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Rectificación de todo el maquillaje, alargamiento del rabillo del ojo, faja tubular; repaso de esmalte a las uñas de los pies asomadas por la zapatilla de rafia descubierta. Setenta pulsaciones. Respiración normal. La llamada telefónica ha acariciado la herida que ya no tenía abierta, la herida bien calcificada del recuerdo, bien cicatrizada de egoísmo, sólida y bien templada.
Cuando se asoma a la baranda descubre la presencia de su hijo al sol, fuera de la "chaise-longue", llamando a Mari en mitad del jardín. Agita una mano sin hablar y Andrés hace un gesto de fastidio y deja caer los brazos y encoge los hombros y regresa a la sombra de la morera.
Mariquita baja ya los escalones del porche con Niña-Linda en brazos; atraviesa el jardín y saca la lengua al llegar a la altura de Andrés. Luego empuja la verja y sale a la calle con Niña-Linda de la mano. Ahora no pasa siquiera la mano por la baranda antes de entrar. La mano perfilada y sedosa, suavizada con la "crema de día" queda flotando en el aire sin llegar a caer sobre el listón de hierro del balcón. Se siente más tranquila sabiéndose segura de si misma, con los nervios templados, sin emoción, convencida de que en la cita que acaba de concertar por teléfono para media tarde, antes de que el sol caiga del todo, antes del regreso de su marido, será ella la que fije las condiciones.
Cuando Mariquita regresa se sienta a los pies de la "chaise-longue":
– Cuando quieras puedes almorzar.
– No tengo ganas.
– Vaya verano que te estás tirando. Ya te quisiera yo a ti ver desvaretando olivos en lo alto de una escalera. Ya veríamos si te entraban o no ganas de comer.
– Ya quisiera yo poder desvaretar olivos.
– A los cinco minutos estarías que no te cabría el alma en el cuerpo. Ya quisiera saber yo para que valéis vosotros. Cualquier pelentrín escuchumizado de nada es capaz de desvaretar treinta olivos en medio día. Ya te quisiera ver yo, ya.
– Como de todas formas las mismas ganas de comer voy a tener ahora que luego, me puedes traer la comida.
De la piscina llega el rumor del agua, la algarabía de los gritos en inglés y en mejicano del mayor San y los suyos.
– Tampoco se pega el pollo – dice Mariquita señalando el seto -buena vida. Cuando no en el agua en el cochazo; cuando no dándole al vaso o leyendo tebeos. Así si que se puede vivir.
El agua se remansa en el cuadrilátero añil. Linda Cheehw sube con Niña-Linda en brazos por la escalera del trampolín y agita una mano al ver a Mariquita y Andrés. Luego se tiende sobre la tablazón de madera a tomar el sol sujetando a su hija contra el pecho.
El mayor silba y canta luego a media voz, tendido también al sol, sobre la grama, una pegadiza melodía que sumerge a Andrés en una larga cabalgada por el lejano Oeste con un fondo piramidal de tiendas indias levantadas sobre las verdes praderas del cinemascope.
– Tampoco se pega el pollo buena vida -repite Mariquita mientras se amarra las cintas de sus alpargatas antes de subir de nuevo la escalera de ladrillo del porche.
La encina se tuerce hacia la izquierda del vallado tras el que se revuelcan los cerdos somnolientos en el lodazal. El manubrio ha quedado más arriba, defendido del sol, sobre el cuadrilátero de penumbra formado por la esquina de la iglesia y el almacén de aceitunas, lejos de los chicos que todavía juegan sin cansarse, sin notar la modorra de la siesta, alrededor de los olivos que circundan la aldea.
Están los dos recostados sobre el pasto que, bajo el encinar, dejaran los hombres encargados de la empacadora desparramado por el suelo cuando abandonaron el trabajo para asistir a la boda.
– Para mi – dice Pilete -, que casi hubiera sido mejor no haberles hecho caso y haber seguido. El vino así, a lo loco, deja los pies fríos y la cabeza caliente, y en verano la cabeza y los pies. ¿Estás dormido?.
– ¿Cómo quieres que esté dormido? – contesta Garabito -. Con los ojos cerrados y gracias. Mientras no dejen de enredar esos crios.
– Pues tú siquiera tienes ganas de dormir, yo ni eso. Dale que te dale me tienes reinando. Si hubiéramos seguido nuestro camino sin entretenernos estaríamos ahora echando una buena siesta en la posada, y puede que no hubiéramos almorzado cordero como hemos hecho, pero nos hallaríamos en forma.
– Tú eres de los que todo os parece mal. Mal sabes tú cómo se ventilan hoy los cuartos… Pagarnos lo que nos ha pagado esta mañana el padrino por un capricho no se cobra todos los días, y a una buena caldereta tampoco se le echa el ojo así como así.
Se habían detenido un instante en el penúltimo alcor, a la entrada de la pequeña aldea atravesada por la carretera. Pasaban ya de largo, cuando el padrino de la boda, con su traje azul cruzado y su corbata gris, les llamó para tocar en la corraleda del almacén de aceitunas, bajo el toldo donde había de celebrarse el convite. El padrino había sacado veinte duros de la cartera y se los había puesto en la mano a Garabito: "Ni radio, ni gramófono, ni nada – había dicho el padrino -. No hay como un pianillo para alegrar la fiesta. Donde se ponga ya se pueden ir quitando los violines y el órgano y hasta el mismo acordeón. Saliendo bien la fiesta y llevando unas piezas que sean del agrado del público, antes de que termine la comida, echamos un pañuelo y lo mismo os encontráis con otros veinte duros más. Aparte que el almuerzo os sale del barato porque estáis invitados."
Empujaron el manubrio dentro del almacén y lo situaron en una de las esquinas del corralón protegido del sol por una gran vela de lona blanca. Se turnaban. Mientras uno daba vuelta al manubrio el otro, sobre el suelo, apuraba la caldereta de cordero al estilo de la tierra. Dejaron a su alcance una garrafa de vino tinto mezclado con gaseosa donde flotaban pequeños terrones de hielo que cuando la fiesta concluyó difícilmente medianeaba.
En el corralón las mozas bailaban "el agarrado" las unas con las otras, no atreviéndose a hacerlo con ningún mozo por mor del cura que presidía la mesa nupcial.
Cuando los novios entraron en el almacén, el padrino arrojó un puñado de calderilla a los chicos e intentó luego convencer al cura para que dejara bailar juntos mozos y mozas, pero el cura se levantó, brindó por los novios, y aprovechó el brindis para denunciar una vez más las funestas consecuencias del baile. Los mozos terminaron por bailar también los unos con los otros. Alguno se ponía un pañuelo sobre la cabeza e imitaba gestos y andares femeninos. El cura terminó por enfadarse y mozos y mozas escaparon juntos para bailar al sol, fuera del toldo, en mitad de la calle. El padrino decía: "Ya se le pasará a don Miguel el avenate, ya, en cuanto empiece a entrarle bien el vino"; pero el cura seguía comiendo sin tocar una sola copa, y los mozos y las mozas tuvieron que seguir bailando en mitad de la calle, al lejano compás de los pasadobles del organillo, resbalándole el sudor a ellos por las blancas camisas y a ellas por las sisas de los vestidos de crespón azules o rojos.
Cuando terminó la caldereta, el padrino pasó el pañuelo entre los invitados y dejó caer sobre el platillo de aluminio de Garabito muy cerca de otros veinte duros. "Ya han tenido suerte, ya – decía el padrino a Garabito -, al coincidir pasar por la carretera con la celebración y que yo haya sido el padrino, que para eso la novia es mi sobrina carnal, y no el padre del novio, que es un matao que no tiene nunca encima dos pesetas, como toda la familia quería. Y, por si fuera poca vuestra suerte, que haya coincidido también con el arqueo que se hace en el almacén cada semestre y con que se le hayan pagado ayer los puntos al personal, que si no, ya, ya. Estando como están las cosas y habiendo resultado tan penco el embarque de la aceituna el pasado año, no hubieran hallado en el pueblo ni un botón para muestra."
Luego que salieran el cura y los familiares de los novios, mozos y mozas desarticularon la larga mesa formada por los bancos y las crucetas del almacén, apilaron a un lado las aspas y los tableros del escogido y empezaron a bailar libremente, arrastrando los pies sobre el albero amarillo bien apisonado del corral.
Los dos siguieron bebiendo el vino dulzón, ya caliente y turnándose en la manivela hasta que el padrino regresó al corral con los ojos brillantes, sin chaqueta ya ni cuello de brillo, y les dijo que era el primero que lo sentía, que si hubiera sido de noche, por muy tantas de la madrugada que hubiera marcado el reloj, los hubiera dejado seguir alegrando la fiesta, pero que estando ya próxima la hora de la siesta sería tontería desaprovecharla, y que cada cual debía de volver a su casa y a su quehacer, y a su sueño si el cuerpo le pedía dormir, y que la música no podía gustarle a nadie más que a él le gustaba, siendo, sin embargo, el primero en comprender que también era justo que ellos, los murguistas, descansaran, que bastante le habían dado ya a la manivela, y que aunque esto no fuera motivo suficiente para levantar el campo, aunque los jóvenes quisieran seguir todavía bailando, los mayores sentían ya las ganas de irse un rato a descansar, su mujer la primera, y que con la algarabía de las voces y la música, dado que no corría la brisa y que no había manera de que el aire se llevara las notas, sino que quedaban como flotando sobre la aldea, daría al traste con el meño de las mujeres y de los hombres que por una sola vez, sin ser domingo ni festivo, podían permitirse el lujo de echarse un rato sobre el camastro con el estómago lleno de carne y la cabeza cargada de vino.
– Ya me dio a mi pena la novia con su ramillito de flores blancas – dice Garabito -. Lo que dura un pitillo le durará al galán la querencia de las entrepiernas. Luego, jDios que lo crió!, verano e invierno, noche y día, en la parva o en el desvarete de la oliva, en no faltándole el trabajo, y por la noche arriñonado al volver, los niños que chillan y la panza de los por venir, mirando caer la lluvia tomándose un vaso de vino en la taberna por olvidar lo que le cayó encima con el casamiento. Eso trabajando, que sin trabajar. De todo eso me ahorré yo, Pilete, cuando la mía antes del tercer mes me salió por peteneras, me puso los cuernos y se me fue con viento fresco.
Los niños juegan a la rueda alrededor de un olivo. Sobre las garras de metal de la máquina de hacer pacas cae un hilo de sol filtrado por el ramaje de la encina solitaria. Los cerdos gruñen en el lodazal, tras el vallado. De tarde en tarde, se levanta un leve soplo de brisa ardiente que levanta remolinos de polvo en la era.
– Pues en un pueblín de éstos me quedaba yo, para que veas. Ganas me dan a veces de salir un día de la ciudad y tomar carretera adelante y llegar a un sitio que me guste y quedarme en él y llegar a encontrar a una mujer como ésa, como la novia, y emparejarme con ella para siempre.
– Anda la osa que ibas apañado. Más te recomiendo para eso el paracaidismo, que con el fusil al hombro no te faltaría que chascar, que los tiros es lo que más caro se paga. Hace treinta o cuarenta años, en mis tiempos, si que se podía hacer eso, si que se podía llegar a un sitio y pegar. Faltaban brazos en todas partes, y desde la raya de Portugal hasta aquí llegaban los hombres y el trabajo no les faltaba. Más de un mazuriño de ésos casó con una buena moza, y eso que llegó andando por esos caminos de Dios sin más compañía que su hatillo, trabajando una jornada en las obras de las carreteras y la siguiente en los tapiales de las dehesas. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Ya puedes, ya, corretear por esos campos y verás lo que recibes. Dinero, lo que se llama dinero, con las participaciones de lotería, sino le hubiera dado al gobierno por prohibirlas. Te comprabas un decimito y te hacías del mismo número una serie completa. Te mercabas una cartera donde guardar los papeles y una bicicleta, y dale que te dale por los pueblos a engañar. En veinte años tuve la suerte de no dar siquiera un premio. Buenos dineros les gané a la rifa. Reintegros y pedreas si que salieron algunos: gajes del oficio. No dejé de pagar uno solo a tocateja. Un sello de caucho y una imprenta de confianza es todo lo que te hacía falta. De no pasar lo de Escámez, que siempre se tiene que romper la cuerda por lo más delgado, que quiso hacer en grande lo que nosotros todos hicimos toda la vida por lo chico, tenía yo un puñado de duros ahorrados – levanta la cabeza apoyándose en el tronco de la encina y deja de hablar en viendo a Pilete dormido -. Duerme, duerme – continúa -. Tú eres el que no tenía sueño. Duerme, que por dormir no quede; que no te hace falta a ti una cama para dejar de sufrir un rato – entorna losaos, se rasca la pelambrera blanquecina de los vellos del pecho y se deja caer de nuevo sobre el montón de paja.
Los niños han dejado ya de cantar, han abandonado la explanada terrosa y ha vuelto cada uno a su casa, a las encaladas casitas de un solo piso que orillan la carretera y que se apiñan entre la iglesia, el almacén de aceitunas y los restos del castillo con su haz de flechas rojas cruzadas por el yugo, erguidas sobre la ruina de la torre de homenaje.
Cuando se levantan del heno el sol ha rodado apenas unos centímetros en su trayectoria por el azul. Los despiertan las campanitas de la iglesia tocando la hora de la catequesis para los niños. Garabito contempla el manubrio, las flores rojas y celestes desvaídas de la cretona, el brillo metálico de la manivela de latón. Luego busca a un lado y otro, inútilmente, un brocal de pozo, una pileta de cemento, un abrevadero donde corra el agua para refrescarse la cara. Pilete se despereza mustiamente:
– Ya debe de tener pocas ganas de dormir el cura tocando a la hora que es las campanas – dice mientras se incorpora.
Garabito contempla el caserío de la pequeña aldea, los tejados encalados de las casas, el techo de uralita del almacén de aceitunas.
– También a mi me dan ganas a veces de retirarme a la vejez a un sitio como éste, un lugarejo así, ni cerca ni lejos de la capital, donde cuando se tercie pueda uno coger el coche de línea y darse un garbeo. Un poco mayor y sería el mejor sitio que conozco si
tuviera su casino y sus mesas de juego para echar alguna vez un dominó o una partida de tute.
Pilete, de pie, flexiona las rodillas y baja los brazos hasta tocar el suelo con las manos. Luego se da golpes muy a prisa, con los puños cerrados, sobre el pecho.
– Tú no hagas muchas demostraciones de fuerza – dice Garabito – que la gimnasia donde la tuviste que haber hecho fue en la bartolina. No me figuro yo que estés ahora para mucho trote.
– Si me hubieras visto con diecisiete años…
– ¿Te has creído que eres un viejo?
– Pues no es lo mismo, para que veas; uno está ya más gastado y más corrido que una mona. Entonces es que me dio por ser boxeador -da saltitos de un lado a otro y se pone a martillar con los puños sobre un imaginario balón de entrenamiento -. Entonces me preservaba de todo, y no hubiera tocado a una dama ni por una apuesta. Facultades, ¿comprendes?. Eso es lo que te quita las facultades. En cuanto te merques una damisela estás perdido y no tienes nada que hacer. Ya puedes hacer un día y otro entrenamiento y comer como un toro. El tabaco y las damas, prohibidos.
– Leche migada -dice Garabito-. Yo, cuando estuve hace dos años de limpia y trataba a los fulanos de los puños, ya te quisiera decir yo, ya, si tomaban sus copas y fumaban habanos y tenían sus trajines. Eso es todo un cuento para mamoncitos, un revienta pañales de coña. Lo que vale en el boxeo, que te lo digo yo que he visto pelear a Primo Camera y a Max Baer y al Paulino, y a todas las figuras que cuando la Exposición de Barcelona llegaron a España, es la presencia. Lo mismo es ver tú a un chiquimiqui en el cuadrilátero que a un tiarrón…
– Eso es cuestión de peso, maestro. Se puede ser un buen boxeador y pesar una mierda.
– Eso es cosa que a mi, como comprenderás, me la trae floja y no pienso discutirte porque ni me va ni me viene. Vamos a dejarnos de chuminadas y a buscar un pozo para sacar un poco de agua y para aliviarnos el sueño. Luego, fumamos un cigarrito, tomamos una gaseosa fresquita en la tabernucha que hay junto al estanco y carretera y manta. Llegando dentro de un par de horas, aún tenemos tiempo sobrado para que el trabajo de la tarde nos pague la cama y la cena de esta noche.
Se desprenden de las briznas de paja que se les han pegado a la espalda y al trasero. Se ayudan el uno al otro: "es como si nos estuviésemos despiojando", dice Garabito. Luego toman la carretera en dirección al lugar. Sobre el paredón encalado del almacén de aceitunas, un reloj de sol dibuja un ángulo amarillo en mitad de la sombra añil.
– Lo primero que hago en cuanto gane unas perras – dice Pilete -es comprarme un peluco: un buen peluco con su correa flexible, un peluco dorado que parezca de oro.
El asfalto de la carretera que ahora atraviesan casi arde, y el calor traspasa las suelas de las alpargatas y les sube por los talones. Caminan a prisa hasta la bandera bicolor que distingue la puerta del estanco de las demás casas, después de dejar atrás el almacén de aceitunas y la iglesia.