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– ¿Nos quedamos en la Colonia, o vamos directamente al pueblo? -pregunta ahora el taxista.
– Será mejor que lleguemos hasta el pueblo – contesta.
Deslizándose por el asfalto, perfecta la compresión, el taxi atraviesa la Colonia y se detiene en la puerta de la taberna de Florencio, junto al bordillo del acerado donde los hombres esperan inútilmente el jornal que no llega.
Da al chofer cinco duros de propina, aunque sabe que no le quedan sino otros cinco después de haber pagado el viaje. Luego se pone derecho el nudo de la corbata, se estira los puños de la camisa, mira de refilón la puntera brillante de sus zapatos y entra en la taberna de Florencio. Con un gesto preciso levanta dos dedos de la mano izquierda para llamar al tabernero y, cuando Florencio se acerca pide un doble de ginebra. Más tarde, enciende un cigarrillo y rechaza el vaso de agua de seltz que Florencio pone junto a la copa, sobre el mostrador.
El taxista da la vuelta en la calle para salir por el mismo camino por donde ha entrado. Al llegar a la altura de la taberna de Florencio levanta la mano para saludar al viajero que, con la copa de ginebra en alto, contempla distraídamente los azulejos de la paredilla del mostrador, los grandes carteles de toros, las cazoletillas de latón llenas de café dispuestas ordenadamente sobre la barra.
– ¿Aquí habrá algún sitio donde almorzar, alguna fonda? – pregunta el viajero a Florencio,
– Otra cosa no, pero un par de huevos fritos y unas patatas y luego unas frutas del tiempo para postre puedo yo prepararle. Ahora que si lo que el señor quiere es un almuerzo en regla tendrá que ir a la fonda de doña Mercedes. Mejor sería, porque si va a pasar el día completo y quiere echarse un rato a descansar a la hora de la siesta, la fonda tiene buenas habitaciones. Si usted quiere, el chico le acompaña.
El viajero hace un gesto para que Florencio vuelva a llenar la copa. Luego pregunta:
– ¿Tiene teléfono la fonda de doña Mercedes?.
Florencio duda unos instantes.
– Pues, si quiere usted que le diga, no lo sé. Ahora que por eso no tiene que apurarse, el de mi casa está a su disposición, si es que quiere poner una conferencia y no quiere molestarse en esperar en el locutorio de Teléfonos.
En la acera de la taberna, bajo el toldo rayado, los hombres discuten las ventajas de hacer juntos una visita al alcalde. Florencio pulsa el contacto de la "radio" que ofrece la síntesis de la prensa de la mañana sobre la situación internacional. La locutora corta cada dos minutos las noticias para intercalar la "gentileza" de la casa comercial que ha patrocinado el programa.
Apura la segunda copa de ginebra y da una chupada a su cigarrillo.
(Sobre la "guía Michelin", única reliquia de su automóvil, después de haber escrito la carta anunciando su viaje -la inaplazable determinación de su viaje – estudió el itinerario. Rechazó la combinación del autobús de línea. No podía, sin embargo, permitirse el lujo de un taxi, al menos que aquella noche Mila, en un gesto de generosidad, le prestara cincuenta duros, y dudaba un tanto de la generosidad de Mila. Se los prestó, no obstante. Fue a buscarla al club nocturno. La encontró de buena uva, con las piernas cruzadas sobre el taburete del bar americano. Mila sacó los billetes cuidadosamente doblados del sostén de ballenas que le apuntalaba el pecho fláccido.
– De pura chamba me coges puesta – le dijo -. Me los devuelves. Estoy mal de cuartos; muy mal, Santiaguín. La cosa está muy achuchada. Se acabaron los buenos tiempos.
– No. Si sólo es por un día, mujer. Si mañana estoy en dólar, si mañana te los devuelvo.
– Lo mismo dices siempre.
– Palabra.
– No des palabra. Es peor. Me los devuelves y en paz. Ya quisiera yo saber qué te solucionan a ti cincuenta duros.
– Pues me solucionan, ya ves.
– Ni para tabaco.
– En serio, un viaje que me dejará unas miles. Si sale bien, que saldrá, nos bebemos juntos una botella del francés.
– Sueñas, chatín.
– Ya lo verás.
– Asienta la chorla, que ya es hora; que luego viene el tío Paco con la rebaja; que ya no te quedan herencias, majo.
Mila saltó del taburete y se arregló el pelo. Con las uñas untadas de saliva se peinó las cejas. Puso luego derecho el sesgo de su falda. Santiago se acercó a ella, la tomó por el cuello y la besó en la nuca.
– Déjate de comedias.
– ¡Que te los devuelvo, muñeca!. Nos vamos a dar el verde como en nuestros buenos tiempos.
– Anda, loco. ¡Que sea verdad es lo que quiero!. A ver si una vez en la vida tienes palabra.
Florencio lo contempla desde el otro lado del mostrador, silencioso, como escudriñándole el pensamiento,
– Pues lo que usted quiera es lo que se hace – dice al fin-. El chico no espera sino que usted diga en marcha.
Las espirales de humo azul del cigarrillo quedan flotando, subiendo todavía lentas hasta el techo de la taberna, cuando el forastero sale siguiendo los pasos del más pequeño de los sobrinos de Florencio, el que ayuda al tabernero a fregar los vasos y el que, según el rumor, cuando el tío muera, habiendo como ha cruzado ya la barrera del medio siglo y permaneciendo soltero, pasará a ser el propietario del más importante establecimiento de bebidas del lugar.
Su bicicleta marcha encajonada entre la de Clementina y Felipe. Felipe tartamudea tras ella. De vez en cuando, se adelanta e intenta pedalear a su lado. La saca de sus casillas el tono humilde de Felipe.
– Aquel libro que dices que te gustaba, ahora que ya lo terminó de leer mi madre, si quieres, te lo dejo. -No tengo interés.
– Lo dijiste.
– He cambiado de idea.
– No se debe cambiar de idea con esa facilidad.
– Pues yo, ya ves, cambio.
– Dije a mi madre que lo terminara de leer para dejártelo.
– Entonces, me lo dejas en casa cuando te haga clase y en paz. Es bien fácil.
Felipe sonríe feliz:
– Mañana. Mañana sin falta.
– El otro día si que me hacía ilusión, pero ya… lo mismo me da que me lo dejes o no.
– Hoy mismo si quieres, al volver. ¿Estás enfadada conmigo, Lis?.
– No. ¿Por qué?. ¿Por qué iba a estarlo?. Lo que quiero es que me dejes tranquila.
Corta en seco el diálogo y sale de la fila para llevar la bicicleta hasta Araceli. Felipe queda atrás con la palabra en la boca, sin atreverse a salir también de la hilera.
Fuera del caserío, la carretera se estrecha, se abre camino entre vaguadas resecas. La tierra calma ha perdido la frescura del rocío nocturno, y un vaho caliente sube desde el asfalto y da al paisaje una sensación engañosa de postal invernal.
Hasta la vacuna del Sarmiento cinco kilómetros mal contados, y en la vadina frescor de pinares, agua limpia para el chapuzón, delicias de la tierra esponjosa para pasar a la sombra del pinar la jornada entera. A la vadina se va porque a todos ha arrastrado Quinito, a todos ha logrado convencer que de los alrededores la vadina es el sitio mejor para echar un día fuera, para escapar de la monotonía de los días remoloneando la calle, yendo a cortar varetones al olivar, disparando con las escopetas de aire comprimido sobre los pájaros de las acacias, bañándose en el agua de las minúsculas piscinas, jugando a las prendas bajo la sombra de las pérgolas.
Momi pedalea en la cabeza del pelotón. Lisi la ve cada vez que se levanta del sillín para dar impulso a las piernas. No puede evitar sentirse atraída por Momi. No ha cruzado con ella ni media docena de palabras mientras junto a la verja de la casa de Araceli se discutía el sitio más apropiado para echar fuera el día. Se consuela pensando, mientras aprieta también los pies sobre los pedales, que la jornada es larga y que para que el sol caiga detrás de los olivos y se inicie el regreso faltan casi diez horas.