto de ciudades malditas por las que había pasado la peste sin dejar vida. «La verdad es que todo ha salido distinto de como lo esperábamos.» Siguieron por la Larga fila de salones vacíos y ventanas abiertas. Por una escalera de piedra bajaron a un pequeño jardín de datileros y flores. Un chorro saltaba en un tazón de mármol. Se sentaron con Don Juan, en silencio.
«¡Cuidado!» Era una voz ahogada de angustia. Todos se volvieron. Un león lento y tranquilo apareció. Se detuvo a mirarlos con indiferencia y luego avanzó sereno hacia Don Juan. Salieron espadas y dagas. Un esclavo se interpuso. «No hay que temer, es manso, señor. Es el león del Bey y lo acompañaba a todas partes.» Paso a paso, los ojos amarillos soñolientos, la cabeza baja, avanzó hasta Don Juan. Lo husmeó, soltó un leve rugido y le pasó el lomo por la rodilla, como un gran gato. Don Juan le puso la mano en la melena y comenzó a acariciarlo.
Empezaron a regresar los vecinos. Aparecían grupos de moros con sus familias y algún burro cargado de pertenencias. Se fueron abriendo las puertas. Volvieron a formarse los zocos con el voceo de los vendedores, el martillear del cobre, las pirámides de frutas y dulces y carapachos de cordero. Al palacio, con el rumor de la vida, llegaba a sus horas el largo canto de los almuédanos desde el vecino alminar.
Muley-Hamida, el depuesto gobernante, se había refugiado en La Goleta. Su hermano Muley-Hacem había sido llamado por Don Juan para ser cabeza de la comunidad como Gobernador a nombre del rey de España. Hizo emocionadas promesas de gratitud y lealtad.
«¿Y ahora?», preguntaba Don Juan a los jefes que lo acompañaban. «No es posible crear un reino cristiano sin cristianos. Ésta es la triste verdad.» «Podemos echar a los turcos, pero quedarán los moros.» «Toda huella de Cristiandad ha desaparecido. Se necesitarían generaciones y siglos para hacer de esto un pueblo de cristianos.» El tema de la fortaleza fue más delicado. No destruirla era ir abiertamente contra la voluntad del rey. «Destruirla sería borrar la última huella de la presencia cristiana. La última huella del Emperador. Si el rey estuviera aquí tendría que comprender la razón que tenemos para no destruirla.» Estaba allí Cervellón, quien se encargaría de la construcción de la nueva fortaleza frente a La Goleta. Explicaba todos los detalles de la más ingeniosa y duradera edificación militar. «Este nuevo presidio podrá sostenerse por siglos.» Algunos se atrevieron a asomar observaciones. Santa Cruz recordó la ventaja indudable que habría habido en atacar por Argel. «Tomado Argel, estaba destruido el poder turco en estos mares.» Llegó noticia de Bizerta. Los moros, con el alcalde, se habían alzado, pasaron a cuchillo la guarnición turca y se presentaban a rendir homenaje.
«Es como si esto no tuviera raíz, estuviera en el aire», decía Don Juan. Salía a recorrer a caballo la ciudad y sus alrededores. Lo rodeaban con peticiones y súplicas.
Saludaba, sonreía y continuaba con el manso león arrimado al estribo.
La carta para el rey dándole cuenta hubo que rehacerla más de una vez. Se le ponderaba la riqueza del país, la buena disposición de los nativos, la necesidad de no abandonarlos al Turco y, luego, la conveniencia, acaso por el momento, de conservar la fortaleza.
No se hablaba de ampliarla.
Avanzaba octubre y el tiempo se descomponía. Hubo días enteros de tormenta.
«Lo que hay que hacer por el momento, está hecho.» No tenía objeto permanecer allí día tras día con aquel inútil despliegue de fuerzas. La soldadesca ociosa promovía riñas y choques con la población. No había enemigo a la vista. Las noticias que se tenían eran que la flota turca se había recogido en sus puertos para el invierno.
Salió primero Santa Cruz con la mayoría de las galeras para Sicilia. Poco después.
el 24 de octubre, en un tiempo de breve calma, se embarcó con el resto de las fuerzas.
Todo quedaba dispuesto y prevenido para acelerar la nueva construcción. Ocho mil hombres, armas, municiones y la seguridad de un pronto socorro en caso de necesidad.
Cuando la Galera Real comenzó a bogar mar afuera, Don Juan permaneció largo rato en la popa, el león al lado, mirando borrarse la mancha blanca de las casas de Túnez en torno a la Alcazaba.
Tocaron en las Islas Fabianas. Allí encontró la noticia de que había muerto hacía más de un mes la princesa Juana. Se conmovió. «Todo lo mío se va acabando», le dijo a Soto, y recordaron los tiempos de su juventud en la Corte, la alegría de la princesa, la gracia de la reina Isabel, el mismo Don Carlos, Ruy Gómez. Nadie quedaba de ellos.
En los salones de la reina jugaban a la gallina ciega. Alguien era atrapado cada vez.
Ahora habían atrapado a Doña Juana.
Vistió de negro y mandó enlutar a la flota.
Todo ese invierno no se habló de otra cosa en Nápoles que de Don Juan y su león.
Lo acompañaba a todas partes, a las fiestas, a la iglesia, a las ceremonias, con gran inconveniente para cortesanos y criados. Por las noches se tendía ante su puerta. A veces firmaba las cartas a los amigos: «El Caballero del León».
Había vuelto como un general romano, con su fiera cautiva y su rey prisionero.
Muley-Hamida y su hijo estaban en el castillo de San Telmo. Venían poetas a recitarle odas neoclásicas en que lo comparaban con Escipión. «Austria» llamó al león, que permanecía quedo y soñoliento en el preciso sitio que Don Juan le asignaba. Le pintaron retratos majestuosos con todas sus armas, reluciente el bastón de mando, la espada y el león a sus pies.
«O vuelvo ahora o no volveré nunca, Juan de Soto.» Había escrito al rey para pedirle la autorización para ir a verlo. La respuesta vino tarda y dudosa. Se le felicitaba pero al mismo tiempo se le hablaba de la necesidad de su presencia y de la posibilidad de otra nueva tentativa contra el Turco en el verano. «Sería la cuarta. ¿Es a la cuarta que va la vencida?» Había amargura. Lo que llegaba al través de Soto y de algunos amigos traslucía el mismo viejo fondo negativo. Antonio Pérez había escrito que el rey estaba contento de lo hecho, pero que seguía objetando lo de La Goleta. De la posibilidad del reino todo era vago.
«Pienso a veces que no se debe fiar de Antonio.» Soto no se atrevía a afirmarlo pero tampoco lo negaba. «Antonio es amigo, ciertamente, pero sólo hasta un punto: primero él, luego él y después los demás.» «No quieren que vuelva. Por lo menos todavía. Hay que dejar que Túnez se ponga tan viejo y olvidado como Lepanto.» Se soltaba a la inagotable ronda de los placeres y los días luminosos. Mascaradas, corridas de toros, torneos y juego de pelota. Granvela lo elogiaba con cierto fondo de sarcasmo. Sin sarcasmo le decían los jóvenes compañeros de sus noches que querían acompañarlo a la próxima guerra o a la próxima vuelta triunfal a España. «Quiero estar junto a Vuestra Alteza en esa hora, cuando el rey nuestro señor reconozca públicamente todo lo que se le debe.» «Algo se me debe, Juan de Soto, pero ni siquiera quiere mandar a pagar lo que se le debe a los soldados. Ya no aguanto más. Un día se van a amotinar y no seré yo quien salga a someterlos.» Había conseguido recursos apenas suficientes para licenciar los soldados alemanes e italianos. Los más de los españoles los mandó a Cerdeña.
Los banqueros, cada vez más sórdidos y humillantes, le reiteraban su negativa. Llegó a darles joyas y dinero suyo como garantía.
Habían entrado nuevas mujeres en la nueva ronda. Muchas que nunca había visto antes o que había mirado de lejos. Españolas, italianas, levantinas. Algunas ambiciosas y altas como Ana de Toledo. Fray Miguel Servia repetía sus penitencias y admoniciones También le repetía sus arrepentimientos que eran sinceros por corto tiempo.
Ana de Toledo trajo un astrólogo a su palacio. Largo, calvo, verdoso, con una raía barba negra de largos pelos sueltos. Tenía fama de grandes aciertos. Muertes, nacimientos, triunfos, desgracias de personajes.
Preguntó por la fecha y hora de su nacimiento. Nadie lo sabía. Sacó de una bolsa de terciopelo un grueso tarot de raras figuras. Se concentró. Ana de Toledo a su lado se mordía los labios.
Dijo cosas vagas y otras atrevidas: «Veo un rey. Veo dos. El más mozo no lo es todavía. Pero va a reinar en un gran reino, en el más grande reino. Primero tendrá la corona de un país que va a conquistar. Después heredará la corona del viejo rey.
El viejo rey tiene un hijo pero morirá en la niñez. Tuvo antes un hijo que también murió».
En marzo le llegó el anuncio de que el Papa le había concedido la Rosa de Oro.
La pompa fue casi la de una coronación. Vino un Legado de Roma, trajo la deslumbrante joya. La catedral se llenó de prelados y dignatarios. Largos los ritos y los discursos.
Los latinazos del Legado Pontificio repetían los elogios que le prodigaba Gregorio XIII. Con voz de Dios lo llamaba vencedor y Alteza. «Vuestra Alteza», le había dicho repetidas veces el Prelado. Cuando puso en sus manos aquella flor de oro, la ovación llenó el templo.
Resolvió entonces no esperar más y partir a España. Parecía bueno el momento, no había guerra ni amenaza del turco ni de los flamencos. Venía la primavera y con ella lo verían reaparecer en Castilla. Tres años largos sin dejarse ver. En Génova se estaba desarrollando un choque de facciones. Los nobles del Portal de San Lucas, dirigidos por Doria y Grimaldi, amigos del rey, y los del Portal de San Pedro, nobles nuevos, ambiciosos y apoyados por Francia.
Salió hacia Gaeta para de allí cruzar a España. Al llegar lo que halló fue un correo de Madrid que le ordenaba seguir a Génova a pacificar los nobles revoltosos.
«No me dejarán ir nunca», estalló en desesperación. Con Soto prorrumpía en improperios. «No soy sino el último y más miserable de los desterrados. ¿Qué pueden temer de mí?» Soto trataba de calmarlo, pero se le agotaban los argumentos. «Es grave lo de Génova y el rey sólo confía en vos.» Soltó una rencorosa retahíla de insultos sobre los personajes de la pugna genovesa. «Le sobra gente al rey para ello. Yo creo poder servir para otras cosas.» Le volvieron fiebres y bascas, noches de delirio y mañanas de apatía. Tuvo que levantarse para recibir una visita de Roma. Había llegado el embajador Zúñiga. Marcantonio Colonna y Jacobo Buoncompagni, que era hijo del Papa.
Lo que le vinieron a decir fue más alucinante que un delirio. Zúñiga más discreto, pero Buoncompagni y Colonna llenos de entusiasmo, le hablaron largamente de la preocupación de Gregorio XIII por la suerte de los católicos en Inglaterra. Eran muchos y estaban sufriendo bajo la tiranía de la reina Isabel, la usurpadora del trono que por intereses políticos se mostraba dispuesta a entregar el reino a los herejes. Era una abominación, pero había una posibilidad providencial. María Estuardo, viuda del rey de Francia y reina de los escoceses, era católica militante. Se podía contar totalmente con ella. Si España ayudaba desde Flandes, se podría derrocar a Isabel y sus herejes y poner en el trono a María Estuardo. Don Juan, con las fuerzas españolas, seria el héroe de esa lucha. España apoyaría el alzamiento de las fuerzas católicas que había en Inglaterra y todo terminaría con el triunfo de la iglesia. María Estuardo sería la reina y Don Juan de Austria su esposo.
No salía de su asombro. Hizo preguntas pueriles.
Juan de Soto pasó media noche razonando con él. No era fácil pero resultaba hacedero y hasta lógico. Sería el golpe maestro del rey Felipe, antiguo rey de Inglaterra; sería tan poderoso como Felipe y tanto como el de Francia, aquel tísico de Carlos IX.
Estaba en el viejo palacio de los duques de Milán. Visitas a Génova y a Milán y el largo desfile de los próceres de las dos facciones genovesas. Del jardín con mohosas estatuas de mármol surgían los viejos nombres de condes y marqueses de los de la Puerta de San Lucas y de la de San Pedro. Todos protestaban su inquebrantable lealtad al rey y acusaban al otro bando de las peores intenciones. Era tiempo de oír, disuadir y hasta amenazar.
Estaba en el centro de la tela de araña de la intriga política y guerrera. Llegaban las cartas de Palermo y Messina con noticias del Turco, despachos de Nápoles y de Roma y las incompletas noticias de Madrid. Fueron también días de cama y dolencias.
Una buena tarde lo atrapaban las fiebres, subía aquella seca sensación de calor que le envolvía la cabeza. Se exacerbaban las angustias y caía en el delirio. A veces confundía a los que se le acercaban a la cama. ¿Era Juan de Soto que ya había vuelto de Madrid, o un nuevo emisario del Papa?