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A pesar de su nuevo entorno, descubrió que le costaba desterrar a Ashdowne de la cabeza. Ni siquiera dormida podía escapar de él, ya que pasó la noche soñando con el marqués… visiones encendidas y de anhelo, entremezcladas con extrañas pesadillas en las que tanto él como Savonierre se convertía en bestias.
Después de abandonar toda intención de descansar, subió al desván, sonde pasó un día fructífero repasando los viejos montones de periódicos. No le costó encontrar menciones de Savonierre, ya que era un favorito de las columnas de sociedad.
“El señor Savonierre celebró una fiesta elegante anoche”, leyó en voz alta. Tomó nota de la fecha y pasó por alto los detalles de la comida que se sirvió y de las diversas personalidades que asistieron. Luego recogió el siguiente diario.
“El rico y famoso señor S fue visto escoltando a la casada lady B anoche en la ópera”, informaba otra historia sin mencionar abiertamente sus nombres. La mayoría de los artículos no se ocupaba de la supuesta influencia que tenía Savonierre en los círculos del gobierno, sino de su afición a ir con atractivas acompañantes. Georgiana frunció el ceño con desaprobación.
Pero Savonierre no era el único en aparecer en los diarios. “El hermano menor del marqués de A sigue dejando huella en la ciudad. Anoche fue visto nada menos que en cuatro fiestas”, exponía una narración. Y aunque se dijo que no le importaba, Georgiana sintió un nudo en el estómago.
“Johnathon Everett Saxton, hermano menor del marqués de Ashdowne, fue visto en la gala de lord Graham, rodeado de damas. Su ingenio y encanto son bien conocidos como para convertirlo en uno de los centros de atracción”, leyó. A pesar de que intentó soslayar la frecuente mención de Ashdowne cuando era el hermano menor del marqués, su nombre no dejaba de aparecer en las páginas, llamando su atención como con vida propia. Por desgracia, parecía que tanto Savonierre como él tenían agendas similares, lo cual no resultaba extraño, considerando que ambos pertenecían a los círculos más selectos.
De no conocerlo mejor, habría pensado que él era El Gato. Rió incómoda.
Mientras tanto, hizo una lista de los lugares a los que iba Savonierre, para poder rastrear con mayor facilidad su presencia, y otra con los lugares donde había atacado El Gato. Le interesó comprobar que el ladrón jamás había robado nada de Savonierre, lo cual confirmó sus sospechas.
En un principio, había pensado estudiar los periódicos de los años en los que la infamia del Gato estaba en su apogeo, pero una vez empezada, la tarea mantuvo su atención tres días. En las ediciones más recientes, buscó cualquier mención de un delito fuera de la ciudad que empleara métodos parecidos a los de El Gato, pero sin encontrar nada en absoluto. Era como si el maestro ladrón hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
Por desgracia, su concentración era rota a menudo por un aburrido Bertrand que exigía que regresaran a Bath, pero se negó a prestarle atención. Sin embargo, su hermano debió reclutar la ayuda de su tío abuelo, porque al tercer día de su reclusión en el desván el caballero mayor le llevó una bandeja con el almuerzo. Apartó una pila de diarios y se sentó de cara a ella, obligándola a dejar su trabajo.
– ¿Estás encontrando lo que buscabas? -inquirió Silas, quitándose las gafas para limpiar los cristales con el extremo de su chaqueta.
– Sí. Tengo listas y mapas, y en un examen superficial da la impresión de que mis sospechas eran correctas. No puedo recalcarte la ayuda que me ha prestado poder inspeccionar tu colección de periódicos -añadió con auténtico agradecimiento.
– Me alegro de que haya sido de utilidad para alguien -sonrió mientras se volvía a poner las gafas. Los ojos que había detrás la estudiaron con inteligencia, haciendo que Georgiana se sintiera un poco incómoda, como una estudiante errática que había decepcionado a su maestro. Al final, como si hubiera visto todo lo que debía, Silas se apoyó en los frisos de madera que había a su espalda y observó el desván atestado-. Bertrand se impacienta -manifestó.
– Lo sé. ¡Como si no me enterara de cada vez que sube aquí para aporrear la puerta! -se quejó-. Aunque solo quería inspeccionar los diarios viejos, he estado buscando algunas referencias sobre el paradero del ladrón en los últimos meses, lo cual me lleva más tiempo, por supuesto.
– ¿Sí? -preguntó su tío-. Si investigas tu caso, eres bienvenida a quedarte el tiempo que desees, querida. Pero si solo te estás enterrando en mi desván, ocultándote de otras cosas que cuesta más examinar…
– ¿Qué te ha estado contando Bertrand? -demandó Georgiana, ruborizándose. De algún modo la urgencia que la había presionado para resolver el caso ya no le impulsaba con tanta intensidad, y su propósito otrora claro se veía mezclado con pensamientos del hombre que había empezado a restarle importancia a la investigación.
– Mencionó a un cierto marqués.
– ¡MI ayudante! -protestó ella-. Ashdowne es mi ayudante, nada más -apartó la vista de la mirada penetrante de su tío, recogió un periódico y, sin ver, clavó los ojos en él.
– Muy bien, entonces. Pero, ¿quieres aceptar el consejo de un anciano?
– Desde luego -se sintió culpable después de todo lo que su tío abuelo había hecho por ella.
– Bien -esbozó una sonrisa gentil-. No cometas el mismo error que yo y te sumerjas tanto en tus estudios y proyectos para olvidar a las personas -cuando ella lo miró desconcertada, rió con suavidad-. He tenido una buena vida y la he disfrutado, pero tu abuelo realizó la mejor elección. Tuvo a Lucinda y a tu madre y a los nietos… -calló y puso una expresión melancólica que sorprendió a Georgiana.
– ¡Pero todos son tan tontos! -protestó ella.
– Ah, pero la familia es la familia, sin importar lo tonta que sea, y una fuente de gozo para un viejo. Si entierras la nariz en los libros, periódicos o casos, te perderás mucho de la vida -advirtió-. Eres una joven hermosa, Georgiana, y no querría que terminaras como yo, sola -se puso de pie y se dirigió a la puerta-. Por ahora te dejaré con tu investigación.
Aturdida, Georgiana miró en su dirección. Jamás había creído que Silas envidiara a su abuelo, en especial ya que siempre se había quejado de la presencia de los niños por doquier durante las visitas que le hacían. Movió la cabeza.
De una forma sinuosa, ese pensamiento condujo a Ashdowne y se sintió un poco culpable por no haber sido del todo sincera con su tío. Era más que su ayudante, pero, ¿qué? Esa era la pregunta que había estado tratando de evitar, y como si sus pensamientos hubieran invocado su nombre, clavó la vista en la página que tenía delante, donde el marqués era mencionado.
Una tal lady C, bien conocida por su presencia en los salones de cartas, le ganó una asombrosa cantidad de dinero a la marquesa de Ashdowne durante la fiesta que anoche celebró lady Somerset. Se supone que su cuñado se ha comprometido a pagar la deuda, mientras la joven ha abandonado la ciudad con la lección aprendida.
– ¡Tío! ¡Escucha esto! -llamó, leyéndole el artículo en voz alta mientras él estaba en la puerta.
– Hmm. Parece que tu ayudante conoce la reputación dudosa de lady Culpepper.
– Qué raro. Jamás mencionó nada al respecto -musitó Georgiana.
Tampoco le había mencionado a su cuñada. ¿Le molestaría a Ashdowne pagar una deuda que él no había contraído, en especial cuando se rumoreaba que la dama en cuestión hacía trampas con las cartas? Sin embargo, esas pérdidas no eran poco frecuentes, y quizá el marqués no notaría siquiera una cantidad “asombrosa”.
Luchó contra una sensación inquietante, como si hubiera muchas más cosas que resolver entre Ashdowne y ella de las que había llegado a considerar, y de pronto tuvo la necesidad de oír sus comentarios. En vez de solucionar el caso a su satisfacción, los días de estudio la dejaron con una sensación de asuntos inconclusos. Pero era evidente que permanecer entre los periódicos no la acercaría a la conclusión de la investigación. Ya era hora de dejar de esconderse.
– ¡Espérame, tío! Voy -dijo por encima del hombro mientras recogía las listas y los mapas. Necesitaría todas las pruebas para convencer al señor Jeffries de que Savonierre no solo era el ladrón, sino El Gato en persona. Se aferró a la teoría con una ferocidad alimentada por la desesperación. Tenía que ser Savonierre.
Cualquiera menos Ashdowne.
Atenta a las advertencias de su tío, Georgiana saludó a su familia con un nuevo entusiasmo, a pesar de que las risitas de sus hermanas la crisparon y apenas pudo soportar las burlas bienintencionadas de su padre. Según él, un determinado marqués se había quedado desconcertado por su partida, presentándose en más de una ocasión en la casa. Al oír la noticia se sintió desgarrada entre el júbilo y la incredulidad, ya que si Ashdowne se hallaba ocupado con su cuñada, ¿por qué iba a notar su ausencia?
Pero la había notado, ya que al poco tiempo de regresar se presentó para invitarla a dar un paseo. Aunque por fuera se lo veía tan elegante y sereno como siempre, Ashdowne no era el mismo, ya que Georgiana percibía que algo bullía bajo la superficie de su expresión educada, una tensión que nunca antes había sentido en él. ¿Habría descubierto una pista importante? ¿O quería despedirse antes de volver a la mansión con su cuñada?
Cuando al fin lograron escapar de sus hermanas con la ayuda evidente de su padre, Georgiana no supo si quería estar a solas con su ayudante.
Durante largo rato caminaron en silencio, por lo que ella se preguntó para que la había invitado. Intentaba serenar los pensamientos para decir algo, cualquier cosa, cuando al fin él dijo:
– Podrías haberme comentado que te ibas de Bath -la voz áspera hizo que sus palabras sonaran como una acusación, sorprendiéndola.
– Quería realizar algunas investigaciones en la casa de mi tío abuelo -explicó.
– ¿Ese en quien no se puede confiar para que te escolte por Londres?
– Bueno, sí, pero ni siquiera salimos de la casa. Dediqué todo mi tiempo a repasar periódicos viejos.
– ¿periódicos viejos? -mostró escepticismo, lo que obligó a que ella se detuviera y le mirara a la cara.
– Sí, periódicos viejos. ¿Qué diablos te sucede?
– Supuse que podría dar por hecho que me notificarías tus movimientos. Según recuerdo, hace tres días debíamos encontrarnos en el Pump Room, pero no apareciste. ¿Has llegado a pensar que podría estar preocupado por ti?
Se ruborizó al recordar su cobardía cuando lo vio con su hermosa pariente.
– Bueno, yo… en realidad no se me ocurrió que lo pudieras notar -musitó.
– No pensaste que lo notaría -repitió con calma mortal, al tiempo que enarcaba las cejas. Georgiana tuvo la creciente sospecha de que estaba enfadado, quizá incluso furioso.
– Te pido disculpas. Debería haberte dicho que me marchaba, pero la idea se me ocurrió de repente -lo cual era verdad-. ¡He tenido la revelación más asombrosa sobre el caso!
– ¡El caso!
Aunque no habría considerado que fuera posible, la expresión de Ashdowne se tornó más ominosa.
– Vaya, sí. Es magnífico, y supongo que tendría que habértelo notificado de inmediato, ya que eres mi ayudante…
– Tu ayudante -repitió con un brillo de virulencia tan inusitado en los ojos, que Georgiana no fue capaz de entender.
– Sí -convino, no preparada para la emoción descarnada que parecía emanar de él. Acostumbrada a tratar con hechos y lógica, hacía poco había empezado a comprender sus propios sentimientos y le costaba justificar la súbita ferocidad de Ashdowne.
– Bueno, quizá yo quiera ser algo más que tu maldito ayudante. Para variar, quizá me gustaría ser un hombre. Tal vez… -giró y alzó las manos-. Oh, demonios. Ni siquiera sé lo que quiero. ¡Desde que te conozco apenas soy capaz de pensar con claridad!
– ¿No quieres ser mi ayudante?
La miró como si tuviera dos cabezas, y luego, como era costumbre en él, soltó una carcajada.
– Georgiana, no sé si estrangularte o arrastrarte a la cama, pero te he echado de menos.
A ella se le caldeó el corazón al oír sus palabras, junto con otras partes del cuerpo que prestaron atención a su amenaza de arrastrarla a la cama. Ashdowne se acercó y Georgiana lo miró con cautela, sin olvidar que se hallaban en la calle.
– Oh, Ashdowne, no deberías decir esas cosas -murmuró.
– ¿Por qué no? -le tomó los dedos y los depositó en su brazo, poniéndose a caminar otra vez.
– Porque no puedo pensar cuando las dices -“y porque me hacen desear cosas que no puedo tener”, añadió mentalmente.
– ¿Y yo sí? -enarcó una ceja.
– Claro que sí. No he hecho ni dicho nada para perturbarte -protestó desconcertada.
– No es necesario. Lo único que tienes que hacer es respirar -frunció el ceño como si considerara algo desagradable-. Solo veo una solución. Un modo para garantizar que en el futuro no vayas a ver tu tío sin informarme.
– Aguarda un momento -protestó ella-. Fui a estudiar el caso -de pronto se dio cuenta de que no le había preguntado nada sobre la investigación-. Por si quieres saberlo, he descubierto algo importante.
– ¿De verdad? -su tono reflejó frustración más que entusiasmo.
– Sí, de verdad, Claro está que si ya no te interesa… comenzó, callando cuando él se detuvo.
– De acuerdo. Háblame de ese gran descubrimiento antes de que explotes.
Sonrió y se acercó más para darle la información que no había compartido con nadie.
– ¡Creo que nuestro ladrón no es otro que El Gato! -susurró, retrocediendo sorprendida. Ashdowne, quien rara vez revelaba lo que sentía, la miró con una expresión próxima al horror-. ¿Has oído hablar de él? -inquirió desconcertada.
– Claro que he oído hablar de él. Pero…
– Entonces debes saber que sus métodos son los mismos que emplearon en el hurto de lady Culpepper -explicó ella.
– No creo…
– ¿Sabes? -lo cortó entusiasmada-, jamás lo apresaron y estoy convencida de que se escondía en el campo a la espera de encontrar un nuevo escenario de acción. ¡Y ese escenario es Bath! -concluyó con voz triunfal.
En contra de lo esperado, Ashdowne no pareció impresionado. De hecho, se frotó la cara con una mano enguantada, como si intentara despertar de una pesadilla.
– Georgiana, no imaginarás que el señor Hawkins es El Gato, ¿verdad? -inquirió exasperado.
– ¡Oh, no! ¡He encontrado un sospechoso aún mejor en el señor Savonierre!
Por desgracia, Ashdowne no dio la impresión de compartir su entusiasmo. La miró con las facciones rígidas.
– No -movió la cabeza-. NO, Georgiana. Esto ha ido demasiado lejos.
– ¿A qué te refieres? -preguntó decepcionada porque no compartiera sus deducciones. Ella sola había establecido las similitudes entre el caso y los de El Gato, y no le importaría recibir una palmada en la espalda por las molestias que se había tomado.
– Ya fue bastante malo perseguir a Whalsey y a Cheever y a ese descarriado vicario, pero Savonierre es peligroso. Debes poner freno a estas tonterías ahora mismo.
– ¿Tonterías? -¿eso era lo que creía de su investigación?- ¿Qué quieres decir? -exigió-. Tú me pediste que te aceptara como mi ayudante, por lo que pensé que eras distinto a los otros hombres. ¡No me digas que eres un hombre condescendiente y arrogante como el resto de tu género!
– No, no lo soy. Te admiro, Georgiana, de verdad, pero pienso que eres demasiado inteligente para tu propio bien. ¡No puedes acusar al hombre más poderoso de este país de ser un ladrón de joyas!
– ¿Y por qué no? Te digo que he dedicado días a rastrear sus movimientos en periódicos antiguos, y siempre estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado.
– Georgiana, eso no significa nada. Estoy seguro de que hay docenas de miembros de la nobleza que van a las mismas galas.
– En realidad no -contradijo, a punto de perder la paciencia. ¿Es que la consideraba estúpida?- De hecho, noté que solo dos personas parecían estar allí donde aparecía El Gato. Una era el señor Savonierre y la otra tú.
Ashdowne la miró fijamente largo rato antes de encogerse de hombros.
– Gratifica saber que mis movimientos son cubiertos con tanto entusiasmo por los periódicos. No obstante, no deberías creer todo lo que lees -ante los ojos de ella pareció transformarse en el Ashdowne del principio, distante e intimidador-. Mi querida joven, eres inteligente, pero poco cosmopolita -añadió con auténtico desdén-. Yo no le daría mucha credibilidad a las apariciones fortuitas presentadas por fuentes poco fiables -aconsejó con tanta arrogancia que ella tuvo ganas de abofetearlo-. En cuanto a El Gato, ha desaparecido. Probablemente muerto y enterrado, abatido mientras robaba. ¿O has descubierto otra cosa? -enarcó una ceja.
– Desde luego, no puedo demostrar que aún esté con vida, pero tú tampoco puedes convencerme de que ha muerto -lo miró perpleja-. ¿Qué es lo que te sucede?
– Supongo que no me gusta que me acusen de ser un vulgar ladrón -repuso con suavidad.
– El Gato no es un ladrón corriente, y yo no te he acusado. Te he dicho que creo que el culpable es Savonierre.
Lejos de parecer apaciguado, su expresión se torno más dura.
– Y yo te he dicho que lo dejes fuera de esto -la tomó por el hombro con fuerza, sobresaltándola-. Si quieres persistir en solucionar este misterio, entonces busca a alguien inofensivo con quien desarrollar tus fantasías. Pero mantente alejada de Savonierre.
¿Fantasías? Se soltó del contacto que otrora había anhelado y que la dejaba aturdida a la espera de sus atenciones y alzó la barbilla.
– ¡No tienes derecho a darme órdenes!
– ¿Ah, no?
Aunque aún mostraba la fachada fría del marqués, ella percibió el torbellino que se agitaba detrás de sus ojos azules, y solo fue capaz de mirarlo desconcertada por su cambio de actitud. Se hallaban tan enfrascados el uno en el otro, que ninguno oyó los pasos que se acercaban hasta que fue demasiado tarde.
– Vaya, vaya, Ashdowne. ¿Es consciente de que se encuentra en público? No sé qué se propone, pero para un espectador casual sin duda da la impresión de que está intimidando a la dama. Vacilo en intervenir, pero mi honor de caballero requiere que lo haga. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita Bellewether?
Georgiana tardó un momento en darse cuenta de que ante ella tenía a su principal sospechosos brindándole sus servicios.
– ¡Señor Savonierre! ¡Es usted el hombre al que quería ver! -soltó.
– Qué coincidencia tan afortunada -sonrió levemente-. ¿Quiere que caminemos juntos, entonces? -preguntó, ofreciéndole el brazo.
Se encontraba tan enfadada con su ayudante, que asintió y disfrutó de la expresión indignada que apareció en el rostro de Ashdowne antes de que la ocultara. La había decepcionado y estaba dolida.
– En realidad, la señorita Bellewether y yo manteníamos una conversación privada -anunció Ashdowne, adelantándose como para bloquearles el paso.
Savonierre le lanzó una mirada de absoluta incredulidad. Observó el cuerpo que detenía su marcha y dejó bien claro que sus modales lo irritaban.
– Parece que su conversación ha terminado. ¿Me equivoco, señorita Bellewether?
– No -musitó Georgiana. No tenía nada que decirle a Ashdowne hasta que se sosegara y comenzara a comportarse. Alzó la barbilla y miró a Savonierre.
– Entonces, ¿nos disculpa, Ashdowne?
Durante un prolongado momento ella pensó que el marqués no iba a moverse, que incluso podría llegar a las manos con Savonierre, y en el acto lamentó la postura adoptada, pero muy despacio, con una insolencia que la asombró, Ashdowne se apartó e inclinó levemente la cabeza, lanzándole una mirada de silenciosa acusación.
Aunque no cabía duda de que él era el culpable de lo que había pasado entre ellos, Georgiana tuvo ganas de llorar. Pero movió la cabeza y pasó delante sin mirar atrás, decidida a centrar sus pensamientos en el caso, lejos de los sentimientos confusos que Ashdowne despertaba en ella.
– En realidad, no puedo considerar una coincidencia haberla encontrado, porque la andaba buscando -el tono suave de Savonierre sobresaltó a Georgiana. Lo miró con cierta alarma-. Me preguntaba si había descubierto algo nuevo sobre el caso del robo a lady Culpepper -explicó, como divertido por la cautela que emanaba de ella.
“Solo que usted es el responsable”, pensó Georgiana, conteniendo una risita inapropiada que tenía ganas de salir de su garganta.
En muchos sentidos, Savonierre era como Ashdowne, alto, moreno, atractivo y con sentido innato del poder que suponía que surgía de la riqueza enorme y de las relaciones nobles. Pero en Savonierre había una frialdad que no resultaba aparente en Ashdowne. Sabía que este podía ser peligroso cuando se lo ponía tenso, pero el otro irradiaba peligro en todo momento, incluso en las situaciones más sencillas e inocentes, como si debajo de su exterior pulido acechara un animal primitivo en busca de una presa.
– ¿He de pensar que la investigación se ha atascado, entonces? -preguntó Savonierre, suavemente persistente.
– A menos que usted sepa algo que yo no sé -replicó Georgiana mientras se dirigían hacia el puente de piedra que se alzaba sobre el río.
Savonierre le lanzó una mirada curiosa, pero Georgiana guardó silencio.
– Quizá pueda ayudar una visita a la escena del delito -sugirió él-. En realidad la buscaba para invitarla a una pequeña reunión que lady Culpepper ha preparado para esta noche. Esperaba poder escoltarla allí y luego, tal vez, poder hablar del robo con más detalle.
Savonierre actuaba como si las calles no proporcionaran suficiente intimidad para esa charla, y su actitud despertó la cautela de Georgiana. Sin embargo, no podía negar el deseo de ver una vez más la casa, en particular con la autorización de él. Puede que incluso le permitieran hablar con los criados.
– Sería magnífico, gracias -aceptó mientras cruzaban el puente.
– Muy bien, Entonces será un placer verla allí.
La considerable fuerza de él tiró de ella mientras se acercaban al puente de piedra. Incómoda con semejante proximidad, Georgiana intentó establecer más distancia entre ambos, pero Savonierre no cedió. Cuando al final pudo soltarse, el movimiento súbito hizo que perdiera el equilibrio. Con movimientos frenéticos agitó los brazos para tratar de recuperar la verticalidad, pero parecía destinada a caer de cabeza al río hasta que una mano fuerte la alejó de la barandilla.
– No se acerque demasiado al borde -advirtió él con voz áspera.
Ella movió la cabeza. ¿Había intentado tirarla del puente o simplemente la amenazaba con esa posibilidad? Como un animal arrinconado, tuvo que contener el impulso de exponer sus teorías y disculparse antes de huir para salvar la vida.
Cuando pudo mirar a su acompañante se dio cuenta de que él se hallaba tan agitado como ella, si no más. Por una vez, el rico y poderoso Savonierre parecía haber perdido la compostura. Tenía el rostro tan blanco como un papel y respiraba de forma entrecortada.
– Me temo que ha descubierto mi debilidad -manifestó mientras se recuperaba, exhibiendo de nuevo una expresión de frío distanciamiento-. No me gustan las alturas -volvió a apoyar la mano de ella en su brazo y los condujo al otro lado del río.
Georgiana marchó con la mente hecha un lío. ¿El Gato temeroso de las alturas? ¡Eso era imposible! ¡Se le conocía por su osadía y agilidad! Georgiana quiso discutir con él, y los sentimientos encontrados que experimentaba debieron reflejarse en su expresión, pues Savonierre centró su atención en ella con mirada ominosa.
– Confío en poder contar con su discreción en este asunto -pidió con voz sedosa y amenazadora-. Odiaría tener que emprender alguna acción contra una dama tan hermosa.
Ella asintió aturdida, sin saber si creer en su confesión. Savonierre era lo bastante inteligente como para urdir una falsedad con el fin de despistarla, pero eso significaría que sabía que ella estaba al corriente de su identidad. ¿Cómo podía ser? Deseó que Ashdowne no se hubiera comportado de forma tan extraña, ya que le vendría bien su ayuda.
El pensamiento hizo que se sintiera horrorizada, ya que si de verdad Savonierre le tenía miedo a las alturas, entonces en su lista de sospechosos solo quedaba un hombre: Ashdowne.