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– Llame usted ahora mismo por teléfono a la Comandancia y diga de mi parte que venga un guardia libre de servicio a la fonda.
Doña Mercedes murmura entre suspiros mirando a Santiago antes de salir:
– Que si se hubiera avenido a razones…
– Claro.
– Que mal no quise hacerle, señor.
– No quiso, pero bien que me ha fastidiado…
Don Roque corta en seco el diálogo:
– Yo he venido al pueblo, señora – dice dirigiéndose a doña Mercedes -, a la práctica reglamentaria del tiro, no a detener malandrines, ni a mediar en asuntos de alcoba. Llame a la Comandancia y déjese de pamplinas.
– De tiro al plato – masculla Santiago por lo bajo.
– Guardese las deducciones, que esta noche no le salva a usted de la sombra ni la Santa Caridad. Ya no se trata de lo que pasara ni dejara de pasar aquí esta tarde. A mi no me toma usted el pelo. De ahora en adelante sabrá hablar con el debido respeto a las autoridades.
Doña Mercedes, llorando a todo trapo, se acerca al Teniente y lo toma del brazo:
– Por mi lo dejamos, don Roque – suplica-. Que también las ganas de verle a usted más que nada, sabiendo como sabía que estaba en el pueblo, ha influido en todo; que me dije, Don Roque podía arreglarme el asunto por las buenas; que por eso no me fui directa a la casa cuartel a denunciar; que no quería sino una mediación y de paso invitarle a una copita de ponche.
– Pues no es ése el camino – contesta el Teniente -. La denuncia tendrá usted que firmarla, y se abrirá un atestado y se investigará todo lo que haya que investigar y se aclarará todo lo que haya que aclarar. Avise al cuartelillo.
Doña Mercedes sale del comedor y sube la escalera sollozando mientras el Teniente se aprieta el cinturón, da una patada sobre los baldosines rojos y dice a Santiago:
– Esta noche duerme usted en el calabozo de la casa cuartel. Mañana el Cabo abrirá una información. Supongo que no tendrá usted nada que objetar, mi amigo. Muchos como usted quisiera yo tropezarme todos los días nada más que por el gusto de meterles las cabras en el corral. Gente como usted es la que a mi me gusta para quitarle el cuento a mitras.
Sole tropieza al entrar con la sillería antes de lograr atinar con la llave de la araña de cristal nimbada con el forro rojo de un viejo salto de cama. Los muebles del recibidor, enfundados en blanca muselina, son como nevados espectros inmóviles. Cuando logra por fin dar la vuelta a la llave, las bombillas continúan apagadas. Vuelve a insistir una y otra vez hasta que oye en la jamba de la puerta del recibimiento la voz de doña Eduvigis que ha subido tras ella al piso principal:
– Es mejor que abras el balcón. Algo más se verá. Me parece recordar que dejamos flojas las bombillas.
El balcón no ha sido abierto desde el pasado verano. Cuando Solé logra atravesar el salón y abrir el pestillo de la balconada, por las junturas resecas de la puerta resbalan las cochinillas grises aprisionadas entre el cristal y la barra de metal que sujeta los visillos. El polvo y la lluvia de todo un año han dibujado franjas de mugre y cuajarones de barro reseco sobre la tarlatana plisada.
Tres lamparillas de ánima permanecen encendidas en la casa; pero doña Eduvigis se ha empeñado en encontrar en la gaveta del comodín del recibimiento una vela rizada de primera comunión que ha ardido en el altar de Santa Bárbara y que servirá para proteger la casa de la tormenta nocturna que auguran los naipes, las doloridas piernas y el candilazo.
Antes de empezar a buscar la vela salen las dos para asomarse al balcón recién abierto, y, recostadas sobre la baranda de hierro, permanecen milagrosamente calladas, abstraídas en la línea de la calle, en la luminaria del pueblo, en el reflejo de los anuncios comerciales que se proyectan en la pantalla del cinematógrafo al aire libre.
Es Solé la primera en advertir el paso del cortejo que se acerca y que rubrica ya la suave curva de la carretera precedido del juez de paz sobre su scooter pintado de azul. Tras él, con los faros a media luz, la camioneta de Chico Mingo trae sobre la batea el cadáver, y el manubrio con las ruedas quebradas, y a Pilete de pie sobre la cabina. A continuación el automóvil de turismo causante del accidente, y, sobre sus guardabarros, con los fusiles terciados, la pareja de la Guardia Civil.
Las dos presienten la muerte bajo la lona, y a ambas les sube por la espalda un escalofrío al identificarse inconscientemente con las florecillas de la tela rameada que oculta los registros del manubrio atropellado también, muerto también en accidente de carretera.
Los faros pilotos de los vehículos se confunden ya con las luces del pueblo. Es la muerte que pasa, pero ninguna de las dos es capaz de decírselo en voz alta, ni de cruzar siquiera una palabra. Contemplan silenciosas, recostadas sobre la baranda, hasta que doña Eduvigis aprieta el brazo de Soledad:
– ¡Te llegas al pueblo y te enteras de lo que ha pasado!.
– ¿Yo?.
– Si, tú. No sé cómo iba a mandar, a una de las chicas para que volviera al cabo de tres horas…
Olvido para la vela rizada, para el presagio de aguacero, para el terceto rimado de la santa. Bajan ya las dos la escalera sin preocuparse de haber dejado siquiera cerrado el balcón.
– Sabe que no sirvo para estas cosas – dice Solé -. Sabe que me pongo nerviosa enseguida.
– Te llegas y ya estás aquí, y no me seas novelera y te me pongas a dar valsones. No me tengas con el alma en un hilo.
En el contraluz de los descansillos, corretean por los lienzos encalados las sombras de los dedos enjoyados de la dueña. A las dos les inquieta su propia sombra procesionada a lo largo de la escalera que se convierte en llamas, en lenguas de fuego, en perfiles sonámbulos de blancos fantasmas silenciosos.
Después de cruzar el "hall", cuando llegan a la puerta del jardín advierte de nuevo doña Eduvigis antes de que Solé salga a la calle:
– No te me entretengas de palique. Le pides noticias al de Paz. Le dices que vas de mi parte. ¡Ya te dije esta tarde que tendríamos novedad, ya te anuncié que tendríamos quebranto!.
En cuanto Sole sale, manda cerrar las ventanas, los tapaluces, correr las cortinas, el balcón abierto del recibidor, atrancar la puerta de la corraleda trasera, cortar el interruptor eléctrico.
Las pinches cumplen a regañadientes mientras se ríen del miedo de la vieja que no sabe mandarlas con el descaro de la Solé a pesar de haber tratado tantas mujeres en la vida, a pesar de haber sido hembra bravía en su juventud como era necesario que fueran entonces las del oficio, a pesar de haber marcado muchas veces la mejilla de alguna como era necesario hacerlo: como a aquella argentinita a la que señaló la cara con el culo de un vaso de cristal, achinándola para toda la vida a pesar de su marchosa valentía porteña. ¡Casi treinta años atrás!.
Las dos muchachas de servicio continúan riendo mientras se pellizcan en la oscuridad. Las llama a su lado después de hacerlas jurar que ya todo ha quedado a punto, en disposición de pasar la noche tranquila sin el temor de los relámpagos: "Que una chispa trae otra chispa. Que la electricidad llama a la electricidad. Que las culebrinas entran hasta por debajo de las puertas". Luego las sienta a su lado para iniciar el trisagio.
El silencio se corta con la respiración que hace oscilar las lamparillas de ánimas estratégicamente colocadas. En la penumbra, junto a la dueña, las dos sirvientas contestan los rezos de doña Eduvigis concentrada en si misma, trémula de entonaciones, alejada de todo vestigio terrenal, perfecta y equilibrada la voz: "Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos. Llenos están el Cielo y la Tierra con vuestra gloria".
Se dan de cara con la comitiva en el preciso momento de la despedida. Fuman el último cigarrillo de la jornada sin tomarle el gusto, aburridamente, en la esquina de la calle Real, frente a la taberna de Florencio. No se atreven a preguntar siquiera si es la muerte la que llega. Saben que es la muerte la que viene bajo la lona sobre la batea de la camioneta de Chico Mingo, porque las trazas de la muerte trae.
Los hombres se agolpan alrededor de la camioneta cuando Chico Mingo maniobra pegándose al bordillo de la acera para tomar la curva; pero no es un hombre sino un chico de pelo rubio como la panocha de maíz el que salta con desenfado a la batea y levanta un pico de la lona.
Pilete mantiene su gesto lívido de pie junto a la
cabina, y ya los guardias urbanos rodean la camioneta y forman un cordón que obh'ga a los hombres a retirarse. El chico rubio escapa salvándose milagrosamente del capón que le tira uno de los guardias municipales.
Chico Mingo enfila la calle y toma la costanilla camino de la rotonda del juzgado.
Caminan los tres despacio, inconscientes, tras la comitiva, después de haber pedido razón del suceso, como todos los hombres sentados en la terraza del casino o en la puerta de la taberna.
Desde el prado comunal llega la música de las barracas de tiro al blanco, la música carnavalesca y dulce de los tiovivos, de las calesitas que suben y bajan, de las barquitas oscilantes pintadas de rojo y colgadas de una barra de metal a las que un hombre con una camiseta rayada pone en movimiento a fuerza de músculos.
La música los encabrita y les devuelve el pulso, y olvidan ya la muerte y aprietan el paso camino de las barracas con centellas rojas y azules dejando que se aleje el cortejo que es en seguida un murmullo de voces al fondo de la calle, en la Plaza del General Franco.
– Si hubierais visto el parque de atracciones de París… – dice Eugenio -. Si lo hubierais visto.
Frente a ellos se levanta la primera barraca, la barraca solitaria, alejada del resto de los tenderetes, brochazo de colorines, serpentina de palotes, diana de las flechitas de culo peludo, bazar de muñequitas, de bolsitas de celofán con caramelos rancios, Búffalo Bill melenudo blandiendo un "colt" de purpurina, perseguidor de pieles rojas mil veces repetidos en la cenefa del retablo pintado de añil.
– ¿Sabéis vosotros lo que siente un hombre cuando muere? – pregunta Toto -. Debe ser algo así -continúa-como cerrar los ojos cuando duermes para no pensar ya más en nada.
– En Francia hay más de cien accidentes de carretera cada día – tercia Eugenio -. Son cosas que tienen que pasar. No hay que tomarlo demasiado en consideración.
– ¿Creéis que lo enterrarán aquí? -vuelve a preguntar Toto.