38780.fb2 La Zanja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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Soponcio a la cabeza. Humo y neblina. Turbias las aceras, turbios los tejados rojos y los maizales sin segar y la blanca flor del algodón. Arcadas. Toto arroja todo el fuego del vino que le quema la garganta apoyado en una verja. Antonio y Eugenio tienen que ayudarle para que no caiga redondo sobre la vomitina. Rechaza la ayuda y se limpia el espumarajo de la boca. Finalmente acaba por dejarse conducir dócilmente entre los dos.

– Toto, Totín, que está visto que no has nacido para borracho – dice Eugenio mientras le acaricia el cuello -. Hay que ver que te has puesto como una fiera por nada. Después de todo eres tú el que ha salido perdiendo: te has cargado el camisón y pensaba regalártelo antes de irme.

La tarde inútil que ni siquiera ha aprovechado la siesta se les clava a Toto y Antonio en la morriña cagalona. Que sino se fue a trabajar por el jolgorio y se perdió el jornal es necesario continuarlo, pero ninguno puede dar ya un paso.

Se sientan los tres en el bordillo del acerado como lo hicieran cinco años atrás, cuando marchaban al caer la tarde para asomarse a las celosías de la Colonia para ver desnudarse a las criadas. Buenos tiempos. Antes de ir a la "mili" para marcar el caqui, antes de poner cara seria a la vida. Cuando sólo se echaba de tarde en tarde una peonada agrícola y el resto del tiempo se malgastaba en gamberrear, en ir y venir sin ton ni son, en pedalear la cuesta arriba de los alcores entrenando la afición a la bicicleta a ver si por allí podía dársele una salida a la vida.

La brisa atlántica levanta pequeños remolinos de polvo y hace tililar las hojas de los pitósporos. De tarde en tarde una tromba de aire caliente eleva una columna de tierra.

– ¿Os acordáis cuando veníamos a casa de Francisco y nos dejaba libros y le veíamos pintar?. ¡Qué manos tenía! – dice Eugenio.

– Pobre, pobre Francisco. Muchos favores nos hizo a todos. A mi me tenía prometido pintarme un cuadro como el tuyo. Sino llega a morirse… – tercia Antonio-.

– Ahora ya tú podías discutir con él y decirle que habías visto esto y lo otro de por ahí fuera. Ahora podías hablarle como un entendido de las cosas que has visto en Francia. ¿Y lo que se alegraría de verte así maqueado?. Él que las traía contigo con lo del maqueo…

– Sino se hubiera ido. Si se hubiera quedado aquí. Sino hubiera tentado a Dios como tentó con otro viaje no estaría en las malvas.

– Fijo.

– Sino se hubiera creído que estaba curado y hubiera continuado aquí pintando lo que pintaba sin sacar demasiado los pies del plato, sin beber ginebra y sin hacer locuras.

– Pasa -dice Eugenio -que a la vida no se le puede poner cortapisas. Sería su sino. ¿Es que acaso sabemos ninguno de nosotros el nuestro?.

Languidecen de nuevo los ánimos. Antonio da vueltas a una chinita suelta del asfalto y busca arrimar el ascua a su sardina viajera. Es ahora el que habla, despacio, dejando resbalar las sílabas, dando un tono especial de tristeza a cada palabra:

– Allí – pregunta – cuando estás libre y hace frío y no sales y no tienes con quien hablar te aburrirás, ¿no?. Si tuvieras alguien que te diera compañía sería otra cosa…

Toto intenta reanimar el rescoldo de la discusión:

– ¿Aburrirse?. Con el tipo de este no hay quien se aburra; se marcará rápido un buen rollo, lo que le pasó con la Golondrina por ejemplo; lo contará una y mil veces, todas las que sean necesarias para quedar delante de las damiselas como matador.

El nombre de la vaca brava que le sacara las taleguillas tres años atrás, lejos de poner a Eugenio de mala uva, le devuelve el gesto marchoso que tuviera enfundado en el traje de luces en el festival taurino que se diera el día de la Patrona:

– ¿Te acuerdas, Totín?. Con un poco más de lado izquierdo y eso si que hubiera sido vida – abre la mano derecha lentamente y saca el pecho; luego se pone de pie y hace ademán de citar de espaldas con la imaginaria muleta en la mano mirando hacia los balcones -. Nada de mancharse las manos de grasa ni ajustar tornillos, nada de meter el hombro: ¡Ja, toro, ja; ja, toro, torillo, ja!. – La imaginaría muleta redondea la faena y recibe el también imaginario aplauso enfervorecido de la multitud con las manos en alto -. Allá no entienden de esto -continúa-. No entienden del avenate que quema las entrañas.

De su facha torera ni siquiera el pelo. A la semana de llegar a París tuvo que cortárselo al cepillo. La retinta frente bajo el pelo rizado le jugó la mala pasada de su estampa argelina. Sonríe tristemente recordando a los dos italianos del sur, compañeros de trabajo que se aclararon el pelo con agua oxigenada para evitarse complicaciones después de la razzia en la que fueron detenidos como nacionalistas norteafricanos y que estuvo a punto de costarles la vida.

– Si te hubieras quedado con una "foto" del cuadro que te pintó Francisco en traje de luces bien que hubieras presumido allá, ¿no? – pregunta Toto.

– A lo mejor. ¿Quién sabe?.

Capote de paseo saludando con la montera y un fondo nebuloso de plaza de carros colgada de mantones. La fotografía quizá hubiera servido para identificarle como español la noche que salió a la calle sin pasaporte y le peinaron la espina dorsal en la Plaza de Italia con el cañón frío de una "metralletta" antes de conducirle a la Prefectura.

– A lo mejor me hubiera servido de algo, para que veas. A lo mejor me hubiera servido…

– Ya está bien. No hemos dejado de doblarla para decir pamplinas.

– Si queréis, -dice Toto – podemos empezar otra vez a darle al vaso. Eché ya todo lo que tenía que echar y me he quedado como nuevo. Ahora que antes de empezar -se dirige a Eugenio -si quieres, para que veas que no te guardo rencor, vamos donde la Mari, para que la saludes ya que tenías tanto interés. Eso si no te importa después de lo dicho.

– ¿Importarme?.

– Pudiera. Porque como eres tan sensible…

– Si vamos a ir, en marcha – dice Antonio -. En marcha y ojo con dar el petardo. Porque vosotros dos sois de los que sino la dan a la entrada la dan a la salida.

Eugenio y Toto se emparejan. Antonio camina tras ellos silencioso con las manos en la espalda. El cielo añil se ha puesto blanquecino. El sol ha huido de los porches y tiñe de amarillo sólo los chaflanes de los tejados, la ondulada uralita de los cobertizos y de los garajes. En las acacias y en los plátanos de India los pájaros se desperezan de su siesta, y de los jardines llega el rumor de las mangueras que riegan la grama. Es ya posible mirar al sol de frente sin engurruñar los ojos. Los niños corren por el acerado con los triciclos y a la carretera han salido a pasear las muchachas de servicio con sus cofias blancas arrastrando los cochecitos infantiles. Un camión cargado de bebidas refrescantes pone una pincelada roja aparcado junto a la cuneta, y un hombre viejo con un carrito de helado mantecado a la galleta pregona a media voz su mercancía. El sol arranca leves reflejos a las tapaderas cromadas de las heladeras. Una adolescente con un pantalón rojo y una blusa blanca cruza de una carrera la carretera y detiene al carrito de helado para comprar un cucurucho. En la radio suena la guía comercial que sucede al “concierto de la tarde”. Algunos automóviles de matrícula doscientos diez mil aparecen chirriantes – de vuelta ya de su jornada – en los bordillos de las aceras, y sus conductores sacan de su interior grandes bolsas de papel llenas de conservas y de cigarrillos, de pollos envueltos en celofán y de cartuchos de palomita de maíz.

En la torre de la iglesia el sol exprime un último reflejo de los azulejos de la espadaña, y de las huertas llegan las voces de los vaquerizos y el mugido doliente de las vacas de leche. El aire tiene sabor de gasolina, de geranio, de romero, de caramelo de menta y de miel silvestre.

Al paso, arrancando matitas de jazmines en las verjas, masticando hojas de pitósporos, de rosales secos, gamberreando, dando puntapiés sobre los plintos, tamborileando los dedos sobre los batientes de cinc de las ventanas; como niños, saltando sobre el ramaje de las acacias, calle arriba, caminan los tres, confusos, aburridos, con la cabeza turbia de vino aún, en busca de la Mariquita.

* * *

Los hombres han regresado de nuevo a la puerta de la taberna de Florencio y se alinean con las espaldas pegadas al lienzo del muro enjalbegado de donde ha huido ya el sol.

Algunos, sentados en el bordillo de la acera, tienen que levantarse cuando el autobús de línea da la vuelta a lo costanilla y aparca delante de la terraza.

En el puesto de pepitas de girasol unos niños compran tiras de triquitraque, las restregan por los adoquines, y luego, una vez encendidos, las esconden en el hueco de las manos para hacerlas chirriar.

Los hombres permanecen silenciosos con los brazos cruzados. En la panorámica de la Colonia el sol deja los últimos destellos sobre los automóviles multicolores aparcados a uno y otro lado de la carretera.

En las regolas los peones dan ya de mano y van recogiendo los picos, las palas y las esportillas de la obra. Algunos, de regreso a su casa, entran en la taberna para tomar un vaso de vino blanco e invitar al amigo en paro forzoso que en la acera espera inútilmente que se produzca el milagro de al día siguiente encontrar trabajo y dar de comer a los suyos. Una motocicleta con sidecar del P. G. C. toma con desenfado la curva de la carretera y enfila luego la costanilla camino de la plaza. El autobús de línea pone ya en marcha su motor de gasoil y por su portezuela trasera suben los contados viajeros que regresan a la ciudad.

Tres hombres hablan junto a la terraza, en el límite que Florencio ha trazado para que los hombres en paro no ocupen toda la fachada. Florencio les escucha mientras hace subir el toldo rayado con el torniquete de manivela. Los tres hombres cruzan una mirada de complicidad y pasan a la acera de enfrente.

– Podíamos hablar con el cura – dice uno de ellos -. Es lo mejor que podíamos hacer, hablar con él, decirle y explicarle que no podemos seguir más tiempo en este plan.

– El cura se sabe de memoria todo lo que tú vayas a decirle – contesta otro-. El cura está al corriente. Son cosas del alcalde. Lo que hay que hacer es esperar a mañana y hacerle otra visita. Si mañana no logramos nada, echamos un pañuelo y sacamos dinero para el autobús: vamos y hablamos en la capital con los del Sindicato.

– Aún sería mejor que fuéramos andando. Eso es lo que debiéramos hacer – dice Pedro el de Nieve, el más joven de los tres hombres -. Nadie nos puede impedir que vayamos todos antes que salga el sol. Si tardamos siete horas como si tardamos veinte. Saliendo al alba, antes del mediodía estamos allí. Vamos al Sindicato y nos plantamos en la puerta a esperar. No creo que puedan echarnos, de no armar jaleo.

– Eso lo pudimos hacer hace quince días, pero ya Jeromo dijo que no, que podíamos terminar todos en la cárcel. Yo creo que él sabe de leyes.

– Si el de María la Bujarra, el José y el Manolo hubieran aceptado trabajar con el alcalde las cosas hubieran tomado otro cariz – dice el primero de los hombres -. En cuanto hagamos el menor movimiento se dejan caer con que son ellos los que nos han envalentonado. Si hubieran aceptado el trabajo hubieran cambiado las cosas. No es que a mi me parezca mal que se hayan portado como hombres, pero porque ellos no hayan querido dejarse comprar vamos a ser nosotros los que suframos las consecuencias. Tres bocas menos hubieran sido a pasar hambre y nadie podía pensar que se trataba de un plante. Ahora el alcalde tiene motivos sobrados para decir que ha ofrecido trabajo y no lo hemos querido admitir. Es lo que dirá.

El autobús de línea se pone en marcha. Una nube alta roba por un instante los penúltimos destellos del sol. En la calle cantan las niñas una canción de rueda.

En mangas de camisa, con un cigarrillo en los labios, los brazos dejados caer a lo largo del cuerpo, y la mirada añil, Richard Stick entra en la taberna de Florencio y se acoda sobre el mostrador. Florencio saca de la fresquera tres botellas de cerveza y del anaquel media botella de coñac. Luego quita a las cuatro botellas el cierre y las coloca sobre el mostrador después de haber vaciado poco más de un cuarto de cada una en la piletilla de cinc.

Richard Stick arroja el pitillo que venía fumando y saca ahora un paquete de cigarrillos del bolsillo derecho de su camisa. Ofrece a Florencio uno que Florencio rechaza y vuelve a colocarse un nuevo cigarrillo en los labios, terciando una mueca con él mientras va vaciando la botella de coñac en las de cerveza.

Florencio limpia con una bayeta el mostrador y saca luego un encendedor de martillo para dar fuego al cliente que todas las tardes a la misma hora se acoda en el mostrador para beber en silencio, sin vaso, directamente de la botella, la extraña mezcla de cerveza y coñac veterano.

Richard Stick hace un gesto para que Florencio le cargue en cuenta el importe de su consumición. En la pizarra del servicio de los veladores, Florencio escribe con un trozo de yeso bajo el nombre de "Miste" otra cifra idéntica a la que precede en la larga columna de débitos. Richard Stick apura de un golpe media botella de cerveza, luego chasca la lengua y sonríe. Florencio, mientras despacha a los hombres los clásicos vasitos de vino blanco con un aperitivo de masa frita, aguarda al quite cualquier capricho, cualquier nueva extravagancia que solicite el hombre de los ojos de gato.

A veces, la mujer de Mr. Stick, cuando han dado las once de la noche y Mr. Stick no ha regresado todavía a su casa, se alarga desde la Colonia a la puerta de la taberna y hace gestos guiñolescos señalando a su marido. A veces, Mr. Stick abandona el mostrador y camina tras su mujer en silencio. Otras hace un gesto de desdén con la punta de los dedos, enciende un nuevo cigarrillo y pide otra ronda de botellas.

Florencio cuenta, a los que quieren escucharle, que mistress Stick tiene solicitado el divorcio y que Mr. Stick es un bala que, aunque se deje en la taberna diez duros cada día, no tiene dos dedos de vergüenza.

La opinión unánime de los hombres del pueblo es, sin embargo, contraria a la de Florencio. Para ellos, mister Stick es el único americano que no pasa delante de un niño sin acariciarle el pelo, el único que no ha faltado jamás a ninguna mujer, y también el único que cuando un peón vuelve del campo y él lo encuentra al volver al pueblo con su automóvil, le invita a subir aunque lleve aperos de labranza y esté sucio y sudoroso. Mr. Stick es también el único extranjero que da las buenas tardes cuando por las afueras, algunos días que sale a pasear andando, tropieza con una mujer, con un niño, con un hombre, e incluso con un perro.