38779.fb2
Don Juan y Farnesio reían. «Ya hay propuestas de varios matrimonios para mí.» El príncipe enumeraba algunas de las candidatas. Lo hacia con arrogancia. Una princesa francesa, hermana de la reina, su madrastra. «He visto su retrato.» Describía golosamente a la princesa que los otros rehacían en su imaginación. También había la reina María Estuardo, la escocesa, viuda reciente del rey de Francia. «Tiene fama de bella, pero es mayor que Vuestra Alteza.» «Eso es nada. ¿Sabéis con quién también se piensa casarme? Nada menos que con mi tía, la princesa Doña Juana.» La princesa Juana era su tía y podía ser su madre. Farnesio visualizaba aquel enlace, aquella escena de lecho inaudita, el desmedrado príncipe en los brazos robustos de su tía, que le doblaba en años. Había también otras, pero de hablar de ellas se desviaban a las picardías oídas de mujeres de la Corte y de la Ciudad. De las mujeres y las hijas de criados, de las entrevistas en calles y ceremonias. No faltaba el celestino. Había también las casas de putas de Alcalá que frecuentaban los estudiantes, pero seria un escándalo que alguno de ellos se atreviera a entrar en ellas.
Las horas más gratas eran las de salir al campo, de montar a caballo, de hacer ejercicios de armas. Allí Don Carlos se rezagaba resentido. Hacia mofa de la destreza de los otros. Las más aburridas eran las horas de clases. Entraba el maestro muy solemne, acompañado de Honorato Juan. Reverencias, saludos, una antífona en latín, un rezo.
Un día les trajeron un ejemplar de las obras de ciencia de Alfonso el Sabio. Preciosos pliegos espesos cubiertos de fina caligrafía y de imágenes de colores en las que aparecían personajes con raras vestimentas que miraban al cielo a través de largos anteojos.
«¿Todo esto lo escribió el rey?», preguntaba Don Carlos. El maestro sonreía y trataba de explicar: «No, señor, no él mismo. Pero ordenaba que se hicieran esos estudios; llamaba a los sabios que debían hacerlos y les daba su aprobación final». Don Carlos aprovechaba la oportunidad para desviar la conversación de los libros inertes sobre la mesa. «También fue Emperador.» «Otro día os hablaré de eso», decía evasivamente el maestro y trataba de volver a los libros.
También les mostraron un grueso volumen, encuadernado en pergamino, con adornos de oro. Honorato Juan mismo les explicaba, mientras pasaba sus manos por las hojas multicolores impresas a dos columnas. «Este es el gran monumento del Cardenal Cisneros y de la Universidad, es la palabra de Dios en sus textos originales más antiguos. Por muchos años trabajaron grandes sabedores para purificar y transcribir estos textos.» Había el texto latino de San Jerónimo, en letras claras, desnudas, pero también había aquellos otros textos en caracteres incomprensibles y enredados, en griego, hebreo, arameo. «En ninguna de esas lenguas lo podremos leer», decía el príncipe aburridamente. «La Iglesia conoce el peligro de que esos textos fundamentales se pongan en lengua vulgar. Vendrían las torpes interpretaciones de la ignorancia.» Un día vieron llegar un criado con un par de zapatos nadando en agua hirviente en una fuente de plata. Iba hacia la habitación de Don Carlos y lo siguieron. Vieron colocar la fuente sobre una mesa frente al pobre artesano arrodillado y lloroso. «Esas botas que me hiciste no me sirven.» El hombre daba explicaciones de miedo. «Te las vas a comer. Comienza.» El zapatero comenzó a cortar pedazos del cuero hervido para mascarlo con repugnancia. Farnesio y Don Juan intervinieron. «Dejadme hacer que yo sé lo que hago. Ya verán que no volverá a hacer zapatos que no sirvan.» Al fin lo dejó ir. «Cuando yo sea rey…» Se interrumpió y se quedó con la mirada absorta, «… sí es que vivo para ser rey».
¿Quién puede ser rey? La pregunta estaba en el aire y parecía reaparecer en cada sitio, mudamente. La Éboli, en esa manera que nunca se sabía si era jocosa o seria, le había dicho varias veces en muchas formas abiertas o disimuladas: «Don Carlos no va a reinar nunca, ni siquiera va a vivir mucho. Morirá antes que su padre». «Si Don Carlos muere antes que el rey, que es lo más cierto, no hay heredero. ¿O si lo hay…?«, le dijo alguna vez Antonio Pérez mirándolo extrañamente.
Los maestros que les explicaban la historia la describían como un misterioso y terrible juego entre la voluntad de los reyes y la de Dios. Los reyes hacían combinaciones matrimoniales para asegurar el aumento de sus reinos y dejarlos a sus herederos; pero Dios, en el terrible ajedrez de la vida y de la muerte, las desbarata. «Vea Vuestra Alteza.
Todo lo prepararon los Reyes Católicos para que en la cabeza del príncipe Don Juan se pudieran reunir los reinos de España. Murió Don Juan inesperadamente y el plan se deshizo. La herencia fue a parar, al través de Doña Juana, en la cabeza de Don Carlos de Gante. Un príncipe flamenco que nunca había visto a Castilla. Tampoco pudo Don Carlos dejar toda su herencia a Don Felipe, nuestro rey. Tuvo que partiría con su hermano Don Fernando.» Mientras se extendía el maestro en su imagen funeraria, Farnesio y Don Juan no podían evitar poner la vista en Don Carlos. Tenía la cabeza en las manos como agobiado o soñoliento. ¿Llegaría a ser rey?
A veces faltaba el maestro de teología y venia a sustituirlo un viejo fraile, menudo, de palabra lenta y gestos cansados. Saludaba con una reverencia a los tres jóvenes.
Con la mirada hacia el suelo, el maestro daba la impresión de que estuviera hablando para si mismo.
"Nuestros reyes han ganado grandes batallas, pero aquí, en esta villa, se perdió una muy grande, la más grande de todas. Don Carlos derrotó al rey de Francia y lo tomó prisionero; derrotó a los príncipes herejes de Alemania. Eso lo sabemos. Pero la escondida batalla que se dio aquí no se sabe todavía quién la perdió. «Don Carlos, con su impaciencia habitual, interrumpía: «¿Qué batalla es esa que yo nunca he oído mentar?». «Señor, perdonadme; me extravío a veces cuando hablo. No hubo ejércitos, ni lanzas, ni cañones; pero hubo, sin embargo, una gran batalla, con muchas victimas.» La curiosidad de los jóvenes se extraviaba. «Lo que se perdió no fue un ejército, sino mucho más. Se perdió una ocasión única, se mató una gran esperanza. El Cardenal Cisneros creó esta casa para cambiar a España. Se dio cuenta de que había sonado la hora en que la Cristiandad tenía que renovarse y volver a sus fuentes."
Alejandro Farnesio recobraba su tono burlón. "Eso no fue una guerra, sino una disputa de teólogos." «Perdóneme Su Alteza si le digo que lo que allí se perdió fue más de lo que se ha perdido en ninguna guerra.
Se animaba el diálogo: «Lo que el gran Erasmo quería, y era lo justo, era salvar la religión de los delirios racionalistas de los tomistas. La manía de especular y especular sobre el tenue hilo de la dialéctica». "Erasmo proponía volver a la fuente, a la palabra de Dios."
"¿Acaso no se conoce la palabra de Dios?", interrogaba Don Juan con sorpresa.
"Se conoce y no se conoce, señor. Tanto se ha interpretado, tanto se ha glosado, tanto se ha deducido, que es fácil extraviarse. Eso quería Erasmo, y el Cardenal Cisneros fundó esta casa para restituir la palabra de Dios a su pureza y verdad. Quince años trabajaron aquí los más grandes sabios en las Escrituras, para establecer las palabras verdaderas. No sólo la Vulgata de San Jerónimo, con todos sus errores, no sólo la versión griega de los Setenta, sino además los manuscritos hebreos más antiguos, para llegar al fundamento cierto de nuestra fe.» Lo que contaba el fraile era como una aventura de caballería. Erasmo se había lanzado a luchar contra los errores para llegar a liberar la verdad, doncella presa en la torre de un Encantador malvado.
– Se ha podido derrotar a Lutero y a su caterva de malvados. «Iba levantando la voz desproporcionadamente. «España ha podido ser la nueva lumbre de la Cristiandad.
Don Juan recordaba el Auto de Fe de Valladolid. "No se puede tener piedad con los herejes." "No eran herejes, eran grandes pensadores. Los herejes son otra cosa.
Desgraciadamente nada de eso fue posible. Se perdió la ocasión.» "¿De quién fue la culpa?» El fraile calló temeroso. "Es difícil saberlo. No de Sus Majestades, ciertamente. El Emperador, que Dios tenga en su Gloria, nunca persiguió a Erasmo. Cuando la Reforma se iniciaba buscó inteligentemente hallar una vía de entendimiento. Para eso fue la Dieta de Angsburgo y la intención del Concilio de Trento.
"¿No es eso lo que dicen los herejes?» Era Don Carlos, colérico.
Quedó en silencio y el maestro pareció hacerse más pequeño. "Ruego a Su Alteza perdonar mi atrevimiento. No soy yo quien puede entrar en estas cosas tan altas y graves. Yo no soy sino un pobre fraile, entontecido por los años.~~ Era un domingo lento y fresco de primavera. En el largo atardecer, con muchas nubes y manchas de sombra sobre el paisaje, comenzó a correr el rumor. Don Carlos estaba gravemente herido. Lo habían hallado sin sentido en el fondo de una escalera excusada, con la cabeza rota contra una puerta de hierro. Lo recogieron inerte con mucha sangre. Parecía un títere desmadejado. Lo tendieron en su lecho. Pronto la habitación estuvo llena. Los ayos, los señores de custodia, los guardias, las mujeres de servicio, los vecinos fueron llegando. Pronto estuvieron llenos no sólo la alcoba, sino la antecámara, el corredor, la escalera. Los personajes lograban penetrar abriéndose paso a la fuerza. Los guardias intervenían inútilmente. Vinieron los maestros de la Universidad, los estudiantes, los priores de los conventos, la gente de la calle, los mendigos. Mujeres de pañolón negro y rosario. Comenzó a oírse entre el murmullo de las voces el sonsonete de los rezos. "Está muerto.'~ "Tiene la cabeza destrozada." Cuando Don Juan logró llegar hasta el lecho, el príncipe estaba inconsciente. Parecía más pálido y más desmirriado que nunca. Por entre el pelo y en la cara se le veían grumos de sangre y una herida blanqueaba entre los cabellos apelmazados. Se le oía un ronquido de animal herido. Un médico le limpiaba la herida con una mezcla de manteca y vino. Al poco había tres médicos y algún barbero cirujano. Pedían paso vecinos que traían reliquias milagrosas, huesos de santos, clavos de la verdadera cruz, espinas de la corona, el dedo de una monja.
Partieron postas para Madrid y desde el atardecer comenzaron a llegar los grandes señores de la Corte, a caballo, en pesadas carrozas, en parihuelas. Todos de negro.
El gentío desbordaba del palacio hacia la calle. El rey llegó en la noche con tres de sus médicos. Don Juan y Farnesio no desamparaban la cabecera del enfermo. Un mismo
cuento deformado mil veces pasaba de boca en boca. ¿Qué había pasado? El príncipe se había marchado solo a una cita con la hija de un hombre del servicio. Había caído por el hueco de la oscura escalera o, acaso, alguien lo había empujado.
Despejaron la alcoba para el rey y su séquito. El rey, el duque de Alba y Ruy Gómez se sentaron frente al lecho. Ante ellos se pusieron los médicos. Un secretario les daba la palabra a indicación del rey. Se hablaba, con muchos latines, de los humores, los temperamentos y las materias, de nombres de raras fiebres, de la influencia de la constelación del día. "El humor flemático debe ser tratado con materias secas.'~ Había que aguardar a que la fiebre manifestara su naturaleza. En la noche, el rey regresó a Madrid en medio de una gran tormenta desfondada de truenos y rayos.
Cada quien, en la alcoba, tenía su opinión. Traer una famosa reliquia, ensayar Pomadas y bebedizos, hacer sahumerios. La noche pasó en vela en torno al cuerpo inerte.
Gentes en cuclillas se adormilaban en los rincones.
Al día siguiente el príncipe abrió los ojos abotargados y comenzó a decir algunas palabras torpes. La impresión de alivio duró poco. En los días siguientes empeoró.
La cabeza tumefacta parecía más grande, le costaba trabajo abrir los ojos y tenía medio cuerpo paralizado. Cuando podía hablar les decía a sus compañeros: "Mis amigos, no me abandonéis". La fiebre lo sacudía sin tregua. A ratos deliraba. "Me aguardan en Flandes."
Con la recaída acudió más gente de Alcalá y de Madrid. Continuamente llegaban grupos de cortesanos y de religiosos.
Resolvieron trepanarlo. El rey volvió de Madrid con el más famoso de los médicos del mundo, el doctor Vesalius. Los otros pusieron mala cara. "Llegó el hombre de la fábrica"~', decían los viejos doctores. Se había atrevido a disecar cadáveres, a abrir cuerpos humanos hasta el fondo de los órganos y los huesos. En el taller de Tiziano, en Venecia, había dibujado aquellas terribles planchas de su libro en las que se veía el cuerpo debajo de la piel en su repugnante mezcla de músculos, huesos y venas. "Todo el saber está en Galeno." "Mucho, pero no todo", decía Vesalius. "Hay que buscar más, hay que aprender más, para poder curar. " Trepanaron al príncipe. Le sujetaron dos hombres fornidos, la cabeza sobre las almohadas, mientras el cirujano cortaba con su escalpelo y rompía el hueso al golpe de un pequeño martillo de plata. La sangre le cubrió medio rostro. Se le oía mugir y gritar; con una voz estrangulada. "Perdone Vuestra Alteza, ya vamos a concluir." Le sacaron un triángulo de hueso. Los que se asomaron pudieron ver entre la sangre la blancura de la masa cerebral.
No se alivió. El rey pedía otra junta de médicos. La cara del enfermo se había puesto deforme con la hinchazón. Vesalius aconsejó hacerle algunos cortes para que pudiera escapar aquella materia acumulada.
Lo que pasaba en la alcoba iba de boca en boca hasta el gentío de la calle. En los estrechos espacios se apretujaba la gente de la nobleza con el servicio y los curiosos. La princesa de Éboli había permanecido días enteros casi sin moverse del sitio.
Don Juan estuvo junto a ella con frecuencia. A su lado estaba su sobrina María de Mendoza. Nunca la había visto tan bella. Se le veían más grandes los ojos negros, más iluminados sobre el rostro pálido bajo la mantilla oscura. Se quedaba viéndola absorto hasta que los dos advertían aquel suspenso y lo rompían con alguna palabra banal. Se estaba muy cerca entre el gentío. Se tocaban los cuerpos, se aproximaban los rostros. Su mano tropezó con la de Maria. Estaba fría y húmeda. La apretó impulsivamente. Maria cerró los ojos. Desde ese momento no se alejó de ella. Se veían con miradas de voracidad. Decían palabras simples que se revestían de turbadores significados. "Maria." "Juan.» La noche en la que le dieron la extremaunción al príncipe y en la que el rey se retiró a Madrid para no verlo morir, el enfermo llamó a Don Juan y a Farnesio para decirles con dificultad que quería que le ofrendaran a la Virgen de Montserrat el peso de su propio cuerpo una vez en oro y tres veces en plata. También había hecho igual ofrecimiento a la Virgen de la Guadalupe y al Cristo de Burgos.
La noche y el día se confundían. Por la calle avanzaban procesiones y rogativas.
Olía a sudor, a trapo viejo, a incienso, todo confundido. Cada recién llegado traía la oferta de una curación prodigiosa, con una reliquia infalible, con un unto, con un alcohol de alquimista, con un barro sulfuroso, con un cocimiento de raras yerbas.
Se habló de un curandero morisco de Granada. El Pintadillo había hecho curas milagrosas con sus ungüentos. Nadie se atrevió a oponerse. Parecía un pirata berberisco. Comenzó a untar el moribundo con un ungüento blanco y con otro negro. Media luz, media sombra.
Vesalius aconsejó una incisión debajo de los ojos para descargar la materia pútrida acumulada. Se hizo y brotó de las heridas una masa turbia, espesa y maloliente. El enfermo pareció aliviado.
A algunos se les había ocurrido pero fue el duque de Alba el que resueltamente lo propuso. Había que traer a la cámara del moribundo la momia de Fray Diego de Alcalá. Después de un siglo de muerto conservaba la fama de una prodigiosa santidad.
Se sabia de los que habían recuperado la vista con sólo tocar la urna de sus despojos, los que habían sanado de graves heridas, los que habían sido dados por muertos y habían resucitado. Con frecuencia entraba en éxtasis. Caía de rodillas en trance, cruzaba las manos, ponía los ojos en blanco y quedaba suspendido en el aire. «Flotaba como una nube.» En la cocina, en medio de la tarea, con el fuego, las viandas y las ollas, entraba en éxtasis. Un día los otros frailes vieron llegar a ángeles para hacer la tarea que Fray Diego había dejado inconclusa.
En pleno mediodía comenzó la procesión desde la iglesia del convento. Iba abierta la tapa de la urna, llevada en andas por cuatro religiosos. Delante y detrás obispos y clérigos con altas cruces, incensarios y mucho rezo coreado. Llegaron al palacio y subieron lentamente la gran escalera. El gentío cayó de rodillas en un murmullo de rezos. Llegaron a la alcoba y bajaron la caja mortuoria hasta ponerla sobre el lecho junto al cuerpo del príncipe. De la estameña que cubría los restos brotaba la capucha entreabierta un rostro momificado, piel cetrina seca pegada al esqueleto. Dos huecos oscuros marcaban el sitio de los ojos, la boca descarnada dejaba asomar algunos dientes amarillos. El obispo oficiante tomó el brazo de la momia y lo puso sobre el pecho del príncipe. Don Juan, que estaba de rodillas, sintió la cabeza de Maria de Mendoza caer sobre su hombro. Le pasó el brazo alrededor del cuerpo para sostenerla, la mano penetró por entre el corpiño y los dedos sintieron el contacto de un seno firme y tibio.
En aquel momento el príncipe entreabrió los ojos.
«¿Sabes lo de Malta?" Era de lo que se hablaba en Madrid a su regreso de Alcalá.
Todo el mundo lo sabia y cada quien añadía mayores y más espantosos detalles al relato. Una gran flota del Sultán Solimán atacaba la isla de Malta. Se hablaba de centenares de galeras y de cuarenta y cinco mil soldados de desembarco. "Si cae Malta, todo está perdido en el Mediterráneo.» Quedaría abierto el camino para Sicilia, para Nápoles, para España misma.
Había ido a visitar al rey que estaba en el campo de Segovia. Se había dispuesto enviar una flota en ayuda de los Caballeros y de su viejo Maestre La Valette. La flota se reunía en Barcelona. No se hablaba de otra cosa entre la gente joven de la nobleza que de incorporarse a la expedición.
En sus conversaciones con Don Carlos, ya restablecido, había tratado de aquella grave situación. "Vuestra Alteza no puede, pero yo si puedo y debo.» «No te hagas ilusiones, no te dejarán, Juan.» Don Carlos hablaba fríamente: "A milo queme importa es Flandes, es allí donde yo debería estar como Regente. A mi edad mi padre era ya Regente de Flandes y duque de Milán. Mientras yo…».
"Yo si que puedo y debo ir. Tengo diecisiete años y ya es tiempo de que me dé a conocer.» «El rey no piensa así. Quiere que seas hombre de Iglesia. Ya ha escrito al Papa. Te lo digo.» Antonio Pérez, en la casa de la princesa de Éboli, se lo confirmó. "Mi padre, Don Gonzalo, me ha hablado de las gestiones que se están haciendo en Roma para que os den un capelo de cardenal.» La princesa hacia mofa. "Tendré que besarte el anillo, Juan. No me veo haciéndolo.» Era ahora la oportunidad y era él mismo quien debía tomar la decisión. Habló con Ruy Gómez. "Su Majestad no quiere que vayáis." Con Luis Quijada logró menos. «Es allí donde debo estar.» "Quiero ser soldado. No soy cortesano y menos clérigo.» «Lo comprendo", le decía el viejo guerrero, "pero también tenéis que comprender que el rey tiene sus razones”.
Continuamente se sabia de algún joven de la Corte que se había marchado a la flota.
"Tía, me siento muy mal. No estoy haciendo lo que debo, no es aquí donde debería estar." La señora trataba de calmarlo. "¿Crees tú, tía, que ahora mismo que los turcos van a exterminar a los Caballeros cristianos, al Emperador le hubiera parecido bien que yo no hubiera corrido a tomar las armas?» "Yo se lo que hubiera dicho. Hay cosas que no se preguntan, se saben. Yo sé lo que él desearía.'~ Mientras más y más gente joven se marchaba a Barcelona eran peores las noticias que llegaban del asalto turco, donde el bajá Pialy mandaba los más famosos corsarios de la costa africana, Hasen y Dragut. Habían comenzado los desembarcos.
Una de las mañanas de abril en que salió a pasear a caballo con el príncipe, sin decir palabra, se separó bruscamente del grupo seguido por dos servidores y se perdió al galope por el camino entre los bosques. Corrieron largo trecho. A lo lejos se alzaba alguna torre de castillo o una espadaña de iglesia de aldea. Por los espacios abiertos manadas de ovejas con sus pastores, filas torcidas de olivares y alcornoques gesticulantes como brujas.