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Habría que echarle una jareta al camino, habría que cogerle un pespunte a la cuesta para que las barracas de almagra y añil y el trasfondo de los caballos frisones cabalgando el asfalto a la salida de Valdehigueras, le abrieran la andadura.
Camina despacio y no contesta siquiera al saludo de los que vuelven del Prado. Paso a paso, con la música dentro de la garganta y del corazón y la botella de aceite en la mano, busca con los ojos turbios el farol que guiña los últimos destellos de su luz granate y empieza a adelgazar por falta de combustible. De tarde en tarde, el gatillazo de la tos, y en la boca el dulzor espeso de la sangre antes del salivazo.
Se siente por fin dichoso al alcanzar el caballete: la puente de frisa tendida de uno a otro lado de la carretera, de un lado a otro del camino.
En el momento mismo en que empina la botella para llenar de aceite la alcudilla, tras haber corrido el cerrojo y hurgado con los dedos en el pabilo, comienza el desgarro. Truena el muro alto y negro del cielo, y todo él se llena de chispas azules y rojas, y los ribazos de la sierra desdoblan enseguida el trueno, y una y otra vez truena y una y otra vez se desdobla.
De pronto, las luminarias del carrusel se detienen y cada barquichuela en forma de cisne de la noria vuelve a tomar su color, y la música baja de tono y la gente empieza a correr por la cuesta arriba o a refugiarse bajo las lonas listadas de las barracas.
Los goterones de lluvia le empapan la camisa y resbalan luego hasta la pretina del pantalón. El viento repiquetea sobre las paredes rojas del faro piloto que de nuevo ha vuelto a brillar.
Queda sólo cerrar el pestillo, y lo intenta una y otra vez sin conseguirlo, porque sus manos empiezan de pronto a temblar.
Y termina desesperándose y deja el farol abierto, por lo que un soplo de aire vuelve enseguida a apagarlo. Respira entonces hondo y se sienta en la parte más baja de la cruceta mientras los goterones prosiguen cayendo gordos y escandalosos. Su tos se confunde con el eco de los truenos.
Y allí continúa sentado, sin fuerza ya para moverse, ovillado, convulso bajo la lluvia, dando diente con diente mientras las culebrinas y los latiguillos desgarran la noche, agonizando sin saberlo mientras piensa en la ropa que su madre ha dejado puesta a secar en los tendederos de la corraleda y que la lluvia, la dulce y bienhechora lluvia que engordará la aceituna, manchará de salpicaduras de barro.