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Conteniendo las lágrimas que amenazaban caer de sus ojos, Georgiana comprendió que su ayudante, el hombre al que amaba, era el ladrón y, probablemente, El Gato en persona. Por fin consiguió terminar de inspeccionar el cuarto. Afortunadamente había poco que atraer la atención, ya que se movía de forma automática, sin ver otra cosa que la traición de Ashdowne.
A pesar de lo enfadad y dolida que estaba, no se hallaba en condiciones de compartir sus hallazgos con Jeffries. Primero debía meditar a solas, decidir qué hacer, de modo que tenía que mantener las apariencias.
Cuando le dijo que ya había terminado, mantuvo sus pensamientos a raya mientras el detective la acompañaba fuera. Por una vez, el investigador, por lo general callado, quería discutir el caso con ella, pero Georgiana expuso que la esperaban en casa y que no disponía de tiempo. Si Jeffries percibió su agitación, esperó que lo atribuyera a la desilusión de no haber localizado ninguna pista.
En vez de regresar junto a su familia, donde no tendría tranquilidad, se dirigió a Orange Grove, donde encontró un rincón sereno entre los olmos, en el que poder reflexionar sobre el hombre al que creía conocer mejor que a ningún otro, el hombre al que desconocía por completo.
Ashdowne. El Gato.
El noble que la había abrazado, besado y acariciado, quien había reído con ella, no era otra cosa que un ladrón. No se diferenciaba en nada de un delincuente común de la calle. Sintió una oleada de dolor y se dejó caer en un banco, incapaz de estar de pie.
¿Solo había jugado con ella? Resultaba demasiado monstruoso de creer, pero, ¿qué otro motivo podía tener El Gato para ofrecerse a ayudarla a resolver el robo que él había cometido? Se dio cuenta de que todas las veces que la había escuchado con atención, como si creyera en sus teorías, había sido una representación. ¡cuánto debió reírse de ella! Le había encantado su risa y en ningún momento había comprendido que era una burla.
Notó un escalofrío y contuvo las lágrimas. Bueno, se dijo que había aprendido algo de la experiencia. Había logrado satisfacer su curiosidad sobre la intimidad con un hombre, de modo que podía contar como útil la experiencia con Ashdowne. Desde luego, sería la última.
Nunca más se permitiría preocuparse tanto por alguien, ya que su tío abuelo se equivocaba. Las personas no eran la clave para la felicidad. Estaban llenas de engaño y usaban a los demás para sus propios fines. Hasta entonces se había considerado una buena conocedora del carácter, sin embargo se había enamorado de un ladrón infame. Era mejor que se recluyera con sus libros y periódicos, cosas que podía entender. Carecían de poder para lastimarla.
Aunque estaba dominada por el dolor, se negó a llorar. Era más fuerte de lo que Ashdowne imaginaba. Igual que los demás, la había subestimado, considerándola un cuerpo lleno de curvas sin nada en la cabeza. ¡Pues se equivocaba! Observó la tierra que aún manchaba sus dedos y recordó cómo al principio Ashdowne la había mirado como si fuera un insecto.
Al final, era él quien había demostrado ser un insecto, una araña negra y grande que tejía una vasta telaraña para su propia diversión. Pensaba aplastarlo.
Finn lo había convencido de que fuera. De repente al irlandés le preocupaba el bienestar de Georgiana. Después de seguirla toda la mañana, había regresado a Camden Place para informarlo de que la había observado en Orange Grove como si hubiera perdido a su mejor amigo.
A Ashdowne, que se sentía casi igual, le costaba mostrar mucha simpatía hacia ella. Quizá había sido un poco despótico la última vez que la vio, pero ese no era motivo para recurrir a Savonierre.
No supo si reír por la idiotez que había cometido o estrangularla por desafiarlo. Sabía que lo más probable fuera que Savonierre la destruyera sin parpadear, y el impulso de proteger lo que consideraba suyo batallaba con las amargas quejas de su maltrecho orgullo. Aunque no se consideraba taimado, jamás en su vida se había esforzado tanto para conquistar a una mujer. Y aún no sabía dónde estaba con la elusiva señorita Bellewether.
Sintió la tentación de regresar con su cuñada a la mansión familiar y no volver a verla jamás. Pero, ¿quién la protegería de Savonierre? ¿De otros hombres? ¿De sí misma? Contuvo una oleada de pánico que surgía cada vez que pensaba en que no la veía más. Y allí estaba, buscando en el parque a una mujer supuestamente abatida que le había echado a la cara los sentimientos que experimentaba por ella, prefiriendo a cambio el frío consuelo de su “caso”.
Cuando la encontró, tuvo que acallar una réplica mordaz, ya que se hallaba sentada en una zona aislada, como si invitara que algún desalmado la importunara. Pero no dijo nada. Solo se detuvo ante ella, inseguro del recibimiento que le daría. En el momento en que Georgiana alzó los ojos, enrojecidos y húmedos, sintió como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. Si eso se lo había hecho Savonierre, mataría al bastardo sin pensar en las consecuencias.
Como no confiaba en lo que podía decir, se quedó de pie y la contempló mientras ella se incorporaba despacio con expresión altanera en sus facciones por lo general abiertas. Era evidente que esa tarde no lo iba a recibir con afecto; se tragó su decepción.
– Ashdowne, creo que me alegro de que hayas venido. No preguntaré cómo me has encontrado, ya que sé que dispones de recursos -indicó con una amargura que nunca antes había manifestado-. Eres un hombre de muchos talentos, ¿verdad? -antes de que él pudiera responder a esa desconcertante declaración, ella se dio la vuelta-. Sé quién eres -afirmó con tono lóbrego-. No te molestes en negar que eres El Gato.
Aturdido, Ashdowne se detuvo en el acto de volverse hacia ella. Antes de que a sus labios aflorara una respuesta indiferente.
– Ah, de modo que ahora soy el villano, ¿verdad?
– Encontré tierra en el escenario del delito, Ashdowne. La misma de la planta que tiré sobre ti -explicó con voz apagada.
– Supongo que sería la misma tierra que varios criados limpiaron -respiró hondo-. ¿Los has acusado o me has elegido únicamente a mí por algún motivo?
– Después de todo por lo que me has hecho pasar -lo miró con desesperación-, lo mínimo que podrías hacer es mostrar algo de honestidad.
– Muy bien, pero este no es el sitio más… -un gesto de impaciencia que ella cortó.
– No tengo intención de ir a ninguna parte contigo, así que puedes ahorrarte el aliento en ese sentido.
El experimentó una oleada de ira ante su actitud. Aunque había sabido que ese día llegaría, desde el principio fue consciente de los obstáculos que se interponían entre ellos. Después de todo, El Gato había dejado de actuar hacía tiempo. Jamás había soñado que alguien pudiera establecer la conexión, mas debería haber imaginado que Georgiana lo lograría.
– ¿Vas a matarme ahora? -la pregunta lo sobresaltó.
– Es un gran salto, ¿no? ¿De ladrón de joyas a asesino?
– ¿Qué diferencia hay? ¿Dónde trazas la línea? Te podrían colgar por lo que has hecho. ¿No sería más sencillo eliminar a quien te acusa?
– No me van a colgar porque nadie te creería -intentó acercarse.
– ¡Aléjate de mí! No puedo pensar cuando estás cerca, y sé que es algo que planeaste desde el principio.
Ashdowne se quedó quieto. Por primera vez en su vida no fue capaz de responder con ingenio.
– Nunca fue mi intención herirte.
– Oh, no. Solo me mentiste desde el principio, riéndote de mí…
– ¡Jamás me reí de ti! -protestó. Cuando ella se volvió para mirarlo con ojos acusadores, agregó-: Bueno, no como tú piensas. Me reí porque te encontraba adorable. ¡Y aún me lo pareces! Georgiana, no dejes que esto…
– ¿Cómo abres las puertas cerradas?
– Con una ganzúa -enarcó una ceja.
– ¿Como la que empleaste en el alojamiento del señor Hawkins?
– Y a veces nada en absoluto -se encogió de hombros-. No muchos quieren reconocer que son descuidados, pero dejan las puertas abiertas, las joyas sobre las cómodas, las ventanas abiertas… -si eso era todo lo que quería oír, podía complacerla.
– Y en ese caso, ¿solo tienes que subir por el exterior de la casa?
– No. Tenías razón, desde luego. Jamás treparía por un edificio. Demasiadas molestias por demasiado poco -afirmó-. Salí por la ventan de una habitación y pasé a otra por el arco.
– ¡Podrías haber muerto! -palideció.
– ¿Finges preocupación? ¡Que conmovedor! -soltó una risa amarga.
– ¡Y todo por una simple joya! -exclamó con desdén.
– Ah, pero ahí te equivocas -indicó con suavidad-. Sí, hasta la gran Georgiana Bellewether no siempre posee todos los hechos -continuó, incapaz de detenerse.
– ¿Y bien?
– Ah. Te apetece escuchar, ¿verdad? Bueno, no sé si debo explicártelo -jamás había compartido sus motivaciones con nadie, ni siquiera con Finn, pero en ese momento, ante el juicio de una pequeña rubia, tuvo ganas de ponerse a sus pies. Cualquier cosa para que cambiara de parecer y recuperar la buena opinión que tenía de él. Clavó la vista en los árboles, rememorando las imágenes del pasado-. Fui el hijo menor de unos padres más bien insípidos. Por suerte, mi hermano era todo lo que habían soñado, mientras que yo era… demasiado aventurero. Jamás terminé de encajar en sus planes, después de descubrir que no me interesaban los caminos disponibles como noble casi en la bancarrota: una carrera militar, la iglesia o la abogacía…
Esbozó una sonrisa amarga.
– Fui a Londres a buscar fama y fortuna… o al menos algo de placer. Asistí a los clubes habituales, a las fiestas de la nobleza y a los garitos de juego, y me fue bastante bien gracias a mi ingenio y dudoso encanto. Sin embargo, algo en mí no estaba satisfecho hasta que hallé mi vocación… de forma fortuita, puedo añadir. Realmente, fue un capricho que quería ver si lograba sacar adelante, y cuando lo conseguí… -se encogió de hombros-… descubrí el gusto por el peligro y la habilidad necesaria para separar las joyas caras de los nobles más ricos y desagradables.
››Pero todo eso cambió cuando murió mi conservador hermano -afirmó. Y aunque había jurado no ser como él, en más de una ocasión Finn lo había acusado de ser indistinguibles. Suspiró-. El Gato se retiró y centré mi atención en empresas más legales‹‹.
– ¿Y qué te impulsó a salir de ese supuesto retiro? -preguntó ella con tono igual de desdeñoso que antes.
– Nada más trivial que la sed de peligro, te lo aseguro. Lo desee o no, el título consume toda mi energía y atención -soltó con sequedad.
– ¿No tuvo nada que ver con tu cuñada? -preguntó; él giró para observarla con asombro.
– Perdona por haber dudado de tu capacidad -se inclinó ante ella. Empezaba a comprender que nada de lo que dijera marcaría la diferencia, pero continuó, ya que no tenía otra elección-. Como he mencionado ya, Anne, aunque es un ser amable, tiene la tendencia a aburrirme. Al terminar su luto, insistí en que fuera a Londres a visitar a algunos parientes. No obstante, ni siquiera yo tenía idea de lo poco mundana que era, y al poco de llegar cayó en las garras de lady Culpepper, con quien perdió bastante dinero, ya que sus métodos de juego, a propósito…
– Son sospechosos -concluyó Georgiana.
– A pesar de que logré pagar la deuda, me temo que esta no me gustó, en particular por el hecho de que esa mujer se cebaba en jóvenes inocentes. Me sentí responsable de la desgracia de Anne, ya que había sido yo quien la envió a Londres, solo para que regresara a casa sumida en la culpa y la desdicha.
– ¿Y por qué no pudiste recuperar el dinero a las cartas?
Ashdowne rió por su ingenuidad.
– Lady Culpepper sabe que no debe aceptar un desafío de mí -explicó-. Elige cuidadosamente a sus víctimas y aunque consiguiera entrar en una partida con ella, no tardaría en retirarse.
– ¿Qué pensó tu cuñada de tu venganza? -preguntó, provocándole otra carcajada.
– ¡Anne no tiene ni idea! Lejos de darme las gracias, si le contara que había robado las joyas probablemente se desmayaría. Verás, sólo me llevé el collar para que lady Culpepper pagar por su propio robo.
– No obstante, eso no justifica que robes -afirmó Georgiana.
– Solo a los muy ricos y a los muy arrogantes, que se lo pueden permitir -arguyó Ashdowne.
Pero la había perdido. Pudo verlo en la expresión de sus bellos ojos azules cuando lo miró, no con asombro, sino con censura.
– Tus escrúpulos son muy distintos de los míos.
– La variedad es lo que hace que la vida sea interesante -indicó él, pero al verla mover la cabeza se sintió frustrado-. ¿Entonces, ¿tu conciencia demasiado activa te hará entregarme al señor Jeffries?
Esa pregunta hizo que todo el valor de Georgiana se desvaneciera, dejándola consternada y desolada.
– No lo sé -murmuró, arrebatándole a Ashdowne su última esperanza.
Él no temía la horca, ya que sospechaba que ni siquiera Georgiana podría convencer a los investigadores de Bow Street de su culpabilidad, mas su indecisión le atravesó las entrañas como una daga. ¿cómo podía siquiera pensarlo? ¿Lo despreciaba tanto que anhelaba su muerte?
– ¿Por qué Georgiana? -preguntó con furia contenida-. El Gato es algo pasado.
– Te equivocas -musitó ella. Se puso de pie y cruzó los brazos-. Lo estoy mirando.
Dio media vuelta y huyó, y Ashdowne no intentó seguirla, pues la a menudo ininteligible Georgiana había expuesto su deseo con claridad.
Ashdowne regresó a Camden Place, donde se cambió para la noche y escoltó a su cuñada a uno de los bailes más provincianos de Bath. Anne parecía ansiosa por hablar con él, pero cuando le dedicó su atención, lo miró y tartamudeó algo acerca del clima antes de excusarse.
Durante las interminables horas que siguieron, pensó en marcharse de la ciudad. Georgiana había pisoteado su orgullo y lo que quedaba lo instaba a regresar a la Mansión Ashdowne, tomar las riendas de su vida y eliminarla para siempre de sus pensamientos. Pero rara vez le daba la espalda a un desafío.
A pesar de todo lo sucedido, ¿podría recuperarla? Y lo que era más importante, ¿lo deseaba? Nunca antes había sentido la tentación de casarse, pero en ese momento tanto su corazón como su cuerpo clamaban que la hiciera suya. Para siempre.
Bueno, eso aclaraba las cosas. Sin embargo, la cuestión era si ella lo aceptaría. Le había mentido desde el principio, la había usado antes de caer por completo bajo sus encantos, aunque sabía que nada de eso pesaba tanto en ella como una cosa: era un ladrón.
Durante la larga noche dispuso de tiempo abundante para justificar ante sí mismo su conducta pasada, pero le fue imposible encontrar una explicación que agradara a Georgiana.
Mucho después de regresar a casa y despedir a Finn, analizó su pasado y su futuro con una botella de oporto al lado. Por primera vez en su vida quería algo que no podía tener, y toda su destreza, ingenio y determinación quizá no bastaran para obtenerlo.
La frustración ardió en él como los fuegos del infierno, ya que siempre había conseguido las cosas con facilidad. A diferencia de otros hijos menores, jamás había blandido la espada ni el libro para ganarse la vida. Había sobrevivido gracias a su encanto y a su inteligencia, llamándolo trabajo, pero todo había sido un juego, avivado por su arrogancia.
Su vida como El Gato había sido más que una aventura, un modo de demostrar, al menos ante sí mismo, que era tan bueno como su hermano. Mejor incluso, ya que había alcanzado el éxito sin un título ni la herencia de los Ashdowne. No obstante, su familia jamás había conocido sus logros, y al final no había logrdo ganarse su respeto o afecto.
Y en ese momento, en que disponía del título, de la riqueza y de la herencia, ¿para qué le servían? Su existencia parecía vacía, sin objetivos y… solitaria. Sí, tenía amigos y conocidos, pero nadie salvo Finn lo conocía. De pronto anheló una familia, una esposa que supiera quién era él de verdad y que encendiera otra vez su sentido de la aventura, su gozo de vivir.
Georgiana.
Dejó la copa y de pronto supo lo que tenía que hacer. En realidad era una insignificancia, pero un paso en la dirección adecuada, o al menos eso era lo que diría Georgiana. El pensamiento le dio esperanzas; se puso de pie y titubeó. Por desgracia, en ese momento no podía intentar nada, ya que tenía el cerebro embotado por las largas horas de beber y dolorosa introspección.
Frunció el ceño, impaciente, antes de darse cuenta con una sonrisa de que había algo que podía hacer.