38780.fb2 La Zanja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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– Lo que quiero es saber dónde está cada cual- dice Quinito -. Hemos venido juntos y no debemos separarnos. Ése por una gracia se nos baña haciendo la digestión y nos da el disgusto.- Se incorpora de un salto y grita-: Nico. Nicooo. Niccooo. ¿Dónde estás?.

La pandilla le hace coro entre risas: "Nico. Nico. Nicoo".

Por la vertiente, corriendo descalzo, dando saltos para no pisar la arena caliente, aparece Nicolás poniéndose derecho el sesgo de los pemiles del "meyba". El calvero se desborda de risas. Quinito se siente defraudado, levanta las manos, limpia sobre el pantalón las gafas de sol y vuelve a sentarse tranquilo, casi feliz de su misión fiscalizadora.

En la orilla de enfrente la piara de cerdos chapotea sin que las voces y las amenazas del pequeño pastor dándoles trallazos para que salgan del agua surtan el menor efecto. El chasquido de su látigo quiebra el silencio. La pandilla contempla el trajín del zagal y oye su voz de hombre – a pesar de no haber cumplido todavía la primera docena de años – gritándole al hato desbandado. Felipe contempla con envidia la maestría del pastor en el manejo de la vara de abedul con la correa de piel de cabra atada a uno de sus extremos.

Una nube solitaria, delgada como una hebra de algodón, roba durante unos segundos los destellos metálicos del sol sobre el gris acerado de las pinas, y de las colinas onduladas y la explanada amarilla llega lejano, casi imperceptible, el eco del traqueteo de los vagones del tren sobre la vía férrea. En la superficie del badén, a vuelo rasante, una avispa bebe una molécula de agua.

Lisi exprime el bañador mojado y se lo coloca sobre la frente. Araceli dormita junto a ella boca abajo. Las bicicletas han quedado abandonadas unas encima de otras sobre el muñón de un pino talado. Lisi zamarrea a Araceli inútilmente; luego entorna los ojos mientras desprende con cuidado un trozo de piel de sus rodillas tostadas.

Momi da vueltas a la cadenilla de metal que sujeta su bolsa de excursión. Durante la mañana, asediada por los chicos, ha chapoteado en la orilla. A partir del almuerzo ha preferido quedar relegada a un segundo término, sola, apoyada en el tronco de pino más alejado de la orilla, apartada de las risas, las cosquillas, los saltos histéricos que precedieron al almuerzo, antes que la modorra empezara a cerrar los párpados de todos. La cadenita de metal sigue enroscándose y desenroscándose, girando como una hélice. No piensa en nada. De tarde en tarde vuelve la cabeza y contempla el grupo formado por Lisi y Araceli, por Quinito que dobla ya el periódico y hace una pajarita de papel que coloca sobre la espalda desnuda de Ara, por Quinito que contempla en silencio el camino serpenteante que lleva a la falda del monte.

El pastorcillo ha logrado por fin sacar a los cerdos del agua. Los conduce bajo el sol -con el sombrero de paja encasquetado y una tira de tela cruzada sobre el pecho y la espalda sujetándole el pantalón, que no acaba de ser ni corto ni largo -. Durante los instantes en que se detiene para atar los cabos de las cintas de sus alpargatas, los cerdos se le desparraman de nuevo buscando la frescura jugosa de la hierba tierna que crece al borde del terraplén del ferrocarril. Tiene que hacer de nuevo uso del látigo y correr de un lado a otro dando trallazos mientras sujeta con la mano libre el sombrero de paja que sin barbuquejo sele va y se le viene de la frente a la nuca y de la nuca a la frente. La pandilla sigue sus inútiles esfuerzos para conseguir volver los cerdos desbandados a la manada hasta que un saltamontes da un brinco desde un pino y se deja caer sobre la tostada espalda de Araceli. Cuando Quinito lo toma temblorosamente con los dedos, lo arroja con fuerza sobre el suelo y toma un terrón para rematarlo se sorprende encontrarse sujeto del brazo por la mano de Momi:

– Déjalo. ¿No te da pena?. No creo que te haya hecho nada el animal…

– No, nada; pero es un bicho. ¿No sé por qué no puedo matarle si quiero? – mira a Momi a los ojos -. Bueno, te regalo el cigarrón – dice luego-. Es tuyo como Gibraltar de los ingleses.

Momi toma el saltamontes, que tiene ya una pata cortada, y se sienta de nuevo sola bajo el pino con el sobre las rodillas.

El saltamontes hace un primer intento para levantar el vuelo y deja al descubierto la película de metal azul-rojo de sus alas. Momi lo contempla con la mirada perdida asociando el color con el del sombrero de raso que le pusieran para la ceremonia del casamiento de su tía una mañana lívida de invierno, cuando la obligaron a llevar en alto la cola del vestido de novia y entrar en la iglesia pisando despacio con sus zapatos de charol la alfombra roja que llevaba desde el pórtico al altar mayor. El saltamontes logra en un segundo intento levantar el vuelo y abrir en abanico sus alas y cruzar torpemente el calvero en busca de un tronco resinoso.

Tenía apenas siete años cuando la tía Encarnación admitiera en su casa a su segundo novio y lo sentara en el sofá de peluche del recibidor, y, con sus manos gordezuelas, tomara él las manos pálidas de la tía Encarna, tristes y blancas, fieles aún al recuerdo de la fotografía que adornaba su mesilla de noche y que no se atrevían a destronar del marco de cuero rojo desde donde su primer novio sonreía, aún no obstante haber ya muerto y no ser sino una sombra lejana.

Ella había jugado con el primer novio de su tía, que la sentaba sobre sus rodillas y le acariciaba su flequillo rebelde, antes de que el primer novio de su tía hubiera desaparecido un día para siempre y escapado a Francia, antes de que se llegara a recibir la carta en la que se decía que había muerto o que era lo mismo que si hubiera muerto y que su nombre debía ser ya olvidado, como si nunca hubiera existido y nunca, en el mismo sofá de peluche donde su tía sentara también a su segundo novio, él hubiera acariciado las rodillas de la tía Encarnación ni nunca hubieran juntado los labios, mientras ella espiaba tras los visillos de la puerta del recibidor. "Agua pasada – como dijera entonces su madre -, agua que no mueve molino." Agua que ya arrastraba el río, como arrastraban – ella lo ha visto muchas veces desde el puente -el ajuar de los que viven instalados en las chabolas de la orilla, entre la estrecha franja de la vía férrea y el agua, las rígidas otoñales de la ciudad.

Y, desde su casamiento, no ver ya a la tía Encarnación sino de visita, hasta que al empezar el verano la tía Encamación fuera a su casa y la invitara a pasar una quincena en el chalet que había comprado su mando en el campo, y su madre a pesar de su negativa, la obligara a pasar al menos unos días con su tía Encarna y con el mando de la tía Encarna y con el olor acre -olor de boj y de muerte – del marido de la tía Encarna.

Ahora son ya sólo cinco días los que quedan para su regreso; cinco días soportando aún al marido de la tía Encarna y los ojos del marido de su tía Encarna, y el asco por el marido de su tía Encarna, habiendo como ha rebosado ya el vaso de su desprecio desde el tercer día de permanencia en la casa, cuando lo sorprendiera en equilibrio sobre el pretil, materialmente colgado de la ventana del cuarto de baño, mientras ella se duchaba y descubriera sus cejas y el guiño de sus ojos miopes. No se movió. Continuó desnuda serenamente, dejando que la envolviera la cortina de agua mientras los ojos del marido de su tía se tornasolaban lúbricos y pestañeaban en mitad del hilo de luz del cristal esmerilado. Era la gota justa que el vaso necesitaba para derramarse. Una especie de triunfo secreto la desbordaba cuando la tía Encarna daba a su marido cariñosas topaditas, sentados los dos por la noche en la terraza, fumando él un cigarrillo y escuchando los dos la radio o el timbre acuoso de su propia voz en la cinta magnetofónica que reproducía también las conversaciones sostenidas por las visitas que habían asistido por la tarde a su casa y la algarabía de sus gritos y de sus elogios por el "maravilloso buen gusto" con que la casa estaba puesta en cada uno de sus más insignificantes detalles.

Y, como un oasis en la monotonía de la Colonia, la excursión, tras la sugerencia que hiciera la víspera una de las madres para que la sobrina de los dueños del chalet nuevo fuera al día siguiente con su hija y con los amigos y las amigas de su hija a la gira campestre. Y ahora, ya en ella, la soledad, su soledad entre tanto bullicio, en medio de tanta vitalidad, de muchachas de tan poca imaginación, por ninguna de las cuales merece la pena de comprometerse seriamente. Los ojos de Lisi, sin embargo, son ojos profundos y hondos que se eternizan en el paisaje, que la han mirado todo el día con temor y con admiración a un tiempo como si quisieran ofrecerle un mensaje secreto.

La cadenita de metal vuelve a enroscarse y desenroscarse en sus dedos. La pandilla, a su espalda, desperezándose de la modorra, canta una ingenua canción a dos voces. El sol se filtra aún más suavemente por el ramaje. Los muchachos empiezan a lanzar otra vez cantos rodados al espejo del agua. La reata de burrillos enanos que bajan a cargar arena apoyan prudentemente sus patas al enfilar el terraplén que, desde el caminito amarillo, llega hasta la orilla. La marea que llega desde el lejano coto de Oñana, que cruza el Aljarafe, que perfuma de brisa salobre la marisma y las dehesas del Condado, trae un olor atlántico, salado y agrio de esteros y de gaviotas.

Presiente un aleteo sobre sus hombros. De reojo teñirá las manos que se agazapan a la costura de la manga rangla de su playera, y, enseguida, una voz quebradiza titila a su espalda: "Si no te importa, me siento aquí contigo".

En los brotes tiernos de los juncos, entre dos aguas, los pececillos no se sorprenden ya con la lluvia de los cantos rodados. Sobre el azul verdoso de la superficie han dejado de formarse los círculos concéntricos de los falsos disparos de guijarros. Mientras las chicas se obstinan en seguir tendidas en la hierba, los muchachos han tomado sus bicicletas y, con los manillares vueltos, juegan al toro.

Los burrillos enanos, bajo el sol, sueltan breves rebuznos y abren y cierran su boca rosada como una sandía, mientras los hombres van arrojando paletadas de arena sobre los serones de esparto. Luego, los burrillos toman solos el camino del terraplén, pacientes en la cuesta arriba, hasta llegar a la explanada donde los camiones recogen la arena.

Al salir de la taberna con los ojos rojos del vino, pesada la cabeza y las piernas tambaleantes, comienza la porfía:

– A la huerta del Carmen a por tomates y nos hacemos un gazpacho – propone Antonio.

– Para eso es mejor a los columpios del colegio. Hay una sombra bajo la higuera y nos echamos a dormir. y ponemos el mingo -chula Toto-. Tú, como te largas… aquí quedamos nosotros para dar la cara.

– Al pilar entonces; es lo mejor. Nos damos un baño y nos refrescamos.

– Para eso a la vadina.

– Una legua de aquí a la vadina. Estás trompa, macho. Aquí el único que es capaz de resistir todo el vino que le echen soy yo -dice Antonio mientras imagina que el bordillo de la acera es una cucaña y pretende demostrar su serenidad corriendo sobre él hasta caer de bruces.

Eugenio y Toto se chancean. La borrachera trae a Toto el recuerdo de su primo y Toto propone una visita. Con él seguirán bebiendo hasta reventar. El vapor del alcohol pone catarata delante de todos los ojos y no se atreven a contradecirle.

Caminan bajo el sol hasta la casa de Carlos. Cuando llegan al portal, todas las lenguas se encasquillan. Ninguno quiere ser el primero en empujar el portalón de la corraleda. El sol renueva arabescos sobre la cal de la tapia filtrándose por los desconchados. Las gualdas desvencijadas de la puerta tiemblan bajo los golpes de los tres pares de puños.

– Bueno, venga -dice Antonio-. Tu que nos has traído eres el que tienes que entrar el primero; al fin y al cabo eres su primo y tienes confianza. Con nosotros no es lo mismo.

– El primero y te dejas de historia.

Empujado por Eugenio, Toto levanta la trampilla de madera y entra en el corral desierto cruzado de ropa puesta a secar. Eugenio y Antonio le siguen. El corral huele a lejía, a fruta en descomposición, a fuego apagado. Queda aún llamar con la aldaba en la puerta de la vivienda propiamente dicha que se divisa al fondo pintada de almagra.

– Anda, decídete. Si nos vas a tener aquí como a dos tontos, avisa.

– Mejor sería que le llamáramos por la ventana – dice Toto -. Duerme en el doblado – camina hasta la escalera que lleva al piso alto -. Se le pegan cuatro silbidos a modo y ya está saltando de la cama.

Se apostan los tres bajo la escalerilla. Una salamandra rugosa corre tambaleándose por el pretil y se esconde en una maceta de geranios marchitos. En la ventana abierta del doblado la brisa mueve una cortina de tela de saco. Gritan a pleno pulmón tan fuerte que las voces se desdoblan en ecos sobre la fachada de fábrica de la casa de enfrente donde el sol dibuja un tablero de ajedrez tras las celosías pintadas de verde y las rayas doradas del hilo de luz de las persianas:

– Carlossss.

– Carlooooos.

– Carlooosss.

Carlos, desde su duerme ve la tísica, tarda unos minutos en percibir el grito que llega del corral. Se levanta y asoma medio cuerpo por el ventanillo apartando a un lado la cortina. El sol le cae sobre los cabellos revueltos. Desde la ventana el camisón de Eugenio es como una mancha de sangre en mitad del patio. Guarda silencio. Toto es el primero en descubrirlo:

– Pero si está ahí el pájaro. Miradle como un tonto sin decir nada, sin abrir la boca.

– ¿Qué hay, Eugenio? -pregunta Carlos-. ¡Buena tranca traéis encima!. ¿Qué, cómo te fue por esas tierras?.

– Déjate de cuentos y baja. Venimos a por ti. Ya te contaré, ya. Baja, tomamos unas copas y te cuento todo lo que quieras.

– Primo, que éste está en dólar – grita Toto -. Baja, primo, que nos va a invitar a una botella de maribrizá.

– Se te agradece, Eugenio -dice Carlos-, pero la casa está sola y mi madre no vuelve hasta sol puesto. Alguien tiene que quedarse aquí. ¡Ya veis cómo está el corral de ropa!.

– ¿Quién se la iba a llevar?. ¡Anda, que para la cuenta que le echas!. Lo mismo nos la llevamos toda nosotros y no se entera ni Dios. Baja, que sino maribrizá apencamos con un botellón de las tres cepas que no se lo va a saltar un galgo.

– Gracias, Eugenio, pero no puede ser, de verdad.

– ¿Tú cómo estás?.

– Tirando. ¿Cómo quieres que esté?. Más en el otro lado que en éste.

– Cuando él cuerpo pide tumba -dice Antonio a media voz -hay que darsela, macho.

– ¿Entonces, no vienes?.