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El oficial del Ayuntamiento toma un oficio con el membrete del escudo de la villa a medio relieve, le coloca los papeles de copia y los calcos y lo mete en la máquina.
De la plaza llega un revuelo de voces. El alcalde levanta la persiana y se asoma al balcón. Los hombres forman ya una unidad compacta delante del monumento del Corazón de Jesús que se levanta en el centro. Un guardia urbano sube las escaleras del Ayuntamiento y, jadeante, habla al alcalde con la gorra de plato en la mano.
– Es una comisión. Quiere hablar con usted personalmente. Son sólo tres hombres: el de María la Bujarra, el mayor de los hijos, José, Antonito Prieto y Manolo, el mayor de la Molina.
– Los que menos debieran meterse en estas cosas – dice el alcalde-. Los que más motivos tienen para callar. Los de siempre. Los que, precisamente sabiendo cómo están las cosas, por el canto de un duro los pongo a disposición gubernativa. – Y dirigiéndose al oficial -: tenga usted listo el oficio para la firma y que salga hoy mismo.
Cuando los hombres suben la escalera del Ayuntamiento, el alcalde los recibe con una sonrisa y los hace pasar a su despacho.
– Hay que ver que nunca vais a aprender a hacer las cosas en derechura – les dice mientras se sienta en la mesa y saca un paquete de "caldo de gallina" que ofrece a los hombres y que los hombres rechazan -. No es que me parezca mal lo de la comisión, no; que eso es un buen síntoma del orden y de respeto, pero ya sabéis que no me gusta que andéis reunidos en la plaza para arriba y para abajo y menos en la puerta de la taberna como moscones. Perder cuidado que precisamente ahora mismo estaba dictando un oficio sobre la situación de paro en el pueblo. Por más que tarden en contestar, que no tardarán, antes de una semana os prometo que tenéis resuelto el problema. A vosotros tres, mientras tanto, para que veáis que el hecho de haber venido no significa que os vaya a guardar rencor, sino al contrario, que hablando es como se entiende la gente, os voy a mandar a lo mío unos días para que desvaretéis los gordales. Para quince días por lo menos tendréis de trabajo y os podéis aliviar. ¡Y que tengáis fe en mi y confianza es lo que quiero!. Y que digáis a vuestros compañeros que estoy aquí para obrar. ¿De verdad que no queréis un cigarro? – Vuelve a ofrecerles a los hombres tabaco -. Ahora vais a marchar y les vais a decir a todos palabra por palabra lo que os he dicho. Y vosotros, ya sabéis, ¡alegrar la cara!. Mañana por la mañana, en cuanto salga el sol, a desvaretar los gordales. Y tú, Pepe- señala a Josele el hijo de María la Bujarra -, me vas a hacer un favor, hombre, ya que no tienes nada que hacer. Como tengo que trasvasar el vino, te pasas por la bodega y echas allí la tarde. Unos duretes muy apañados vas a ganar por la faena, que no son de perder…
En la plaza no se oye un alma. Los hombres esperan en silencio que regrese la comisión; un silencio que se quiebra de pronto por el gol que, con una pelota de trapo, un chico marca en la portería formada por la esquina de la iglesia y la calle del General Sanjurjo. La pelota atraviesa la plaza y viene a caer a los pies de uno de los hombres que espera y que la devuelve de un manotazo a donde juegan los chicos. Una cigüeña con un haz de gavillas cruza el azul a la querencia del campanario de la iglesia, donde los polluelos hacen tabletear el pico de gozo.
No son sólo las botas altas, es también el pantalón de monta que se clava en la cruz, bajo la portañuela; son los calzoncillos blancos y las cintas que lo sujetan; son los calcetines que resbalan bajo el talón y se dirigen inexorables a las punteras; es todo de medio cuerpo de cintura para abajo.
La mano izquierda del Teniente, al sentir la frescura umbría del patio, abandona con pena el bolsillo que sirve de alcahuete a sus inútiles esfuerzos por aliviarse las entrepiernas, y agita el campanil, mientras la derecha aplasta contra el zócalo de azulejo el purillo breva recién encendido que el alcalde le ha regalado al despedirse.
Aguarda impaciente tras la cancela, en el zaguán. Espera oír el grito gangoso del loro; pero no llega hasta él sino el cuchicheo de doña Rosa y de su hermana y los pasos de la criada que cruza el patio para abrir la cancela. Se destoca del tricornio. El tejadillo de hule le deja al descubierto la frente grasienta que se abre paso libre hasta la diadema de sutiles pelusas que enlazan las orejas. El tricornio oscila como un gorrillo cuartelero en manos de un recluta.
Las dos hermanas bajan ya la escalera de mármol, Don Roque saluda levemente a la doméstica y apresura el encuentro atravesando rápidamente el patio.
En el cenador, tras los cristales de la galería, insobornable y patriótico, el loro Juanito quiebra la claridad azulada con su agridulce chauvinismo nasal: "Lorito real. Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil. Viva España".
– ¡Despierta, Carlos, abre al menos los ojos!. ¡Mirame!.
La voz le llega lejana, como si atravesara un muro, pero no se siente siquiera con fuerzas para contestar, para moverse, para levantar los párpados y abrir los ojos y mirar a su madre sentada a los pies de su camastro.
– Has dormido bastante. No puede hacerte bien tanto sueño. Es pan tostado con aceite y con una cabeza de ajo restregada lo que te traigo – señala -. Es pan con aceite. Te bebes un poco de leche y sigues durmiendo, aunque ya sabes lo que dice el médico de que no es bueno tanto dormir, de que lo que te hace falta es sólo reposar y dormir sólo las horas que duerme todo el mundo.
– Déjame. Estoy cansado – contesta al fin -. No tengo ganas de comer. Déjame. Estoy que no puedo tirar de mi alma.
– Hijo – dice ahora la madre -. Hazlo por mi. Bebete siquiera la leche.
– No tengo ganas, madre. No tengo ganas.
La madre, con el trozo de pan sobre el plato de aluminio y la leche dentro de una lata de leche condensada con los bordes remachados, tercamente, lo hace incorporarse a fuerza de ruegos:
– Es de la que a ti te gusta – suplica -, de la americana, la última que nos queda. El cura a lo peor ya no quiere dar más. Tomatela. Tengo que irme. No me hagas perder más tiempo.
Toma la lata de leche y se la lleva a los labios. Hace un gesto de repulsa al ver el pan empapado en aceite. Bebe la leche despacio. Sus ojos negros y brillantes miran los ojos de su madre, los tristes ojos de su madre que, mientras con las uñas hurga el dobladillo mugriento del delantal, recorren las gotitas de sudor que le brotan a su hijo de la frente.
– Cuando se termine lo de las calles, no sé que vamos a hacer. No sé que vamos a hacer cuando se termine lo de las calles y no haya más faroles.
La madre no contesta de momento con la mirada fija en la frente del hijo. Luego dice:
– Aún falta un mes por lo menos para que se terminen las obras, y, al fin y al cabo, mientras Dios quiera que haya días de lavado por echar en la Colonia no nos faltará que comer. Hazlo por mi, Carlos – insiste -, tómate siquiera la mitad del pan y no pienses. No vas a adelantar nada con pensar. Si quieres uvas también te he traído.
– Sabes que no podría, madre, sabes que no podría.
La madre deja el plato de aluminio sobre la silla y se limpia las manos en el filo del vestido.
– Que no te vaya a dar el sol es lo que quiero. Ya sabes la de veces que te lo ha advertido el médico. No creo que vaya a venir nadie mientras te quedas solo; pero venga o no venga tú no bajes. Déjales que aporreen la puerta. Si gritan desde el corral, no hagas caso. En cuanto termine la colada estoy aquí. Si viene alguien te asomas por el ventanillo, pero no creo que nadie se lleve la ropa que he dejado puesta a secar.
– ¡Quién va a venir!. Anda y marcha tranquila.
La madre besa al hijo en la frente y baja luego loa desconchados escalones del sobradillo. Al llegar al corral extiende algunas sábanas sobre el tendedero y sale luego a la calle.
Con el pañuelo negro dejado caer hasta la altura de los ojos, toma el camino de la "calle Abajo", sorteando los montones de zahorra que se amontonan a uno y otro lado de las regolas que abren los hombres, y la sigue a buen paso para torcer luego a la derecha camino de la Colonia.
El niño vuelve a llorar, y Rosario entra en la choza, lo saca del serón de esparto y se pone a mecerlo. Luego sale con él en brazos y se sienta en un banquillo de madera de olivo delante del rectángulo de sombra. Un tren descendente silba en la cuesta abajo de los alcores. La mujer del guardagujas vuelve a desenganchar la cadena del paso a nivel del camino de ganado, y se queda luego inmóvil sobre uno de los postes de señalamiento con la banderola arrollada. El viento mueve la falda de percal de la mujer del guardagujas. En los barbechos amarillos el sol reverbera, y en la panorámica, ante los ojos de Rosario, se mueven estrellitas fugaces que suben y bajan y se desvanecen entre los almiares de las cortijadas y el terraplén férreo donde un hombre encorvado rebusca carboncilla que va echando en un saco.
El niño vuelve a llorar y Rosarito le canta muy bajo, convirtiendo la banqueta de madera de olivo en un balancín, la vieja canción de "Jazz" que tantas veces escuchara de labios de su madre, antes de que su madre tomara un día la carretera para no volver nunca:
La máquina férrea suelta en los bordes de las vaguadas chorros de vapor blanquecino que llaman la atención del hijo de Rosarito, la hija de Rosario la Mocha, y, milagrosamente, lo hace dejar de llorar.
Hasta la penumbra de la alcoba llega el clamor del trajín doméstico que sube de la cocina por el hueco del patinejo. Con el cigarrillo entre los labios fuma despacio. Lanza al aire rosquillas de humo. Las moscas patinan sobre el hule deshilachado de la mesa dispuesta a unos palmos de la cama. De poco sirve con ellas el "papel real" que cuelga de las vigas como una tripa seca, ni el azúcar rosada disuelta en agua dentro de un plato desconchado sobre la cómoda atiborrada de porcelanas, de estampas devotas, de iluminados retratos familiares; pero doña Mercedes, al mostrarle el cuarto, el más decente de la casa, hizo valer sus precauciones higiénicas:…"no hay una sola mosca porque, ya ve usted, les tengo puesta trampas por todas partes".
Se echó nada más llegar sobre la cama y entornó los ojos. Su camino hasta el final ha sido largo; pero ahora, mientras fuma, no piensa en nada. Se limita a arrojar, poniendo en ello sus cinco sentidos, rosquillas azules de humo. Hasta la muerte de su tía Natividad, que le mantuvo en usufructo el tercio de la herencia materna, no recibió en alud el dinero. Cuando la tía Natividad murió una tarde, inclinada sobre un reclinatorio de la iglesia de los dominicos, lo primero que hizo fue comprarse un automóvil, con el que había soñado toda la vida. Justificaba su adquisición en el "Círculo", delante del tapete verde de la mesa de juego: "Es lo primero que hubiera hecho cualquiera ¡qué carajo!. Un "Cadillac" debía haber sido y no un bote de nada… Os invito a todos a coñac".
Se incorpora de la cama nervioso para sentarse ante la mesa con los codos sobre el hule, suelta la corbata, remangadas las mangas de la camisa.
Al volante del automóvil rubricó mil veces la ciudad. Se asomó a París aquel verano, tímido, inseguro. Regresó antes de la tercera semana, y en el "Círculo" se pavoneó de haber dejado en buen lugar la tradición hispana de riña o amor según el sexo. Se aburrió. Le desilusionaron las nubes altas de septiembre sobre el Sena. Se maravilló de que ninguna mujer tuviera para nada en cuenta su aire de señorito. Volvió con veinte mil duros menos y se recortó el bigote a la inglesa. Juró haber cruzado el Canal y haberse hecho un par de trajes en Savile Street. "Cosas de Santiaguín", dijeron los amigos. Nadie le creyó, pero le admitieron otra ronda de whisky.
La inquietud le hace levantarse y dar un paseo a lo largo del cuarto para llegar luego al ventanal y acodarse sobre el alféizar, después de levantar la cortina grasienta que protege la alcoba de la calina del mediodía. De la calle llega el runrún del motor de gasoil del autobús de línea recién llegado, aparcado en la acera de enfrente de la fonda, de donde se apean ya los viajeros. Maldice su impaciencia que no supo esperar unas horas- durante las que no ha logrado nada – y piensa que pudo haber realizado el viaje sin prisa en el autobús, ahorrando el importe del taxi. Hasta que el último viajero no baja del ómnibus no abandona el ventanillo.
Si viviera su tía Natividad le hubiera conminado una vez más a cambiar de vida y recordado que era congregante de la Inmaculada, y enseñado, junto al cordón azul y blanco de la congregación, el retrato de primera comunión, vestido de marinero, cándidos los Ojos del madrugón y con la banda de moaré con las espigas cruzadas de la Eucaristía sobre el brazo izquierdo.
Se arrepiente de no haber sabido explotar con mejores resultados la generosidad de Mila. Siente miedo ante su aislamiento y abandona la silla donde ha vuelto a sentarse para dejarse caer otra vez sobre la cama. Dos chispas de candela abrasan la colcha desvaída de azul añil -que doña Mercedes estirara cuidadosamente al enseñarle el cuarto – y dibujan sobre ella dos grandes monedas vacías.
Infancia con regusto doliente de cobardía mimada de largos paseos al sol de mano de chacha almidonada. De los padres, ni el recuerdo. Adolescencia de billares y de novillos y, a fuerza de años, haber alcanzado la Universidad, para no sacar de ella sino dos campamentos de Milicia Universitaria – con rebaje de rancho y rosbif en la cantina -y las riendas ya sueltas de hombrecito, y el uniforme de oficial que a la tía Natividad le devolviera el recuerdo del novio subteniente que marchara a la guerra de África para no volver nunca.
Las moscas, sin hacer caso del "papel real", prosiguen sus pruebas de aterrizaje sobre el hule. De la cocina llega el olor penetrante del aceite hirviendo y la voz de un buhonero empeñado en hacerle a doña Mercedes el artículo ante un par de combinaciones de nylon. Doña Mercedes suelta la carcajada y corta el chalaneo: "¡Pero, hombre de Dios!, ¿por dónde quiere usted que yo me meta esto?. ¡Cuando no me sirva de tapaculo!”.
El quincallero se agarra a la posibilidad de cambiar las prendas por una noche de posada.
– Pero no se entera que no puede ser -prosigue doña Mercedes – que la única habitación que tenía libre me la ha ocupado un fulano que ha llegado esta mañana y que por la pinta es de los que, como los gitanos, sino la dan a la entrada la dan a la salida… porque se ha dejado caer sin equipaje, ni muestrario ni nada que se le parezca…
La sangre se le agolpa sobre los ribazos de los labios, bajo el reflejo azulado de la barba. Se levanta de la cama, abre la puerta del cuarto y sale al corredor. Con la mayoría de edad solicitó la herencia paterna: dos paquetes de acciones y una casa de vecindad. Alquiló un apartamento de soltero en el extrarradio. Más tarde, con el abandono de la carrera se vio obligado a hacer las prácticas reglamentarias de suboficial. La tía lloró como si hubiera sido degradado por alta traición en el Barranco del Lobo.
Doña Mercedes discute ahora la calidad de las prendas interiores entre risas. En el patio de la fonda el sol dibuja planos fotográficos sobre el haz de las hojas de aspidistras, sobre el vidriado de las macetas de geranios.
Al fondo del corredor, junto al retrete, bajo un almanaque con viñeta de caza, la caja barnizada del teléfono se eterniza sobre el testero encalado. Es más penetrante el olor de la cocina. El buhonero arruga la combinación de nylon y la aprieta en el hueco de la mano. Luego la estira y la hace un nudo y pide a doña Mercedes que tire con fuerza de uno de los extremos, a lo que doña Merceditas se niega entre risas: "No se trata de que yo quiera comprarla, buen hombre, ni dejarla de comprar, que si fuera mi talla ya le pagaría yo de buen grado lo que pidiera por ella. Tan bien sabe usted como yo, que para eso tiene ojos en la cara, que no me entra el juego ni por la cabeza. Ya querría yo, ya, poder quedarme con ella, que sería señal que tendría una cinturita y una pechera como ésa. No digo yo una noche de posada… la fonda entera era para usted, que ya ganaba yo con el cambio si por arte de bilibirloque y de golpe y porrazo perdiera cuarenta kilos que son los que me sobran."
Camina hasta el teléfono. Descuelga el auricular y hace girar la manivela de llamada. Doña Mercedes regresa ya al patio, después de haber acompañado al buhonero hasta la puerta, y mira hacia arriba, hacia la cristalera de la galería del primer piso, y, en viéndole llamar por teléfono se desprende de los zapatos y sube de puntillas las escaleras; pero baja de nuevo en oyéndole colgar el aparato sin haber hablado y caminar de nuevo por el corredor para volver a encerrarse en su cuarto.
No había logrado aún llegar a su apartamento la conquista prohibida, la aventura galante con una mujer casada como había imaginado en los sueños de su adolescencia. Tuvo como un acceso de romanticismo colegial cuando la conoció. Ella supo enseguida rodearse de misterio para espolear aún más su deseo. Le propuso el abandono del marido, el abandono de los hijos. Ella le hizo desistir argumentando poderosas razones de orden moral y accedió solamente a las entrevistas de los jueves y los sábados, al caer la tarde, entre dos luces, con zaguán húmedo y escalera crujiente, con prólogos de sofá y vermut con ginebra.