38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

Galarza trataba de calmarlo y le explicaba que allí no irían ni la realeza, ni los señores, ni mucho menos los dignatarios de la Iglesia y el Santo Oficio. Ellos juzgaban y condenaban. «Luego los entregan al brazo secular.» ¿Cuál era ese brazo?

Arrieros, mendigos, viejas busconas, muchachos desarrapados, vendedores de imágenes y de granjerías. Los pregones y los comentarios se mezclaban. Algún ciego con su mozo. Mozas de bata y fregado oían absortas las explicaciones de algún jaque mal encarado. «Que no los van a quemar vivos. Yo se lo digo que he visto mucho de esto.

Que primero los matan en el garrote y luego los queman.» «Pero a algunos los quemarán vivos.» Se persignaban las mujeres.

Viejas borradas en sus trapos verduzcos asomaban el ojo por entre el embozo Un muchacho las tropezaba. «Que te lleve el diablo.» «Que te lleve a ti, vieja bruja.» «Buena barbacoa habrá aquí mañana.«Un bachiller pálido y solitario decía entre dientes: «Con el rey y la cruzada y la Santa Inquisición, chitón». «Hay leña verde para que arda más lentamente.» «Yo no espero sino a que traigan al Arzobispo de Toledo para verlo arder con mitra y todo.» «¿El Arzobispo de Toledo?» Galarza trató de explicarle. Si iban a quemar al Arzobispo de Toledo, en quién podía confiarse. Galarza se enredaba: «Su Eminencia ha sido detenido, es cierto, pero todavía no se sabe qué puede pasar con él».

Recordaba haber visto llegar a Yuste el Arzobispo de Toledo. Bajo un gran palio, montado en una fina muía blanca, el ancho capelo sobre la cabellera canosa, envuelto en una inmensa capa roja que caía sobre las ancas de la bestia, echando bendiciones a la gente que se arrodillaba a su paso. Estaba ahora allí mismo en la ciudad, metido en un calabozo de la cárcel de la Inquisición. «¿Cómo puede ser un hereje el señor Arzobispo?» «Calla, Jeromín, que eso no es para nosotros sino para los muy grandes doctores. «Les costó trabajo penetrar en la Plaza. Comenzaba la procesión solemne del Santo Oficio para llevar la Cruz Verde al altar. De dos en dos, con cirios en las manos, avanzaban frailes de todas las órdenes. Atrás aparecieron los inquisidores, el fiscal, el Alguacil Mayor. Al final venia una gran cruz verde, bajo palio, envuelta en crespón de luto. Ya oscurecía cuando la colocaron sobre el altar, con cuatro hachones encendidos en torno y una guardia de frailes y soldados.

Al regreso a la casa Jeromín oyó los comentarios sobre la visita de Doña Leonor Mascareflas. Era la principal dama de la princesa Gobernadora. Durante la mayor parte de la visita se apartó a hablar a solas con Doña Magdalena. Seguramente le hablaría de su hermano, Don Juan de Ulloa, que iba a ser sentenciado al día siguiente.

Jeroinín la halló en el Oratorio. «¿Qué ha pasado, tía?» «Muchas cosas, de eso tengo que hablarte.» Se sentaron juntos. «En medio de tanto dolor y tanta vergüenza, esta excelente señora me ha traído el consuelo de que mi hermano Juan no va a ser condenado a muerte.» «Eso no borra el horror de su herejía, una gran mancha de pecado ha caído sobre él y sobre todos nosotros.» Por un momento cambió la expresión. «También me trajo gratas noticias que debo comunicarte.» «Era de ti que quería hablarme, Jeromin. Doña Juana, la princesa Gobernadora, quiere conocerte. Se interesa por ti.» Lo que había vislumbrado desde el regreso a Villagarcía, lo que creyó ver en los rostros de los cortesanos en Yuste. Lo que se había ido insinuando y asomando en tantas formas en esos años se iba a revelar finalmente. Podría conocer a su padre.

«¿Qué debo hacer?» «Mañana estaremos sentados en el balcón al que irán la princesa, Don Carlos y su séquito. Cuando ella se detenga delante de nosotros debes inclinarte y besarles la mano.» Fue mala aquella noche. Veía los haces de leña del quemadero ardiendo y las figuras de los penitenciados cubiertas de fuego, contorsionándose, gritando, soltándose de las amarras, saltando de una hoguera a la otra. Veía al Emperador en su sillón de Yuste, que le tendía las manos, que le iba a decir algo pero no lo podía oír, era muy débil su voz.

Se levantaron para salir en la oscuridad. Iban en grupo Doña Magdalena, su hermana Doña Mariana, los condes de Miranda, Jeromín, algunos otros personajes, y los criados adelante tratando de abrirles paso entre el gentío. Lograron llegar al balcón.

Él quedó apretujado entre Doña Magdalena y Doña Mariana. Las dos desgranaban continuamente el rosario en los dedos.

Todavía no aclaraba cuando apareció en la Plaza el séquito de la princesa Gobernadora y del príncipe Don Carlos. El griterío se hizo atronador.

Jeromín, entre las dos mujeres, vio adelantarse con paso firme una rubia señora vestida de negro. En el cuello, en el pecho, en las manos le brillaban diamantes y perlas. Todos se inclinaron en reverencia. La sintió detenerse ante él. «¿Dónde está el embozado?», preguntó sonriente. Doña Magdalena lo tomó por el brazo y lo levantó, entonces la princesa lo abrazó y besó. Las gentes de abajo comenzaron a arremolinarse.

Lo señalaban con las manos.

No sabía qué decir ni dónde poner los ojos. Detrás de la princesa estaba aquel muchacho pálido, cabezón, que casi no pareció mirarlo. Era Don Carlos, el príncipe.

Apenas lo vio de soslayo. «Sigamos, señora», dijo a la princesa. Pero ella se detuvo un rato que a Jeromín le pareció muy largo. Lo miraba con fijeza. Le acarició la cara con su fina mano perfumada. Le había dicho: «¿No quieres venir conmigo?». Se apretó temeroso a Doña Magdalena. «Quiero quedarme con mi tía.» La oyó reír y perdió algunas otras palabras que dijo a las señoras. Se había ido, podía levantar los ojos. Ahora sólo veía la multitud en la Plaza y aquella colina de hábitos y cruces de los penitentes y los inquisidores.

Fueron subiendo al estrado los arzobispos, con sus altas mitras, los obispos, los inquisidores. El Gran Inquisidor Valdés que parecía la figura de la muerte. En el medio el gran estandarte de damasco rojo y la insignia negra y blanca de la Orden de Santo Domingo.

Se hizo un brusco silencio en el que se oyeron más hondas las campanas doblando a muerto. Comenzaba el desfile de los reos. Adelante venia el doctor Cazalla, sobre la cabeza el cucurucho de papel de la coroza. Diablos y llamas dibujados en ella. Sobre la sotana portaba la corta casulla amarilla, abierta por los lados, del sambenito.

A su lado iban dos familiares de la Inquisición que le hablaban continuamente. En su mano un cirio verde encendido. Detrás venían los otros penitentes. Al paso de cada uno subía o bajaba el griterío. Cuando asomó Juan de Ulloa comenzaron a llorar ahogadamente Doña Magdalena y su hermana. No eran las únicas. A cada persona conocida, noble, familiar, antiguo confesor o monja amiga, se oían llanto y exclamaciones de dolor.

Comenzó el sermón. «Oiremos al maestro Melchor Cano», se susurró en el balcón.

A la tribuna del estrado había subido un hombre de cabello gris, de gestos firmes y seguros y de voz retumbante que se agitaba como una llama dentro de su hábito. Fue un largo sermón. Lo perdía a ratos Jeromín distraído mirando los rostros de los penitenciados. Uno en particular que llevaba una gruesa mordaza de trapo sobre la boca.

Le explicó la tía: «Es el bachiller Herreruelo, no ha querido arrepentirse. Le han puesto la mordaza para que no pueda seguir lanzando blasfemias». El predicador hablaba de los falsos profetas que vendrían cubiertos con piel de oveja pero que por dentro eran lobos rapaces. Un lobo con piel de oveja se podía acercar, sin que nadie se diera cuenta hasta el último momento. Así eran los herejes. Quién hubiera sospechado que Don Juan, el hermano de Doña Magdalena, era un hereje, quién se hubiera atrevido a pensar Siquiera que el Arzobispo de Toledo, con su gran anillo de oro, era otro hereje.

A ratos se adormitaba, se le cerraban los ojos y doblaba la cabeza.

Jeromín vio acercarse al balcón al Arzobispo de Sevilla, cubierto de ornamentos, seguido del Gran Inquisidor y del secretario. Se colocaron frente a los príncipes. La voz poderosa retumbó: «¿Juráis como católicos príncipes defender con vuestro poder y vuestra vida la fe católica que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de Roma para que los herejes perturbadores de la religión cristiana que profesaban sean punidos y castigados… sin que hubiera omisión de su parte ni excepción de persona alguna?».

»Si, juramos», dijeron casi a una voz los dos príncipes.

Apenas había vuelto a su sitio el prelado cuando se oyó una poderosa voz que desde el estrado gritaba: «Oíd, oíd, oíd». Era el relator que desde su tribuna iba a tomar el juramento a la inmensa multitud. Lo que se oyó al final de la pregunta fue un inmenso aullido retumbante: «Si… si, juramos, juramos», hasta apagarse en el espacio abierto de la mañana.

El relator comenzaba con el caso del doctor Cazalla. Con su coroza de papel y el sambenito amarillo había sido llevado a una tribuna baja. El relator narraba las abominaciones y errores del clérigo traidor. Narraba visitas nocturnas, reuniones con monjas y curas, los horrores de los alumbrados y dejados, nombraba al fraile maldito que se puso a dudar de la palabra de Dios en un convento de Alemania, del pecado de orgullo de hacer leer los Libros Santos en lengua vulgar.

Jeromín cabeceaba soñoliento. Lo despertaba a ratos el vocerío. Hablaba ahora el reo. Pedía perdón. Subían otro relator y otro reo y volvía el clamor de las acusaciones.

Cuando llegó el turno de los dieciséis reconciliados, ya se había ido la mañana y el sol comenzaba a declinar.

Fue entonces cuando su tía se desató en llanto. Eran señores de la nobleza, monjas, beatas, damas de la Corte y curas que habían confesado sus culpas y se habían reconciliado. Al final de cada perorata, el relator anunciaba la pena: «Confiscación de bienes, prisión perpetua, penitencia diaria, privación de títulos y privilegios, condenación a trabajos serviles».

Llegó el turno de Don Juan de Ulloa. Doña Magdalena, la cabeza entre las manos, sollozaba. A Don Juan de Ulloa Pereyra, Comendador de San Juan, vecino de Toro, cárcel y sambenito perpetuos, confiscación de bienes y privación de hábito y honores de caballero.» Ya empezaba la tarde cuando terminó el Auto. Los catorce condenados al suplicio marcharon con los guardias al quemadero. La muchedumbre los siguió. Los otros regresaron a la cárcel de la Inquisición entre los insultos de la turba.

Al salir la princesa, Jeromín se arrodilló. «Tengo que verte pronto.» Al bajar, muchos curiosos se le acercaban para verlo. «Es un príncipe.» Trataron de levantarlo en hombros. Galarza y la gente de servicio lograron apartarlo y llevarlo a casa.

Ni el conde de Miranda, ni la gente de la casa le dieron explicaciones. Doña Magdalena y su hermana se habían encerrado en su alcoba.

Estuvo como alelado el resto del anochecer. Habló poco. Algo muy grande iba a pasar, había empezado a suceder, en él mismo, dentro de él mismo.

Debían estar ardiendo todavía a aquellas horas los restos de los ajusticiados.

Casi sentía el acre olor de la carne chamuscada. Los agarrotados, los quemados, los rescoldos de leña y los cuerpos arderían en la sombra. Iba a morir o iba a nacer de nuevo.

Sin darse cuenta había comenzado a soñar con desnudeces de mujeres en las madrugadas rijosas. Revuelto y asustado despertaba. Con los mozos del servicio había hablado de las increíbles cosas que pasaban entre los hombres y las mujeres. Bastaba salir al campo en primavera para estar asaltado todo el tiempo con la brama ardiente de los animales. El salto impetuoso del toro sobre la vaca paciente, el porfiado del caballo sobre la yegua coceante, el repetido alboroto de la persecución del gallo a la gallina hasta alcanzarla, sujetarla con el pico, doblarla echada y cubrirla en un violento espasmo. Oía los cuentos de las bellaquerías de mozos y mozas. En la soledad del campo o en los resquicios de la noche.

Vio salir a la Josefa de la puerta de atrás por entre las pacas de heno hacia la cabaña de tablas de las herramientas. Fuerte, ancha, colorada, con una trenza negra anudada a la espalda, iba ramoneando, buscando chamizas y nidales de huevos. Canturreaba un aire de danza. Asomó a la puerta y se detuvo con susto. «Señor, qué sorpresa.» Se fue acercando con la cesta al brazo, un pañolón rojo al cuello y los ojos buscones.

Hablaba de los huevos y de las gallinas con un sonsonete entrecortado. «¿De dónde eres?» Dio el nombre de una aldea desconocida.

Ya se habían puesto juntos. «Hay yemas sin engalladura, ¿lo sabia el señorito?» No lo sabía. «Es diferente, no puede ser lo mismo, los ponen las gallinas solas sin que las haya pisado el gallo. Gallina la bien galleada y moza la bien requebrada.» Lo miraba de un modo tenaz y casi insolente. Se daba cuenta de su timidez y embarazo. «Si lo ven conmigo le regañarán. «Él enrojecía con facilidad. «El señorito es un guapo mozo. ¿No se lo han dicho? Deben hacerle mucha fiesta las damas.» Lo iba cercando continuamente. Sintió temor, con los otros muchachos hablaba de mujeres, de cómo era aquello. No faltaba el que se vanagloriaba de haber estado como varón con más de una. Todo lo que hacían para oponerse era fingimiento. «Te arañan y te insultan pero lo que quieren es que las montes como el caballo a la yegua.

Después se quedan quietas.» «Está hecho un pimpollo.» Lo contemplaba de frente. Olía a monte. «¿Nunca ha hecho la cosa mayor?» Tartamudeó y tuvo un impulso de buir. Pero se quedó.

«Caballo que no relincha cuando ve a la yegua, no vale una arveja.» Lo había dicho con un tono de desafío. ¿Qué podía él hacer ahora? Cada vez más solos y más próximos. Al lado de la entrada, entre la paja, había un nido con huevos.

Los dos se agacharon al mismo tiempo y toparon las cabezas. Ella le puso la mano en el hombro y se la corrió lentamente a la cabeza mientras se enderezaban. Se la pasó lentamente por el pelo. Ahora lo tuteaba. «Tienes un lindo pelo, lo mismo que el oro.

No te ha salido el vello de abajo.» Se sintió atrapado. Miró alrededor en busca de auxilio. Estaba solo el cobertizo.

Oía muy cerca la respiración gruesa de la mujer. Lo sostenía por un brazo mientras se echaba rápida sobre el piso. La miró con pavor levantarse las espesas faldas hasta la cintura. Los gruesos muslos se cerraban sobre una mancha de sombra. Comenzó a abrirle el jubón y a soltarle las bragas. Con un impulso incontenible se soltó. «Déjame. No quiero.» Corrió hacia afuera. Mientras corría se arreglaba la ropa sin detenerse. Subió las escaleras a saltos y fue a encerrarse en su alcoba. Se sentó al borde de la cama, entre el ahogo de la respiración anhelante. Vio que había dejado la puerta abierta y se levantó a cerrarla.

Don Luis se lo había anunciado en la noche. Se lo dijo en una forma que no era usual. «Mañana iremos de montería.» Muchas veces lo había acompañado con los escuderos, caballeros vecinos, monteros y alborotadas jaurías. Se había ido haciendo suspicaz desde que había empezado aquel cambio en torno suyo. Lo que se decía no era nunca lo que hubiera habido que decir. Mucho se ocultaba en las frases ordinarias.

Como un secreto que sólo él no conocía. «Mañana iremos de montería.» No debía ser sólo eso. La forma de decirlo Don Luis revelaba que debía haber mucho más que lo que las palabras anunciaban.

Muy temprano se levantó. De una manera inusitada Don Luis le hizo algunas observaciones para que arreglase mejor su vestido. Cuando bajaron al patio no había el número acostumbrado de monteros y cazadores. Galarza, algunos servidores, pocos perros.

No habían señores vecinos como en otras ocasiones. No hubo la acostumbrada deliberación sobre las pistas posibles sino que enfilaron seguros al trote, hacia un rumbo preciso.

En lugar del macho pequeño le habían enjaezado un caballo. Cabalgaba al lado de Don Luis, quien casi no le habló sino que se limitó a dar algunas indicaciones de rumbo y a calcular la hora por el sol. «Deben faltar tres horas para el mediodía.» Avanzaban en dirección de Valladolid. Cuando penetraron en la parte boscosa se hizo más lenta la marcha. Por momentos se detenían para reconocer el sitio y luego proseguían.

Era una marcha extrañamente silenciosa. Don Luis preguntó algunas veces por un sitio al que debían llegar a una cierta hora. El trote se convertía en paso. No se habló ni una vez de venados o de pistas, ni menos de planes de emboscada y acoso. Nadie preguntó a dónde iban pero Jeromín sentía que era por él y para él que se hacía aquel viaje. Para algo tan importante como la vez que lo trajeron a Villagarcía o que lo llevaron a Yuste. Trataba de avizorar a la distancia pero no veía sino praderas y bosques.