38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Fue entonces cuando se le escapó aquella frase que ya no pudo recoger: «Hacedio por mí y por mi Augusto Padre». Se irguió desafiante, cambió de tono y aspecto, y comenzó a hablar atropelladamente. Lo tuteaba como para golpearlo. «Tú también.

Era lo que me faltaba. Todos quieren disponer de mí menos yo. No soy una borracha, ni una puta. Eso es lo que quisieran muchos. Me aprecio mucho yo misma. ¡Qué Augusto Padre ni qué Augusto Padre! Ésas son babiecadas. Ni lo sabes tú ni lo sé yo misma.

Puede que seas hijo de él, pero también podrías serio de otro hombre.» Se hizo un brusco silencio. «Qué atrocidad habéis dicho. Debéis estar loca.» Mientras ella callaba, él, con las manos apretadas y pálido de muerte, se paseó por la habitación hablando a solas.

Volvió a sentarse pesadamente. Parecía maniatado en sí mismo. «No creo que hoy tengamos más que hablar. Todo se va a hacer de acuerdo con vos. Otro día hablaremos.

Yo le haré avisar. Otro día.» La acompañó hasta la puerta y se soltó a llorar.

Madrid aprobó el Edicto Perpetuo y ordenó el retiro de las fuerzas españolas. Lo sintió como una humillación. Había quedado convertido en un mero símbolo de un poder desaparecido. Todo lo peor podía esperarse ahora. Examinaba con sus allegados la situación y todo le parecía negativo. Se desesperaba buscándole sentido a la actitud del rey y no lo encontraba. Escribió a Pérez con desesperación. Desde Madrid debían ver las cosas de otra manera. «Yo también he sido partidario de la paz, pero esto es la rendición.» Lo que era peor, desde abril fue entregando las fortalezas a los señores flamencos y comenzó el retiro de las tropas españolas por Luxemburgo y el Franco-Condado.

No habría ocasión para la empresa de Inglaterra.

Escobedo se esforzaba en consolarlo. Según él se abría la posibilidad de regresar a la Corte, de formar parte fundamental del Consejo del rey, de gobernar a su lado descargándolo del peso del mando. Le había escrito a Pérez. «El príncipe, desesperado ahora, sólo desea un sitio bajo un dosel, lo cual lo igualaría a un Infante.» Se iba a robustecer inmensamente el partido de Pérez. Los Vélez y Quiroga. «Vuestra Merced nos puede hacer cortesanos.» Le aconsejaba dolerse del trabajo de Su Majestad y «cuánta necesidad hay de su salud». El príncipe era niño, «convendría que tuviese con quien descargar». Don Juan podría ser «el báculo de su vejez». Don Juan escribió a su vez a sus amigos. A Pérez le impetraba: «Haciéndome a mí una de las mayores buenas obras que de amigo pueda recibir».

Declaró un día. «Me iré con los soldados.» Podía irse con la fuerza a Italia para volver a Madrid. Podría también renunciar a todo y meterse a un convento. Abrojo o Montserrat. «Por lo menos tendré sosiego de alma.» Se pensó también en la posibilidad, con las tropas que le quedarían, de irse a Francia, de acuerdo con el duque de Guisa, «para ayudar como aventureros al rey de Francia en la lucha con los hugonotes». Se diría que la causa fue muy honrosa y que «Don Juan de Austria fue a socorrer al rey de Francia para restaurar su reino y extirpar a los herejes».

El rey lo oiría con desdén y hasta con burla. Le restaba quedarse allí, gobernador de befa, objeto de chacota, digno de los cuentos de aquel Til Eulenspiegel, de quien se contaban tantas insólitas ocasiones de agudeza vestida de torpeza. Había visto en las fiestas populares al rey de los locos, con su cetro de payaso, su corona de cascabeles, su pompa ridícula. Era lo que le estaba reservado.

Por los caminos, hacia Borgoña, resonaban los tambores y los pitos al paso de las tropas. Deshechos rebaños de soldados, con la lanza o el arcabuz a cuestas, junto a las acémilas y carros con las mujeres y los niños. Mujeres y niños ya flamencos, de soldados viejos. ¿Qué estaría diciendo el duque de Alba?, le iba a escribir una carta, ¿para decirle qué?

Cayó enfermo, en una de aquellas fiebres y desganos que lo postraban por días.

Bascas, dolores, delirios a ratos. Venían los médicos con sus sangrías y emplastos.

Se reponía lentamente y se entregaba al festinear con los amigos. Vino, espesa cerveza, reilonas y torpes mozas de gruesas carnes pálidas. Para volver a recaer en el desgano y en la ausencia.

Escobedo temió que en aquel estado Don Juan no podría sobrevivir. Si se dejaba morir todo estaría perdido. Escribía a Pérez su angustia: «Lo temo, fácilmente ha de dejarnos ir a buenas noches, quiero decir a malas…; si nuestra desventura fuese tal, adiós Corte, adiós mundo». Era muy grave lo que veía. «Ayudémonos, pues conservamos al que nos conserva.» «Señor Antonio», escribía por su parte Don Juan, «haciéndome una de las buenas obras que de amigo puedo recibir, pues me librará cierto de incurrir en desobediencia por no pasar por caso de infamia». Temía que sus cartas al rey pudieran ser mal interpretadas y le pedía a Pérez que modificara su contenido como le pareciera mejor. Insistía en «sacarme de aquí, que en hacerlo me va la vida y honra y alma».

«Créame, haga lo que tan de veras pido, haga el esfuerzo, señor Antonio, y avíseme con propio enviándome nuevas tales que para in eternum me haga suyo, si más de lo que soy puedo serlo.» Se comprometía a ser suyo: «Yo me uniré a Vélez y a Quiroga, no sólo para sosteneros, sino para atacar a nuestros enemigos, por que consideraré como tal a quienquiera que lo sea de un amigo como vos».

¿Por qué había venido allí? Recordaba su tenaz resistencia de animal en peligro.

«Yo no quería venir. Tú lo sabes, Escobedo.» Repetía sus argumentos y excusas ante el rey y los amigos. «Pero tenía que venir, era fatal. Es la tierra de mi padre. Es eso.» En el mejor momento de la tregua fue a Gante. A la alcoba en la que nació el Emperador. Se quedó solo en ella largo rato. Allí empezó la vida prodigiosa. También fue a San Bayo, donde lo bautizaron. El Cordero Místico vertía el rojo y perfecto chorro de su sangre, como la traza de un ala, en el cáliz de oro. Los Papas, los Emperadores, los reyes, los señores, los campesinos, contemplaban en trance flotando en la luz sin peso que llenaba el retablo.

Se sentía perdido en aquella situación cambiante. «No tengo tropas. No tengo recursos. No puedo confiar en nadie.» Eran innumerables los matices de la disidencia. Desde el noble católico que se resentía del dominio español hasta el hereje declarado. Nadie decía lo que pensaba. Había que interpretar las palabras y las actitudes. La intriga se movía a todos los niveles. «Es preferible la guerra, Escobedo.» Sentía que lo iban envolviendo y atando con disimulos y tretas.

Le guardaban las formas exteriores del acatamiento, pero se daba cuenta de que cada vez era más limitada y desacatada su autoridad. Lo habían reconocido como Gobernador y lo habían recibido solemnemente en Bruselas. Entró a la Gran Plaza en fiesta a la cabeza de un grupo de caballeros ataviados con inmenso lujo. Lo guardaban los dignatarios, los Consejeros de los Estados, los banqueros en sus oscuros terciopelos, los negociantes y un pueblo sin entusiasmo.

«Esto parece más una despedida solemne.» Lo que se iba confirmando era un panorama de hostilidad agazapada. Le llegaban denuncias de conspiraciones contra su vida.

a con sus amigos el recuento de la situación y terminaba: «¿Qué hago aquí?».

Se habían ido las tropas españolas, la empresa de Inglaterra sonaba a irrisión, ape¡las quedaba aquella posibilidad del regreso a Madrid para entrar en los Consejos del rey. Pero eso mismo no lo veía claro. «Con Antonio se puede contar, pero no es suficiente.» Volvía con terca fijeza a la vaga idea de retirarse definitivamente a un convento.

Escobedo no hallaba otra manera de sacarlo de ese abatimiento que con burlas. No estaba hecho para eso, ni podría serlo nunca.

«El príncipe de Orange ha triunfado y ya es tarde para enderezar esta situación perdida. Yo no me siento con vocación de derrotado.» Escobedo le había llegado a decir al rey: «Don Juan es hombre y sabe dónde le aprieta el zapato». Le había dicho que «no se imaginara que había cumplido con vos dándole generalatos de mar y tierra, ni gobernaciones, que ni los necesita ni los quiere».

«¿Te atreviste, Escobedo?» «Dije más. Que debíais regresar con vuestra caña al puerto, volver a la Corte y servir allí a Su Majestad, que es allí su lugar, como hijo de su padre y hermano de Su Majestad.» Lo que vino después fue más negativo. El príncipe de Orange se había negado a firmar el Tratado alegando que no contenía la cláusula de la libertad de conciencia.

Por esos días vinieron emisarios de la reina Isabel de Inglaterra con halagos y presentes. Habría paz en los Países Bajos y paz con España. No estaba cerrada la posibilidad de un matrimonio con la hereje.

«En esto anda la mano del Taciturno.» Era la reacción de Escobedo.

No se cansaba de escribir al rey y, sobre todo, a Antonio Pérez. Fuera de Luxemburgo y de Namur ya no podía contar con las demás provincias. «El ejemplo de Holanda y de Zelanda es pésimo. Todas se irán con uno u otro pretexto.» Con las noticias de «complots» contra su vida venían las denuncias de deslealtad de muchos señores.

Tenía que cuidarse de las comidas, de los criados, de ponerse aquel par de guantes que le habían regalado y que podía estar envenenado, de la lealtad condicionada de aquellos nobles invocadores de fueros, de concesiones imperiales de costumbres de señorío.

Se le hacía más claro que sin el regreso de las tropas y mucho dinero la causa de España estaba perdida.

Había que enviar a Escobedo a la Corte para poner en claro aquel enredo. Lo que venía en las cartas de Pérez era confuso y negativo. «Aunque yo quisiera infinito enviar a Vuestra Alteza la resolución que desea acerca de su salida de ahí, a nuestro amigo el marqués de Los Vélez, ni a Quiroga, les ha parecido que de ninguna manera se puede tratar esto por ahora, sino es queriendo que se perdiese todo y lo que Vuestra Alteza ha ganado hasta ahora y que se pusiesen los Estados en manifiesto peligro…

«A Su Majestad le parece muy al contrario que si esos Estados se han de poner y reducir a su buen estado antiguo ha de ser por mano de Vuestra Alteza.» Añadía aquellas tan suyas, tan inquietantes: «Viendo que Su Majestad entiende esta materia con palabras tanta resolución… no me ha parecido apretarlo tanto que me tuviese por sospechoso, porque aunque me tenga por muy de Vuestra Alteza algunas veces crea y piense que todo lo que se dice es principalmente por su servicio, porque si no se hiciese esto iríamos perdidos, como le escribo a Escobedo y podría yo hacer poco servicio a Vuestra Alteza».

«No es fácil entender ese juego.» Escobedo protestaba la seguridad de la amistad del secretario.

También se refería al proyecto de regresar a Madrid. «Me arrojé este otro día al agua diciéndole mil bienes de Su Alteza, lo mucho que vale, el gran descanso que ha de tener con este hermano, que es hermano y hombre ya hecho y experimentado y probado y de cuyo trabajo y compañía puede comenzar luego a sacar más fruto y descanso que de otros.» Añadía que no había querido pasar de allí, «pues es materia para más de una vez y en que se debe ir lavando poco a poco y no a grandes golpes porque no quebremos». Oía perplejo: «A alguien está engañando el señor Antonio».

A Escobedo le escribía: «Placiera a Dios que algún día sea, pero no mostremos a este hombre jamás que lo deseamos porque nunca lo veremos y el camino para vencerlo ha de ser que entienda que todo sucede como él desea y no Su Alteza, sino que nos, los suyos, se lo aconsejamos como cosa de su servicio…, y que vea en todo lo que certificamos que no tiene voluntad sino la suya, y así, señor Escobedo, de venirse Vuestra Merced acá nos guarde Dios que seriamos perdidos y ya le he dicho a los pocos amigos que tenemos… el estado del hermano sin dar ocasión es peligroso y mucho y le hará notable su venida…».

Lo peor le parecía la terquedad del rey en no comprender la situación. El proyecto que lo llevó a Flandes ya no existía. Le había escrito a Pérez sobre «la quiebra de nuestro designio tras muy trabajado y bien guiado».

Estaba cercado de enemigos. Ya no le quedaría más que refugiarse en alguna plaza fuerte y esperar los socorros de España. Contra los consejos de Pérez, resolvió enviar a Escobedo a Madrid a plantear al rey la horrible situación. Hacer volver pronto las fuerzas españolas y lograr recursos para la guerra inevitable. Llevaba carta para el rey. «Fuego y sangre con ellos y déjeme Vuestra Majestad.» Despachó a Escobedo. «Ahora todo depende de vos.» Se fue a Malinas. Cercado de hecho, amenazado en todo momento, lo podían asesinar o raptar. Si el rey no respondía pronto y enviaba los auxilios tendría que hacer algo a la desesperada.

La noticia le corrió por el cuerpo como un gran trago de vino. Dejó el aire triste de aquellos días y se puso a sonreír.

La reina de Navarra, Margarita de Valois, venía en camino de Namur. Era la más agradable y regocijada nueva que había recibido en aquel tiempo duro. Se puso a hacer planes con sus servidores para recibirla con la mayor pompa. No iba a estar sino tres días en su camino hacia las aguas de Spa. Había debido hacer un desvío en la ruta directa para pasar por Namur. Sin duda lo quería encontrar. La había entrevisto en el tránsito fugaz de París y conocía su leyenda. La hermana de Isabel de Valois, aquella reina tan llena de gracia y tan transitoria, de la que había estado cerca con arrobamiento en los días de su adolescencia en la Corte. Mucho de aquel encanto ahora se acercaba a su dura vida de Flandes.

Pareció olvidarse de todo para entregarse a los preparativos de torneos, banquetes, paseos, festines, danzas y música. Recibía con impaciencia los partes de su aproximación. Traía un gran séquito de damas y caballeros. El único objeto de su viaje era conocerlo en persona para compararlo con la leyenda.

A retazos, la vida y la figura de la reina surgió de las conversaciones. A los diecisiete años la habían casado con su lejano primo Enrique de Bearn, príncipe de Navarra, había conocido en la niñez en la Corte de Francia. El partido católico miraba al príncipe como peligroso protestante. Cinco días antes de la San Bartolomé se había hecho saber con certera coquetería que no deseaba grandes fiestas porque celebró su boda en Paris. Fue una boda manchada de sangre. El príncipe estuvo ameno. Poco tiempo después la muerte de la reina de Navarra lo hizo rey. En el hervor de murmuraciones y odios de la Corte corrían historias de su aventuras galantes. No se hablaba menos de Margarita. Se le atribuían amores clandestinos. Por ella el señor de La Motte había sido asesinado. No por venganza de amor, sino agravio de orgullo.

Subió al trono Enrique III y Enrique de Navarra se mantenía en sus tierras en abierta simpatía con los hugonotes. La reina madre, Catalina de Médicis, tuvo que llevarla hasta la Corte de su marido para lograr una reconciliación poco duradera. No había tenido hijos Margarita, mientras Enrique de Navarra cambiaba de amantes y sumaba bastardos.

Estaba separada de hecho y venia de la Corte de su hermano, el rey de Francia.

Podía venir en alguna misión política para meter a los franceses en el conflicto de Flandes. Tenía sobre ella un aura de belleza y fatalidad.

Con una brillante comitiva de caballeros y damas salió Don Juan a encontrarla en el camino. Era una mañana de julio, luminosa y plena.

A poco de cabalgar toparon con el cortejo de la reina. Tres literas, tres carrozas, numerosos caballeros y un destacamento de tropa.

Echó pie a tierra ante la litera. Ella asomó la cara por la cortina abierta y le ofreció la mejilla. Se detuvo a contemplarla. Era bella. Alguien había dicho que era de «una belleza diabólica». Eran los rasgos de la reina Isabel de Valois. Reaparecía aquella imagen nunca olvidada de la primera vez que la vio cuando salió a recibirla en el camino de Guadalajara con Don Carlos. La misma piel transparente, los pómulos altos, la frente amplia, los ojos vivaces y grises, la boca carnosa, sonriente. Le tomó las manos y besó la mejilla fresca. Aspiró un perfume seco y penetrante. «No es posible verla sin amarla, señora.» Sonriente le había replicado: «Debéis saber que es peligroso».

Se incorporó de la litera y vinieron a rodearía sus damas y los caballeros del séquito. Mientras se hacían las presentaciones la pudo observar con gula. Era posesiva y burlona.

Había sido aquella hermana menor de la que tanto hablaba la reina Isabel. Era también aquella otra que, en los días de Alcalá, había figurado entre las posibles esposas para Don Carlos. Era, sobre todo, la princesa que la reina madre de Francia había propuesto a Felipe II para reemplazar a Isabel muerta. «El destino de las princesas lo hacen los otros.» Del destino hablaron en el trayecto hacia Namur. «He sabido mi destino y el de toda mi familia. El doctor Nostradamus lo predijo deL modo más perfecto.» Hablaron del temido profeta ya muerto. Contó muchas profecías cumplidas. «Se concentraba y por los astros podía profetizar el destino de cualquier persona.» Recitó el oscuro cuarteto que parecía anunciar la muerte de su padre, el rey Enrique II, en un torneo: «En jaula de oro le romperán los ojos«. La reina Catalina le pidió los horóscopos de sus siete hijos. «Dijo que todos serian reyes.» Ya no faltaba sino uno, «mi hermano el duque de Alezón«. Se inmutaron los españoles. Era precisamente el joven príncipe francés que el Taciturno tenía como un posible candidato al Gobierno de Flandes. Cambió de tema con gracia.