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Georgiana temblaba. Iba de un lado a otro de su habitación, sin poder concentrarse. Aunque se había cambiado los guantes varias veces desde que regresó a casa por la mañana, no dejaba de mirarse los dedos trémulos, como si ya no le pertenecieran a ella.
Eran de Ashdowne.
A pesar de que siempre había negado esas tonterías románticas, por dentro se sentía mareada, acalorada y ligera, todos los supuestos síntomas de una mujer que había sucumbido al tipo de agitación emocional a que era propenso su sexo.
Y no solo sus manos. A él le faltaba poco para robarle el corazón.
La absurda atracción que existía entre ellos únicamente podía conducirla a la ruina, por lo que debería ponerle fin.
Pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Continuó andando, sin saber qué paso dar a continuación. Un momento estaba decidida a no reunirse con él en el Pump Room, pero al siguiente la idea de prescindir de su compañía la desconsolaba. No lo necesitaba… salvo para seguir viviendo y respirando. Ashdowne empezaba a convertirla en una mujer, con todos los atributos más desagradables de su género; ilógica, emocional y romántica.
Sin embargo, no era capaz de quitarse la sensación de euforia que se había apoderado de ella. La verdad era que le encantaba estar con él. La escuchaba. La hacía reír. Tocaba su cuerpo como un violín perfectamente afinado. Frunció el ceño y se dejó caer en una silla y analizó lo mucho que, después de todo, le gustaba ser una mujer.
En ese momento la cara y la figura que hacía tiempo había rechazado parecían una bendición, un instrumento maravilloso de placer en manos del marqués. Y esa parte más femenina de ella, su corazón, la dominaba por encima del cerebro. Descubrió que a pesar de la formidable capacidad de su cabeza, la meditación no le sirvió de nada; con un suspiro de entrega, dejó que ese órgano errático la condujera al Pump Room para encontrarse con el hombre que se lo iba a robar.
No tuvo que buscarlo mucho rato. La noticia de su gran presencia en el edificio llegó a sus oídos en cuanto entró. Se abrió paso entre la gente, aunque a menudo se detuvo a escuchar conversaciones aisladas, como era su costumbre. Sin embargo, en esa ocasión no se sintió complacida con lo que oyó, pues todos hablaban de Ashdowne… y de su cuñada.
¿Su cuñada? No le había mencionado nada de su inminente llegada aquella mañana cuando jugaba con sus dedos. Entonces, ¿por qué había quedado con ella cuando estaba comprometido con su cuñada? Los rumores que le llegaron no ayudaron en nada a tranquilizarla. Una y otra vez oyó a las mujeres mayores decir la pareja tan estupenda que formaban Ashdowne y la viuda de su hermano.
Cuando los vio, su corazón recién descubierto latió consternado, ya que su cuñada era hermosa. Alta y esbelta, con un pelo negro sedoso recogido con elegancia y unos movimientos delicados y gráciles que hicieron que se sintiera como una mujer muy torpe. La súbita percepción de sus deficiencias solo ayudaron a incrementar su torpeza y tropezar con una silla, a punto de quitarle la peluca a su ocupante.
Mientras intentaba enderezar la peluca del caballero, vio que Ashdowne se inclinaba para susurrar algo que provocó una sonrisa tímida en los labios de la dama. La boca de Georgiana tembló peligrosamente al luchar contra el absurdo impulso de llorar. ¡Jamás lloraba!
Era evidente que esa mujer no perseguía su título y que no soltaba risitas tontas. Exhibía una conducta tan serena y refinada que Georgiana se sintió demasiado estridente, vulgar e incómoda en su cuerpo de mujer. Y esa dama no solo parecía poseer todo lo que a ella le faltaba, ¡además era pariente de Ashdowne! Tenía un pasado en común que ella no podía reclamar, un vínculo familiar que nunca podría cortarse.
Por ello, en vez de avanzar hacia el marqués y su adorable cuñada, se desvió para marcharse del salón. No quería verlos, permitir que Ashdowne observara a la criatura horrenda y retorcida en que se había convertido, o extender un saludo cordial a la esposa de su hermano cuando la mujer solo le inspiraba antipatía.
Enderezó los hombros y partió en busca del señor Jeffries. Ya era hora de dejar que su corazón la guiara y centrar su atención donde debía, es decir, en el caso. Para deshacerse de todas esas debilidades lo que necesitaba era un buen misterio, y el detective de Bow Street quizá dispusiera de nueva información. Si unían sus cerebros, ¡sin duda que podrían resolver el caso sin la ayuda de su ayudante!
Al fin y al cabo, después de enviar una nota a los apartamentos del señor Jeffries pensó que había iniciado la investigación sin Ashdowne. ¡Ni siquiera había querido aceptarlo, ya que era uno de sus sospechosos! Eso le recordó que, al quedar descartados Whalsey y el vicario, el único nombre que permanecía en su lista original era el del marqués.
La idea le resultaba un poco inquietante. Pero, desde luego, la noción de que él fuera el ladrón resultaba demasiado ridícula, por lo que sencillamente debía comenzar otra vez, desde cero. A pesar de lo mucho que odiaba reconocerlo, se hallaba sin pistas.
No tuvo que esperar mucho, ya que el detective de Bow Street respondió en persona a su petición, y Georgiana, que aguardaba en el exterior del Pump Room, se sintió animada al ver al desarreglado investigador. Lo saludó con gesto feliz y él le respondió con un movimiento de la cabeza y ojos curiosos.
– ¿Quería verme, señorita? -preguntó.
– Sí. Me temo que tengo noticias desalentadoras.
– ¿Oh? -Jeffries se mostró sorprendido.
– Sí -corroboró con un suspiro-. Me parece que el señor Hawkins es inocente… del robo quiero decir -se apresuró a corregir. Al vicario, con sus extrañas inclinaciones, bajo ningún concepto se le podía considerar puro en ningún otro sentido.
– Creo, señorita, que probablemente esté en lo cierto en eso -se frotó el mentón pensativo-. Envié a alguien a investigar en el último sitio donde ejerció, y no me parece que descubra más que un poco de… indiscreción -añadió con un carraspeo. Ella asintió desanimada.
– Bueno, él afirma que estuvo en el armario de la ropa de cama con la señora Howard durante el hurto, y tal vez usted quiera verificarlo.
Jeffries la miró con una mezcla de asombro y renuente admiración.
– Lo haré, señorita. Y me cercioraré de que alguien lo vigile, aunque con sinceridad no creo que él tenga el collar. Es raro, de acuerdo, pero no el tipo capaz de planificar un robo tan osado.
– Está demasiado ocupado. Entre sus servicios con feligreses en potencia y sus otras… actividades, ¡no veo cómo podría disponer de tiempo!
– Señorita, usted ha encontrado a algunos sujetos culpables -rió Jeffries-, aunque no los adecuados.
– Pero, si no es el vicario, ¿quién ha sido? -frunció el ceño.
– No lo sé -el investigador meneó la cabeza-. No me importa reconocer que me encuentro desconcertado. He hablado con todos los criados y ninguno parece saber nada. Afirman que el que vigilaba ante la puerta en ningún momento abandonó su puesto o se quedó dormido. Y aunque dispongo de una lista de todos los invitados, la mayoría tiene coartada, salvo algunos que jamás podrían haberlo hecho.
– A menos que viniera alguien que no estaba invitado -musitó ella en voz alta.
– Y que nadie vio -Jeffries asintió y volvió a frotarse la barbilla-. El cuarto cerrado representa un acertijo, ¿verdad? Casi me recuerda a… -calló y sacudió la cabeza-. No. Ha pasado mucho tiempo y Bath está demasiado lejos.
Georgiana estuvo a punto de preguntarle de qué hablaba cuando vio al señor Savonierre entrar en una de las residencias más elegantes del Royal Crescent, la zona más exclusiva de Bath. Tembló, a pesar del calor del día, al ver al caballero enfundado todo de negro. Al recordar la conversación mantenida el día anterior en el Pump Room, se volvió hacia Jeffries.
– Creo que el señor Savonierre empieza a impacientarse -comentó-. Ashdowne me ha dicho que es muy poderoso. No hará que lamente haber aceptado el caso, ¿verdad? -aunque llevaba una vida protegida, Georgiana sabía que los ricos a menudo abusaban de su autoridad con pocas contemplaciones a los demás.
– Su aspecto oscuro y su lengua cáustica ya hacen que empiece a lamentarlo -sonrió con gesto sombrío-, pero no creo que me reprenda por intentar cumplir con mi trabajo. Es un hombre peculiar, pero creo que es justo.
Georgiana contempló la casa en la que había entrado, un lugar elegante que, según había oído, le servía de residencia.
– Si está tan entregado a lady Culpepper, me sorprende que no se quede con ella.
– Oh, creo que al principio lo hizo, pero después del hurto, alquiló su propia casa aquí -con la cabeza indicó la fachada de piedra.
Georgiana parpadeó, insegura durante un momento de haber oído correctamente a Jeffries.
– Pero ayer dijo que había venido de inmediato después de enterarse del robo. Pensé que había arribado después, trayéndolo a usted con él.
– Oh, no, señorita -Jeffries meneó la cabeza-. Aquella noche se hallaba aquí. Eso confirman los criados, ya que cerró la habitación después del robo y se ocupó de la situación.
– ¡Pero yo no lo vi! En ningún momento apareció por el salón, de eso estoy segura. Me pregunté cómo se había enterado tan pronto del robo. Si estaba allí, ¿por qué no se presentó? ¿Y por qué ha hecho saber por la ciudad que no había llegado hasta después del acto?
– ¡Oh, no, señorita! -la miró alarmado, percibiendo la dirección que seguían sus pensamientos-. ¡No pensará acusar a uno de los hombres más ricos y poderosos del país de hurto común!
– ¿Y por qué no? -preguntó excitada-. Me resulta muy curioso que el señor Savonierre se mantuviera tan discreto antes del robo.
– Siempre se mantiene discreto -bufó Jeffries-. Dicen que le basta susurrar para que el gobierno cumpla su voluntad, que el miso Prinny…
Georgiana descartó sus protestas, ya que apenas eran pertinentes para el caso. Mucho más interesante le resultaba darse cuenta de que sin importar cuál fuera su relación con lady Culpepper, Savonierre estaba tan fuera de lugar en Bath como Ashdowne. Con una profunda sensación de alivio, comprendió que este ya no era el único sospechoso de su lista. Después de todo, Savonierre era un villano perfecto: sombrío, misterioso y poco agradable.
Por desgracia, aún tenía que convencer a Jeffries.
– ¿Para qué quiere el collar un hombre como él? ¡Tiene más dinero que el mismo príncipe! Probablemente podría comprar cien esmeraldas del tamaño de su cartera, y su fortuna no se resentiría de la adquisición -señaló el investigador.
Georgiana contempló pensativa el elegante hogar del señor Savonierre, incapaz de darle forma a la sensación que la perturbaba. Aunque no hacía caso de su intuición femenina, sabía que ese hombre había estado en el lugar adecuado en el momento adecuado en unas circunstancias muy extrañas. Y era el tipo de persona que consideraría un acto criminal como un juego que solo él podía ganar, mientras se reía de los patéticos esfuerzos de identificarlo.
– ¿Y para qué contratarme? -interrumpió Jeffries-. ¿Para que lo capture?
– El camuflaje perfecto -murmuró Georgiana-. Quizá le divierta ver cómo damos pasos de ciego en busca de la verdad mientras él permanece fuera de alcance, alguien de quien jamás sospecharíamos.
– Pero, ¿por qué? -insistió Jeffries.
– No lo sé -respondió ella con sinceridad-. Sin embargo, algo me dice que en este robo hay algo más que el simple dinero.
Jeffries se mantuvo escéptico y con rotundidad la advirtió que no se acercara a Savonierre.
– Nadie jamás va contra él, señorita. Es peligroso.
– ¡No lo dudo! -replicó, pero ya había tomado una decisión. Pensaba demostrarle al señor Jeffries y a todo el mundo lo peligroso, y culpable, que era el señor Savonierre. Se despidió del detective, que aún meneaba la cabeza.
Aunque se negaba a dejarse intimidar por la reputación de su nuevo sospechoso, sabía que no estaba cortado por el mismo patrón que Whalsey y Hawkins. Era demasiado inteligente para reconocer algo, y tampoco era un hombre al que pudiera seguir con facilidad sin ser detectada.
De pronto sintió un aguijonazo por la ausencia de su ayudante, pero se dijo que le iría mejor sola, en particular por la enemistad existente entre Ashdowne y Savonierre. Elegantes y mortíferos, le recordaron a dos felinos de la selva.
Sobresaltada, se detuvo en medio de la acera, ajena a los demás transeúntes.
– ¡El gato! ¡Desde luego! -musitó. En todo momento había sentido que una pieza faltaba en el caso, una conexión que siempre se le escapaba. Y en ese instante la recordó con intensa claridad. El robo a lady Culpepper le recordaba a otro, no en Bath, sino en Londres.
Ávida seguidora de los casos de los detectives de Bow Street y de los investigadores profesionales, Georgiana leía todo lo que podía sobre los crímenes que asolaban la ciudad y los hombres que los solucionaban. Y uno de los ladrones más famosos de los últimos años había sido El Gato.
Por supuesto, nadie conocía su verdadera identidad, ya que jamás lo habían atrapado. Sencillamente lo habían apodado El Gato por su habilidad para entrar y salir de los hogares de sus víctimas con extrema facilidad, desapareciendo sin dejar rastro a través de puertas cerradas y… ¡ventanas abiertas! El robo en apariencia imposible en la casa de lady Culpepper era el tipo de acto que otrora se le habría atribuido a aquel intrépido delincuente.
¡Y el joyero abierto También eso era típico de El Gato. Uno de los motivos de su popularidad en los diarios era su extraña tendencia a ser selectivo. Por lo general nunca se llevaba más de una joya, aunque una muy cara, y a menudo había dejado el joyero abierto con todo su contenido a la vista, como si quisiera provocar a las autoridades… o a sus víctimas.
Solo se ensañaba con los muy ricos y nunca se llevaba demasiado. Esa aparente falta de codicia, junto con su sigilo y atrevimiento, había atrapado la imaginación de los londinenses. Se especulaba con que pertenecía a la elite, de lo contrario, ¿de qué otro modo habría obtenido acceso a muchas residencias y bailes exclusivos?
Georgiana había leído con interés los diversos casos, convencida de que si dispusiera de entrada a esos círculos sociales podría encontrar al culpable. Pero su único contacto con eso eran los periódicos que le había enviado su tío, a menudo con semanas de retraso. Jamás había ido a Londres, nunca había estado entre la nobleza y El Gato no había sido apresado.
Intentó recordar el momento exacto en que las noticias habían menguado, pero sin duda el último robo se había cometido hacía más de un año. Habían transcurrido meses sin un caso que pudiera atribuirse a El Gato, y al final el interés del público se centró en otra cosa. Los periódicos especularon con que lo habían atrapado por otro delito y ejecutado sin publicidad, o quizá lo había matado un componente del mundo del hampa.
Georgiana pensó que quizá lo único que había hecho era cambiar de lugar de acción. Sabía que más allá del entorno inmediato de Londres, el campo se hallaba en las dudosas manos de los alguaciles y magistrados locales, muchos de los cuales no estaban preparados para sus puestos. Algunos eran deshonestos, otros sencillamente carecían de conocimientos y a casi todos les faltaba dinero y personal. Y entre las diversas autoridades existía muy poca comunicación.
¿Habría pasado El Gato el último año en un ambiente rural, robando invaluables joyas aquí y allá de los lujosos hogares de la aristocracia? En ese caso, sería un asunto local a menos que alguien llamara a Bow Street, algo muy raro. Y los periodistas de la ciudad, la principal fuente de información de Georgiana, tampoco estarían al corriente.
Se apoyó en una pared baja y analizó las pruebas de las que disponía. Aunque sospechaba que la prensa había exagerado algunas de las fechorías de El Gato, sabía que debía ser extremadamente ágil y mucho más inteligente de lo que ella misma había calculado. Cualidades que parecían encajar con el señor Savonierre.
¡Disfrutaría de la compañía más elegante y selecta, un hombre rico por derecho propio, de quien nadie sospecharía que fuera capaz de actos tan nefastos! ¿Por qué lo haría? Llegó a la conclusión de que disfrutaba con el peligro y en secreto despreciaba a sus conocidos nobles. ¿Qué mejor modo de manifestar dicho desprecio sin cortar los lazos con ellos?
Se irguió y supo que había dado con el culpable de verdad. Pero, ¿cómo iba a demostrarlo? Comprendió que debía situar a Savonierre en la escena no solo de ese hurto, sino también de los otros. Y para ello necesitaba descubrir sus movimientos de un año atrás, en particular durante el apogeo de las infamias de El Gato.
Sin embargo, no quería que ese caballero intimidador descubriera su interés. Necesitaba rastrear sus movimientos sin que lo supiera, y el sitio por el que empezar eran los periódicos donde por primera vez se había enterado de la existencia de El Gato.
Con sonrisa de triunfo, se dirigió a toda velocidad a su casa, ya que sabía de dónde obtenerlos.
Necesitó sus dotes de persuasión, pero al final logró conseguir permiso de sus padres para ir a visitar a su tío abuelo. Sospechó que la desaprobación que sentía su madre por Silas Morcombe se vio superada por la ansiedad que tenía de separar a su hija mayor de un cierto marqués, lo cual era perfecto para Georgiana. Solo tuvo que sobornar a Bertrand para que la acompañara, lo cual logró entregándole dinero, que consideró bien empleado en la resolución del caso.
Alquilaron un coche, y aunque Georgiana pasó el resto del día dentro del habitáculo pequeño, el viaje pasó más deprisa que el realizado desde su casa de campo a Bath; esa misma noche los viajeros fueron recibidos con mucho entusiasmo por Silas.
No fue hasta después de la tardía cena, con Bertrand dando cabezadas en un sillón, al estilo de su padre, cuando Georgiana al fin pudo confiarle a su tío abuelo la naturaleza de su visita.
– Necesito repasar tus periódicos -indicó mientras él se movía por el acogedor salón lleno de libros y papeles de todo tipo buscando sus gafas-. Las tienes en la cabeza, tío -señaló Georgiana.
– Ah, sí, desde luego -se las puso sobre los ojos y se dejó caer en un sillón gastado pero cómodo y mullido-. ¿Por dónde íbamos?
– Tus periódicos -le recordó.
– Ah, desde luego, desde luego -sonrió-. Bueno, están en el desván, años de ejemplares del Morning Post, el Times y la Gazette, aunque será mejor que esperes hasta la mañana para examinarlos. ¿Buscas algo en particular? -preguntó con mirada astuta.
– Sí. Trabajo en un caso nuevo.
– Eso pensaba.
– Puede que incluso apareciera mencionado en los periódicos. El famoso collar de esmeraldas de lady Culpepper fue robado, ¡y yo estaba presente! Por supuesto, se trata de mi investigación más importante. Cuento con ella para garantizar mi éxito.
Morcombe frunció el ceño y repitió el nombre de la víctima.
– Culpepper, Culpepper. Ah, sí, he oído hablar de ella -aunque no se movía en los círculos más elevados, Silas siempre sabía algo de todo el mundo-. Su problema es el juego, pequeña, algo que ya ha sucedido con gente mejor que lady Culpepper -indicó.
– ¡Oh! ¿Quieres decir que ha estado perdiendo su fortuna en las mesas? -preguntó sorprendida. Recordó la acusación del vicario de que las esmeraldas jamás fueron robadas, sino desmontadas y vendidas por su propietaria. Aunque había descartado la posibilidad, parecía regresar como un penique falso.
– No creo que corra peligro de ir a la cárcel por sus deudas, pero es una jugadora empedernida y han corrido rumores de la peor clase al respecto -explicó Silas.
– ¿Te refieres a que… hace trampas? -inquirió espantada. Su tío rió entre dientes ante su expresión de horror.
– Ciertamente no puedo garantizar su veracidad, pero es lo que ha llegado a mis oídos. Y es un hecho que gana grandes cantidades de dinero con frecuencia, en particular de mujeres inexpertas que jamás podrían reconocer si ha manipulado las cartas.
– ¡Oh! ¡Pero eso es una vergüenza! -se preguntó si la información podía afectar al caso. Al parecer lady Culpepper carecía de escrúpulos, al menos en el juego. ¿Llegaría tan lejos como para robar su propio collar? ¿Qué papel desempeñaría Savonierre en el asunto? ¿Y El Gato?
– Quizá una de las jóvenes damas decidió vengarse robándole el collar -sugirió Silas.
– Quizá -reconoció con renuencia. Aunque no podía imaginar a ninguna mujer de la nobleza perpetrando ese hurto osado, en particular alguien que era incapaz de reconocer cuando su oponente hacía trampas-. No cabe duda de que el caso empieza a resultar mucho más complicado de lo que en un principio pensé -musitó con pesar.
– Un reto mayor par ti, querida -Silas sonrió y alargó la mano hacia su pipa.
– Si -convino.
Hacía tiempo que deseaba una prueba para su intelecto, y al fin la había encontrado, aunque tal vez habría deseado un contrincante distinto del peligroso Savonierre. De algún modo, había experimentado una afinidad y admiración por el ladrón que no había podido trasladar bien a ninguno de sus sospechosos.
Resultaba un poco decepcionante, pero no había muchas elecciones cuando se trataba con criminales. Sabía que debía centrarse en las posibles recompensas de sus esfuerzos. Durante el largo trayecto en coche, había estado imaginando, siempre que no la distraían los pensamientos del marqués, su éxito, en particular si lograba desenmascarar a El Gato.
Al día siguiente repasaría los periódicos y acopiaría más información. Y si esta conducía a la identidad del famoso ladrón, mejor. De momento, sin embargo, comenzaba a sentir los efectos de un día largo al tiempo que distintos fragmentos remolineaban en su cabeza.
– Todo es muy curios -murmuró-. Muy curioso, en verdad.