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No se alojaría en el palacio, como los príncipes de la sangre, sino en una casa con sus «tíos». Fue allí donde comenzó realmente su educación cortesana. La diaria rutina de las visitas, los corrillos y las noticias susurradas. Poco a poco fue reconociendo los espacios y los grupos humanos, las personalidades y las funciones. El enjambre humano que revoloteaba en torno al rey que permanecía metido en su cámara leyendo papeles y escribiendo menudas notas con su pareja letra de escribano.
Se iba haciendo conocido de los cortesanos y se familiarizaba con las gentes y los recintos. Había una correspondencia entre grupos y espacios. Los más jóvenes se reunían en la antecámara de la reina. También allí se encontraba la princesa Doña Juana y el príncipe. Alejandro Farnesio siempre iba a su lado. Al rey se le veía poco.
No era solamente lo que veía sino lo que llegaba a sospechar o adivinar al través del entrecruzar constante de noticias y confidencias. Había gente locuaz que formaba corrillos. Había las damas nobles que acompañaban a la reina y a la princesa. Los comentarios pasaban de grupo en grupo y al pasar se deformaban y cambiaban.
«No ha tocado a la reina en todo este tiempo. Hay que esperar para consumar el matrimonio.» La reina juvenil jugaba a las cartas y a las muñecas, se probaba trajes y adornos. Don Juan era acogido con simpatía. Se pasaba de los juegos de invenciones a los disfraces y a las charadas. Era de las pocas veces en que se veía reír al príncipe.
Los más jóvenes eran la reina y Don Juan.
Se acercó a los señores y a las damas, pero al mismo tiempo comenzó a advertir que había otro mundo oculto en el que resultaban sorprendentemente distintas las mismas personas que creía conocer.
Un juego de intrigas se escondía debajo de las apariencias normales. Había un tejido de amores ocultos. Los sitios imaginarios o reales de encuentros clandestinos resultaban ser los menos pensables. El huerto de un convento, el taller de un artesano, el pesado armatoste de un coche detenido en la sombra, la casa de una pariente. Los hijos no siempre eran de sus padres legítimos. Se sabia con toda clase de precisiones quién era el padre del último hijo de esta o aquella dama. Lo sabían todos menos el orgulloso personaje de su marido. Se hablaba también del rey y de sus aventuras galantes. Se nombraba la dama que ahora gozaba de su preferencia.
«Todo el mundo lo sabe, desde que se casó no ha tocado a la reina, no ha pasado una sola noche con ella.» Los comentarios se disparaban. Los Embajadores recogían ávidamente las informaciones. En las distantes capitales los príncipes se divertían con aquellas picantes noticias.
Había quienes acusaban y quienes defendían. «Es todavía una niña, no le han venido sus reglas, sus besognes", como dicen los franceses.» «No es eso, el rey la ha encontrado sosa y pesada.» A ratos cruzaba sólido, refugiado en su sotana, con aire concentrado, Gonzalo Pérez.
«El hombre más poderoso del reino.» Había sido secretario de Don Felipe desde cuando era príncipe y lo había sido también del Emperador. Nadie conocía tanto los secretos de la Corte y del poder.
Don Juan lo miraba con sincera curiosidad. Debía saber todo del Emperador. Había sido testigo y parte de los grandes acontecimientos. ¿Cuántas cosas podría preguntarle?
No era fácil acercársele y plantar conversación con él. Siempre iba de prisa y metido en algo. «Mientras viva será el secretario del rey y ya tiene preparado a su sobrino Antonio para sucederle.» «¿Sobrino? Por allí me las den todas. Un hijo, un hijo sacrílego.» Había quién sabia más. «No señor, no es eso. Es sabido que de quien es hijo el famoso sobrino es de Ruy Gómez.» «¿Del príncipe de Éboli?» «Del mismo. Véale Vuestra Merced la catadura. En nada se parece a Gonzalo Pérez, es el vivo retrato de Ruy Gómez.» Don Juan lo había tratado. Era abierto, expansivo, gracioso y alardeaba de sus refinamientos y su cultura. En la conversación soltaba términos en italiano, en francés y en latín. Nadie se vestía con más lujo y rebuscamiento. Lo cubría un halo de penetrantes perfumes. Soltaba aforismos con tono juguetón.
Desde que lo encontró la primera vez sintió fascinación por aquel ser tan extraño, tan atractivo, tan misterioso.
«Lo que importa y es difícil es parecer joven de aspecto y tener toda la experiencia de los viejos. Aquí donde Vuestra Alteza me ve tengo ya cuarenta años de conocer la Corte. Es como silos reyes cambiaran y yo permaneciera. Mi tío, Gonzalo Pérez, lleva cuarenta años de servir en los más altos y reservados destinos al Emperador y al rey Don Felipe. Desde los comuneros, desde el señor de Chievres, toda la historia de la Corte está en él. Yo la he vivido en él. No vida imaginaria sino real y profunda.
Él me la ha transmitido desde que era niño. Me ha dicho a veces: "Te necesito para que puedas vengarme".» Citaba algún verso latino. «Hay que creer en el destino. Los romanos fueron grandes políticos porque creían en él. Yo siento cómo me lleva de su mano, pero sin que yo me deje arrastrar porque siempre voy con los ojos abiertos. Sé dónde me hallo, cómo entrar y cómo salir. Mi divisa es el minotauro en medio del laberinto: "Silentio et Spe".» Lo miraba moverse con segura soltura entre las mujeres. Las jóvenes, las maduras, las viejas sentían su sutil atracción. Conocía el arte de hablarles. Sabia embelesarías con un juego de palabras incitantes: «La victoria del amor, en rendir el ánimo y voluntad consiste, que todo lo demás no es sino trofeos y despojos de la victoria. O, si más cuadrare, posesión de lo vencido. No ofendan de que las trate de tiranas de almas, que no se contentan con que les rindan vasallaje los cuerpos, a que tienen derecho, sino que le quieren también de las almas y aun la adoración como ídolos».
Sentía gusto y curiosidad al acercársele e inquietud de lo desconocido. ¿Quién era aquel ser y qué había oculto en el fondo de él? Tan voluble como su lengua debía ser su pensamiento. Tan inasible y tornadizo. Era como contemplar a un maestro de esgrima hacer paradas, fintas y acometidas. Jugaba con las palabras y las actitudes, y parecía cambiar a cada instante de expresión y de tono. No se sabia si hablaba en serio.
Tenía algo de hechicero, con sus perfumes, sus pociones, sus secretos. Bastaba que apareciera para que se creara otro ambiente. Gastaba y regalaba con abundancia y se le suponía muy poderoso. «Va a serlo mucho más cuando muera el tío.» El rey mismo parecía sentir una predilección por él. «Lo prefiere a sus bufones», decían los malquerientes.
Era la segunda vez que nacía del fuego. La otra había ocurrido, años antes, en Villagarcía.
Lo despertaron en la alta madrugada de otoño. Sus hombres de servicio lo sacaron de la alcoba a medio vestir. La casa estaba llena de humo, olía a chamusquina y estallaba el crepitar de la llamarada por todos lados. Ardían los cortinajes, los tapices, las maderas pulidas. Doña Magdalena, Don Luis, los caballeros de su casa, las criadas corrieron hacia la calle. Se fue espesando el grupo de los vecinos asustados. La casa desde afuera parecía una visión de infierno, por las ventanas salían llamaradas y torrentes de humo negro. «Nada se va a salvar», gemía Doña Magdalena.
Tal vez era necesario que todo pereciera para empezar de nuevo. Sus gentes mostraban los pocos objetos y ropas que habían logrado rescatar. El crucifijo chamuscado que había estado en su cabecera desde Villagarcía. «Don Luis, su crucifijo. El fuego lo ha respetado dos veces.» Lo besó y lo dio a besar.
Los vecinos abrieron paso respetuosamente a un grupo de señores que se acercaba.
Era Ruy Gómez en persona que llegaba acompañado de la princesa de Éboli y de algunos familiares.
Con muy afectuoso interés se informaron de lo sucedido y dijeron su pesar. Nadie estaba herido. «Será un gran honor para nosotros que vengan para nuestra casa.» Hubo protestas de cortesía. «Nada de eso, nuestra casa es grande y no van a incomodar a nadie.» Era la princesa la que lo decía, muy solícita, sosteniendo a Doña Magdalena por el brazo. Al resplandor de la fogarada la observaba Don Juan. Se encendía y se apagaba al reflejo de las llamas como si revistiera sucesivos antifaces de colores. El parche negro era como un gran ojo que miraba hacia adentro.
Estuvieron largo rato viendo arder la casa. Los vecinos traían cubos de agua que arrojaban sobre el incendio. Al calor del fuego se unía el olor acre del trapo quemado.
Ya en la casa de los príncipes fue larga y accidentada la improvisación de la primera noche. Acomodar habitaciones, preparar camas, prestar ropa de dormir, hacer comentarios y burlas sobre las incomodidades y las situaciones extrañas. Fue una aproximación brusca y completa de gentes extrañas.
La princesa tomó el comando de las operaciones de instalación. «Calla tú, Ruy, que no sabes de estas cosas.» Ofrecía bebidas y mantas y traía ropa suya para Doña Magdalena. El más sereno y conforme era Don Luis. El más divertido con la circunstancia, Ruy Gómez.
Ahora los podía ver de cerca. La princesa era inquieta, agitada, dicharachera. Reía con facilidad de lo que había ocurrido y de sus propias frases. «Una debería estar preparada para estas cosas. Desde que la Corte se vino a Madrid no ha habido sino incendios. Son las casas nuevas y el desacomodo de las gentes en ellas. Se olvida una vela encendida, se vuelca un candil y hay también mucha mala voluntad oculta. ¿Saben lo que pasó con una criada morisca en la casa de mis primos? La incendió de propósito.» Con el día siguiente comenzó en su plenitud la nueva circunstancia. Era una extensa vivienda, llena de cuartos, pasadizos y escaleras en la que varias casas estaban entrelazadas por puertas y crujías. Había comenzado un nuevo tiempo.
El primer contraste que se le hizo patente fue el de Don Luis con Ruy Gómez.
Todo lo que en Don Luis era prudencia y paso de muía segura, callar y ver, palabras pocas y precisas, era ligereza y finura en Ruy Gómez. Nunca había visto tan de cerca a un hombre como aquél. Era el cortesano. Más tarde cuando leyó a Castiglione lo pudo comprender mejor. Revelaba vida interior, era preciso e ingenioso en la palabra, hacía observaciones penetrantes y tenía una manera de sonreír que podía ser al mismo tiempo benévola y burlona. Oía y podía irse de la conversación sin que aparentara perder interés. Cuando la charla se desbordaba en afirmaciones superficiales le bastaba una palabra, un guiño de la mirada, un gesto de la boca, para llevar las cosas a otro punto.
Todos sabían su astuta influencia sobre el rey, pero él lo aparentaba poco. Daba una impresión de seguridad difícil y diestra.
El contraste entre Doña Magdalena y la princesa de Éboli era todavía más grande.
Todo lo que era comedimiento y mesura en su «tía», era ímpetu, afluencia palabrera, cambios de voz, inquietud constante. Hablaba con las palabras, atropelladamente, pero también con las manos, los gestos y hasta los silencios. Negaba y afirmaba con vehemencia. «Eso no es así.» Calificaba con motes graciosos y disparatados a los más graves personajes, imitaba modos de hablar y de andar, irrumpía en risa sin motivo aparente.
«Han visto ustedes mamarracho semejante.» Hablaba de un gran señor o de una dama de la reina.
Lucía atractiva, a pesar de sus muchos partos. Cuerpo menudo, talle delgado, bellas manos volanderas, hermosas facciones, boca voluntariosa y aquel ojo izquierdo que se movía solo y como suelto en el aire. Y el parche negro que le daba aquel toque de extrañeza y hasta de maleficio a su presencia.
¿Qué ocultaba con el parche? Era la pregunta que todos se hacían. «Es tuerta. Le vaciaron un ojo de niña.» «No. Es bizca, mete un ojo y prefiere tapárselo para que no se lo vean.» «Tiene una nube.» Una mancha lechosa de ópalo, de cristal turbio, de madreperla, de luna velada. Era la Excelentísima Señora princesa de Éboli, Ana de Mendoza y de la Cerda, la esposa de «Rey» Gómez, la dama de la reina, señora de tierras y castillos, de vasallos y siervos. A espaldas de ella eran todas las cosas imaginables: la amante del rey, la «tuerta», la ambiciosa, la descocada e intrigante.
El otro personaje al que pudo entonces conocer de cerca fue a aquel Antonio Pérez que podía ser todo y que no parecía ser nada. Le llevaba siete años, en la edad en que esa diferencia puede contar mucho. No era un paje, sino un caballero de la Corte.
Ayudaba en todo a Gonzalo Pérez. Cuando se decía delante de ella que era hijo del poderoso clérigo, la princesa de Éboli sonreía con descarada picardía. «Ruy Gómez es para mí otro padre.» Parecía un cortesano italiano por lo rebuscado del vestir y de las maneras. Se movía teatralmente, exageraba los gestos, metía en la conversación palabras en francés, italiano y hasta en latín para asombrar interlocutores lerdos. Cuando hablaba de otros países parecía asumir papeles distintos. Acompañaba la palabra con gestos amanerados, algo de impudentemente femenino asomaba en sus actitudes. «Tiene cosas que no parecen de hombre.» En el apagado vocerío del rumor lo llamaban «el Pimpollo». El aura de la cercanía al rey cubría todas esas incongruencias.
De los más altos personajes hablaba con atrevido desenfado. «El rey dice… «El Cardenal tiene una manía.» «Este Papa tiene dos sobrinos que van a dar mucho que hacer.» «Gonzalo Pérez me ha dicho que todo el que se acerca a un rey es sospechoso.» «Aprendí latín con Nunio en Lovaina, Mureto y Sigonio en Venecia.» Era notorio su atractivo para las mujeres. Pasaba de una a otra con soltura y a todas decía cosas gratas o atrevidas. «No hay leona más fiera, ni fiera más cruel, que una linda dama.» Las tomaba de las manos y decía golosamente: «Manos para ser lamidas y besadas». O soltaba entre hombres: «Sin amores no sé vivir, que soy como las putas».
A través de él comenzó a mirar otra Corte que era diferente de la que hasta entonces había creído conocer. Hablaba con atrevido desparpajo como si lo enseñara a ver por debajo de las apariencias lo que era menos atractivo y laudable que lo que se veía por encima. «Sonrisas de reyes cortan más que filos de espadas afiladas.» «La lengua es lo más engañoso, pues del aire forma el engaño.» «Los privados de los reyes tienen que ser grandes hechiceros.»
Había que irse a Alcalá de Henares. El príncipe se había marchado pocos días antes.
Farnesio y él irían a acompañarlo para realizar estudios y disfrutar del clima sano.
Don Juan fue a vivir con Don Carlos en el cerrado y cavernoso palacio que había construido el Cardenal Cisneros. Piedra gris labrada, rejas de hierro retorcido, claustros, patios, altas salas, corredores, pasadizos, escaleras y alcobas oscuras. Alejandro Farnesio tuvo otro alojamiento.
Honorato Juan, fraile y maestro de filosofía, iba a dirigirlos en los estudios. Fue grande el séquito; cada quien con su casa y servicio. Don García de Toledo y Luis Quijada llevaban la autoridad y representación del rey. En días sucesivos vinieron el rector, los maestrescuelas, los profesores con sus altos cuellos y sus boinas de raso, las autoridades locales, los vecinos notables y la chusma curiosa de estudiantes, capigorrones, medio pícaros y medio ascetas, que llenaban las aulas y formaban grescas en las calles.
Se había despedido de los Éboli con efusión. «Yo no sé sino decir tú», le había dicho la princesa, «a veces hasta al rey». «Serás Juan, tú.» Azorado, le respondió apenas: «¿Y yo?» «Tonto, tú también», para añadir incitante y cambiante: «Depende de las horas y las circunstancias».
Con la princesa había entrado al mundo de las mujeres, con su fácil manera de tratar a los hombres, de jugar con ellos, para atraerlos o repelerlos, en un juego de animal de presa. Provocativa, desdeñosa, con aquel ojo oculto, se aniñaba a ratos en los juegos y chácharas con las jóvenes de su casa. Algunas muy bellas, como aquella sobrina Maria de Mendoza, que tanto se le parecía en mejor. Con su ojo izquierdo '.desnudo y viviente como un pez de oro. Donde estaba ella era a ella a quien había que ver. No había lugar para otra cosa. El príncipe de Éboli, Antonio Pérez, los amigos íy servidores cercanos no giraban sino alrededor de ella. «No te me vas a escapar, Juan; no lo olvides.» No la olvidaba. Ahora en Alcalá pensaba más en ella y volvía a su invisible presencia más que cuando estaba en su casa de Madrid. En los sueños fiebrosos de la adolescencia era con ella con quien se encontraba en un lecho imposible. Siempre se interrumpía aquel sueño cuando intentaba levantarle el oscuro parche. «No, eso no.» Era el despertar.
Todo estaba regulado minuciosamente en Alcalá. Apenas levantados venía a unírseles Farnesio. La oración, la misa, el desayuno y, luego, el desfile de los maestros.
Latín, filosofía, historia, composición. La imaginación se ausentaba del gangoso parlamento. «¿.Me siguen Vuestras Altezas?» Regresaban al tema a trechos. Después venían la comida, los paseos, las visitas y, en todo momento, las intimas confidencias y las esperanzas.
No era fácil la relación con Don Carlos; cambiaba de tono y actitud continuamente, se le prensaba aquella vena en la frente, palidecía y apretaba los labios. Parecía un 'animal salvaje al acecho. Amenazaba, estallaba en gritos o entraba en un monólogo deshilvanado en el que anunciaba cosas absurdas que se proponía hacer.
«Yo seré rey, ¿pero cuándo? El rey mi padre era gobernador de Flandes y duque de Milán; a mí no se me ha dado nada. Tú, Alejandro, serás duque de Parma y comandante de ejércitos; y tú, Juan…» Se quedaba en suspenso. «Lo que tienes que ser, hombre de Iglesia, cardenal seguramente. Era lo que quería el Emperador y lo que te corresponde.» Don Juan replicaba con firmeza: «No lo seré. No tengo ninguna vocación para eso. Lo que voy a ser es un guerrero; eso y no otra cosa».