38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Poco a poco fue tomando gusto a aquel montañés áspero y astuto. Escobedo le hablaba de las posibilidades futuras. Los más aventurados planes tomaban en su palabra un aspecto de posibilidad segura. Hablaba de la Corona de Inglaterra como cosa hacedera. Con las tropas españolas de Flandes y un refuerzo de barcos se podría invadir.

Los católicos se alzarían para libertar a Maria Estuardo y arrojar del trono a la hereje Isabel. Iba más lejos. Casado Don Juan con Maria Estuardo sería rey de Inglaterra, aplastaría fácilmente la insurrección de Flandes y entonces toda Europa estaría dominada por los dos hijos del Emperador en Madrid y en Londres.

Iba cobrando ímpetu y se atrevía a asomarse a lo impensable. Podía quedar el trono de Madrid sin heredero. Lo había estado mucho tiempo. Ahora no había sino aquel frágil niño que Don Juan no había visto. Sintió horror e hizo el gesto de hacer callar a Escobedo. Éste vaciló un momento para continuar. No era de hombres inteligentes no tener en cuenta todas las posibilidades. La muerte hacia y deshacía el destino de las coronas. Así se habían reunido tantas en la cabeza del Emperador.

No sólo sentía una impresión de sacrilegio al oír aquellas palabras, sino que también regresaba a la duda constante sobre su persona. Su caso no era ni podía ser el del Emperador. Uno detrás de otro habían ido viniendo a sus manos los reinos y señoríos. Era el señor natural. No había tacha posible. Pero en cambio sobre él habían levantado y se podían levantar duras objeciones. No era ni siquiera un Infante. Y luego había aquella mujer de Amberes, aquel «asunto tan roto y derramado».

Dejó ir a Escobedo a Roma a tratar de nuevo con el Papa. Se había pensado en la posibilidad de que el propio Don Juan fuera disfrazado, entrara una noche hasta el Vaticano y hablara de todo aquello con Gregorio XIII. Lo que Escobedo trajo fue la confirmación del apoyo del Pontífice. «Señor», dijo Escobedo con su seguridad acostumbrada, «lo veré en el trono de Inglaterra y yo seré un milord».

Vino un tiempo ingrato de pugnas con el virrey, de mensajeros de las intrigas de Génova, de cartas de Madrid en las que siempre quedaban los asuntos en suspenso.

Llegó a pensar en regresar a la Corte y abandonar todo aquello.

Con el verano se fue a Génova. Dejaba atrás la intriga insoportable de Nápoles y la ya monótona ronda de los banquetes, las fiestas y las mujeres que, finalmente, era siempre la misma.

Le llegó la noticia de la muerte del Comendador Requesens. Había expirado el 5 de marzo en Flandes. Con Escobedo hizo largo recuento del viejo personaje. Sus errores, su dureza de carácter. Recordaba los tiempos de Granada y de Lepanto y aquella figura solemne y sombría que en cada ocasión pretendía decirle lo que tenía que hacer.

No fue necesario que Escobedo se lo advirtiera. Después de su hermana, la duquesa de Parma, después del duque de Alba, después del fracaso repetido de la guerra, de la paz, de la fuerza, de la blandura, de la dureza y de la tolerancia, nada se habla logrado. «Con Alba se demostró que no bastaba el triunfo de las armas. La rebelión está en los espíritus y ésos no se pueden desarmar. Con Requesens no mejoraron las cosas. El maldito Taciturno es dueño de medio país y cuenta con la ayuda sin límites de los protestantes ingleses, alemanes y franceses.» El 3 de mayo llegó un mensajero de la Corte con carta del rey. Escobedo le llevé el pliego. «Ya sé lo que dice. No necesito leerlo.» Se había descompuesto. Caminó por la habitación hablando a solas. «¿De cuándo es la carta?» Era del 8 de abril anterior.

«Un mes hace ya que mi destino fue decidido. Yo sé, Escobedo, que no puedo negarme, pero siento que lo que me anuncia es una sentencia de muerte.» Habló de la vieja lucha de Flandes, del Emperador, de Margarita de Austria, de Alba, de Requesens. «Se ha intentado todo y todo ha fracasado. La princesa Margarita era de allí y no pudo. El duque de Alba triunfó con las armas y la resistencia y el odio fueron más grandes que nunca. Requesens, a base de renuncias y concesiones, logró ganar algún tiempo, pero nadie puede engañarse, aquélla es una situación desesperada. ¿Qué dice el rey?~ Mientras Escobedo leía la carta comentaba en voz alta. Debía salir inmediatamente, por la vía de Lombardia y el Franco-Condado para llegar lo más pronto a Luxemburgo.

La situación era muy grave. Detrás de la voz de Escobedo era la del rey la que oía.

«Iría yo mismo si mi presencia no fuera indispensable en estos reinos para reunir el dinero que se necesita para sostener a todos los demás», la voz de Escobedo se hacía casi suplicante, «de otro modo hubiera con seguridad dedicado mi persona y mi vida, como ya lo he deseado varias veces, a un asunto de tanta importancia y tan unido al servicio de Dios». «Nunca se ha decidido a ir, Escobedo; sus razones tendrá.» Era casi una imploración: «Me es necesario por tanto confiar en vos, no solamente por lo que sois y por las buenas cualidades que Dios os ha dado, sino por la experiencia y conocimiento de los negocios que habéis adquirido… Confio en vos, hermano mío…

Tengo confianza, digo, en que dedicaréis toda vuestra fuerza y vuestra vida y todo lo que más queráis a un asunto tan importante y tan relacionado con el honor de Dios y con la salud de su religión, pues de la conservación de los Países Bajos depende la conservación de todo el resto…».

Se hacía luego imperativo: «Gracias a Dios, los asuntos están ahora en buen estado… pero cuanto antes lleguéis será mejor. Ved por todos los medios de llegar mientras siga el buen estado actual de las cosas y antes de que vuestra tardanza ocasione algún cambio, de lo cual podrán resultar graves inconveniencias y entonces sería vano el remedio…; desearía que el portador de este despacho tuviera alas para volar hasta vos y que vos mismo las tuvierais para llegar antes allí».

Había venido también una carta de Antonio Pérez para Escobedo repitiendo la necesidad de la pronta llegada a Flandes.

«Seria loco salir así, sin saber cómo voy ni a dónde voy. Es mucho lo que expongo.» Comenzaron las consultas y planes. Hablaba con todo el que hubiera estado en los Países Bajos o tuviera información de ellos. Preguntaba con impaciencia. Ningún dato parecía enteramente fiable. Debía haber más de cincuenta mil soldados del rey. La mayoría era de alemanes de la Alta y Baja Alemania, veinte mil valones y apenas ocho mil españoles. No se les pagaba hacia tiempo. Había habido motines y saqueos. Se debía a las tropas 16 millones de florines y Requesens no había dejado en caja al morir ni lo suficiente para pagar sus exequias. No se podía contar con los banqueros y prestamistas. «Se les debe mucho y el rey ha suspendido los pagos. Es la quiebra.» Fue sabiendo los detalles más o menos ciertos de cómo se había producido su nombramiento. El Consejo de Estado se había reunido varias veces en Madrid con el rey para señalar un candidato a la Gobernación de los Países Bajos. El duque de Alba, el Gran Inquisidor, el Presidente Covarrubias, el Prior Don Antonio de Toledo. Se había hablado de las posibilidades del archiduque Alberto, de Alejandro Farnesio, del archiduque Ernesto y de Don Juan. El Inquisidor General lo apoyaba, pero el Prior de Toledo se había expresado duramente en contra. Recordó que era bastardo y eso no sería bien visto en Flandes, aludió a sus pasados errores y desobediencias, el caso de Túnez. El duque de Alba había señalado sus problemas con Granvela y con Mondéjar. Hasta que el rey decidió su designación.

«No se acuerdan de Lepanto, se acuerdan de Túnez; no se acuerdan de Granada, sino de Nápoles; no se acuerdan de mi padre, se acuerdan…» No lo dijo aunque hablaba sólo para Escobedo.

La noticia se había ido regando. Llegaban capitanes, letrados, católicos flamencos e ingleses. Cada quién traía su opinión y su cuento.

Lo que resultaba de aquellas conversaciones contradictorias era que todos los gobernadores habían cometido errores grandes. El duque de Alba no confió sino en las armas. Requesens solamente en la tolerancia y la diplomacia. Se necesitaba de las dos.

Sobre las mesas de mármol con «intaglios» de flores y frutas se extendían los mapas.

Anchas vitelas pálidas cubiertas de rayas de caminos, de cursos de ríos, de mínimas torres de poblaciones, con sus querubines mofletudos que soplaban los vientos y con sus delfines retorcidos que asomaban en el azul del mar. Muchos ríos, muchas ensenadas y aquellos nombres que eran de batallas o de alzamientos, junto a pequeños grupos de casas: Utrecht, Gante, Harlem, Delft. Los dedos recorrían los linderos de las provincias, condados, ducados, señoríos, obispados y grandes familias. «Nunca ha sido un reino. Dominios distintos que pertenecían al patrimonio del Emperador.» El dedo recorría las provincias: Frisia, Holanda, Zelanda, Brabante, Flandes. Eran tierras pobladas. Mucha niebla, mucho verdor de humedad, molinos de viento que de lejos parecían gigantes moviendo los brazos, grandes rebaños de ovejas y ríos y canales por todas partes. Mucha riqueza de comerciantes, navegantes, tenderos, tejedores y prestamistas.

Todas las religiones imaginables. Luteranos, calvinistas, católicos de muchas vertientes. Más habían sido los católicos en el Norte, sin embargo ahora dominaban los protestantes. Por los caminos se movían los regimientos armados y las caravanas de gente acobardada que emigraba.

Más de un mes llevaban las provincias sin gobernador. Gobernaba nominalmente el Consejo Real, gente indecisa y asustada. Las tropas se habían ido amotinando, deponían a sus jefes y elegían a otros para atacar los poblados, robar las casas y matar sin misericordia.

«¿Dónde está ahora Guillermo de Orange?» Las opiniones variaban con los visitantes. No estaba nunca mucho tiempo en el mismo sitio. Los más viejos lo recordaban en las ceremonias de la abdicación de Carlos V. El mozo apuesto y arrogante que sostenía al Emperador. «Fue una gran lástima que se le escapara a Alba, que lo hubiera ajusticiado junto con Egmont y Horne.» «Ese fue el peor de los errores», afirmaba otro. «La ejecución de Egmont y Horne privó al rey de España de sus mejores instrumentos para la pacificación. Allí cambió la suerte de esas provincias.» Ahora lo que quedaba, de acuerdo con las promesas de Requesens, era retirar las tropas del rey, los alemanes, que son los más, y los españoles; pero primero habría que pagarles. «Qué va a quedar entonces?», preguntaba Don Juan. «Un gobernador desarmado, sin tropas, sin poder, sin dinero.» En los ratos de soledad Escobedo volvía a la carga. «Ya han pasado, señor, dos semanas y la situación empeora. El rey lo advertía en su carta y decía que fuerais volando.» «Y si dijere tranquilamente que no voy, ¿qué pasaría?» Escobedo sacaba sus mejores argumentos. «Eso es lo único que no podéis hacer. Quedaríais deshonrado. No habría otra salida que la que ya han asomado algunos, entrar en la iglesia y ser Arzobispo de Toledo.» Las explicaciones de Escobedo sabían llegarle profundamente. «El camino de vuestro gran destino pasa por Flandes. Es desde allí donde se puede llevar adelante el proyecto de Inglaterra. Con el pretexto de retirar las tropas se puede organizar una invasión por sorpresa, con el apoyo del rey y del Papa. Los católicos ingleses no esperan sino vuestra decisión.» Le tomó semanas decidirse a contestar la carta del rey. Durante todo ese tiempo habían llegado reclamos y presiones de Madrid. No era posible aguardar más.

En la respuesta que escribió con Escobedo se traslucía el fondo de su querella.

Quiso repetir sus objeciones por más que Escobedo trató de atenuarías. Necesitaría dinero, autoridad, libertad de acción. «Deben anularse todas las ordenanzas contrarias a las leyes y costumbres de las provincias que hubieran promulgado los últimos gobernadores…; deben adoptarse asimismo todos los medios que devuelvan al servicio real a los vasallos de Vuestra Majestad que se arrepientan de sus faltas.» Le ordenó al secretario: «Esto quiero que quede así». Dictó con sus propias palabras: «Una de las cosas que más contribuirá al buen éxito de mi misión es que he de ser tenido en elevada estima y que todo el mundo debe saber y creer que, como Vuestra Majestad no puede ir en persona a los Países Bajos, me ha investido de cuantos poderes puedo apetecer».

Luego continuó: «El verdadero remedio a la nociva situación de los Países Bajos, ajuicio de todos, es que Inglaterra debe estar en poder de persona devota y bien intencionada al servicio de Vuestra Majestad…». Hizo un alto y añadió resueltamente: «En Roma y donde quiera prevalece el rumor de que, en esta creencia, Vuestra Majestad y el Papa habían pensado en mí como en el mejor instrumento que podían escoger para la ejecución de sus planes, agraviados como somos todos por los ruines procedimientos de la reina de Inglaterra y por las injurias que ha hecho a la reina de Escocia, especialmente al sostener contra su voluntad la herejía en aquel reino».

Despachó a Escobedo para llevar la carta a Madrid. De palabra le reiteró todas las instrucciones sobre el dinero, los poderes, el reconocimiento de Infante, la empresa de Inglaterra y también el problema de su madre. «A esto hay que buscarle un arreglo pronto y satisfactorio.» En la espera, que no fue larga, continuó el encontrado flujo de noticias sobre las provincias rebeldes. La anarquía había aumentado. Prácticamente no se contaba con las tropas, los protestantes se mostraban seguros y atrevidos.

Escobedo regresó sorprendentemente pronto. El rey estaba molesto con la tardanza.

Había que salir de inmediato por la vía de Lombardia hacia Flandes. Había prometido dinero y apoyo; de lo demás no había dado ni negativa ni respuesta formal.

Fue entonces cuando abruptamente resolvió, en abierta desobediencia, ir primero a España. «Es una temeridad», le observó Escobedo.

Se embarcó para Barcelona. Al llegar allí envió una misiva al rey: «He dejado mi puesto e incurrido en desobediencia por el deseo de besar las manos de Vuestra Majestad y por los intereses de la Corona, que son guía de mi conducta en toda circunstancia».

Una cara se iba borrando y otra iba apareciendo en el espejo. Una que no se parecía a ninguna de las otras anteriores. Las manos suaves de Doña Magdalena de Ulloa frotaban el tinte negro en el cabello y el bigote. Un ser extraño iba asomando. Octavio Gonzaga hacía muecas. «¿Qué diría el marqués de Mondéjar si viera aparecer este moro en su palacio de Nápoles?» El fondo oscuro sobre la piel le hacía los ojos más claros y extraños.

Había llegado de Madrid al convento de Abrojo para salir luego para Flandes, Tenía que atravesar Francia sin ser reconocido, disfrazado de morisco, como un servidor de Octavio Gonzaga.

«Muchas cosas he sido en mi vida, pero es la primera vez que soy esto.» Tres semanas antes había llegado a Madrid desafiando el disgusto del rey. Hasta Guadalajara salieron a recibirlo Antonio Pérez, el conde de Orgaz, el duque del Infantado y algunos pocos amigos íntimos.

Pérez lo había tranquilizado con respecto a la actitud del rey. No estaba contento con la desobediencia, pero admitía que podía ser útil el encuentro personal antes del viaje. El rey estaba en El Escorial.

Pérez le había arreglado alojamiento en La Casilla. Entre la muchedumbre de criados recorrió la suntuosa fila de salones. Muebles dorados, mesa de mármol, candelabros de plata, tapices ondulantes, cortinajes de seda y terciopelo y aquel dormitorio con su deslumbrante cama de plata y un letrero sobre las columnas: «Duerme el Sr.

D. Juan, entre paso». «Esto es como para un rey.» «Es para un rey», le había replicado con zalamería Pérez. Pronto se dio cuenta de que se movía en dos niveles de relación diferentes. Se lo advirtió Escobedo. «El rey se ha quedado en El Escorial para no tener que alojarlo en el palacio como a un Infante.» El encuentro en El Escorial fue inesperadamente fácil. Había pasado por las aplastantes estructuras de piedra desnuda. Profundas galerías de sombra con fugaces siluetas de monjes al fondo. Lo recibió con la reina y el pequeño príncipe Don Fernando.

El rey se puso de pie y, sin dejar que le besara la mano, lo abrazó. «Ya estáis aquí y es lo que importa.» Hablaron de las cosas de Italia y de las dificultades de Flandes.

La reina, callada y tímida, lo oía con arrobo. Paseaba su mirada del uno al otro. Eran tan distintos. No alcanzaba a decir todo lo que deseaba. Después de hablar largo rato, en la despedida, ocurrió el incidente. Besó la mano del rey y de la reina y al girar la contera de la espada, golpeó en la frente al niño y lo hizo caer. Estalló en llanto, la reina se precipitó a recogerlo. El rey permaneció sereno. Lleno de turbación Don Juan prorrumpió en excusas y lamentos. «No tengáis cuidado y demos gracias de que no sea más», dijo el Rey.

En la soledad de la alcoba, sin poder dormir, recordó a Don Carlos en Alcalá.

Iba a ser el rey y no vivió para serlo. Habría un rey Fernando si el niño lograba vivir.

Se sintió culpable de su pensamiento.

En los días siguientes, entre paseos y partidas de caza, tuvo oportunidad de hablar con el rey. A cada instante estaban acechando aquellas palabras que esperaba y que el rey no llegaba a decir. Varias veces estuvo a punto de plantearle la necesidad de su reconocimiento como Infante para tener más autoridad en Flandes. El temor de la negativa lo contenía Con aquella cara que empezaba a borrarse en el espejo bajo el tizne o con cualquiera otra de las que había tenido. La de la denuncia de Don Carlos, la de la salida para Granada, la de la tarde de Lepanto, la de la noticia de la pérdida de Túnez, las que había revestido en tantas entrevistas con el rey.

Era la cara de la súplica o de la impertinencia. En muchas formas había señalado la necesidad de llegar a Flandes revestido de la mayor autoridad. Habían estado esperando al rey y no era otro Requesens el que podría cambiar la situación. El rey oía con aquella manera ausente que tenía para no asentir.

Se atrevió a hablar de la empresa de Inglaterra. Endureció la cara y tomó un tono de hablar de cosa ajena. ¿Qué quería decir y qué quería no decir el rey? «La voluntad que siempre os he tenido y tengo de hermano», decía hermano con un tono quedo y distinto del resto de la frase, «es tal y tan grande que después del servicio que deseo se haga a Nuestro Señor en reducir aquel reino a la religión católica, deseo que aquello salga bien para poderos demostrar lo mucho que os quiero». Llegó a decir más. «Saliendo con esa empresa seria lo justo que quedarais con él, casado con la reina de Escocia, lo que seria justo con quien la ha sacado de tantos sufrimientos y le devuelve su trono.» No tuvo tiempo de extenderse en la gratitud. El rey había cambiado el tono.

– Habrá muchas cosas que tratar y capitular antes. No seria prudente tratar de esto antes de tiempo porque podría ser perjudicial al bien de mi servicio y de las cosas de nuestros Estados.» Señalaba las dificultades de la empresa. Sospechaba las sospechas de la reina de Inglaterra por su ida a Flandes. Iba aún más lejos. «Convendría disimular mucho y tratar de descuidaría. Convendría mucho irla regalando y tener con ella buena correspondencia y trato para aquietaría.» No iba a haber flota desplegada, ni desembarco, ni trato abierto con los católicos ingleses, sino engaño, astucia, retardo y juegos de zorro.

Muchas veces se quedó absorto ante aquel cuadro. «¿Cómo es que se llama el pintor?» Lo llamaban El Bosco. Lo había enviado el duque de Alba de Flandes. Había muchos cuadros de aquellos pintores minuciosos y perfectos con sus Vírgenes quietas con inmensos paisajes más allá de su manto. Pero aquél era otra cosa. Era un laberinto de infinitas figuras minúsculas entre la tabla del Pecado Original y la del Infierno.

Sapos, cerdos con capas de ceremonia, lechuzas, huevos rotos de donde surgían figuras y cabezas, figuras que devoraban seres humanos, fornicaciones, monstruos con ojos y sin cuerpo, una inmensa fresa. Y luego en negro y rojo aquella pesadilla del Infierno. Entre las altas paredes renegridas surgía la inundación de llamas y humo, mínimas figuras negras se recortaban sobre el fondo de incendio. Trepaban por escaleras frágiles, ejércitos en fuga pasaban puentes encorvados sobre un agua ocre y como calcinada, diablos y condenados en trazos negros, monstruos de pesadilla y como el eco sordo de un clamor sin voces. Así era Flandes. Un inmenso infierno donde todo ardía.