38780.fb2 La Zanja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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– ¿Qué sabrás tú siquiera lo que es un peluco?. Los he tenido de todos los tamaños y de todos los estilos – dice Garabito-: desde un paterfili hasta un relojito de brillantes que me encontré en una feria al salir de los toros. Ninguno me ha calentado el chaleco ni la muñeca. Todos los he pulido rápido. ¿Para qué queremos tú ni yo un reloj?. Ganas de complicarte la vida. Primero porque aunque lo jures y lo vuelvas a jurar y a retejurar, si un día se te dan mal las cosas y te trincan por un quítame allá esa paja, te dicen con todas las letras que no es tuyo. Y no creerán que lo sea aunque les enseñes la factura. De cosas de valor, nada. Los billetitos bien cosidos a la camisa que llevas puesta, si es que los tienes. Mientras haya por el mundo fulanos que carguen con un reloj y te puedan decir la hora y torres y campanarios que te la anuncien, que ni puñetera falta por otro lado te hace saberla, es peso que te ahorras de llevar encima y energías que no malgastas en darle cuerda.

Una mujer cose a la puerta del estanco. Cuando se acercan a ella para preguntarle dónde hay un pozo, la mujer señala un brocal y un abrevadero a unos metros a la derecha, junto al verde brillante de un emparrado. -Qué, ¿de descanso? – pregunta la mujer-. Buena mañana que os habéis dado girándole al manubrio. Y, a lo mejor, otra vez de camino, ¿no? -Qué remedio – contesta Garabito. -Pues ya podían ustedes esperar que se pusiera un poco el sol, que también es ganas de coger un sofoco…

Se despiden de la mujer y atraviesan la explanada reseca para llegar al pozo. Pilete mete la cubeta de cinc y tira de ella con fuerza para sacar el agua. Beben uno a uno en el mismo cubo, y abriéndose luego la blusilla dejan caer el agua fría sobre el pecho y los sobacos. Después restriegan el agua sobre la cara y sobre el pelo.

– Ya nos podíamos ahora encontrar al padrino para que nos invitara a un cafetito – dice Garabito.

– Éste te está durmiendo la mona. Ése la ha cogido a cuadritos. ¿Crees que ha dejado de beber?. Nada; ése te está bebiendo todavía. Habrá formado luego una reunión en familia y está todavía dale que te dale al vaso. Lo mismo nos lo volvemos a encontrar y continuamos la fiesta.

– Lo mismo.

– Lo mismo es el tío castizo y nos da otros veinte machos.

– Lo mismo te lo piensas.

Sobre su nidal de heno, en la espadaña de la torre de la iglesia, las cigüeñas tabletean su pico amaranto. En el olivar han empezado de nuevo a jugar los niños. En la carretera corona el último repecho una motocicleta con sidecar.

Cuando toman de nuevo el camino del vallado para recoger el manubrio, un perro de color cobrizo escapa agazapado a la cuneta huyendo de los chicos que le tiran piedras. Un gavilán inmóvil como una cometa planea lentamente sobre el cielo a la querencia de una conejera de tela metálica situada en el corral de una de las casas. De un horno de ladrillo sube lento y rojizo un humo de paja de garbanzos que se va extendiendo poco a poco sobre el caserío.

Con cuidado, tomando uno las varas y el otro la correa trasera que ayuda a la faena del arrastre, el manubrio se desliza por la suave pendiente que desde el vallado lleva a la carretera.

– Para librarse de las bombas atómicas si que es buena la zona – dice Garabito -. Aquí en una aldeita de estas y ya pueden caer bombas en las ciudades.

– ¡Vaya, que aquí te ibas a quedar de rosita!.

– ¡Quién sabe!. Además a mi en particular ni me va ni me viene. Ya pueden caer todas las bombas que tengan que caer, por lo menos siempre tendría el consuelo que sería un mal general del que no se libraría nadie. No estaría del todo mal que muriéramos juntos los ricos y los pobres; que por una vez siquiera no se libraran los señoritos de la escabechina.

El sudor empieza a empapar las blusillas. Dejan atrás el pequeño cementerio de la aldea, con su tapia encalada y su verja de hierro oxidado, y la mancha amarilla de la era comunal.

– El tenernos que enterrar al menos se lo ahorrarían. No iba a quedar un bicho viviente. No iba a quedar ningún Juan Simón para echar la paletada de tierra y taparnos el bigote. No iban a quedar vivas ni las moscas.

– A lo mejor es una cosa que le conviene a la humanidad, para que veas. Puede que después de la explosión a los hombres se les abran los ojos y se acabe para siempre el egoísmo y el afán de reunir dinero y de amontonar más dinero y de tener al prójimo fastidiado.

– Hablando de estas cosas, lagarto, lagarto. Siempre creo que no hablando de las cosas las cosas no pasan. Vivir, que son dos días, y no pensar en nada. No hacerle mal a ningún desgraciado que no tenga qué llevarse a la boca, e ir tirando con los chapuces. Hoy es de los días que me encuentro tan feliz y tan contento que ni me ha sentado mal el vino, ni me encuentro cansado, ni noto la calor. Hoy ya me pueden decir que lo negro es blanco y lo blanco negro que no sería capaz de llevar a nadie la contraria. Hoy me ha cogido el cuerpo que parece que la cara de la gente es más de color de carne que otros días.

– En cuanto lleguemos, lo primero que hacemos es darnos un garbeo para ver cómo está la plaza – dice Pilete-. Luego apalabramos la posada. Habiendo, como tú dices que hay, una colonia de veraneantes, a la Colonia nos vamos de cabeza. A sol puesto y todo se le pueden sacar unos cuartos a la manivela.

– Como si no los sacamos. Con ganar cada día lo que vayamos a comer ya nos podemos dar por satisfechos.

Aprietan el paso. Jalan a un trote regular. Las alpargatas se acompasan a las ruedas de goma del organillo verbenero que se deslizan suavemente por el asfalto

Caminan silenciosos, sin cruzar palabra. El sol cae de plano, vertical, terrible, dorado como las gavillas amontonadas para su recogida en el borde de las cercas de los latifundios. El escape de una cosechadora se deja sentir lejano, como una queja, en la vertiente roja donde la tierra calma sustituye al olivar, donde antaño los hombres cantaran con la hoz en la mano, la sal en una bolsita de estameña, junto al pecho, y el vinagre y el aceite de los cuencos de madera bajo la manta caminera y las botas de cuero sin curtir dejadas a la sombra de un árbol solitario mientras arañaban con los bruñidos dientes de sus hoces el cañizo crujiente de las espigas ya maduras, mientras miraban el cielo y, aún a pesar de sentirse todavía esclavos de la tierra, sus ojos tenían siquiera un destello de esperanza.

* * *

Hasta la explanada amarilla, sin un árbol, sin una sombra, rala y pelona como un baldío, suben los burrillos enanos desde la linde del pinar. Los hombres de la contrata arenera, bajo el sol, con los sombreros de paja encasquetados hasta la frente, el pantalón con las perneras cortadas y desnudos de cintura para arriba, calculan a ojo de buen cubero los metros de arena que los camiones van cargando de la pirámide dorada, que los burritos han formado en sus cientos de viajes desde la ribera de la vadina en el transcurso del día.

Sentado bajo un cobertizo de uralita, el capataz, inclinado sobre unos cajones, toma nota de las salidas. Los conductores o los ayudantes de los camiones que ya han cargado pasan, antes de poner de nuevo el camión en marcha, e inician el regreso, para abonar al capataz el importe de los decámetros cúbicos de arena que se llevan.

Es tanta la luz que reverbera sobre los cristales de las cabinas, sobre las curvas de los guardabarros, sobre los sombreros de paja de los hombres, sobre el hierro plateado de las palas, que el capataz, a pesar de sus gafas de sol, no mira siquiera la explanada sino que va tomando nota fiado de la palabra que le dan los conductores sobre la totalidad de la arena que han cargado, mientras recoge con indiferencia dinero, muchas veces sin contarlo siquiera antes de guardarlo en una carpeta azul sujeta con una tira roja de neumático.

– Chico, ¿cuánto has cargado tú? – pregunta cuando Chico Mingo se acerca.

Chico Mingo se toca las orejas y se echa hacia atrás el sombrero de fieltro. Luego, Chico Mingo, se rasca la pelambrera sudorosa del pecho:

– Puede que doce metros como dicen ellos; pero para mi que no me llevo más de diez.

– Vamos a poner once -dice el capataz-. Vamos a partir la diferencia.

– Bueno.

– ¿Cuántos portes llevas hoy dados?.

– Cuatro con este: un total de cuarenta metros.

– Si hubieras llegado a los cincuenta, te hubiera hecho una rebaja del diez por ciento – dice el capataz.

– Eran más de las doce cuando ayer cargué el último porte. Ése no lo meto en cuenta. Ése ni para ayer ni para hoy. Ya vale meterlo hoy, capataz, y tiene usted los cincuenta justos.

El capataz juega con la caperuza de aluminio de su bolígrafo hasta donde llega un rayo de sol que se quiebra alrededor de la mano y se refleja luego en el papel cuadriculado del estadillo:

– Sean los cincuenta – dice -. Un porte que te hallas. Como sigas así, Chico, y duren mucho las obras, vas a ganar un buen dinero. Te vas a poner rico.

– El que trabaja no gana dinero, capataz. Ni los que están ahí abajo cargando – señala a los hombres arrojando paletadas de arena sobre los camiones – ni yo nos pondremos nunca ricos. Usted si que acabará rico. Usted ahí sentado.

– Si fuera el propietario de la contrata… Por los gajes, que si no. ¿Sabes cuál es mi sueldo base?.

– Eso no cuenta para usted – dice Chico Mingo -. Con eso no tiene usted ni para tabaco. Con un puesto como el que usted tiene me reía yo del mundo. Una contrata como ésta es la que me hacia a mi falta para en tres meses comprarme un "Leyland" y tirar los pies por lo alto.

Otro chofer cruza la explanada amarilla. Chico Mingo guarda en el bolsillo de su camisa de cuadros verdes y rojos el trozo de cartón doblado que le sirve de cartera y que sacó para pagar. Luego recruza la explanada y entra en la cabina para sacar la manivela y poner su camioneta roja en marcha.

Cuando llega al camino vecinal que desemboca en la carretera, Chico Mingo mira hacia la zona de la contrata arenera, hacia el pinar que nace en la linde, hacia el agua de la vadina que espejea verdiazul más abajo. Por un momento Chico Mingo siente ganas de darse un chapuzón, pero enseguida se pone a silbar, pulsa sin querer el "claxon" y tuerce el volante hacia la izquierda, camino del pueblo.

Las ramas bajas filtran débilmente los rayos que logran atravesar el boscaje alto. Una araña teje su senda de plata en la corona verde y gris de una pina. La orilla se ensancha unos metros más abajo, abre un calvero en los árboles formando la media luna de una playa y se estrecha luego al llegar al caminito ciego que llega a la falda del monte.

La pandilla ha tomado posiciones después del baño. Hay en toda ella cansancio muscular y modorra de siesta. Vadina abajo el ferrocarril rugiente cruza el puente de hierro sobre la laguna y se pierde traqueteando en la explanada amarilla que se levanta al fondo del pinar. Vadina abajo una piara de cerdos chapotea tercamente sin hacer caso de las voces del pastor que intenta sacarlos del agua.

Felipe, con un látigo improvisado, fustiga la corteza resinosa de los árboles. Su torso desnudo provoca la callada admiración de las chicas de la panda que lo contemplan distraídamente detrás de las gafas de sol.

El guijarro que arroja Lisi sobre el espejo terso del agua no logra hacer la ranita. Traza sobre la superficie círculos concéntricos y luego se hunde tras asustar a un pez rondador de los juncos en el fondo de lama gris. Ha habido impericia. La mano queda en balancín y se desmaya luego sobre el muslo. Intenta hacer de nuevo la prueba sin conseguirlo y se deja luego caer hacia atrás. Su cabeza queda situada entre un haz de luz y una sombra fría. Por tercera vez se incorpora y vuelve a tomar un canto rodado estudiando antes la forma que ha de poner la mano – emulando la hazaña de los muchachos – para que el guijarro salte una y otra vez en la superficie sin hundirse.

Felipe, cansado de correr a un lado y otro con el látigo en la mano, se deja caer sobre la hierba junto a Quinito que lee un trozo de periódico manchado de grasa mientras fuma un cigarrillo:

– ¿Has visto a Nico?.

– Qué voy a ver. No he visto a nadie. Andará por ahí.

– Estaba contigo hace un momento.

– Hace un momento, pero ahora no está. ¿Qué quieres?.