38779.fb2 La visita en el tiempo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Penetraron en una espesa arboleda. El paso se hizo más lento.

Se oyó un son de trompa y ladridos de perros. «Son gente del rey», dijo un montero.

Don Luis hizo alto y se puso delante del grupo con Jeromín al lado.

«¿Qué pasa, señor?», preguntó con miedo. Aparecieron dos jinetes en el claro. Don Luis echó pie a tierra y se quitó la gorra. «Desmonta, niño.» Lo hizo con torpeza, la mirada fija en los dos personajes. De pronto se dio cuenta de que el más joven era el rey. Se le cortó el aliento. Era el mismo rostro que había visto en el retrato grande de Yuste.

Quedó sorprendido Don Luis lo tomó por el brazo y lo condujo ante el jinete que había desmontado. «El rey nuestro Señor», dijo, y se arrodillaron. La atención de Jeromín se concentró en aquella apariencia simple, lenta y tan solemne. El rey le tendió la mano. Con torpeza la tomó para besarla, sintió que lo alzaba del suelo. Ahora estaba frente y casi en contacto con él. Sonreía Don Felipe. Lo atrajo con los brazos y lo estrechó. No hallaba aliento. «Al fin te conozco.» El otro caballero se había acercado.

«Su Excelencia el duque de Alba», le susurró Don Luis. Hizo la reverencia. Era la misma persona que había visto en el convento de Valladolid. Le pareció más imponente que el rey. Don Felipe se había apartado con Don Luis, y estaban en una lejana conversación.

«¿No te gustaría entrar a la Iglesia?, podrías ser un gran Prelado.» Era el duque que le hablaba. «No sé qué decir, señor.» Volvieron a quedar en silencio. La conversación del rey y de Quijada se prolongaba. Debían hablar de él porque con frecuencia se volvían a mirarlo. El rey le entregó un papel a Quijada y caminó hacia él. Ahora estaba de nuevo junto a él y le hablaba.

«Vamos a quitarte la venda. ¿Cómo te llamas?» «Jerónimo, señor.» «Es nombre de gran santo pero habrá que cambiarlo. ¿Sabes quién es tu padre?» Sintió vértigo. «Alégrate, tu padre es el Emperador, mi Señor, que también es el mío. Eres, pues, mi hermano y te reconozco por tal.» No pudo entender las palabras. No sabia qué decir o hacer. El rey lo abrazó de nuevo. Algo dijo el duque de Alba. Más tarde Don Luis tuvo que ayudarlo a reconstruir la escena. Lo que sí notó con asombro fue la reverencia que le hicieron el duque de Alba, el propio Don Luis y los personajes del séquito del rey. No se atrevió a decir nada.

Cuánto duró aquello nunca llegó a saberlo porque cada vez, de las infinitas en que revivió la escena, algo nuevo aparecía. Y lo más nuevo que aparecía era él mismo, el otro que había empezado a ser desde aquel momento.

Eran tantas las cosas que quería averiguar que el regreso se hizo corto. «¿Cómo me voy a llamar ahora?» No lo sabía Don Luis. «¿Sabia esto mi tía?» «Ya lo debe saber.» Y la pregunta que más le costó hacer y que calló varias veces hasta que se le escapó: «¿Quién es entonces mi madre?».

La forma titubeante en que le respondió le dejó más dudas. «Una dama alemana…, una gran dama…, mucho la amó el Emperador…» «¿Vive?» «Vive en Bruselas…» «¿La voy a ver?» «A su tiempo, a su tiempo la conoceréis.» Ya no lo tuteaba.

La entrada a Villagarcía fue distinta. Los criados, los clérigos, los escuderos, las dueñas se inclinaban para saludarlo. Cuando vio a Doña Magdalena inclinarse para saludarlo, corrió hacia ella y la apretó en sus brazos. «No, eso no, mi tía, eso no.» «Alteza.» Así lo habían comenzado a llamar desde el regreso. «Alteza», los clérigos, «Alteza», las dueñas de Doña Magdalena, Doña Magdalena misma lo había llamado así al intentar hacerle la reverencia que él había impedido. Así trataban a la princesa Dona Juana y a Don Carlos.

Cuando se quedó a solas en la cama sentía una agitación de ahogo. ¿Qué era ahora?

¿Quién era? ¿Quién había sido durante todo el tiempo pasado? ¿Lo habían engañado olo estaban engañando ahora? Todo lo que había creído ser no era cierto, todo lo que iba a ser desde ahora no lo podía imaginar. Durmió mal, con despertares de pesadilla.

¿Todo hasta entonces había sido un sueño o era un sueño lo que estaba comenzando ahora? Si lo de antes había sido mentira y lo de ahora era un sueño el despertar que tendría que llegar seria terrible. Le había dicho a Don Luis: «La cabeza me da vueltas».

Don Luis al día siguiente le dijo que el rey había ordenado, entre muchas cosas, que el tratamiento que se le debía dar no seria el de Alteza sino el de Excelencia. «¿Quiénes eran "Excelencias"?» «Muchos, los grandes señores, los altos funcionarios y ministros, los Embajadores de los reyes.» «Entonces soy y no soy un príncipe.» Menos que Don Carlos, menos que Doña Juana y, sin embargo, era el hijo del Emperador y el hermano del rey. Pero de otro modo.

»Para vos sigo siendo el mismo», le había dicho a Don Luis cuando éste le mostró la lista de los caballeros que iban a formar su casa en la Corte. El rey había anotado cuidadosamente todos los cargos y los nombres: «Ayo y Jefe de su Casa, Don Luis Quijada; Mayordomo Mayor, el conde de Priego; Caballerizo Mayor, Don Luis de Córdoba; Sumiller de Corps, Don Rodrigo Benavides, hermano del conde de Santisteban; Mayordomo Particular, Don Rodrigo de Mendoza, Señor de Lodos; Gentiles Hombres de Cámara, Don Juan de Guzmán, Don Pedro Zapata de Córdoba y Don José de Acuña; Secretario, Juan de Quiroga; Ayudas de Cámara, Jorge de Lima y Juan de Toro; Capitán de su Guardia, Don Luis Carrillo, Primogénito del conde de Priego, con todos los demás asistentes, criados y guardias.

Casi todos eran desconocidos para él. Desde allí en adelante se iba a mover entre toda esa gente extraña. Era un nuevo orden de cosas y relaciones. Gente extraña y ceremoniosa que lo iba a rodear todo el tiempo. Era como ponerse a vivir de nuevo en una ceremonia complicada y nunca aprendida.

¿Qué era un Sumiller Mayor y un Gentil Hombre de Cámara? No sabría a quién llamar, si al Secretario, o al Mayordomo, o al Sumiller. Se reirían de su ignorancia.

Junto a él todo el tiempo, sin dejarlo un momento, con reverencia y precedencias. A quién llamar primero para qué. Cómo poner el orden de la casa. «De eso me encargaré yo y el Mayordomo. Todo será fácil», le dijo Don Luis. «Vivirán ustedes conmigo?» «Sí, por lo menos por un tiempo, mientras Vuestra Excelencia lo crea conveniente.» Le había dicho «Excelencia», a él, a Jeromín. Protestó. «Tiene que ser así y Vuestra Excelencia tiene que acostumbrarse.» El Rey de Espadas de la baraja lo amenazaba: «Te voy a cortar la cabeza por atrevido». Ose veía ante el rey Felipe, que le decía con voz dura: «Todo ha sido una equivocación. ¿Quién has creído que eres?». Los bufones se acercaban a hacerle mofa. «Cómo te atreves a entrar aquí, eres un labriego, apestas a bosta.» Podría huir. Irse de nuevo a Leganés a esconderse en la casa de Ana de Medina.

Lo irían a buscar los guardias y lo traerían a rastras. Tendría que aprender a usar otras ropas, otra habla. Cada gesto podía ser motivo de burla.

Pero era el hijo del Emperador. La sangre del rey era también la suya. Con esa sangre debía venir un aliento. No era él sólo quien iba a aparecer de pronto ante los señores de la Corte, sino la sangre y el ánima que le había dado la Majestad Imperial.

Dentro de él, de alguna manera, debía estar insuflada aquella naturaleza y ella debía brotar espontáneamente según se fueran presentando las ocasiones. El no tendría sino que abandonarse a la fuerza de esos dones que eran suyos.

Había oído a los teólogos hablar de reengendrar y recriar. En algunas vidas, como en la del mismo Cristo, se podía producir un nuevo nacimiento. Un nuevo nacer con otra personalidad después de la muerte de la personalidad anterior.

Jeromín había muerto. Nadie más lo iba a llamar así más nunca.

Había nacido otro, casi lo sentía bullir dentro de su cuerpo. Al salir el sol de la nueva mañana todos lo iban a ver como lo que era y había sido siempre sin saberlo.

Tendría espada, arnés de parada, escudo, el Toisón al cuello, pluma blanca sobre la toca, deslumbrantes trajes de finas sedas y terciopelos y un caballo espléndido para encabezar desfiles entre el vocerío de las muchedumbres.

Pero no tenía nombre. «¿Cómo me voy a llamar?» «El rey lo decidirá oportunamente», le había dicho Don Luis. «¿No va a quedar nada de lo que he sido, de lo que he creído ser hasta ahora?» De Villagarcía a Valladolid fue como un viaje nuevo nunca hecho antes. Al día siguiente la visita al palacio. Todo era prisa, tropiezo, desacomodo, ansiedad. Habituarse a los caballeros de su casa. El trato, el cómo, la ocasión de cada quien. A su lado Don Luis lo dirigía como un trujamán de retablo. El vestir con aquellas ropas insólitas y tiesas, la gorguera, la capa, la toca, la pluma y la espada. No enredarse con ella, no dejarla suelta, saber poner la mano sobre la empuñadura. La gorguera apretaba, el jubón resultaba grande. Todos aquellos gentiles hombres de su casa se movían con soltura y agilidad en sus aparatosas vestimentas. Por más que Don Luis le había explicado y hasta ensayado, la llegada al palacio fue aterradora. El trayecto en carruaje, Don Luis al lado, los caballeros de servicio en escolta montada. La entrada entre los alabarderos que hacían el zaguanete. La organización del grupo para la entrada. Las grandes puertas y más tapices en las paredes de los que nunca vislumbró en Yuste. Presentaciones, reverencias, Don Luis al lado susurrándole nombres. Saludos rápidos y torpes, hasta desembocar en el salón donde estaba el rey. Fue a él casi al único que vio. Al lado el príncipe Don Carlos. desmedrado, cabezón, pálido, que lo veía fijamente. Aquella joven señora junto al príncipe era la que lo había saludado en el Auto de Fe, la princesa Doña Juana. La única sonrisa. Entre el grupo de los grandes el duque de Alba, que parecía estar solo sin contacto con los demás. El rey se adelantó y le tendió los brazos, lo estrechó y luego habló a los demás. «Señores, os presento a mi hermano», y luego pronunció aquel nombre, «Don Juan de Austria».

Mucho tiempo, casi todo el resto de su vida, le tomó tratar de comprender aquel momento. ¿Quién era Don Juan de Austria? No se sentía él mismo, era otro quien debía estar allí, se puso las manos en el pecho como para sentirse. Lo abrazó Don Carlos, Doña Juana lo besó y lo retuvo para mirarlo mejor: «Tenemos el mismo nombre». Terminados los saludos se alzó la voz del escribano que leía, como salmodia de misa, el acuerdo de la Orden del Toisón de Oro que lo proclamaba caballero. El rey le puso el collar. Los eslabones de oro, el corderito doblado, el tintineo del metal. Se fueron acercando para hacerle homenaje y volvió a oir aquellos nombres que tantas veces había oído mencionar a Don Luis. Duques, marqueses, condes, títulos que había oído en los romances de caballería. Iban desfilando ante él, apenas oía un nombre cuando aparecía otro rostro y otro nombre. Inclinaba la cabeza y procuraba sonreír.

Aquel cortesano sonriente, tan cuidado de su persona, era el príncipe de Éboli, Ruy Gómez, Mayordomo del rey. Esposo de aquella llamativa mujer con un ojo tapado con un parche negro. Aquel sacerdote de cabello blanco, que los señores saludaban con respeto, era Gonzalo Pérez, secretario de Su Majestad.

Entre tantas figuras y nombres se sentía confundido. Allí estaban mansos y quietos aquellos personajes de quienes tanto había oído. Mirándolos de cerca por primera vez, oyendo sus voces. El duque de Alba. Aquél era y no era Ruy Gómez, del que tanto había oído hablar en Villagarcía. Doña Ana, princesa de Éboli, una Mendoza altanera, bella y extraña, con aquel ojo tapado de matachín, que era imposible no estarlo viendo todo el tiempo. Otros nombres que le sonaron ajenos, el viejo marqués de Mondéjar, el De los Vélez, el Comendador Requesens, el marqués de Santa Cruz, con sus ojos astutos y su barba canosa en punta.

Y, sobre todo, había aquella cabeza, la que tenía el rey, la que aparecía repetida tantas veces en los retratos que había visto en Yuste. Triangular, con la larga quijada caída y el labio colgante. La del Emperador. La que ahora le veía de cerca al rey. Más joven, más móvil. La que llevaba con tanta gracia la princesa Doña Juana y la que parecía una máscara en Don Carlos, el príncipe. Más o menos acentuada estaba en todas aquellas cabezas de los príncipes vivos y los retratos muertos. Mucho más tarde las vio repetidas con obsesión en aquel retrato de la familia del Emperador Maximiliano reproducida en todas las posiciones. Esa misma cabeza que desde entonces él se puso a buscar en todos los espejos sobre sus propios hombros. ‹La tenía o no la tenía?

No supo cuánto duró aquello, porque al regreso a la casa con sus «tíos», que ya no querían ser llamados así, estuvo volviendo y volviendo sobre todos los detalles de lo que había ocurrido. ¿Por qué Juan? Fueron más las cosas que le dijeron que las que podía retener. Los reyes antiguos que se habían llamado Juan. El príncipe hijo de Don Fernando y Doña Isabel que iba a heredar todas las coronas de España y al que la muerte se lo llevó antes. Don Juan. Don Juan de Austria. ¿Cómo tendría que ser Don Juan de Austria?

Tuvo que cuidar su manera de hablar, ensayar otros gestos, irse haciendo a una nueva situación desconocida. A veces se franqueaba con el único ser con quien podía hacerlo. «Tía, me siento como si estuviera haciendo un papel en una comedia. Ayúdame a hacerlo bien.» «No es ningún papel, es vuestro verdadero ser.» ¿Era su verdadero ser o era un simulador? Como si se hubiera disfrazado o como si hubiera estado disfrazado toda la vida. Nunca sabía si lo estaba haciendo bien, si aquellos que lo rodeaban respetuosos no se estaban burlando dentro de si mismos de sus pifias y desaciertos.

Si no era el vergonzoso en palacio de la conseja.

¿Era a la derecha o a la izquierda, a un paso o dos pasos detrás del príncipe y de Doña Juana, era delante de Alejandro Farnesio? Había que aprender todo el arte de los saludos, las sonrisas y las reverencias, y el difícil juego de azar de los tratamientos: Vuestra Excelencia, Vuestra Señoría, Vuestra Merced, a quiénes se tuteaba y a quiénes no. Qué hacer con las manos y con la espada. Escrutar todo el tiempo la expresión de Luis Quijada para saber si lo estaba haciendo bien.

Desde el primer momento hubo los que lo trataban de «Alteza», que fueron muchos, y los pocos que se limitaban al «Excelencia», que había ordenado el rey. «Excelencia», le decía el duque de Alba y también Ruy Gómez. Don Carlos y la princesa Juana le decían «Juan, tú». Muy frío y ceremonioso, el secretario Pérez le decía «Excelencia», y el viejo marqués de Mondéjar lo decía casi con desprecio. Aquel tratamiento inseguro y cambiante lo perturbaba. «Vuestra Alteza», cuando lo oía algo se le agitaba por dentro. «Su Alteza.» «¿Mi Alteza'?«Eran grados, tonalidades, actitudes, matices que le costaba trabajo distinguir al principio, pero que estaban llenos de significaciones y sobreentendidos que sólo más tarde pudo ir conociendo. En cada sucesiva visita al palacio le parecía descubrir cosas nuevas en aquellos cortesanos que se movían como los autómatas de los relojes de Juanelo.

Con Don Carlos la relación fue difícil y cambiante. No se sabia nunca en qué tono estaba hasta que comenzaba a hablar. Las más de las veces despectivo y soberbio, otras curioso y sonriente, pero siempre con violentos cambios de actitud. Soltaba improperios y burlas, con aquella voz chillona y la mirada torcida. Había que estar a la defensiva. Tal vez eso mismo lo hizo acercarse más a Alejandro Farnesio, que tampoco se sentía cómodo junto al príncipe.

Se hablaba de la próxima boda del rey con la Princesa Doña Isabel de Valois, hija del rey de Francia. «Es bella, sabes. Vi su retrato cuando se habló de que me podía casar con ella. Ahora se casa con el rey, mi padre.» Desmirriado, inseguro, vacilante, con fáciles arrebatos de furia, no había paz con él. Con Farnesio se cruzaba miradas de angustia ante las salidas del príncipe.

Antes de la boda se iban a celebrar Cortes en Toledo para jurar al príncipe. «Por fin lo van a hacer. Han tardado bastante. No todo el mundo me quiere. ¿Lo sabias, Juan?» A veces, en la conversación, se le escapaba decir: «Cuando yo sea rey», pero de inmediato se detenía como asustado y añadía: «Si es que me dejan serlo algún día».

El traslado de la Corte a Toledo fue su primera experiencia de aquel complicado y aparatoso desplazamiento de coches, jinetes, literas con pajes, alabarderos, acémilas de carga, carros de bueyes y estandartes. Los pueblos enteros se vaciaban en el camino para ver pasar al rey que, desde su silla de manos, movía aquella cabeza inexpresiva hacia las gentes arrodilladas.

Poco antes había llegado la noticia de que el rey de Francia, Enrique II, en un torneo para celebrar la boda de su hija había sido herido en un ojo por la lanza de su contrincante y después de una corta y horrible agonía había muerto. Se pasaba la noticia en voz baja. «No es de buen agñero.» Desde el borde del Tajo vio la ciudad entera en su colina, empinada en sus piedras grises y en sus ladrillos sangrientos hasta las cuatro torres del Alcázar. Las murallas la orlaban con su crestería hostil. Se oían campanas. Los ojos subían hacia las nubes grises. Entre las nubes debían estar los Santos y las Divinas Personas de la Gloria.

Cuando el desfile entró al puente, Don Juan se irguió en su caballo para desafiar las miradas.

Días después hubo que prepararse para recibir a la reina Isabel. Por el desfiladero donde «mala la ovisteis, franceses» venia la niña reina a su desconocido reino. El rey salió a encontrarla en el camino. En su hacanea ligera la risueña joven, bajo un parasol de seda, rodeada de damas y caballeros, era una fiesta del color. Frente a ellos el séquito oscuro de Don Felipe. El duque de Alba, quien había representado al rey en la boda lejana, hizo la teatral ceremonia de la entrega. «Junto a ella el rey se ve más viejo», dijo Don Carlos.

De allí en adelante todo fue fiestas. Por la afinidad de los años y los gustos se fornió en torno a la reina un grupo juvenil que alborotó con sus juegos, invenciones y risas la tiesa etiqueta habitual. Estaban junto a ella continuamente Doña Juana, el príncipe Don Carlos, Farnesio y Don Juan. En el Alcázar de Toledo todo fue risas y contento, hasta que la reina enfermó de viruelas y hubo que hacer una tregua. «Ha sido un golpe maestro de Su Majestad», le explicaba Don Luis. «Se asegura la paz con Francia y queda con las manos libres para arreglar las cuestiones de Flandes y para enfrentar al Turco.» Era aquél el juego que Don Juan tenía que aprender. El difícil y confuso juego de esquinas de España con Francia, con Inglaterra, con los protestantes alemanes y con el Turco. Como piezas de ajedrez, castillos y caballos estaban listos para iniciar movimientos inesperados. La política consistía en neutralizar a unos para derrotar a otros. No se sabia nunca qué ocultas alianzas podían estarse haciendo en todo momento y no se estaba seguro de contar con nadie.

Poco después se instalaron las Cortes de Castilla en la catedral. Se iba a jurar al príncipe Don Carlos como heredero del trono.

En medio de la gran ceremonia, en el vasto estrado que ocupaban las reales personas y los Procuradores, Don Carlos iba a ser reconocido solemnemente, ante Dios y su pueblo, como heredero del rey. Las inmensas capas y mitras de los arzobispos marcaban el espacio ante las sillas en las que se pusieron Don Felipe, la princesa Juana, Don Carlos, los altos dignatarios y señores, los heraldos y los reyes de armas. Y él, Don Juan de Austria, que en muchas maneras también estaba siendo reconocido y jurado en aquella lenta ceremonia. Una gran ausencia que todos no podían dejar de sentir era la del Cardenal Arzobispo Carranza, que a esa misma hora estaba encerrado en un calabozo de la Inquisición. La poderosa ausencia de Carranza y. la borrosa presencia de Don Carlos llenaban el cavernoso espacio ceremonial.

Flaco, inseguro, preso dentro de si mismo, el príncipe parecía no llenar su sitio.

Estaba como en hueco. Cuando las palabras del juramento comenzaron, después de los salmos y los trenos del órgano, parecían no ser a él a quien se dirigían. Don Juan sintió que su presencia hacía un contraste ingrato con el patético heredero. Las palabras volaban. «Oíd, oíd, la escritura que aquí os será leída del juramento y pleito, homenaje y fidelidad…, al Serenísimo y muy esclarecido príncipe Don Carlos, hijo primogénito de Su Majestad, como príncipe de estos reinos durante los largos y bienaventurados días de Su Majestad y después por rey y señor natural propietario de ellos.» Juró la princesa, luego el viejo marqués de Mondéjar que subió al altar con su pesado y lento paso. Luego lo habían llamado a él, el «Ilustrísimo Don Juan de Austria». Con sus atuendos coloridos parecía un gallo de pelea. Luego siguieron largos y espaciosos los juramentos de señores y prelados.

Don Carlos torcía la cabeza y desplegaba la mirada con recelo.