38780.fb2 La Zanja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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– Baja un momentín – dice Araceli – y les adviertes que no se me pongan a enredar. En cuanto despertáramos a mi padre aguábamos la función. Ya sabes que con eso del sueño es peor que una marmota. Araceli se asoma al balcón para verla cruzar el jardín; luego regresa al tocador y se pone a hacer visajes con la cara, mientras va ordenándose descuidadamente los cabellos sobre la frente.

El cielo es de un azul leve. Hay unas nubes espectrales, delgadas como filamentos de algodón, que pasean muy despacio por el azul. Sigue recostada sobre la baranda de la galería y sus ojos no están fijos en ningún objeto sino perdidos, ausentes, en la lejanía cenicienta del olivar, que se bifurca al fondo en dos ramales, tras el alternador y las tapias encaladas del cementerio.

De un momento a otro llegará a la Colonia veraniega el ómnibus azul con rayas verticales amarillas que recoge a todos los niños americanos en edad escolar, para llevarlos, como todos los días, al "scholl-children" de la Base.

Para todo el mundo – hasta para los niños – el largo día de la segunda quincena de julio, es un día más solamente. Lisi volverá de su excursión con la piel más tostada si eso fuera posible y Andrés habrá languidecido unas horas más, cuando anochezca, bajo las moreras y los plátanos de India sobre la chaise-longue, en el jardín. O todo habrá entonces terminado para ella, o, por el contrario, se verá obligada a inaugurar una nueva vida.

Sonríe con amargura, con resignación. Es preferible que de una vez suceda lo que tiene que suceder. La esperanza del imponderable se agarra, no obstante, cabalística, preñada de interrogantes, al hilo desmayado de su carraspera cuando abandona la galería, en el momento mismo que un reactor traza con su estela de keroseno una línea platina sobre el cielo.

El sol sube despacio por las laderas de los Alcores. La tierra negra y esponjada de las huertas rebrilla con la luz nueva; con la luz nueva reverbera la tierra calma, que se tornasola de ocres y de azules en los surcos donde la flor blanca del algodón, húmeda de blancura, se despereza.

Al fondo el pueblo asoma a la vertiente sur. Del pueblo, a un tiro de pistola, llega el tintinear de las esquilas de las cabras que salen a pastar a los secos barbechos.

A la puerta de la taberna de Florencio, silenciosos, con los brazos cruzados o dejados caer a lo largo del cuerpo, una hilera de hombres tristes y serios, esperan el chalaneo de lo que caiga, el medio jornal por cuidar un jardín, por descargar una "frigidaire" o unos muebles de improbables rezagados veraneantes, mientras envidian la suerte de los que lograron ser admitidos como peones en las obras de pavimentación y acometida de agua de la calle Real.

El reactor da una vuelta sobre si mismo y enfila una toma de altura en el imaginario gráfico del azul. En la puerta de la taberna, los hombres siguen sus piruetas con los ojos entreabiertos. Un carro cargado hasta los bordes de cañas de maíz temprano, tirado por dos bueyes parsimoniosos, busca la curva de la calle para tomar la carretera sorteando las regolas abiertas.

Florencio sale a la calle con un gancho de hierro para correr el toldo listado que encapota la terraza de la taberna. Los hombres se apartan para dejarle paso y lo miran dar vueltas y más vueltas al torniquete mientras el toldo va desplegándose. Luego vuelven a mirar hacia el cielo donde el reactor y su estela de keroseno se han ya disipado como un mal sueño. El boyero pica con la punta de su aguijón el lomo de los bueyes que caminan despacio con su carga cimbreante.

Cuando de nuevo regresa a la galería y vuelve a apoyar las manos sobre la baranda, la baranda está ya seca y los dedos resbalan en el polvo dorado de la herrumbe. La carreta cargada de maíz cruza por delante de la verja verde. Una lista de sol se quiebra sobre el rojo de las panochas en lo alto del carro, donde se anudan las cordadas de cáñamo que sujetan la carga.

Está familiarizado con la carretera que, desde la Colonia veraniega serrana, le lleva cada mañana a la ciudad. Conoce cada peralte, cada ensanche, cada una de sus curvas y de sus repechos.

Con la mano derecha sobre el volante, baja despacio, suavemente, la última pendiente de los Alcores, de los collados rojos sembrados de olivos, donde en menos de cinco kilómetros es inútil buscar una linde de separación, ni siquiera una servidumbre de paso; con la mano derecha sobre el volante reluciente, suave al tacto que nada le recuerda a aquellos otros de ebonita de los "Ford", ni los de madera nudosa de los "tres hermanos comunistas" tomados al enemigo, con los que tantas veces cruzó las cotas buscando las vaguadas desenfiladas, con su carga de vida o de muerte: muertos en la cuesta arriba, muertos de los que cercaban la ciudad -otra ciudad con muchos más miles de almas que la que ahora tiene a sus pies – cuya caída pronosticaba para el día siguiente cada nuevo boletín de guerra y que tardó en rendirse dos años; y vivos, vivos cuesta abajo que reemplazarían a aquellos muertos y morirían también posiblemente.

Se ahorró el sudor, el frío, la fiebre, la trinchera enfangada y abrió los ojos a las posibilidades del transporte por carretera que le convertirían de un "sin oficio ni beneficio" en un "carnet de primera especial". Las ventajas del retorno las aprendió allí, vivaqueando, echando un tercio de baraja a la muerte. En vez de granadas, víveres; en vez de hombres vivos o muertos, víveres. Víveres de la clase que fueran. Víveres que habrían de engullir juntos los vencedores y los vencidos de una ciudad que tarde o temprano tendría el pulso de la paz, los horrores primeros de la paz; sin obuses, sin alarmas, sólo con descargas sobre el paredón, al alba, y apenas que llevarse a la boca.

Aprendió la lección sobre los desmontes, sobre la cochambre de un ejército a punto de licencia, al compás de la armónica de los desocupados, de las canciones tristes del atardecer.

Cambia de velocidad. El paso a nivel está cerrado. Todos los días reniega de él, como renegaba de aquel otro cuando lo cruzaba con su carga de muchachos cantando. La barrera es blanca y roja y separa la campiña, que se apernaca en los alcores, de los suburbios de la ciudad. Una hilera de automóviles espera que la barrera se eleve sobre el balancín y quede suspendida de su tramoya después que el expreso haya cruzado la curva de nivel que limita los olivares.

Enciende el quinto cigarrillo de la jornada. Buen reflejo para desvirgar un paquete de "Chesterfield" – comprado a precio razonable, mensualmente y por cartones, a hurtadillas de la inspección de economato militar americano -. Aprieta el claxony aspira el humo de la primera bocanada, como si con ello fuera a acelerar la llegada del ferrocarril. Es necesario esperar, y es difícil porque para nada tiene ya paciencia. La tuvo cuando era necesario de verdad tenerla, cuando su vida era como un montón de ropa que era preciso mantener seca en mitad de una corriente. La tuvo una vez, hace ya muchos años, mientras la carretera volvía a ser zona de bombardeo artillero, agazapado en la cabina del camión militar. Gabriel, con el que se turnaba en el volante, no la tenía ni en la medida mínima indispensable, y por no tenerla fue por los aires una mañana de marzo, una mañana fría, lluviosa, amanecida a propósito para la muerte. Sintió a Gabriel entre tanto muerto como lo rodeaba. Lo lloró por la noche, en la casamata, bien protegido de todos los fuegos artilleros nacidos y por nacer. Lo lloró como hubiera llorado al hermano que no tenía: "Cuando esté puesta la señal, no pases, un pepinazo te hará cisco", le aconsejó una vez más entonces; pero Gabriel no era como él, Gabriel pasaba. Y si en vez de haberse quedado hecho trizas continuara viviendo, no tendría automóvil, ni sería propietario como él de una casa junto al mar y de un negocio de transportes. Gabriel cargaría fardos en el puerto, o haría la ruta del pescado en un "diez mil kilos". Gabriel era pintiparado para un "diez mil kilos". Lo mismo que manejaba aquellas camionetillas rusas o americanas, cogidas al enemigo, manejaría un "diez mil kilos" como si fuera una pluma.

El expreso cruza ya el paso a nivel sin disminuir la marcha. Junto a la barrera levanta un mundo de pedazos de papel, de hojas secas, de arena y de polvo. Rostros apenas presentidos de primera, segunda y tercera clase; rostros que escapan sin haber sido vistos, que huyen como fantasmas tras el espejo sucio de las ventanillas.

La barrera oscila dulcemente y se pone vertical sincronizada a la música de fondo de un timbre eléctrico. Arroja el cigarrillo que se estrella como un proyectil contra la rastrojera de la cuneta y la chamusca. Pulsa el encendido. Con un traquetear de andamiaje, cruza el entablado que pone sordina a los raíles y enfila la calzada. Hace calor. Es verano y huele a verano en el suburbio que se acerca. Huele a agua estancada, a cáscara de melón. Huele a mañana sobresaltada de julio, húmeda de sudor ciudadano, en el arrabal de la ciudad con sus mujeres de greñas sueltas y sus niños desnudos oxeando como cerdos en el arroyo de las aguas residuales, con sus hombres en huelga involuntaria pegados a los muros de yeso y de lata de las chabolas, con los brazos – siempre los brazos – dejados caer a lo largo del cuerpo y la mirada ausente ya a toda palpitación vital.

Conduce ahora más a prisa. Es el primer año que siente preocupación por el peso, una preocupación más que sumar a la de la enfermedad de su hijo; un salto inexplicable desde febrero: de ochenta y cinco a noventa y cuatro; nueve kilos en cinco meses a los cuarenta y seis años con sólo un metro sesenta y siete de estatura.

Prende otro cigarrillo y rectifica la dirección. Es agradable vivir. Es mucho mejor que haber quedado como Gabriel, partido en mil pedazos, al borde de los alcores solitarios – aquellos alcores solitarios, tan idénticos a éstos, del frente de guerra-, cara a un paso a nivel, una mañana de primavera.

Cruza la ciudad a prisa. A una velocidad que no se ha permitido siquiera en la carretera. Cada día es igual su prisa por aparcar en la acera frente a su oficina y ver una vez mássus iniciales entrelazadas al cromo sobre el rectángulo de mármol del dintel, y luego caminar por el "hall" haciendo crujir los zapatos, flexionando los pies hasta darse de cara con el cristal esmerilado de la puerta de su despacho, y llegar hasta la mesa, a espaldas del ventanal que encuadra la perspectiva urbana.

La mesa del despacho con todos sus atributos es una pantomima. Él lo sabe. Es su cabeza la que trabaja; sin embargo, en ocasiones, toma notas sobre un "block" o hace dibujos caprichosos, al azar, en cuanto llega.

En la temporada de verano, durante la que todos sus camiones trabajan en contratas fijas de expediciones agrícolas y abandonan la ruta del pescado, juega a negociante. Apenas riesgos, apenas complicaciones con el personal de ruta. Ninguna determinación mercantil de importancia antes de octubre.

Después de sentarse en el sillón giratorio, tras haberse despojado de su liviana chaqueta de fresco, una absurda cosquilla bajo la tetilla izquierda y una extraña y desconcertante sensación de asfixia que parece no pertenecer siquiera al orden físico – aunque en nada pueda él creer que esté fuera de su biología – y después una aspereza en el paladar, un amargo sabor de boca que le recuerda su primer cigarrillo, que no tuvo que fumar a escondidas, que no significó nunca un misterio porque ninguna prohibición puso jamás barrera a su albedrío. A pesar de lo cual el pitillo le supo mal, quizá por eso precisamente. Le llega ahora aquel mismo regusto agrio que no identifica ni asocia a aquellos días de su niñez. Se desconcierta porque lo cree inaugurado. Le asustan las sensaciones nuevas. A propósito de ellas – en mitad de las conversaciones descarnadas, llenas de lugares comunes, de procacidades, con los amigos, dando golpes bajos sobre las tripas colgonas, temblando bajo la risa alguna papada satisfecha, con los dientes clavados en los cigarros con vitola de colección, con las entradas de fútbol o de toros en la mano -sonríe irónicamente, de regreso ya de todos los caminos del sexo.

No se atreve a jugar siquiera con la lapicera. La lapicera descansa paralela a los casilleros verticales de la agencia bancada y se eterniza sobre la raya de puntitos rojos. Cuando intenta cogerla, el leve movimiento atornilla un punto más la espita de los pulmones. Advierte entonces su absoluta desgana por todo movimiento, por toda acción. Es como si se hubiera detenido el tiempo en la punta de su nariz, y estuviera viendo el tiempo allí agazapado, como si se le hubiera escapado por los ojos el humo del cigarrillo y se diera cuenta de que estaba quebrando una ley física.

Pero hace un último esfuerzo y logra dejar caer la mano sobre el timbre de llamada, y el timbre de llamada comienza a sonar al otro lado del tabique.

La secretaria abre la puerta del despacho y bate al aire el abanico de facturas que trae en la mano aprovechando la llamada para pasar a la firma.

En el reloj fosforescente del plinto, muy cerca del techo, son las ocho y media en punto de la mañana. El horario señala el mural abstracto – fusilado de un "Cahiers d'Art" – el minutero clava su aguja en la moldura de escayola que simula un friso etrusco.

El sol inunda ya el jardín. Al otro lado de la calle Mrs. Humprey, descalza, da una última chupada a un cigarrillo y abre la llave de paso. Luego toma la manga de riego y va dejando caer una lluvia de agua sobre los parterres.

Sigue con la mirada los movimientos de Mrs. Humprey mientras tamborilea con los dedos enjoyados sobre la baranda.

Un perro vagabundo cruza la calle y levanta con el hocico la tapa del cubo de basura colocado junto a la cancela por fuera de la casa.

Sobre la cristalera de la galería, sobre los baldosines rojos, sobre las pérgolas que sujetan el florido ramaje de los jazmines, reverbera, pálidamente rubio, el disco dorado del sol que se eleva lentamente desde el Oriente.

* * *

– Aquel lobito bajó otra vez este año. El del año pasado, el de siempre. No hay más lobo que él. El único que queda en los contornos a cinco leguas a la redonda, don Roque. Una escopeta como la suya y rondarle despacio los caminos y chamuscarle el hocico deuna buena perdigonada – dice el secretario del Ayuntamiento.

El Teniente asiente con la cabeza y fuma despacio.

– Llega septiembre – tercia otro de los hombres – y olvida usted que está invitado a echar un buen día de campo con nosotros. Para el mes de difuntos, ya menos hay que contar con usted, y ése si que sería el buen tiempo: el lobito baja hasta las mismas casas, y no es que haga daño, no; que no habiendo ganado suelto en el pueblo poco puede mercar. Por distracción más bien, don Roque, por darle gusto al dedo. Tomando el apostadero de la garganta, usted sería el que le volara las orejas.

Por el terraplén, frente a la vía férrea, a la derecha de la choza de Rosante – adonde llegan a veces los mozos del lugar para echar un cigarro despacio y quemar el avenate del sexo -bajó el somatén, precedido del Teniente de la Guardia Civil jefe de línea, a la práctica anual de tiro.

Nadie nuevo en el somatén. El Teniente es el mismo de siempre, don Roque Prado, para cinco años – con las más diversas graduaciones – soportando el día de San Alejo o de Santa Adela, sentado sobre el borde de la terronera polvorienta de la vaguada, el tiroteo a discreción de los afiliados del somatén: ocho máusers checos y doce espingardas italianas; dos calibres distintos y ni un cerrojo limpio ni una sola ánima libre de polvo.

Como todos los años, antes de empezar, el calibreo y el cigarro gibraltareño, en corro, alrededor de la terronera donde el Teniente asienta el trasero verdipardo de su uniforme de campaña mientras escucha y promete la asistencia a la caldereta que nunca tiene lugar, a la cacería otoñal que nunca llega a celebrarse.

– Sin tener hembra -dice otro de los hombres – por la querencia de una perra no deja de llegar el lobito, don Roque, por la querencia. Toscas y hurañas son las alimañas; pero para eso -la mirada del hombre queda fija un instante en la cabana de chamiza y caña de maíz de Rosarito – ya vale no tener entendimiento. Si aún teniendo mujer, a veces, no puede uno sufrirlo y busca aunque sea una escoba para variar… Que siendo alimañas y no teniendo ni el temor de Dios, ni una hembra siquiera para cumplir… figúrese.

El teniente prosigue fumando despacio sin contestar.

– ¿Qué, don Roque? – pregunta ahora Cristino el bodeguero-. ¿Cuándo le vendrá otro ascenso?. Aquí sabe que nos alegramos de sus cosas, siempre que el ascenso no sea para un traslado… que ya su miaja de cariño le debe haber cogido a la tierra y a la zona de su demarcación; que no habrá tropezado usted con gente, mejorando a sus familiares, como los medios serranos y los serranos de este lado de la provincia; que sabe que se le aprecia.

Don Roque se incorpora del terrón, tira el cigarrillo de "Jorge Russo", inicia un bostezo y toca las palmas para llamar a todos los hombres.

– Al lobito, al lobo – dice uno de los recién llegados acercándosele y dándole un golpe sobre la espalda-. Al lobito este año por el mes de difuntos; que ese puñetero no ha muerto y nadie mejor para dejarle seco que usted. Una buena batida y después una buena caldereta para celebrar el cobro de la pieza.

– Vamos a empezar ya – dice el Teniente sin hacerle caso, mientras prepara la aspiración para pronunciar el discurso de todos los años -. Comprueben una vez más – prosigue – la absoluta limpieza del arma que manejan, que prevendrá en caso necesario cualquier contingencia y defenderá – deja resbalar las palabras sílaba tras sílaba -la in-te-gri-dad, en un momento dado, de los hombres de orden de este pueblo español…

La arenga quiebra el silencio de la mañana limpia. El somatén forma en línea de fuego. El eco de los disparos hace evocar militares hazañas de guerrilla en los somatenes. El Teniente vuelve a sentarse de nuevo al borde de la terronera. Un bostezo se le engancha en la ramita de rastrojera con la que juega el amarillo de los dientes y el rojo sangriento de la lengua. Don Roque escupe luego y confronta su reloj con las campanadas de la torre del pueblo. Se incorpora y sacude con una varilla de fresno sus botos nuevos manchados de polvo, que no se debiera haber calzado – piensa – y que le estropearán el almuerzo en casa de doña Rosa Alcaide, viuda del Cuerpo. Se seca el sudor con el pañuelo. Los somatenes fusilan una y otra vez la barranca. Imagina el patio umbrío y lleno de frescura de la casa de doña Rosa, la palmera alta en mitad del cenador, el loro que lo recibirá olvidando su ascenso con un "Buenos días, señor brigada" que se le clavará en el alma y obligará a rectificar la graduación, entre risas, a doña Rosa o a su hermana: "Buenos días, señor Teniente, se dice, lorito ¿No ves las estrellas?". Pero el loro se obstinará, incapaz de creer en sus méritos para el empleo inmediato superior: "Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil ".

Botas altas y lorito le fastidiarán la sobremesa, recostado sobre la hamaca de rejilla, hasta que pase a recogerle, al sol puesto, en la motocicleta con sidecar, el cabo de Parque Móvil. Botas altas que le cortarán la digestión; lorito que le sumergirá en sus recuerdos de suboficial, de sargento, de simple guardia con el mosquetón al costado y el caminar tendido a uñas de grillo o de chicharra en la carretera inacabable.

Algunos hombres han dejado de disparar, después de haber quemado los cartuchos reglamentarios, y se acercan otra vez al Teniente:

– Unos copetines de cerveza si que nos vamos a tomar en cuanto lleguemos al pueblo – dice uno -. De un buen copetín o de los que se tercien no hay quien le libre, don Roque. Es día señalado para que lo tapemos con una buena loncha de jamón curado que jqo se la salte un galgo. Si para el verdeo se dejara usted caer por el pueblo, si que lo íbamos a pasar en grande… Un dinero muy curioso se le va a sacar este año a la aceituna. Lo peor son los puñeteros jornales que vamos a tener que pagar, cosa a la que no hay derecho y a la que habría que poner coto como fuera: diez duros por hombre. Menos mal, Teniente, que uno tiene su mijita de picardía y no contrata más que mujeres y zagalones que con medio jornal se avian. ¡Ya ve usted, Teniente, que no son sino treinta aranzadas de olivar!. Sólo para el chaval que tengo y que me está estudiando en Madrid necesito de orden de los setenta y cinco billetes verdes cada año. Y es que uno también ha sido joven y se comprende que alguna vez el chicuelo quiera echar una cana al aire, que para eso tiene un padre que está de sol a sol cavilando con las cuentas y viéndole la forma de sacarle el máximo provecho a la hacienda…

Asomada a la puerta de su choza, Rosarito tiende la ropa sobre un ramal de olivo. Luego entra en la choza, acuna a su hijo y le habla con palabras tiernas, pequeñas, diciéndole que no se asuste de los disparos que le han despertado. Le canta:

Ferrocarril, camino llano.En el vapor se va mi hermano.Se va mi hermano, se va mi amor,se va la prenda que adoro yo.