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Para inmenso alivio de Georgiana, de inmediato vieron que el vicario abandonaba el Pump Room; se dedicaron a seguirlo. Aunque esperaba una repetición de la agenda del día anterior, en esa ocasión el señor Hawkins se trasladó a una zona más residencial.
Fueron tras él hasta llegar a un vecindario más modesto que aquel en el que vivía, pero no poco elegante como para causarle alarma a ella. Se sentía a salvo con Ashdowne, y aunque él insistía en que dieran la vuelta, Georgiana no aceptó.
– Este es el tipo de lugar donde existen más probabilidades de que se delate -arguyó-. Puede que incluso haya quedado con algún tratante de objetos robados. ¡Es posible que lo sorprendamos con las manos en la masa!
– Eso es lo que temo -musitó Ashdowne, pero a regañadientes se quedo a su lado.
Aunque parecía considerar el renovado entusiasmo de ella con renuencia, no volvió a quejarse y Georgiana pudo concentrar toda su atención en el vicario.
Y estaba claro que el señor Hawkins tramaba algo. Cuando entró en un callejón y se detuvo en una puerta, ella estuvo a punto de juntar las manos con alborozo, pues daba la impresión de que al fin iba a actuar. Como si quisiera confirmar sus sospechas, el vicario miró a su alrededor con gesto furtivo antes de llamar, aunque no vio a Ashdowne o a Georgiana, ocultos detrás de la esquina de un edificio, desde donde se asomaban con intermitencia.
Cuando la puerta se abrió, Hawkins entró sin pérdida de tiempo. Georgiana cruzó la calle, ansiosa por inspeccionar el lugar. Por desgracia, el callejón no le reveló nada, de modo que se adentró en el jardín posterior del edificio, una zona mal conservada llena de basura. Allí había otra puerta flanqueada por dos ventanas. Le indicó a Ashdowne que se diera prisa mientras se subía a una piedra para asomarse al cristal. Gimió con frustración al ver una cocina diminuta y oscura.
Reacia a rendirse, bajó al suelo y, sin prestar atención a su falda, trepó por encima de las basuras hasta alcanzar la otra ventana. Pero se hallaba demasiado alta para que pudiera captar algo. Iba a indicarle a su ayudante que acercara algunas piedras caídas cuando unos sonidos procedentes del cuarto que intentaba ver llamaron su atención.
Eran sonidos muy raros. Desconcertada, se acercó más al edificio y escuchó. Al principio solo capto una especie de gemido bajo, acentuado por restallidos. Al quedarse quieta, esos últimos se volvieron más pronunciados y los gemidos parecieron manifestaciones de dolor. Alarmada, miró a Ashdowne.
– ¡Está matando a alguien ahí dentro! -susurró horrorizada. Entonces algo en los gritos le resultó familiar y reconoció la voz del señor Hawkins-. No -corrigió-. ¡Alguien lo está matando a él!
Se lanzó hacia la entrada posterior decidida a detener esa carnicería. No importaba que fuera un ladrón despreciable, no podía quedarse inmóvil mientras el señor Hawkins recibía su fin.
– ¡No! ¡Aguarda! -pidió Ashdowne en voz baja.
Pero Georgiana no estaba de humor para la cautela. La puerta se abrió con facilidad y entró en la tenue cocina, donde los olores rancios de comida se mezclaban con un aroma abrumador de perfume. Se detuvo un momento para recuperar el aliento cuando el grito de Hawkins desgarró el aire. Se lanzó hacia el umbral de un cuarto pequeño y deslucido y contempló la escena asombrada.
El buen vicario, tan estoico y superior durante sus breves conversaciones, estaba apoyado sobre una silla de terciopelo rojo, con el trasero desnudo sobresaliendo al aire. De pie había una mujer, enfundada en un atuendo extraño con un látigo en la mano. Era una escena tan increíble que Georgiana no realizó ningún movimiento más para ir en su ayuda; se preguntó por qué seguía sobre la silla si no estaba atado.
De hecho, parecía dar la bienvenida al castigo de la mujer. Vio que el látigo que blandía no era corriente, sino hecho de un material suave que no daba la impresión de causar daño alguno al trasero rígido del vicario. Este lo meneaba como si estuviera ansioso de recibir el tratamiento, a pesar de que aullaba y suplicaba misericordia.
Por su parte, a la mujer, que llevaba unas botas altas adornadas con unas borlas y una especie de chaqueta militar ceñida y poco más, se la veía más bien aburrida con el ejercicio. Tenía un látigo de verdad que restallaba sobre el suelo mientras entre bostezos empleaba el inocuo sustituto sobre Hawkins.
Toda la situación era tan desconcertante y al mismo tiempo tan absurda que Georgiana quedó paralizada entre un jadeo y una carcajada;
Muda, permaneció en su sitio hasta que sintió el calor de una mano en su cintura. Era Ashdowne, desde luego, pero los nervios de ella se hallaban estirados al límite y se sobresaltó, atrayendo la atención de la mujer poco vestida.
Se volvió hacia ellos con una expresión de irritación.
– Solo un cliente por vez -expuso. Enfadada, se concentró en el trasero del vicario-. Si es idea tuya ya puedes olvidarla. ¡Trabajo sola! Soy una artista y no quiero saber nada de tus orgías.
– ¿Qué? -Hawkins alzó la cabeza; indignado, se atragantó y se levantó los pantalones mientras intentaba levantarse-. ¿Qué hacen aquí? -gritó boquiabierto al mirar a Georgiana y Ashdowne. Miró a su compañera-. Si crees que puedes chantajearme, tengo noticias para ti, bruja. ¡No me sacarás ni un penique!
– ¡Aguarda un momento! ¡Yo no sé nada de esos dos! -alzó las manos que aún sostenían los látigos.
– Pido disculpas por la intrusión -manifestó Georgiana-. Pero investigo un hurto determinado y tengo motivos para creer que usted sabe algo.
– ¿Yo? -chilló la mujer-. No sé nada sobre un robo, señorita. Simplemente hago aquello por lo que me pagan, y si por casualidad pierden algo de cambio mientras tienen bajados los pantalones, no se me puede culpar por ello, ¿verdad?
– Tranquila, señora, ya que no deseamos hablar con usted, sino con su cliente -Ashdowne se adelantó, se acercó a la mujer y le susurró algo.
Georgiana sospechó que también le entregó algo de dinero, ya que al retroceder, la otra era toda sonrisas.
– Bueno, entonces los dejaré para que concluyan sus asuntos -se marchó sin expresar ninguna protesta más.
Hawkins estaba rojo.
– ¿Qué creen que están haciendo? -acusó, aunque le costaba mantener una postura digna mientras se sujetaba los pantalones.
– ¿fue así como perdió su anterior puesto? -preguntó Ashdowne con voz engañosamente suave. Se adelantó para alcanzar el látigo pequeño que había dejado la mujer, luego le lanzó una mirada despectiva a Hawkins-. ¿Por acercarse demasiado a sus feligresas?
– ¡No es verdad! ¡Fue culpa de lord Fallow! Yo solo consolaba y atendía a su esposa, en particular durante sus largas ausencias, cuando de pronto se ofendió y me expulsó sin motivo alguno -replicó Hawkins-. ¡Y lo que hago en privado no es asunto de nadie!
– Siempre y cuando no se ocupe de la esposa de otro hombre -espetó el marqués.
– Sea como fuere -interrumpió Georgiana-, aquí nos ocupa el collar de lady Culpepper. Si lo devuelve de inmediato, intentaremos convencerla de que no presente cargos contra usted.
Hawkins la miró boquiabierto y ella experimentó un mal presagio. O bien el hombre era un actor consumado o desconocía todo sobre el robo. Reacia a aceptar esa última conclusión, alzó la barbilla.
– Es evidente que le desagrada lady Culpepper…
– Odio a toda su clase -cortó Hawkins con un bufido-, a ese grupo de hipócritas que nos restriega su riqueza -miró a Ashdowne con ojos centelleantes-. ¡Pero yo no me apoderé de su collar! ¿Cómo podría hacerlo? Estuve en la fiesta en todo momento. Si quiere conocer mi opinión, seguro que el robo no existió. Probablemente la vieja bruja quiera cobrar el dinero del seguro mientras vende las piezas por separado.
Como investigadora imparcial, Georgiana debía considerar la posibilidad de que su acusación fuera cierta. Por suerte, mientras meditaba, su ayudante intervino.
– Quizá quiera contarnos dónde estaba exactamente en el momento del robo -sugirió Ashdowne.
– ¿Por qué yo, milord? -miró al marqués con manifiesto desprecio-. Había mucha gente allí. Cualquiera podría haber cometido el robo. Sin embargo, elige acosarme a mí. ¿Por qué? ¿Es una especie de venganza por los puntos de vista que me inspira la aristocracia o es otra de las artimañas de lord Fallow? -rígido de furia, el vicario por fin logró abrocharse los pantalones-. ¡Pues no puede culparme por esto! Me hallaba con una dama en el armario de la ropa de cama.
– ¿De verdad?
– ¡De verdad! Y para que no crea que miento, pregúnteselo a la mujer. ¡La señora Howard!
Georgiana lo observó sorprendida, ya que conocía a la dama en cuestión, y también al señor Howard, su esposo; sin embargo, Hawkins no mostraba rastro alguno de vergüenza por su conducta. No cabía duda de que se merecía ser azotado.
– Y ahora, si me disculpan -añadió-, ¡les agradecería que me dejaran en paz! -con la poca dignidad que le quedaba, el vicario atravesó el umbral con paso rígido, sin saber que llevaba la camisa suelta por detrás.
Georgiana apenas fue capaz de contener una risita. ¿Quién iba a pensar que el severo y pomposo vicario le iba a pagar a una mujer para que lo azotara? Realmente era demasiado absurdo.
Aunque intentó ejercer el control, al volverse para mirar a Ashdowne supo que no lo conseguiría, ya que también él parecía dominado por la risa. En cuanto se cerró la puerta detrás del vicario, los dos se apoyaron entre sí y cedieron a una sonora carcajada.
En cuanto murió la diversión, Georgiana hundió los hombros, dejó de sonreír y a Ashdowne le pareció que el sol se había puesto. La habría tomado en sus brazos para convencerla de que olvidara todo lo referente respecto a Hawkins y el collar robado, pero supo que ese no era el lugar apropiado.
Desde luego, un caballero jamás habría permitido que entrara en un vecindario como ese, y menos en un establecimiento semejante, pero Ashdowne jamás se había considerado un caballero. No sentía la más mínima vergüenza por lo que habían visto, que en realidad había sido poco. Lo consideraba un acontecimiento humorístico, igual que Georgiana.
Decidió llevarla a una cafetería donde la agasajó con los dulces más ricos que no había podido probar el día anterior. Al mismo tiempo, intentó animarla.
– No fue culpa tuya -dijo-. Tu razonamiento era lógico -lo cual era verdad, ya que el vicario había manifestado con claridad el odio que le inspiraba la clase alta. Si en opinión de Ashdowne no estaba capacitado para ejecutar el robo, eso no era fallo de ella. Quizá no comprendía la destreza, precisión y coordinación necesarios para ejecutar semejante proeza-. Además, ¿cómo ibas a saber que se hallaba metido en el armario de las sábanas? -murmuró.
– Sí -reconoció con tono abatido mientras hundía la cuchara en uno de los manjares. Se detuvo para mirarlo de reojo-. ¿Crees que mentía? ¿La señora Howard verificará su historia?
Aunque la mujer en cuestión podía mostrarse renuente a admitir la relación, a Ashdowne le pareció improbable que hubiera mentido.
– No creo que el vicario se lo hubiera inventado de no ser cierto -afirmó, lamentando decepcionarla aún más-. Hablaré con el señor Jeffries al respecto, pero sospecho que el señor Hawkins es un mal vicario, no un ladrón.
Pensó que al menos el hombre había sido culpable de algo, igual que Whalsey, aunque no creyó que eso animara a Georgiana. Guardó silencio y la observó mientras se llevaba la cuchara a la boca. La vio disfrutar tanto que se excitó con la expresión beatífica de su rostro.
Quería que estuviera así por él y no por un postre. “Aunque bien podría usarlo a mi favor”, pensó con un toque de perversión. Le encantaría extenderlo sobre sus blancos pechos y… tragó saliva mientras veía como lamía la cuchara. Mejor pensado, quizá pudiera aplicar la crema a porciones adecuadas de su propia anatomía para que Georgiana hiciera los honores con esa lengua hermosa y pequeña.
Parecía ser excepcionalmente buena en ello.
Respiró hondo y anheló ser el objeto de su deleite. Con una intensidad que lo alarmó, quiso sentir sus manos en su cuerpo, sus suaves curvas rodeándolo. Aunque soslayara las pocas reservas que aún le quedaban, el interés que despertaba en él podría causarles problemas a los dos, sin contar el maldito asunto del robo.
Cuando Georgiana sacó la lengua para atrapar un trozo errante de postre encima de sus labios, Ashdowne se puso a sudar. Se consideraba un hombre experimentado, bien versado en las complejidades de la seducción, pero había algo en su sensualidad inocente que lo desequilibraba. La erección que tenía era tan dolorosa que emitió un sonido bajo.
– Estoy de acuerdo -convino ella, apartando el plato vacío. Al mirarlo abrió mucho los ojos-. ¡Si no has tocado el tuyo! Toma, prueba un poco -insistió. Para consternación de él, alzó la cuchara, cortó un poco del postre y lo extendió hacia su boca.
Ashdowne no fue capaz de resistir. Con la sangre atronándole en los oídos, dejó que ella viera su deseo mientras chupaba la cuchara. A Georgiana le tembló la mano y él le asió la muñeca, acercando otra vez la cuchara a la boca. Entonces, de forma descarada, lamió cada gota del postre mientras veía cómo sus azules ojos se nublaban con una pasión que alimentó la suya propia.
Cuando la cuchara cayó con estrépito sobre la mesa ambos recobraron la conciencia del entorno. Ashdowne podría haberse maldecido por su desliz. ¿Y si los hubiera visto alguien? ¿En qué pensaba para comportarse de esa manera en un lugar público? Ya estaba rozando los límites del decoro al aparecer tan a menudo como acompañante de Georgiana.
– Yo creo que ha sido suficiente -musitó ella apartando la vista.
A pesar de lo que le indicaba cada parte sensata de su cuerpo, él no deseaba que se alejara. De hecho quería llevarla a Camden Place, echar a todos los criados y hacer el amor con ella en cada horrible mueble de la casa.
– ¿Qué vamos a hacer? -susurró Georgiana de un modo que hizo que Ashdowne contuviera el aliento-. Ahora el señor Jeffries se sentirá inclinado a quitar la fe que había depositado en mí.
Con un sobresalto, él se dio cuenta de que no era el ardor insatisfecho que crepitaba entre ellos lo que la molestaba, sino el maldito caso. Tuvo que contener una carcajada mientras su expresión volvía a mostrar un interés cortés.
– Siendo un hombre, no te haces idea de los obstáculos a los que siempre he tenido que enfrentarme -se quejó ella-. Tu género te garantiza un mínimo de respeto, sin importar lo descabelladas que sean tus ideas. El mismo Bertrand, que jamás logró sobresalir en su educación, es tomado con más seriedad que yo.
Aunque le costaba creer que alguien pudiera concederle mucho respeto a su lánguido hermano, hubo de reconocer que quizá tuviera razón en todos los demás puntos. Resultaba un comentario triste sobre la población masculina, aunque jamás había concedido mucha estima a sus congéneres.
– Con solo mirarme, todos menos los más perspicaces ven a una muñeca con la cabeza hueca a la que hay que admirar por su apariencia exterior, ¡algo sobre lo cual yo carezco de control! Ciertamente, mi así llamada belleza no ha sido una bendición, sino una maldición -gimió.
– Analizas tu aspecto bajo un prisma equivocado, Georgiana -dijo, sintiéndose un poco culpable-. Siempre te has opuesto a ella, cuando lo que tendrías que haber hecho era aprender a usarla a tu favor.
– ¿Cómo? -preguntó desconcertada.
– En manos de una modista superior, serías incomparable. Viste como le corresponde a los atributos que te dio Dios y preséntate al mundo. Y cuando este te observe, demuéstrale que también posees una mente. Permite que tu belleza te abra las puertas mientras tu ingenio te mantiene allí.
– ¿Qué puertas? ¡No hay nadie a quien impresionar salvo petimetres engreídos y ancianos con gota! -exclamó.
– No me refiero a Bath, sino a Londres -se animó con su propia sugerencia-. Allí podrías ser la reina de los salones más selectos, donde las discusiones no se ven limitadas a los últimos rumores, sino a la política, el arte y la literatura -sabía que su título, si no sus méritos pasados, le brindaría acceso a esos grupos, y sonrió ante la idea de que Georgiana los sacudiera con su presencia.
– Pero, ¿cómo diablos voy a ir a Londres? -inquirió-. Jamás podré convencer a mi padre de que vaya. Ya empieza a quejarse de Bath, pues anhela sus comodidades diarias. Es un hombre de hábitos hechos y no le gusta modificarlos, ni siquiera para mejorar.
Fue el turno de Ashdowne de poner expresión estúpida, ya que se dio cuenta de lo ridículo que debió sonar. Había hablado como si pudiera patrocinarla, cuando, desde luego, eso era imposible, porque no estaba emparentada con él de ninguna manera. Entonces se desinfló, como si todo su manifiesto entusiasmo se hubiera desvanecido, dejándolo vacío.
– Perdona -musitó, sintiéndose tonto. La situación que había descrito sería la ruina de Georgiana si apareciera acompañada solo por él, aunque no era capaz de imaginarla con otro-. ¿No tienes familia en Londres?
– No.
– ¿Nadie a quién puedas visitar o que te pueda acoger?
– Bueno, está mi tío abuelo, Silas Morcombe -reconoció tras pensar un rato.
– Quizá tu tío pueda idear algo para que vayas a visitarlo -sugirió con alivio.
– Quizá. Pero dudo que mi madre lo acepte, ya que considera que no guardaría el decoro correcto. Es un hombre soltero, y jamás le presta demasiada atención a nada salvo a sus últimos estudios. No creo que me acompañara a ningún salón, aunque dispusiera de tiempo -apoyó el mentón en la palma de la mano y suspiró-. No, sería mejor que me hiciera famosa, entonces otros vendrían a verme a mí, sin importar donde estuviera. Si pudiera solucionar este caso, entonces al fin ganaría el respeto que busco. No solo me sentiría reivindicada, sino que podría aprovechar todos mis conocimientos.
Mientras la observaba, los ojos de Georgiana adquirieron un brillo nebuloso y sonrió, provocándole anhelos en lugares inesperados y que no quería examinar. Se sintió arrastrado a la dulce locura que era ella, incapaz de escapar de su influjo.
– ¿Sabes? -prosiguió Georgiana-, mi mayor deseo siempre ha sido convertirme en una especie de consultora y que la gente de todo el país fuera a verme para plantearme sus misterios -murmuró.
De repente él se puso serio. Al principio los esfuerzos de Georgiana de solucionar el robo del collar de lady Culpepper lo habían divertido e incluso gustado, pero en ningún momento había imaginado que el deseo de ella iba más allá de la gratificación de apresar al culpable del hurto. Entonces comprendió la realidad de sus intentos: el logro de un sueño de toda la vida.
La culpabilidad que hasta entonces había logrado mantener a raya aterrizó sobre su espalda con todo su peso. Se dijo que la consecución del sueño no dependía del robo. Sabía que habría otros casos, aunque hubo de reconocer que ninguno tan famoso, en particular en la tranquila ciudad de Bath.
Pero, ¿qué pasaba con Londres? Quizá pudiera convencer a su tío o a alguna otra persona para que la invitara allí. Sabía que podía forzar a su cuñada para que patrocinara a Georgiana, pero no tenía mucha fe en el juicio de esa criatura insípida. Y la idea de Georgiana suelta, sin protección, entre los hombres de Londres era demasiado horrenda. Tampoco le agradaba confiar su seguridad a un tío abuelo soltero que no cuidaba del decoro.
De hecho, en la única persona que confiaba para cuidar de ella era en sí mismo, lo cual le provocó algunas ideas descabelladas. Intentó mantener un semblante normal.
Sin duda fracasó, porque Georgiana no tardó en notar su silencio y lo observó.
– ¡Oh, cielos, se te ve tan angustiado como a mí! Que desconsiderada he sido al no tener en cuenta tu propia decepción -le palmeó el brazo con simpatía.
Y como a él le resultaba imposible manifestar un pensamiento coherente, asintió, deseoso de irse a casa y aclarar el torbellino que daba vueltas en su cabeza. Sabía que necesitaba estar solo, ya que dudaba de su capacidad para pensar con claridad al mirar esos limpios ojos azules.