38780.fb2 La Zanja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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De pronto los jugos gástricos se le revuelven. Siente tremendas ganas de comer. E1 pensamiento se le agarra a la cestilla de mimbre que reposa sobre el transportín. En la boca se le deshace el recuerdo del sabor agridulce de las empanadas de salmón, de las latas de foie-gras, de los crujientes panecillos que Mariquita le ha preparado para el almuerzo. La vitalidad borra el morbo adolescente y Momi pasa a ocupar un segundo término. Por sus muslos tostados resbala salada y lúbrica una gota de sudor que, desde el vientre, atravesando el sexo, busca la curva de las rodillas y se desvanece sobre ella en corpúsculos invisibles.

En la tierra calma un arado romano desgarra un barbecho. Al fondo de la carretera el agua jaspea el sol sobre la orilla de la vadina. La serpiente multicolor de las dos docenas de bicicletas se vertebra y la pandilla se desborda por los brezales.

Huele a tierra mojada y a praderío, y las chicharras asierran la mañana a horcajadas de las pinas resinosas que crecen a uno y otro lado de la ribera donde, por un calvero pelón, los camiones suben llenos de arena.

* * *

Niña-Linda – ojos oblicuos de “far west”, ojos de "Caballo Loco", lacia la cabellera negra, cautelosa como un furtivo cazador – logra escapar por el encerado. Se escurre luego por la reja entreabierta. El chillido de su voz vibra en el jardín:

– Andéggg, Andéggg.

Andrés despierta de su modorra, se le ilumina la cara, salta de la chaise-longue y corre a su encuentro.

Mari oye también el grito y baja la balaustrada de ladrillos. Se adelanta a Andrés, la toma en brazos y la hace subir por los aires: "¿Te has venido solita sin esperar que vaya por ti?", le dice.

Prietas las caderas bajo el rayadillo del uniforme, Mariquita regresa al porche llevando a Niña-Linda de la mano mientras hace a Andrés un gesto de burla, de complicidad, donde quizá brille un soplo de deseo.

Andrés acepta resignado que Mariquita se la lleve y regresa a la tumbona. Se extraña de no oír la cantinela de la voz de su madre que todos los días obliga a Mari a llevar a Niña-Linda a su alcoba: "Mari, sube a la niña; que no se quede en el jardín. Lo que no está bien no está bien. Sería un cargo de conciencia dejarla jugar con mi hijo". No hay voz. Mariquita sube a Niña-Linda por propia iniciativa, pero él no se atreve a decir nada. Continúa inmóvil con la mirada fija en el cielo. La adolescencia se le quiebra en guiños somnolientos, en parpadeos que le traen remembranzas de último curso de bachillerato, de novillos, de tardes de exámenes. Melancolía por la caída, desde su dorado pedestal, de la amistad sublimada: promesas de visitas de amigos que no han llegado a realizarse; si acaso una tarjeta postal desde lejanas y luminosas playas, y en el reverso, el compromiso de unas letras escritas a prisa contestando sus apretadas cuartillas epistolares. Cambia de postura. Queda recostado sobre el lado derecho – el izquierdo le produce esguinces; el izquierdo, cuyo interior se casifica, le da pequeñas topaditas, leves palpitaciones como si una pluma le rozara por dentro -. Y la nueva postura le acerca a la tierra, al pequeño mundo que se mueve bajo el árbol. Deja volar su fantasía. La grama abre pequeños senderos por donde las hormigas se desparraman, y donde los macizos de flores son collados y los parterres cordilleras y los minúsculos cipreses colosos "everest" inaccesibles. Luego, mira otra vez al cielo. Arriba, con el garabato de su cola oscilante, una cometa da brincos sobre el campanario de la torre del pueblo y describe, mecida por la débil brisa de la media mañana, un arco de verdes, azules y violetas.

Deja caer los brazos a lo largo del cuerpo para hacer más fructífero su reposo. Una ranchera con fondo de guitarras y "jipidos" entrecortados inunda el jardín, primero suavemente, luego a todo el volumen posible del tocadiscos del padre de Linda, su vecino el sargento mayor San Cheehw.

Niña-Linda chilla correteada por Mari en la galería. Siente la necesidad de llorar, la necesidad de incorporarse y de correr también – ante el recuerdo de la excursión de su hermana – tras el bullicio de la algarabía adolescente.

En los párpados se le forma una película de agua y de sal, pero no se le llegan a saltar las lágrimas. Mira a su alrededor. Fuera de la música que inunda el jardín frontero, un silencio tibio, casi de siesta, aprisiona la Colonia. Toma otra vez el libro, lo abre por una página cualquiera, y comienza a leer mecánicamente sin darse cuenta siquiera de lo que está leyendo, mientras la imaginación le cabalga por los vericuetos lejanos y difíciles del deseo insatisfecho de la pubertad, espoleado por la febrícula tísica de su infiltrado sobre el vértice clavicular izquierdo.

* * *

Hay que jalar para entre los dos, viejo y muchacho, subir el retablo musical hasta la cumbre. Quedan muchos repechos todavía para que el organillo se deslice suavemente, casi sin empujarle, por la media meseta llana que se abre en la cima de los alcores rojos; pero Garabito sabe bien del andar. Es Pilete el que se cansa de la prisa del maestro. Con sesenta y cinco años a las espaldas, Garabito sabe bien de caminos. Pilete, apenas veinte, en primera salida le acompaña. La cenefa de florecillas despintadas de la tela que encubre el misterio de la música, blanquea en la cuesta arriba la panorámica de los olivos.

Los tiempos gloriosos del manubrio han pasado; pero aún se le puede sacar algún provecho siendo verano y pegándose la caminata a los pueblos de cercanías. En la ciudad no hay apenas nada que hacer. Saliendo a los pueblos es distinto. Se saca en una "turné" para la cama y para el tabaco, para el vinazo, para las ganas de comer que abre la andadura, para el alquiler del instrumento. El permiso de músico ambulante faculta además para caminar sin que la Civil obstaculice la bohemia que se lleva dentro de la sangre, sin miedo a la brigada carcelera, sin que el oficio que no se tiene y el caminar pueda ser un pretexto para la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes.

– Anda, vamos a descansar un rato -dice al muchacho -. Si hubieras hecho lo que yo cuando estuviste dentro no andarías desentrenao. El primer año que estuve yo de rastrillo para dentro se me quitaron hasta las varices. Dale que te dale patio arriba, dale que te dale patio abajo. ¿Sabes cuánto calculo que anduve en año y medio?. Pues ponte a echar cuentas: ¿Habrá doscientos metros de un lado a otro del patio? -Más de doscientos metros – dice Pilete. -Pon trescientos.

– Trescientos. Eso puede que haya. -Calculas entonces trescientos y los multiplicas por diez y ya tienes la cuenta: tres kilómetros. Todos los días tres kilómetros desde el cuarto donde aplican el garrotín hasta la barbería. Haz la cuenta por treinta y después por dieciocho.

– También, porque fueron muchos días los que estuviste a "régimen" – contesta Pilete -. Cuando se le coge la costumbre ya es igual. Te aficionas y luego casi te cuesta trabajo salir. Para la próxima, ya tendré experiencia para no acoquinarme como ahora y hacerme un ovillo como un payo.

– Es lo primero que se te atrofian, las piernas. Y eso que te lo decía: dales castigo y no te achantes que cuando salgas vas a estar como si hubieras tenido la parálisis. – Saca un paquete de tabaco de picadura para hacer un cigarrillo y lo deja sobre el mojón de señalamiento donde se ha sentado a descansar. Escupe sobre las palmas de las manos, se las restriega, da juego a los dedos frotándose las yemas y despega luego una hojilla del librito de papel de fumar. Después, entrega el "block" a Pilete -. De los malos trances más vale ya no hablar – continúa -. Alegra la cara y olvida los malos detalles de la vida. A tu edad no hay nada que preocupe. A tu edad, poco más o menos, estaba yo recién licenciado, tenía mi pañuelín de seda, mis botines de charol y mi gorrilla londinense como entonces se llevaba. A tu edad castigaba yo por lo bajini, y a embarcar para América estuve a punto, de no ser por lo de la guerra del moro, que me volvieron a llamar y me tuvieron como un puto castigando cábilas. Si no llega a ser por el paludismo que se me pegó a los riñones, hubiera tenido todavía tiempo para salir para Buenos Aires. Después, la vida que empieza a darte tumbos y guantazos a derecha e izquierda. Ahora que a tu edad, estando como estás tú más sano que una pera…

– Si no fuera por los antecedentes, habría sentado al salir plaza de paracaidista. Es lo que pensaba – dice Pilete-. Con tres veces que uno se reenganche se puede llegar a cabo primero. Y, si no hubiera querido reengancharme más, por lo menos hubiera salido hecho un hombre.

– Eso de que el ejército hace hombres vamos a dejarlo. Cada uno es lo que es, y uno no puede cambiar porque se ponga o se deje de poner un uniforme, ni porque le hagan marcar el caqui un año ni cinco. Es como la cabra que tira al monte porque lleva de nativitate la montanera.

Un camión sube la cuesta fatigosamente. Es un punto rojo que avanza lento por el zigzag de la carretera. El escape de gasoil llega monorrítmico, con la sordina que le pone la distancia. Las amapolas crecen sangrientas entre la barbechera que separa uno y otro olivo. En la linde, delante de una encina solitaria, junto a la casilla de los peones camineros, grita el gualda rabioso de unas florecillas campestres.

– ¡Paracaidista!. ¡Cualquier cosa debe ser eso de paracaidista!. ¿Qué sabes tú si los antecedentes son los que te van a librar de una muerte cierta?. Ni por todo el oro del mundo era yo capaz de tirarme de un cacharro volando. Vaya, es que ni siquiera soy capaz de montarme para volar. Paracaidista…

– Se cobran dietas y primas y te dan un buen uniforme, y el rancho, según dicen, es tan bueno como el que tapiñan los oficiales. Si no hubiera sido por la puta condena…

– Cuando el camión llegue a la casilla de los peones camineros – dice Garabito señalando el vehículo que sube -ya estamos tomando carretera y manta.

– ¡Con lo bien que se está ahora aquí! -dice Pilete echándose hacia atrás y dejándose caer sobre la hierba -. Si la vida fuera siempre este cancaneo, si que merecería la pena vivir.

– Nada más llegar tomamos un tintorro y nos alegramos la vista. No me seas penco que así es como no se llega a ningún lado.

Al llegar el camión a la casilla encalada de los camineros, Garabito se levanta y se sacude los pantalones, se acerca al manubrio, da un tirón de la vara y marca un trotecillo en la cuesta arriba. En el bolsillo trasero le pesa el plato de aluminio que, mientras Pilete trabaja el manubrio, él pasará digno y solemne entre el público.

– Vamos ya y anda – dice a Pilete que bosteza todavía tendido sobre la hierba-. No me sueñes, que como dice en la lápida que hay a la entrada del cementerio protestante, los sueños sueños son…

Pilete camina despacio hacia el organillo. De pronto, da una carrera y se acomoda en su puesto en la vara de tiro.

Garabito se siente feliz con la mañana iniciada con un madrugón. Feliz, lejos del olor penetrante del "patio" de su última quincena carcelera que lleva aún pegado a la ropa, que aún le escuece el ánima trotamundos. Le huele a primavera la mañana. Hay que apretar. Pilete remolonea en la vara izquierda. El camión pasa ya junto a ellos y hace sonar la bocina para que se aparten a un lado y se peguen a la derecha. Pilete da un corte de mangas al camionero que se asoma a la ventanilla vociferando.

– Pilin – chilla Garabito – que no vales una mierda; que no parece sino que tienes un cristalino y estás changao por los cuatro costaos; que sino aprovechamos la frescura que nos queda se nos pegarán las alpargatas.

Alpargatas compradas a propósito para la andadura. Alpargatas diestras y cabrías que se agarran al borde polvoriento del camino.

El camión es de nuevo un punto rojo que en lo alto brilla bajo el sol.

Garabito quisiera detenerse otra vez al amparo de cualquier sombra, porque los años no pasan en balde, y dar con el brazo, con el codo castizo, una vuelta al manubrio por gusto de darla, sin venir a qué, sólo por el placer de contagiar su alegría de vivir a los cuatro vientos; pero, en vez de hacerlo, jerárquico y chulón, grita de nuevo:

– Jala, chaval, que nos coge el torete; que dentro de media hora no hay Dios que de un paso cuesta arriba.

* * *

Los hombres han ido en grupo, poco a poco, desapareciendo de la puerta de la taberna de Florencio para dirigirse, por la calle del General Sanjurjo, a la plaza. Al descuido de un piochazo que se agarra a la ubre de la piedra gris ha huido también Eugenio de la escena. Sobre el velador, en la terraza, bajo el toldo rayado, espejea vacía una botella de Coca-Cola.

En jarro el brazo izquierdo, bien sujeto con las manos el piochín, Toto suelta un salivazo de rabia por la ausencia. Imagina a Eugenio rondando las celosías, olisqueando como un perro el olor de Mariquita por los canceles entreabiertos. Cualquiera – piensa – le habrá dado ya el santo y la seña: "¿ La Larga?. Sirviendo. ¿Dónde quieres que esté?. En la segunda manzana, en la casa del jardín grande. ¡Cuando la veas ni la conoces de cómo se ha puesto!".

Se muerde los labios. El sol reverbera en la calina añil de los paredones, duro, alto y atroz. El sudor le resbala por la espalda y le empapa la pretina del pantalón remangado a media pierna. El sombrero de palma, sobre los ojos entristecidos, pierde su horizontalidad de pronto y sale despedido por un manotazo de furia, girando sobre si mismo como un canto rodado. Lo recoge en mitad de la calzada donde ha ido a parar y escucha avergonzado las chanzas de toda la cuadrilla: "Toto, loco, ¿te picó el alacrán?. Avenates, eso es lo que a ti te dan. Pero a todos los locos les da por lo mismo: por no doblarla. Mientras estés de aquí para allá con el sombrerito, cancaneo…".

El maestro de obras ordena silencio. Los mazos, los picos y las palas prosiguen cavando las regolas. Luego el maestro de obras se levanta de los tubos de gres en donde está sentado a horcajadas fumando un cigarrillo y se dirige a Toto:

– Toto, chalao, que te la buscas; que, si eres tan señorito, con pedir la boleta estás cumplido; que por la mitad de lo que tú ganas hay muchos que se partirían los cuernos dando piochazos.

Le entra en cajas el corazón, cuando levanta la vista para mirar al maestro, y ve de nuevo a Eugenio en la terraza, bajo la marquesina, ahora ante una jarra de cerveza.

– Mira, mira a tu amigo – dice el maestro -. Mira a tu amigo que por mucho que lo mires no te va a regalar el dinero que dicen que trae ahorrado. A los que son como tú y como él es lo que les conviene, poner tierra por medio.

– Sin faltar, eh – contesta al maestro -. Sin faltar que yo a usted no le estoy faltando, ni el Eugenio tiene nada que ver en esto. Sin faltar, que lo mismo pido el boleto ahora mismo, pero se acuerda usted de Toto y de todos sus muertos, que yo no tengo mujer que mantener ni chavales para que nadie me falte; que le estoy a usted aguantando carros y carretas y me estoy cansando ya de tanto cachondeo.

– Aquí nadie te ha faltado ni te ha dejado de faltar, que eres tú muy jovencito para ser tan chulo y para atemorizarme con tus bravatas, que lo que sobran en la obra precisamente son brazos.

Tanto cavilar para nada. No echa cuenta de las palabras del maestro, que vuelve ya a sentarse sobre el anillo de los tubos de gres. Como si la tierra fuera la culpable de sus celos, la machaca con furia con la piocha.

En grupo, torpes los mosquetones sobre los hombros, por la calle de Queipo de Llano, regresan del tiro los milicianos del somatén.

Los hombres en paro forzoso llegaron a la plaza y se sentaron en los bancos de azulejos, frente al Ayuntamiento. Los hombres discuten ahora la posibilidad de formar una comisión que vaya a hacer una visita al alcalde. Los guardias urbanos, con sus guerreras blancas de verano, su pantalón azul y su porra colgada del cinturón, pasean su ronda entre la Casa de Teléfono, el Ayuntamiento y la iglesia, esperando oír algo que digan los hombres para comunicárselo al alcalde.

Los hombres no forman grupos de más de tres personas, por lo que, ante la imposibilidad de discutir todos juntos el problema, no hay manera de ponerse de acuerdo. Algunos van de un banco a otro preguntando a los demás. Alguien insinúa ir a hacer una visita al cura, y uno de los hombres se encarga de ir pidiendo la opinión al resto, que deniegan con la cabeza.

El alcalde, de vuelta del tiro, cruza la plaza con el mosquetón – un máuser modelo 1893, sin baqueta – terciado y se lo entrega a uno de los guardias urbanos que, echándoselo al hombro, se pierde en una calleja. Luego, el alcalde entra en el Ayuntamiento, sube al piso alto, y se asoma tras la celosía de una de las ventanas de la Casa Consistorial.

En la plaza, los hombres no parecen acabar de ponerse de acuerdo. Las ideas de ninguno les parece viable a los otros. Por otra parte, ninguno se atreve a formar parte de la comisión que irá a hacer la visita al Ayuntamiento. El alcalde deja de mirar por la ventana y se dirige al oficial que escribe a máquina: